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Don Gonzalo González de la Gonzalera/V

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Dos días después, es decir, el siguiente al en que comienza nuestro relato, departían en la celda desabrigada de Lucas, éste y su amigote Gildo Rigüelta con su mejor ropa y muy afeitado, porque le gustaba rozarse con los señores de copete, y no le desagradaba verse contemplado por Osmunda, que, al cabo, era dama de lustre, y dejar en ella un buen recuerdo de su interesante «personal». Remilgábase en la silla que ocupaba, chupando a ratos un puro de grandes apariencias, pero de perversa calidad, que sostenía entre dos dedos muy estirados de la diestra, y a ratos manoseándose el atusado cabello partido en dos pabellones desiguales que iban a concluir en un rizo aplastado sobre cada sien.

-Tal es, amigo, la situación de las cosas -dijo Lucas cuando hubo hablado largo rato con el Letradillo. -La cuerda no puede estar más tirante, y, por lo mismo, tiene que romperse por donde conviene a los hombres de nuestras ideas: con ella se hundirá todo lo existente. Cuando llegue ese momento supremo, debemos estar prevenidos.

-Es de razón, -respondió Gildo después de enviar con su boca una columna de humo hacia el techo.

-Supongo -continuó Lucas, -que este pueblo seguir como estaba.

-Pura verdá.

-Un rebaño de bestias fanatizadas por el cura y explotadas por la tiránica filantropía del hipócrita don Román.

-Pshe... poco más o menos.

-Pues es indispensable abrir los ojos a estos desgraciados.

-¿Para qué?

-Para que vean la luz de las nuevas ideas.

-Pero, Lucas, ¿qué demonios tiene que ver esta gente con?...

-El sol que en breve aparecerá sobre los horizontes de la patria, ha de alumbrar hasta los más humildes y apartados rincones.

-Paréceme a mí, Lucas, que eso debe depender del sol, y no de nosotros.

-Si hay estorbo delante de un objeto, inútil es que los rayos del sol alcancen hasta él: no verá su luz, no sentirá su calor.

-Verdá es eso.

-A nosotros nos toca quitar esos estorbos, si los hay y los vemos. Los hay aquí: luego debernos separarlos.

-Y ¿cuáles son?

-La ignorancia..., el fanatismo.

-Bueno. Y ¿qué es lo que quitan?

-La prosperidad.

-Hombre... ¿qué te diré yo?... La verdá es que este pueblo, séase por lo que sea...

-Justo: me dirás que Coteruco tiene los desvanes abarrotados de panojas, los pajares henchidos de yerba, las cuadras llenas de hermoso ganado, las tinas mediadas de tocino, las callejas bien empedradas, los regatos encauzados, la mies hecha un jardín, la taberna en quiebra y la iglesia como una tacita de plata... ¿No es eso?

-Cabal.

-No lo niego...

-Pues por eso creía yo que, para pueblo de labradores, no había más que pedir.

-¡Labradores!... ¿Y quién te ha dicho a ti que los hay ya?... La nueva civilización no reconoce clases, oficios ni profesiones: para ella no hay más que ciudadanos con la obligación de ilustrarse para entrar en el concierto de los pueblos libres.

-Y ¿qué es eso, si se puede saber?

-Eso es la conquista de los derechos individuales, imprescriptibles, inalienables, anteriores y superiores a toda legislación.

-Tampoco lo entiendo, Lucas; y perdona.

-Dime, pobre ignorante, ¿qué hace el próspero Coteruco, sino dar sus economías al erario y sus hijos al ejército?

-Poco más que nada.

-Y en cambio de esos sacrificios, ¿qué intervención tiene en la administración de los caudales del Estado? ¿Qué iniciativa es la suya en los arduos problemas de la política nacional?

-Verdá es que no tiene nada de eso.

-Pues hay que conquistar para Coteruco esa intervención y esa iniciativa.

-Y ¿cómo se conquistan?

-Haciendo, por de pronto, que se bajen los adarves y se alcen los muladares.

-¿Aónde están esas cosas?

-Estas cosas son una figura retórica.

-Vamos, quiere decir que todo ello no pasa de una figuración.

-Todo ello quiere decir que es preciso elevar lo que está caído y abatir lo que está en alto; más claro, hay que romper el doble yugo del confesionario y del feudalismo, que pesa hoy sobre estos labriegos, y dar otra dirección a sus aspiraciones... en una palabra, tenemos que desbaratar el absurdo prestigio del cura y de don Román, y sustituirle con el nuestro.

