Doble error/VIII

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VIII

No poco contrariada se sintió Julia cuando, al entrar en P..., vió en el patio de la señora de Lambert un coche cuyos caballos desenganchaban, lo cual anunciaba una visita que debía prolongarse. Imposible, por consiguiente, entablar la discusión de sus quejas contra Chaverny.

La señora Lambert, cuando Julia entró en el salón, estaba con una mujer a quien Julia había visto en sociedad; pero a la cual apenas de nombre conocía. Tuvo que hacer un esfuerzo sobre sí misma, para ocultar la expresión del disgusto que experimentaba por haber hecho en balde el viaje a P...

—¡Ah, buenos días, querida!—exclamó la señora Lambert, besándola—; cuánto me alegro de ver que no me ha olvidado usted. No ha podido usted venir en mejor ocasión, pues espero hoy no sé cuánta gente que la quiere a usted con locura.

Julia respondió, con aire un poco cohibido, que había pensado encontrar sola a la señora Lambert.

—Se van a alegrar mucho de verla—prosiguió la señora Lambert—. Está tan triste mi casa desde el matrimonio de mi hija, que siento una gran satisfacción cuando mis amigos tienen la atención de venir a verme. Pero, hija mía, ¿qué ha hecho usted de sus hermosos colores? Se encuentra usted muy pálida hoy.

Julia inventó una pequeña mentira: lo largo del camino..., el polvo..., el sol...

Precisamente vendrá hoy a comer con nosotros uno de sus adoradores, a quien voy a dar una agradable sorpresa: el señor de Châteaufort, y, probablemente, su fiel Acates, el comandante Perrin.

—He tenido el gusto de recibir últimamente al comandante Perrin—dijo Julia, ruborizándose un poco, pues estaba pensando en Châteaufort.

—También vendrá el señor de Saint—Leger. Le obligaremos a que organice una velada de proverbios para el mes próximo, y usted tendrá en ella un papel, querida; hace dos años era usted personaje principal para los proverbios.

—Dios mío, señora; hace tanto tiempo que no he jugado a proverbios, que no me sentiría tan segura como en otro tiempo, y tendría que acudir al "Oigo a alguien".

Ah, Julia, hija mía! Adivine usted a quién esperamos además. Pero éste, querida, es preciso tener memoria para recordar su nombre.

El nombre de Darcy, se presentó inmediatamente a Julia.

—Me obsesiona verdaderamente, pensó—. Memoria, señora?... Yo la tengo buena.

—Pero yo digo una memoria de seis o siete años. Recuerda usted a uno de sus amigos más atentos cuando era usted muchachita y llevaba trenza?

—Verdaderamente no adivino.

—Qué horror, querida! Olvidar así a un hombre tan simpático, que entonces, si no me engaño, le agradaba tanto, que casi su madre de usted se alarmaba. Vumos, amiga mía, puesto que así olvida usted a sus adoradores, habrá que recordarle sus nombres: es Darcy a quien va usted á ver.

— Darcy?

—Sí; ha vuelto al fin de Constantinopla hace sólo algunos días. Ha venido a verme anteayer, y le he invitado. Sabe usted, ingrata, que me ha preguntado por usted con un interés muy significativo?

— Darcy ?—dijo Julia dudando y con distracción afectada—. Darcy? ¿Es un joven alto, rubio..., que es secretario de embajada?

—Oh, querida! No le reconocerá usted; ha cambiado mucho; está pálido, o más Lien de color oliváceo, con los ojos hundidos; ha perdido mucho pelo a causa del calor, según dice. Si esto continúa, dentro de dos tres años estará calvo por delante. Y, sin embargo, no tiene todavía treinta años.

Aquí, la dama que escuchaba el relato de la desgracia de Darcy, aconsejó el uso del Kalydor, que le había sentado muy bien después de una enfermedad que le hizo perder mucho pelo. Y se pasaba, al hablar, los dedos por los numerosos bucles de un hermoso castaño claro.

—Ha permanecído Darcy todo este tiempo en Constantinopla?—preguntó Julia.

—No por completo, pues ha viajado mucho:

ha estado en Rusia, y después ha recorrido toda Grecia. ¿No sabe usted su suerte? Ha muerto su tío y le ha dejado una hermosa fortuna. Ha estado también en el Asia Menor, en la... ¿cómo dice?... la Caramania. Está delicioso. Tiene historias muy pintorescas, que la divertirán a usted mucho. Ayer me ha contado algunas tan bonitas, que le decía a cada paso: "Pero guárdelas usted para mañana; se las dirá usted a esas damas, en lugar de perderlas con una vieja como yo." —¿Le ha contado a usted la historia de la mujer turca que salvó?—preguntó la señora Dumanoir, la encomiadora del Kalydor.

