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Doña Milagros: 19

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Doña Milagros
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XVIII

Capítulo XVIII

¡Imborrable recuerdo el que me dejaste, procesión de la Soledad! Y no sólo porque en ti resucitó mi María Ramona, sino porque señalas la fecha de acontecimientos graves y temibles.

Aunque recobrara la fe en doña Milagros, no por eso dejaba de ver con extrañeza que la señora no acababa de poner en la calle a Vicente. Si no supiese que con todo su almacén de peinetas y moños y su gigantesca humanidad, el comandante era otro como yo -otro marido de los que abdican y dejan que recaiga el mando en rueca-, a él acusaría por lenidad tan inconcebible. Dado que al señor de Llanes le excusaba su sumisión conyugal, la responsable era doña Milagros. ¿Cómo permitía que el asistente permaneciese en su casa ni un minuto?

-Mire usté, es una tontera -respondió ella cuando la interrogué sobre el caso al otro día de la procesión de la Soledad-, pero le he cogío una miajas de respeto al charrán ese. Al desirle que se largue comiensa a hasé morisquetas y a poné los ojos de loco... y, vamos, que yo... como lee uno en los periódicos, a caa paso, tales atrosidaes...

-Por Dios, doña Milagros... ¡Parece mentira que una mujer como usted se acoquine! El bergante la ha metido a usted en un puño... Nada, una buena resolución. Escoja usted un momento en que el señor de Llanes esté en casa... Yo estaré también, si usted quiere... No nos comerá a los dos... ¡Si usted supiese lo que la urge limpiar la casa de ese pillo!

Esta vez mis exhortaciones surtieron efecto. Aquella misma noche -según dijo- la señora significó a Vicente que había resuelto, por razones poderosas, «plantarle en la del rey», y ¡cosa singular!, el valenciano se oyó despedir silencioso, estoico; se contrajo su fisonomía; pero de sus labios no salió, como otras veces, réplica ni objeción contra el inapelable fallo que lo expulsaba. Cierto que el comandante estaba presente y apoyaba la medida con toda su autoridad de jefe y de esposo. Retirose el asistente cabizbajo, y se le oyó trastear en su cuartuco, arreglando ropa y rompiendo algunos papeles. La compañera -pues la comandanta tenía a su servicio una moza para fregar los pisos y atender a las labores domésticas cuando el asistente salía a recados- dijo después que Vicente había conservado encendida la luz hasta muy tarde, porque al levantarse ella, al punto del amanecer, la vio filtrarse por debajo de la puerta; y también añadió que, al regresar Vicente a la cocina después de despedirle sus amos, como le reclamase una palma que el Domingo de Ramos la había prometido, el soldado respondió pocas y fatídicas palabras:

-¡Ya regalaré palmas a todos, ya!... El Domingo de Ramos pasó; pero lo que es el Domingo de Pascua, ha de ser señalado en Marineda.

El Domingo de Pascua, Vicente salió de su cuarto a la hora de costumbre, y se dirigió al despacho, llamémosle así, de don Tomás, donde el comandante, por despachar algo daba buena cuenta de los excelentes cigarros de contrabando, obsequio de la Tomatera de Chipiona. Vicente arreglaba aquella pieza, sin permitirse jamás tocar a los cajones de puros -tentación fuerte, sin embargo, para un español-. No sólo barría y limpiaba, sino que cuidaba las armas del comandante con esmero exquisito, haciendo relucir las hojas de los sables y los cañones de los revólveres y escopetas, porque don Tomás, sin ser muy aficionado, ni menos inteligente, había adquirido, por rutina y por vanidad, algunos hermosos ejemplares de armamento moderno, encargándolos a Inglaterra. Vicente permaneció en el despacho de don Tomás media hora escasa, y después se sentó en la cocina, abstraído, rehusando el desayuno. A las nueve empezó a dar indicios de agitación; giró como la fiera en la jaula, comenzó labores sin concluirlas, se mojó la cara con agua fresca, rompió dos o tres platos, y mostró pueril enojo porque tenía que embetunar las botas del comandante.