-Como quien dice, hacerles cambiar de yugo.

-Eso no, porque con nosotros serán libres; y cuando lo sean, los ilustraremos para que lleguen a erigirse, no en miserables labriegos de Coteruco, sino en ciudadanos activos de la patria.

-Y pregunto yo, Lucas, y perdona: cuando todo esto sean, ¿tendrán mejor camisa?

-Tendrán, desde luego, la conciencia de su valer y la dignidad de sus derechos. Me parece que bien vale esto una camisa, y aun el mejor de los capotes.

-Sobre todo si no arrecia mucho el frío.

-Juzgábate menos incrédulo, Gildo.

-¿No ves, Lucas, que hasta ahora no hemos tratado en serio de esas cosas, aunque muchas veces te oí hablar de ellas, pero al aire y por decir?

-Yo pensé que te agradaban.

-¡Y vaya si me agradan hoy!... Y hasta las pondero en muchas partes. Sólo que, por lo mismo que son ya de mis ideas, quiero acabar de entenderlas... Y hacerte estos presentes al auto de responder con tus respuestas a los que tampoco me entiendan a mí.

-Paréceme cuerdo tu propósito y te le aplaudo.

-Pues sigo, y perdona. ¿Qué mil demonches puede valer todo lo que se haga en Coteruco para el fin de una obra tan grande como la que me has especificado endenantes?

-De muchos granos de trigo se compone una cosecha, Gildo. Además, este pueblo tiene, para el caso, más importancia de la que tú te figuras. Lo que en él se haga, puede influir... influirá seguramente, en los restantes del valle, porque Coteruco es el más afamado y rico de todos ellos. De este modo, el día, no lejano, en que triunfe la santa causa, al clavar yo la bandera de la libertad en el campanario de Coteruco, recibirá la gran revolución el saludo de toda la comarca. Me parece que esto es algo.

-¡Por Dios que las bordas bien... y hasta te voy entendiendo!

-Y los beneficios de la nueva era se dejarán sentir en estas soledades, lo mismo que en los centros populosos, y cada cual llevará su merecido... ¿lo entiendes?

-¡Vaya si lo entiendo!

-Que se haga esto en toda España, y la redención será completa. Cumpla cada uno con su deber, como yo cumplo con el mío aquí donde el destino me ha colocado, y la tiranía no existirá más en el viejo solar de la inquisición y de los frailes.

-¡Bien, Lucas! ¡Carafles lo que tú sabes!... Pero, dime, ¿Cómo empezamos esa obra? ¿Qué tengo yo que hacer en ella?

-De los trabajos en grande escala, te enteraré en su día. Por de pronto, puedes entretenerte, si quieres, en ciertos accesorios menudos que siempre sirven para despejar el camino...

-Pero ¿cuáles son esas menudencias? Yo quisiera que tú me las retaporcionaras bien, al auto de no caer en equívoco de peligro para el caso.

-Pues, hombre, puedes dedicarte desde luego a propagar ciertos dichos. Siempre que te halles en la taberna, en el corro en el portal de la iglesia... en fin, donde quiera que haya gente que te escuche, puedes decir... por ejemplo, que el cura tiene moza; que se emborracha en casa...

-Pero, Lucas, ¡eso es una impostura!...

-Pues por lo mismo hay que decirlo, si hemos de desacreditarle... Puedes añadir que don Román es un usurero y un hipócrita, y que su hija tiene deslices graves...

-¡Lucas!...

-Que el Gobierno que los protege y ampara, es una cuadrilla de ladrones que irán al palo dentro de unos días, con todo lo que está por encima del Gobierno y es peor que el Gobierno y que el mismo Lucifer...

-Yo no digo eso, Lucas, -exclamó el Letradillo, no disimulando la repugnancia que le causaba el cinismo de su amigo.

-Pues así se hacen esas cosas, caballero Gildo -repuso Lucas con su vocecilla atiplada, envuelta en una sonrisa desdeñosa-; y cuando no hay pecho para acometerlas, se queda uno en su tranquilo rincón, y se renuncia a la gloria de contribuir al triunfo de las grandes ideas... y hasta al provecho de la victoria.

-Pero, hombre -manifestó Gildo un tanto sosegado, tal vez por lo de la gloria más que por lo del provecho prometidos por el derrengado apóstol, -¡eso de decir cosas tan gordas de personas tan honradas!...