—La mujer turca que salvó? ¿Ha salvado a una mujer turca? No me ha dicho una palabra.

— Cómo! Si es una acción admirable, una verdadera novela.

—Oh! Cuéntenos usted eso, haga el favor.

—No, no; pregúntenselo a él mismo. Yo sólo sé la historia por mi hermana, cuyo marido, como usted sabe, ha sido cónsul en Esmirna. Pero ella se la había oído a un inglés, testigo de toda la aventura.

—Cuéntenos usted esa historia, señora. ¿Cómo quiere usted que podamos esperar hasta la comida? No hay nada tan desesperante como ofr hablar de una historia que no se sabe.

—Voy a estropeársela a ustedes; pero, en fin, esta es, tal como me la han contado. El señor Darcy se hallaba en Turquía examinando no sé qué ruinas a orillas del mar, cuando vió venir hacia él una procesión muy lúgubre. Eran unos mudos que llevaban un saco, y este saco se agitaba como si dentro hubiese alguna cosa viva.

—¡Ah, Dios mío!—exclamó la señora Lambert, que había leído "El Giaur". Era una mujer que iban a echar al mar.

—Justamente—prosiguió la señora Dumanoir, un poco picada de verse quitar así el rasgo más dramático de su cuento. El señor Darcy mira al saco, oye un gemido sordo y adivina en seguida la horrible verdad. Pregunta a los mudos lo que van a hacer; por toda respuesta, los mudos sacan sus puñales. Por fortuna, el señor Darcy estaba muy bien armado. Pone en fuga a los esclavos, y saca, en fin, del maldito saco a una mujer de encantadora belleza, medio desvanecida, y la lleva a la ciudad, donde la deja en una casa segura.

—¡Pobre mujer!—dijo Julia, que comenzaba a interesarse por la historia.

—La cree usted salvada? De ningún modo.

El marido, celoso, porque era un marido, amotinó a todo el populacho, que se dirigió con antorchas a casa del señor Darcy, con intención de quemarlo vivo. No sé bien el fin de este asunto; lo único que sé, es que ha sostenido un sitio y acabado por poner la mujer en seguridad. Parece, además añadió la señora Dumanoir, cambiando repentinamente de expresión y tomando un "tono de nariz muy devoto"—, que el señor Darcy tuvo cuidado de que la convirtiesen, y que ha sido bautizada.

¿Y se ha casado con ella Darcy?—preguntó Julia sonriendo.

—Eso no puedo decírselo. Pero la mujer turca..tenía un nombre singular: se llamaba Eminé. Sentía una pasión violenta por el señor Darcy. Mi hermana me decía que le llamaba siempre "Sôtir"... "Sôtir", que quiere decir "mi salvador" en turco y en griego. Eulalia me ha dicho que era una de las mujeres más guapas que se pueden ver.

Le pincharemos con eso de la turca!—exclamó la señora Lambert—.¿No es eso, señoras?

Hay que atormentarle un poco. Por lo demás, ese rasgo de Darcy no me sorprende nada; es uno de los hombres más generosos que conozco, y sé algunas acciones suyas, que hacen llorar siempre que las cuenta. Su tío ha muerto dejando una hija natural, que no había nunca reconocido. Como no hizo testamento, no tenía ella ningún derecho a su herencia. Darcy, que era el único heredero, he querido que tuviese una parte, y probablemente esta parte ha sido mucho mayor de lo que su padre mismo le hubiese destinado.

—¿Era bonita esta hija natural?—preguntó la señora de Chaverny, con cierto aire maligno, pues comenzaba a sentir la necesidad de hablar mal de aquel Darcy que no podía. ahuyentar de su pensamiento.

¡Ah, querida! ¿Cómo puede usted suponer?

Pero, además, Darcy estaba todavía en Constantinopla cuando murió su tío, y probablemente no ha visto a esa criatura.

La llegada de Châteaufort, del comandante PeOrrin y de algunas otras personas puso fin a esta conversación. Châteaufort se sentó al lado de Julia, y aprovechando un momento en que hablaban muy alto:

—Parece usted triste, señora—le dijo—; me consideraría muy desgraciado si la causa fuera lo que ayer le dije.

Julia no había escuchado, o más bien, no habíaquerido escuchar. Châteaufort sintió, pues, la mortificación de repetir su frase, y la mayor aún de una respuesta un poco seca, después de la cual Julia se mezcló en seguida en la conversación general; y, cambiando de sitio, se alejó de su desgraciado admirador.

