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Don Gonzalo González de la Gonzalera/XXXI

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Largos días pasaron sin que la población de Coteruco viera disiparse aquella nube negra, sofocante y abrumadora que cayó sobre todos los ánimos el infausto día más atrás historiado. Muchos, aunque lo confesaban muy bajito, creyendo así ensañarse menos en la memoria de los muertos, pensaban que la mano justiciera de Dios había andado en el asesinato de Patricio; otros sostenían que sus faltas, aunque grandes y muchas, no merecían tan bárbaro y sangriento castigo, porque con algo menos se hubiera satisfecho la justicia humana si le hubiera residenciado; quién tomaba un poco de ambos pareceres, y quién no manifestaba ninguno, aunque todos convenían en compadecer al muerto y encomendarle a Dios. ¡Pero don Frutos! ¡El bondadoso sacerdote, cosido a puñaladas en premio de la generosidad con que se lanzó al peligro para proteger al débil! En este crimen había circunstancias que espantaban al pueblo: había inhumanidad, barbarie, como en el cometido en Patricio, y, además, sacrilegio; y el cielo no podía menos de fulminar su maldición sobre el rebaño que, pudiendo, no había librado a su pastor de las garras del tigre.

Esta creencia y los comentarios a que daba lugar, más el recuerdo del cadáver de Patricio; de la aparición de don Román con el cuerpo ensangrentado del párroco a las espaldas; del aspecto de Polinar al encaminarse a la taberna después de el doble crimen, erizado el áspero cabello, cárdeno el semblante extraviada y torva la vista, robaron el apetito y el sueño a aquellas gentes, y en muchos días no se oyó un grito en Coteruco, ni despachó el tabernero dos raciones, ni por el club apareció nadie.

En cambio, no sosegaba un punto la portalada de don Román, entrando y saliendo por ella las personas que sin cesar acudían a enterarse del estado de don Frutos. Un día se les dijo que el médico le había declarado fuera de peligro; y entonces empezó el pueblo a respirar con desahogo (algo por amor al enfermo, y mucho por creer que con el alivio del cura descargaban de un gran peso a sus conciencias) y a entrar en su vida normal; pero, justo es decirlo, ni se acercó al club, aunque sí a la taberna, ni hubo autoridad que redujera a los voluntarios a dar la guardia en el fatal recinto en que había ocurrido la catástrofe. Verdad es que, por unas y otras causas, el Parlamento y la Milicia habían llegado a ser empalagosos en Coteruco.

Pues bien: todas las enumeradas tristezas y amarguras que abrumaron al pueblo en aquellos días, que pasaron de quince, eran tortas y pan pintado comparadas con las que pesaban sobre el espíritu de don Gonzalo. Sentíase éste poseído de los mismos terrores y supersticiones que el vulgo de Coteruco, y, además, acosado por una cadena de particulares espantos, que, cuanto más tiraba de ella, más pesada y más larga le parecía. Espantábale la muerte de Patricio, por lo que en sí tenía de espantable; ¡pero también porque se juzgaba causante de la tempestad que produjo los destructores rayos. Si él no hubiera tomado tan a pechos la elección y no hubiera azuzado a Polinar contra Patricio, no existiría el crimen cuyo recuerdo le espeluznaba; y cuando su conciencia comenzaba a sacudirse de este cargo, alegando por razón las exigencias del empleo y otras de igual peso, y descansaba su espíritu en un poco de tranquilidad, aparecíasele Gildo, medio loco, errante de callejo en callejo, de bardal en bardal, como un idiota a veces, desesperado otras, pero siempre jurando vengarse del ingrato que pagó los favores de su padre entregándole a la barbarie de un asesino.

Con respecto a don Frutos, acusábale su conciencia de haber consentido que el anciano sacerdote se encerrara en el antro con la fiera, cuando su deber de alcalde era, puesto que se hallaba en la calle con los curiosos, abrir la puerta que los cobardes cerraron, y entrar a proteger, siquiera con su presencia, al perseguido, en lugar de huir, como huyó, lejos del teatro de los horribles sucesos con el pretexto de rodearse de algunos voluntarios que dieran fuerza a su autoridad.