-Todos los medios son buenos cuando el fin es santo, Gildo; y si retrocedes por esa miseria, no eres hombre.

-¡Por vida de todos los carafles, Lucas, que la cosa tiene que pensar!... Hombre soy como el que más; pero te aseguro que eso de levantar falsos testimonios...

-No son tan falsos como a ti se te figura; pero, aunque lo fueran, eso es el alta del oficio: con que, o déjale, o desempéñale con valor como yo le voy a desempeñar en lo más grave.

-Mírate mucho, Lucas, que estás debajo de la Justicia.

-Ya sabremos atar las manos a esa señora.

-No te fíes mucho.

-Eres un gallina, Gildo.

-No temo a ningún hombre, Lucas.

-Pues a la vista está.

-No tiene que ver lo uno con lo otro, bien lo sabes tú. Déjame siquiera pensar el caso.

-Nunca te lo prohibí, Gildo; pero no olvides el fin cuando te asusten los medios... Entre tanto, respóndeme a unas cuantas preguntas que necesito hacerte.

-Ya te escucho.

-¿Qué es de don Gonzalo?

-Por ahí anda tan campante.

-¿Qué hace?

-Desde que acabó la casa y se metió en ella, nada.

-Me parece buen sujeto.

-Algo fachendoso y retorcido.

-Pshe... tiene dinero y no mucho de Salomón.

-¿Le conoces tú bien?

-Le traté el verano pasado: él había venido al pueblo pocos meses antes.

-Y ¿qué te pareció?

-Bastante bien: es hombre del día, y con un hermoso instinto democrático. Echaba pestes del cura, y hasta de los que iban a misa; llamaba guajiros a estos labriegos, y en todo pensaba como yo.

-Vamos, eso ya es algo... Pues ahora va a misa todos los domingos.

-Donde estuvieres, haz lo que vieres.

-Y la oye en el altar mayor, ¡y bien que se retuerce para que relumbre la cadena del reló, y manotea para lucir los guantes amarillos!

-¿Qué tal se lleva con don Román?

-Las puras mieles se hace cuando le ve, ¡y bien majo que se pone para ir a visitarle!

-¿También le visita?

-Ahora no tanto como antes; pero le visita, y hasta se corre si se casa con Magdalena.

-¡Canastos! Pero será decir por decir...

-No sé lo que habrá de cierto; pero tocante a las visitas, no son más que pura cortesía, porque aquí, en confianza, te diré que mi padre, que es muy amigo suyo, te ha oído las mil indinidades sobre don Román, y, en mi concepto, no le puede ver.

-¿Luego sabe disimular y fingir?

-Como lo de la misa.

-Y a Magdalena ¿tampoco la puede ver?

-Sospecho que esa le gusta mucho, y que por ella hace todo lo demás.

-¿Por qué detesta entonces a su padre?

-A mi modo de ver, por la sombra que le hace en el pueblo.

-Y la gente ¿cómo le considera?

-A decir verdá, muy poca cosa... Y eso es lo que a él le quema; sólo que disimula.

-¡Vamos!... Y con mi tío ¿cómo se lleva? -Ni bien ni mal: ya sabes lo que es don Lope.

-Sí, muy cerril.

-Aquí dio en entrar muy a menudo.

-Lo observé, en efecto, el año pasado. ¿Continuó entrando después que yo me fuí?

-Algo menos. También se dijo entonces si se casaba o no se casaba con tu hermana.

-¡Qué afán de casarse, hombre! Se conoce que tiene dinero.

-Ahí verás tú.

-Me parece que hemos de entendernos.

-¿En qué?

-En todo lo que sea necesario. Por ahora conténtate, Gildo, con lo que sabes, haz lo que te encargué, y punto en boca; que secreto de muchos... lo que sigue, y no olvides que, en estos tiempos, los deslices de lengua se pagan muy caros.

-Pues no lo eches tú en saco roto, Lucas, que más te va en ello que a mí.

-Pierde cuidado, Gildo, que soy viejo en el arte.

-¿Mandas otra cosa?

-Por ahora no.

-Entonces te dejo, que tengo que hacer.

Y mientras esto decía Gildo, puesto ya de pie, estirábase el chaleco y sacudía las piernas y miraba hacia el pasadizo, por si andaba Osmunda por él, con ánimo de hacerla una despedida «con señorío»; y como a nadie vio en aquella penumbra, tendió la diestra al cojo, estrechósela éste con la suya, dándose al propio tiempo aires de importancia suma, y salió Gildo de la casona.