Châteaufort, sin desalentarse, derrochaba inútilmente sus ingeniosidades. La señora de Chaverny, a quien sólo quería agradar, le escuchaba distraída; pensaba en la próxima llegada de Darcy, aunque preguntándose por qué se preocupaba tanto de un hombre que ella debía haber olvidado, y que probablemente la había también olvidado a ella desde hacía mucho tiempo.

Al fin escuchóse el ruido de un coche; la puerta del salón se abrió.

—¡Ah! ¡Ya está aquí!—exclamó la señora Lambert.

Julia no osó volver la cabeza; pero se quedó intensamente pálida. Experimentó una viva y. súbita sensación de frío, y tuvo necesidad de reunir todas sus fuerzas para rehacerse e impedir que Châteaufort reconociese el cambio de su fisonomía.

Darcy besó la mano de la señora Lambert, y, después de hablarle en pie algún tiempo, se sentó a su lado. Entonces se produjo un gran silencio. La señora Lambert parecía esperar y preparar un reconocimiento. Châteaufort y los hombres, a excepción del buen comandante Perrin, observaban a Darcy con curiosidad algo celosa. Llegado de Constantinopla, tenía una gran superioridad sobre ellos, y esto era motivo suficiente para que adoptasen ese aire de rigidez acompasada que se toma con los extranjeros. Darcy, que no se había fijado en nadie, fué el primero en romper el silencio. Habló del tiempo y del camino, de cualquier cosa; su voz era dulce y musical. La señora de Chaverny se atrevió a mirarle; lo vió de perfil. Le pareció enflaquecido. y su expresión había cambiado... En resumen, lo encontró bien.

—Querido Darcy—dijo la señora Lambert—; mire usted alrededor, y vea si encuentra por ahí alguna de sus antiguas amistades.

Darcy volvió la cabeza, y vió a Julia, quê hasta entonces se había ocultado bajo su sombrero.

Levantóse precipitadamente con una exclamación de sorpresa, y se adelantó hasta ella, tendiéndole la mano; después, deteniéndose de repente y como arrepintiéndose de su familiaridad, saludó a Julia muy profundamente, y le expresó en términos muy "correctos" todo el gusto que tenía en volverla a ver. Julia balbució algunas palabras corteses, y enrojeció viendo a Darcy parado ante ella y mirándola fijamente.

Pronto recobró su aplomo, y le miró a su vez con esa mirada distraída y observadora a un tiempo que las gentes de mundo toman cuando quieren. Era un joven alto, pálido, cuyas facciones expresaban serenidad; pero una serenidad, que parecía provenir menos de un estado habitual del alma, que del imperio que ésta parecía haber llegado a adquirir sobre la expresión de la fisonomía. Arrugas ya marcadas surcaban su frente.

Sus ojos estaban hundidos, la comisura de los labios se marcaba hacia abajo, y las sienes comenzaban a despoblarse. No tenía, sin embargo, más de treinta años. Iba vestido con mucha sencillez; pero con esa elegancia que indica el hábito de la buena sociedad, y la indiferencia respecto a un asunto que absorbe las meditaciones de tantos jóvenes. Julia hizo todas estas observaciones con gusto. Notó, además, que tenía en la frente una cicatriz bastante larga, que ocultaba mal con un mechón de pelo y que parecía hecha de un sablazo.

Julia estaba sentada al lado de la señora Lambert. Entre ella y Châteaufort había una silla; pero apenas levantado Darcy, Châteaufort había puesto su mano en el respaldo de la silla, la había colocado sobre un solo pie y la tenía en equilibrio.

Era evidente que pretendía guardarla como el perro del hortelano. La señora Lambert se compadeció de Darcy, que continuaba en pie delante de Julia. Hizo sitio a su lado en el sofá donde estaba sentada, y se lo ofreció a Darcy, que se encontró de esta manera al lado de Julia, y él aprovechó esta posición ventajosa, entablando con ella una conversación tirada.

Tuvo, sin embargo, que sufrir de la señora de Lambert y de algunas otras personas, un interrogatorio en regla sobre sus viajes; pero, desembarazándose con bastante laconismo, aprovechaba todas las ocasiones para continuar con Julia su especie de aparte.

—Tome usted el brazo de la señora de Chaverny—dijo la señora de Lambert a Darcy cuando la campana del castillo anunció la comida.

Châteaufort se mordió los labios; pero encontró modo de colocarse en la mesa bastante cerca de Julia para observarla bien.