En incesante lucha con éstas y las otras cavilaciones, ni hallaba manjar bien sazonado, ni sueño que sus párpados cerrara, ni lecho que le pareciera bien mullido. Y cuando, por un instante apartaba sus ojos de tan negras visiones y los volvía en torno suyo buscando un escudo con que ampararse contra tan rudo machaqueo, sus tristezas se colmaban, porque se veía solo... peor que solo, muy mal acompañado. De aquellos amigos, cuyos consejos habían sido las alas que le encumbraron en Coteruco, ¿quién le quedaba para sostenerle? Nadie. Lucas se había marchado para no volver ni acordarse más de él; Patricio había muerto, quizá maldiciéndole, y Gildo parecía no vivir sino para odiarle; el pueblo, a cuyo frente se hallaba, ni le quería, ni le temía, ni le respetaba; en el nuevo Ayuntamiento no le quedaban más que cuatro perdidos, acaso dispuestos a venderle por un vaso de aguardiente; don Román, que le había despreciado en una ocasión, debía detestarle desde que él le arrancó del hogar entre bayonetas; y, por último, ¡hasta don Lope, que con nadie se había metido en el pueblo, se la tenía jurada de muerte, y le había, moralmente, pisoteado! ¿Qué era, pues, el atribulado personaje en la alteza de los puestos que ocupaba, al precio de tantas seducciones, de tantas calumnias, de tanta perturbación y de tantas picardías!... Nada: un irrisorio espantajo, expuesto a todas horas al capricho de los vientos. Así no podía vivir: el vértigo del abismo te dominaba, y a su lado no había una mano que le sostuviera. ¿Cómo salir de tan apurada situación?

El recuerdo de Osmunda surgió, al cabo de los días, en su memoria, como una luz que disipaba las tinieblas que le rodeaban. Osmunda resolvía todas las dificultades. En el amor de la infanzona hallaría él la fuerza que necesitaba y los consuelos de que carecía. Casada Magdalena, ninguna tentación le arrastraba a mejor parte, cuando se consideraba unido a la hermana de Lucas; y este enlace no le produciría solamente amor y domésticos placeres: daríale también respetabilidad y brillo, ingiriendo y purificándose la cepa del borracho Bragas en la secular encina de la empingorotada familia de la Casona. Y cuando esto sucediera, ganaría un poderoso auxiliar, o, cuando menos, perdería un enemigo terrible en don Lope. ¿Qué otro casamiento podía darle tan estupendas ventajas?

Un día se vistió como en los tiempos de sus más risueñas ilusiones, y se fue a la Casona. Halló a Osmunda triste y hasta desesperada. Don Gonzalo no la había visitado desde el día en que don Lope le visitó a él. ¡Tal miedo le infundió el Hidalgo!

-¡Ingrato! -dijo la infanzona en cuanto le tuvo junto a sí.

-¡Osmundita! -replicó él, poniéndose tierno y melindroso. -No me culpes a mí; culpa a tantas indiznidades como pasan en el mundo.

-¡Sola, sola... siempre sola aquí!... ¡qué tristeza! -exclamó Osmunda casi llorando, y creo que de veras.

-¡Y yo solo, solo... siempre solo allá! -respondió don Gonzalo haciendo pucheros.

-¡Qué pena da eso!

-¿Me amas, sinsonte de mis jardines?

-¿Y me lo preguntas tú... arrullo de mis esperanzas!

-¡Osmundita!

-Gonzalo mío, ¿qué quieres decir?

-¿Te gusta esta mano?

-¡La adoro!

-Pues vengo a ofrecértela.

-¡Gonzalo!... ¿De veras?... ¿No me engañas?... ¡Jesús... Dios mío!

-¿Por qué te alegras tanto?

-Porque... porque te amaba, y me moría de tristeza lejos de ti... Pero ¿qué vale todo ello junto al premio que me ofreces?

-Esa pasión me hechiza, Osmundita... ¡Si supieras cuánto te necesito!