A las diez de la mañana, la fámula salió a la compra, y se echó a la calle don Tomás, dejando a doña Milagros entregada a la faena de prepararse para misa de once; a la salida de esta misa, donde concurre toda la high-life de Marineda, la aguardaba su marido ante el pórtico de San Efrén charlando con vecinos y amigotes. Parece que en el mismo instante en que la comandanta, después de haber desenredado su pelo crespo y negrísimo, alzaba los brazos para retorcer el moño, se abrió con el estrépito la puerta de su gabinete, y penetró Vicente navaja en mano, con aspecto y ademanes de insensato furioso. La escena que sigue a esta entrada de Vicente merecería sin duda ser descrita y relatada; convendría saber -pero saber sin omitir punto ni coma- lo que habló con su ama el mozo, y lo que ella, trémula de espanto, pudo responderle. Por desgracia, jamás lo averiguaremos; nunca aquel diálogo tremendo en que una mujer defendía su honra y su virtud contra un hombre empeñado en profanarlas, será conocido de nadie. Las palabras volaron, disipándose en el ambiente del aposento que las oyó resonar; las violencias de la pasión se evaporaron como el agua de las salinas, que al beberla el sol deja en el fondo amargor inmenso..., y lo único que quedó en pie fueron hechos, por otra parte bien elocuentes.

Subía yo a mi piso, oída la misa de diez, con ánimo de activar los preparativos del tocado de mis hijas, parroquianas de la de once, cuando no sé si el cansancio de mis piernas o un impulso maquinal -el del cariño, que tal vez se reduce a una necesidad continua de aproximación- me obligó a detenerme ante la puerta de doña Milagros. Y lo mismo fue pararme allí, que oír el estampido de un tiro, al cual siguió otro, y otro... ¡Horror! Toda la carga de un revólver, disparada seguidamente, con una especie de rabioso frenesí... Empujé la puerta, lo mismo que si pudiese abrirla; grité, bajé al portal, salí a la calle... Y en un decir Jesús, sin que yo advirtiese cómo, la gente que pasaba, la de las casas próximas, la de la mía, acudió, se juntó, se atropelló, se agolpó en la escalera, se arremolinó, rodeándome, queriendo saber lo que pasaba, cuando no lo sabía yo mismo...

Entre tanto, seguía cerrada la puerta; detrás de ella reinaba fúnebre silencio. A nuestros campanillazos, a nuestros gritos, no contestaba un soplo, ni el eco de unos pasos. Una gente propuso que se avisase al herrero; pero Redondo el embadurnador, el de las sanguijuelas, que según costumbre andaba por allí, tuvo una idea mucho más sencilla: traer la escalera que estaba en la portería, y ya encaramado en ella, romper de un puñetazo el vidrio de un ventanillo que daba luz al recibimiento, abriendo así entrada bien fácil, por donde se descolgó y pudo franquearnos la puerta. Nadie reparó en que cometíamos una infracción de la ley allanando una morada: todas las leyes del mundo infringiríamos entonces.

Fui el primero que, frío de pavor, entró en la silenciosa vivienda. Guiado por el corazón, me precipité hacia el gabinete de doña Milagros, pieza que la servía a la vez de tocador y de cuarto de costura, y donde, con su graciosa familiaridad habitual, me había hecho entrar mil veces. Era preciso pasar por la sala, y creí escuchar un gemido leve, apagado, que me dejó más yerto de lo que estaba. Aparté las cortinas; la puerta vidriera encontrábase abierta... Vi en el suelo a la comandanta de Otumba. La veré siempre así. Yacía reclinada sobre el lado izquierdo: un reguero de sangre empapaba sus faldas y extendía vasta placa roja por su blanco peinador; el pelo suelto casi la cubría la cara; un brazo, replegándose hacia la cintura, señalaba la actitud de oprimir la herida...

Mientras yo me arrojaba a levantar en peso a doña Milagros y con fuerzas que nunca creí poseer la llevaba a su alcoba y la tendía cuidadosamente sobre la cama; mientras clamaba por «¡socorro, un médico!», y me apresuraba a bañar de agua las sienes y los pulsos de la herida señora, porque la sentía respirar; mientras perdía el poco seso que me restaba al ver correr la sangre y al humedecerme con ella las manos, la gente, que se había desparramado por las habitaciones, exhalaba chillidos y exclamaciones de horror al encontrar atravesado en el despacho del comandante Llanes el cadáver de Vicente. La furibunda mano del suicida había agotado la carga del revólver; sin duda le temblaba el pulso, pues algunas cápsulas agujerearon la pared, mientras dos penetraban por debajo de la barba y se alojaban en el cerebro. Refiriéronme esto después: yo tuve la suerte de no ver aquel espectáculo.

