Doble error/VI
VI
Julia pasó una noche muy agitada. La conducta de su marido en la Opera, colmaba todas sus culpas y parecía exigirle una reparación inmediata. Al día siguiente tendría una explicación con él y le expresaría su propósito de no seguir viviendo bajo el mismo techo con un hombre que la había comprometido de una manera tan cruel. Pero esta explicación le aterraba. Nunca había tenido una conversación seria con su marido. Hasta entonces había expresado sus disgustos sólo poniendo mala cara, sin que Chaverny le diese la menor importancia, pues como dejaba a si mujer en completa libertad, nunca se le hubiese ocurrido creer que su mujer pudiese negarle una indulgencia que, en caso necesario, él estaba dispuesto a concederle. Temía, sobre todo, llorar en medio de esta explicación, y que Chaverny atribuyese estas lágrimas al amor herido. Y entonces sentía vivamente la ausencia de su madre, que hubiera podido darle un buen consejo o encargarse de pronunciar la sentencia de separación. Todas estas reflexiones la sumieron en una gran incertidumbre, y cuando se durmió, había tomado la resolución de consultar a una de sus amigas, que la había conocido siendo ella muy joven, y confiarse a su prudencia para la conducta que debía seguir con Chaverny.
Mientras se abandonaba a su indignación, no había podido menos de hacer involuntariamente un paralelo entre su marido y Châteaufort. La enorme inconveniencia del primero, hacía resaltar la delicadeza del segundo, y reconocía con cierto placer, pero no sin reprochárselo, que el amante se había cuidado más de su reputación que el marido. Esta comparación moral, la arrastraba sin querer a observar la elegancia de modales de Châteaufort y el aspecto medianamente distinguido de Chaverny. Veía a su marido, con su vientre un poco prominente, deshaciéndose en cumplidos pesados con la querida del duque de H***, mientras Châteaufort, más respetuoso aún que de ordinario, parecía procurar retener en torno de ella, la consideración que su marido podía hacerle perder.
En fin, como sin querer nuestros pensamientos nos arrastran lejos, imaginóse más de una vez que podía quedarse viuda, y que entonces, joven y rica, nada se opondría a que coronase legítimamente el amor constante del joven jefe de escuadrón. Un ensayo desdichado no significaba nada contra el matrimonio, y si el afecto de Châteaufort era verdadero... Pero entonces ahuyentaba estos pensamientos, que la hacían ruborizarse, y se proponía ser más reservada que nunca en sus relaciones con él.
Se desperto con mucho dolor de cabeza y más lejana aún, que la víspera, de una explicación decisiva. No quiso bajar a almorzar, temerosa de encontrarse con su marido; mandó que le llevasen te a su cuarto y pidió el coche para ir a casa de la señora Lambert, la amiga a quien quería consultar. Esta dama se encontraba entonces en el campo en P.
Mientras almorzaba abrió un periódico. El primer artículo que apareció a su vista decía así:
"El Sr. Darcy, primer secretario de la Embajada de Francia, en Constantinopla, ha llegado anteayer a París con despachos. Este joven diplomático ha tenido, inmediatamente después de su llegada, una larga conferencia con el ministro de Negocios Extranjeros." Darcy en París!—exclamó. Me gustaría verlo. Se habrá puesto muy estirado? ¡Este joven diplomático! ¡Darcy, joven diplomático!
Y no pudo menos de 1eirse sólo de estas palabras: "Joven diplomático".
Este Darcy acudía en otro tiempo con mucha asiduidad a las reuniones de la señora de Lussan; entonces era agregado al ministerio de Negocios Extranjeros. Había abandonado París poco tiempo antes del matrimonio de Julia, y después no le había vuelto a ver. Sabía sólo que había viajado mucho y que había obtenido rápidos ascensos.
Tenía aún el periódico en la mano cuando entrô su marido. Parecía de muy buen humor. A su aparición, ella se levantó para salir; mas como hubiese sido preciso pasar muy cerca de él para entrar en su tocador, permaneció de pie en el mismo sitio, pero tan agitada, que su mano, apoyada en la mesa de te, hacía temblar distintamente el servicio de porcelana.
—Querida—dijo Chaverny—, vengo a despedirme por algunos días. Voy a cazar a las posesiones del duque de H***. Tengo que decirte que está encantado de tu amabilidad de ayer noche. Mi asunto marcha bien, y me ha prometido recomendarme al rey con el mayor interés.
Mientras le escuchaba, Julia palidecía y se ruborizaba alternativamente.
—El duque de H*** te debe eso... y mucho más —dijo con voz temblorosa—. No puede hacer menos por uno, que compromete a su mujer del modo más escandaloso con las queridas de su protector.
Después, haciendo un esfuerzo desesperado, atravesó la habitación con paso majestuoso y entró en su tocador, cuya puerta cerró con violencia.
Chaverny se quedó un momento con la cabeza baja y el aire confuso.
— De dónde diablo sabe ella esto?—pensó—.
¿Qué importa, después de todo? Lo hecho, hecho.
Y como no era costumbre suya detenerse mucho tiempo en una idea desagradable, hizo una pirueta, cogió un pedazo de azúcar del azucarero y gritó con la boca llena a la doncella, que entraba:
—Diga a mi mujer que pasaré tres o cuatro días con el duque H*** y que le mandaré caza.
Salió, no pensando más que en los faisanes y los ciervos que iba a matar.