-Pues ¿y yo a ti?... ¡Virgen de la Soledad!... ¡Pídeme, pídeme Gonzalo mío... ¡pídeme sin tardar un solo instante más! Mi está en su cuarto... ¡Vete, háblale!

-¡Cascaritas! -dijo aquí don Gonzalo un poco desconcertado. -¿Y si me recibe mal...?

-¡Imposible!... Yo soy dueña de mi voluntad, y tú no vas a consultar la suya, sino a cumplir con un deber de cortesía.

Don Lope se quedó asombrado cuando conoció las pretensiones del hijo de Bragas. Quizá, aunque tenía de éste la más desastrosa idea, le parecía demasiado pesada la cruz que él mismo elegía para expiar sus pecados. Por lo demás, bendijo a Dios que le librara a él del infierno de su sobrina, y sólo puso a don Gonzalo tres condiciones: que la boda había de celebrarse inmediatamente; que Lucas no había de asistir a ella, y que Osmunda se iría desde la iglesia a casa de su marido.

Todas se cumplieron ocho días más tarde; y Osmunda, después de aberse unido a don Gonzalo ante el cura de Pontonucos, por hallarse aún en cama don Frutos, pasó a ser la señora de la casa de arcos, y del pueblo, por ende.

El alcalde quiso solemnizar sus bodas con fuegos de artificio, maniobras militares, recepción oficial y otras análogas pomposidades; pero la futura alcaldesa, que cazaba más largo que su futuro marido, no queriendo hacer un triste papel al lado de Magdalena, cuyas bodas se recordaban aún por todo el vecindario, le quitó de la cabeza semejantes marnarrachadas, y hasta le exigió que se celebrara el casamiento al amanecer y con extremada modestia. Así se hizo.

Pasado había apenas otra semana de esto que voy refiriendo, cuando los vecinos más inmediatos a aquella ostentosa morada, oyeron resonar en ella fuertes y destempladas voces. Carpio y Gorión salieron de sus respectivas viviendas, y se aproximaron al jardín para enterarse de lo que ocurría en casa del alcalde.

La bulla era en el comedor, pieza a la cual correspondía una de las puertas extremas del balcón.

-La señora es la que más grita, -dijo Carpio escuchando.

-Lo mismo me paeció antier, -observó Gorión.

En esto se oyó un estrépito de mil demonios, y vieron Gorión y Carpio salir zumbando una sopera, entre los vidrios despedazados de la puerta entreabierta, correspondiente al comedor, y luego un pan de dos libras, y después a don Gonzalo mismo, buscando por el balcón una entrada a la sala, y, por último, a Osmunda, tirándole con los platos, los cuchillos y hasta las castañas de la mesa.

-¿Qué dices a esto, Gorio?

-Bien a la vista está, Carpio.

-Verdá es... Quien mal anda... ¿Te alcuerdas, Gorio, de estas gentes, menos de un año há?

-Como si lo viera, Carpio: no les cogía en el pueblo... Y todo era entre ellos cánticos y solfeo.

-Y ná les bastaba al auto de apandar y darse jabón.

-Pues vete jilando, Carpio... El uno echao de su casa y del lugar, a moquitones y testarazos, por su tío; Patricio...

-No me lo mientes, Gorio; que las carnes me tiemblan cuando me alcuerdo...

-Gildo no es hombre ya: a una bestia se ameja, fuera del alma, y pa vivir así, morirse es mejor...

-Lástima le tengo, Gorio.

-Tocante al alcalde... con lo visto sobra, Carpio.

-No hay que hablar de ello, Gorio.

-¡Y decir a Dios que esos hombres son los que han perdío al lugar, y nos han dejao a puertas!...

-Harto caro lo pagan, Gorio.

-Bien está; pero vete jilando... Y no lo eches en olvido, Carpio.

-Más tarde o más aína, la mano de Dios cobra las deudas; por demás lo sé, Gorio.

-¡Si uno naciera dos veces!

-Dejémoslo aquí, si te es igual!

-Dejao está por la presente.

-Pues entonces... a más ver, Gorio, haiga salú, Carpio.