Lo único que me preocupaba en tales momentos era la señora. ¿Lo he de confesar? Sí, porque ya sé que tú, lector, en el curso de esta historia habrás encontrado toda clase de defectos que ponerme... excepto el de duro e inhumano. Pues bien; así que el señor de Napelo, llamado precipitadamente, hubo cortado el corsé, reconocido la herida y hecho la primera cura; así que doña Milagros abrió lánguidamente los ojos y nos sonrió como para tranquilizarnos; así que el inédito declaró que la lesión, no sólo no era mortal, sino levísima y que cicatrizaría pronto, gracias a la oportunidad de la navaja que resbaló sobre la ballena del corsé y tropezó después en no sé cuál bienhechora costilla, lo que sentí fue, más que alivio y tranquilidad, alegría delirante, irracional, absurda; alegría que me hizo caer arrodillado al pie de la cuna de la mártir, bendiciendo a Dios que formó el alma de la mujer de tan generoso y noble temple, que prefiere la muerte a la ignominia. Me sentía inundado, ahogado, sumergido en gratitud; quería besar los pies de la cama y la colcha; porque nada agradecemos como la conservación de nuestras caras ilusiones, el que nos pisoteen las flores que nos brotan dentro del alma; y si podemos perdonar, y perdonamos de hecho, al que nos roba dinero o bienes, nunca perdonamos al que nos quita nuestra propia estimación destrozándonos el ideal. Si doña Milagros hubiese sido la mujer liviana que pintaban las malas lenguas, yo no se lo hubiese perdonado nunca. Su virtud me halagaba tanto como podría halagarme una prueba de amor directa y vehemente: su virtud, ya heroica, ya adornada con las palmas del martirio, era la forma en que correspondía a mi amante veneración; era su manera de entregarse, de ofrecerme su corazón y su cuerpo. Ni ella ni yo habíamos creído jamás que pudiese unirnos un indigno lazo, subrepticio, vergonzoso, impropio de mi edad, antipático a mis convicciones: ni ella ni yo -si se exceptúa un minuto de extravío del cual me acusé en el tribunal de la penitencia- habíamos notado la mutua atracción que nos guiaba, sino como fórmula del completo desarrollo de nuestros sentimientos más puros y más castos; como última flor de la filogenitura. ¡Ah doña Milagros! ¡Mujer soñada en mi juventud, bendita seas! Y al pie de la cama, con el rostro sepultado en los pliegues de la colcha, juré yo entonces pagar tu admirable conducta con algún rasgo admirable también, digno de ti y de mí y de la delicada hermosura de nuestras relaciones -porque ya creí poderles dar en mi interior este nombre dulce y significativo.

Sí: era preciso que me elevase a la misma altura que tú, ¡oh mi dueña y maestra, ley y norma de mi vida! Porque en aquella ocasión lo veía claramente; la única persona que había realizado ante mis ojos el tipo de la bondad era doña Milagros. Pronta a sacrificarse por todos; con el sentimiento más hermoso y más santo en la mujer, que es la fraternidad, tan poderosamente desenvuelto que absorbía los restantes; sencilla humilde, mansa, desprendida, tierna, doña Milagros era la encarnación de lo bueno femenino. Para que el cuadro fuese completo; para que no faltase pincelada alguna, ahora se había demostrado del más evidente modo, que no sólo doña Milagros era la misma honestidad, sino la honestidad heroica, dispuesta a arrostrarlo todo por no mancharse. Yo no ignoraba sus temores; yo sabía que ella tenía previsto el crimen. Una compasión ternísima, una dulzura llena de beatitud me inundaban al pensar que a mí se debía la brillante prueba de integridad dada por la señora. Y al mismo tiempo, me estremecía pensando en la terrorífica escena de que habían sido testigos aquellas paredes; la infeliz, sola con el dragón furioso sin poder oponer a sus amenazas y violencias más que el grito ahogado por el miedo, viendo brillar siniestramente la navaja, percibiendo el frío de la hoja, sintiendo correr la sangre, cayendo desmayada... Dios la había preservado: Dios había querido que el monstruo no tuviese la mano certera sino para hacerse justicia; Dios había resuelto dar a todos, al público malvado y suspicaz, testimonio de que ni el armiño ni la nieve podrían emular a doña Milagros en limpieza. Sí: yo veía en la bárbara y desesperada acción del mozo la huella indudable de esa Providencia en la cual siempre he creído, y que de tiempo en tiempo derrama su gracia y su luz sobre nosotros, para confundir a los malvados y alentar a los buenos. El doble atentado de Vicente era diadema de gloria puesta sobre las sienes de doña Milagros.

Entonces fue cuando adquirió el plenísimo convencimiento de que una mujer, así sea limpia y firme como el diamante, y así los sucesos la ofrezcan ocasiones especialísimas de revelar estos méritos a la faz del mundo, siempre está expuesta a que la calumnia halle resquicios por donde eclipsar el resplandor de la acción más memorable y digna de encomio. Nadie lo dude: por unanimidad no se ha proclamado todavía la castidad de una mujer, ¡ni aun de la que pisa las estrellas y apoya el pie en la luna! ¡Por unanimidad no hay tampoco hombre bueno, guerrero valeroso, sabio profundo ni excelso artista! La reputación es un espejo grande, claro, hermoso, pero que siempre en alguna esquina aparecerá empañado. Limpiad la mancha, y reaparece por la esquina opuesta. Parece que un travieso diablillo colgado del espejo se entretiene en soplar aquí y allí enturbiando la superficie.

Digo esto, porque ¿quién creería que después de la tragedia en que doña Milagros afirmó a tanta costa su virtud, no había de estar a cubierto -enteramente a cubierto- de malévolas suposiciones, y que no se habían de postrar todos reconociendo su valor y tributándola el merecido respeto? Pues no sucedió así. Los eternos enemigos de la señora, los incansables detractores de aquel ser para mí celestial, encontraron medio de sacar de su gloria su deshonor, y de sepultarla en todo con lo mismo que debiera servir para ponerla en las nubes. Yo, que me lancé a todos los corrillos, y en especial a los de la Sociedad de Amigos, a gozar de mi triunfo y a escuchar cosas que me lisonjeasen, noté con asombro y cólera que abundaban más las reticencias, las dudas y las descabelladas hipótesis, de las cuales salía muy mal librado el decoro del comandante, más nublada que nunca, la fama de su esposa.

Sostenían, en efecto, con el encarnizamiento de la saña y la malicia, que no se explicaba la conducta de Vicente, sino suponiendo que creía tener sobre su ama algún derecho que la flaqueza de esta le hubiese concedido. Afirmaban que en aquella suprema entrevista última, que, aparte de los interesados, sólo tuvo por testigo a Dios, habían mediado reconvenciones, cargos, amenazas, súplicas -cuando media entre el amante abandonado y la mujer hastiada y resuelta a desembarazarse de él a toda costa, porque la asusta, porque constituye un obstáculo-. Aseguraban, como si lo hubiesen visto, que el bárbaro había colocado a la señora en la espantosa disyuntiva de morir o continuar arrostrando la reprobación general y el peligro de despertar las sospechas de su esposo; y juraban que era tal la idolatría del mozo por su señora, que, al derramar la sangre de aquellas venas, al pensar que había herido, quizás mortalmente, a doña Milagros, lo vio todo negro, y, loco de dolor, de desesperación y de remordimiento, volvió contra sí su rabia, tan aturdido, que arrojó al suelo la ensangrentada hoja, sin ocurrírsele servirse de ella para matarse.

-Ya jamás se despejará la incógnita de este drama -decía con silbo de serpiente Baltasar Sobrado-. El muerto no habla, y la viva, claro que ha de decir lo que más la convenga. En amoríos domésticos no median cartas. No se encontrará prueba alguna... Pero los que conocemos la vida, no nos tragamos esta clase de Lucrecias. ¡Seráfico don Tomás Llanes! ¡Cuando pienso que las nueve décimas partes son así! Por supuesto, que al pobre diablo no le queda más recurso que pedir el traslado. Sé que al capitán general le haría poquísima gracia que después de la tragedia siguiese viviendo aquí. Eso lo guisarán en familia los del cuerpo. La cosa es tan feílla, que le echarán un capote para taparla. ¡Bah! Todo se arregla en este mundo... y la los diez años, todo se olvida!

¡Ah venenoso áspid! Si yo no te debiese cinco mil pesetas, a las cuales ya había abierto una brecha regular, ¡cómo te metería el resuello en el cuerpo! Pero eras el ser sagrado, a quien saludamos hasta los pies despreciándole profundamente: eras el acreedor... Contra el acreedor no hay razones. Agaché la cabeza. Lo que más me afligió fue ver que de tu detestable opinión era partícipe una persona en quien yo tenía gran confianza, aun cuando desde entonces la perdí. Moragas, de regreso de su viaje y al enterarse de lo ocurrido, había exclamado arrugando la expresiva fisonomía:

-Esas cosas nunca suceden antes de la letra.

Tal furia pasional, tales arrebatos ciegos y destructores, es casi increíble que no tengan por raíz los sentidos exaltados con el cebo de la posesión.

Como a Moragas no le debía yo un céntimo, me creí en el caso de contestarle:

-Ustedes no ven en todo más que materia. Son ustedes tuertos del entendimiento. Les compadezco... ¡porque no les quiero aborrecer!