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Don Segundo Sombra/VII

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Con la salida del sol, vino el fresco que nos trajo una alegría ávida de traducirse en movimiento. Dejando el río a nuestras espaldas, cruzamos la rinconada de un potrero para entrar, por una tranquera, al callejón.

En aquel camino, que corría entre sus alambrados como un arroyo entre sus barrancas, el andar de la tropa se hizo tranquilo y el peligro de un desbande más remoto.

Sujetando mi petizo, me coloqué a una orilla y esperé la llegada de Goyo, para dar expansión a mi estado comunicativo.

-Si querés, volvete p'atrás -me dijo.

-Güeno.

Sin moverme, dejé pasar la tropa. Los novillos caminaban con pausa y sin cansancio. Unos pocos balaban, mirando hacia la estancia. De vez en cuando, una cornada producía un hueco de algunos metros que volvía a rellenarse, y la marcha seguía pausada, sin cansancio. Al enfrentarme, las bestias hacían una curva a distancia, observándome desconfiadamente. Muchos se detenían, las narices levantadas, olfateando con curiosidad.

Absorto en el movimiento de las paletas fuertes y el cabeceo rítmico, esperé a los troperos. El sol matinal, pegando de soslayo en aquellos cuerpos, dorábales el perfil de un trazo angosto y las sombras se estiraban sobre el campo, en desmesurada parodia.

Pronto me vi envuelto en un asalto de bromas.

-'Stan muy amontonaos pa contarlos -reía Pedro Barrales.

-No, si está eligiendo la res pa ponerle el lazo -contestábale Horacio.

-¡Mozo! -gritó Valerio- si se me hace que ya lo veo atravesao sobre del recao y con las nalgas p'arriba pa que lah'alivee el fresco.

-Me están boliando parao, -retruqué- dejenmé siquiera que corra un poco.

La conversación se hacía a gritos, mientras, uno de aquí, otro de allá, menudeábamos porrazos a los rezagados que marcaban un intento de escapar para la querencia.

-Vez pasada -contó Pedro- cuando juimos de viaje pa Las Heras, ¿te acordah'Oracio?, lo llevábamos de bisoño a Venero Luna. Hubieran visto la bulla que metía este cristiano. Puro floriarse entre el animalaje. Tenía una garganta como trompa'e línea y dele pacá, dele payá, les gritaba: «Ajuera guay, ajuera guay». Pero, cuando llevábamos cinco días de arreo, al hombre se le jueron bajando los humos. A la llegada, ya casi ni se movía. «Era ey, era ey», decía como si estuviese rezando y estaba de flaco y sumido que me daban ganas de atarlo a los tientos.

-Sí -acentuaba gravemente Valerio-, pa empezar, toditos somos güenos.

Y quedaron, un momento, saboreando aquella gloria de sus cuerpos resistentes. ¿Qué nuchacho no ha probado el oficio? Sin embargo, no abundaban los hombres siempre dispuestos a emprender las duras marchas, tanto en invierno como en verano, sufriendo sin quejas ni desmayos la brutalidad del sol, la mojadura de las lluvias, el frío tajeante de las heladas y las cobardías del cansancio.

Asaltado de dudas, repetí el decir de Valerio: «Pa empezar, toditos somos güenos». ¿Me vería yo vencido después de mi primer ensayo? Eso sólo podría decirlo el futuro; por el momento, lejos de arredrarme sentí un gran coraje, y tuve la certeza de que me había de romper el alma, antes que ceder a las fatigas o esquivar algún peligro del arreo.

Tan valiente me juzgué que resolví ensillar, en la primer parada, mi petizo potro y así demostrarme a mí mismo la decisión de tomar las cosas de frente. La mañana invita con su ejemplo, a una confianza en un inmediato más alto y yo obedecía tal vez a aquella sugestión.

Mientras iba afirmándome en mi resolución, vi que llegábamos a un boliche. Era una sola casa de forma alargada. A la derecha, estaba el despacho, pieza abierta amueblada con un par de bancos largos, en los que nos sentamos como golondrinas en un alambre. El pulpero alcanzaba las bebidas por entre una reja de hierro grueso, que lo enjaulaba en su vaso aposento, revestido de estanterías embanderalas de botellas, frascos y tarros de toda laya.

El suelo estaba poblado de cuartos de yerba, damajuanas de vino, barriles de diversas formas, cojinillos, matras, bastos, lazos, y otros artículos usuales. Entre aquel cúmulo de bultos, el pulpero se había hecho un camino, como la hacienda hace una huella, y por el angosto espacio iba y volvía trayendo las copas, el tabaco, la yerba o las prendas de ensillar.

Frente al despacho había un par de columnas de material, sujetando una enramada que unía el abrigo de la casa al de un patio de paraísos nudosos. Más lejos se veía la cancha de taba.

Delante de la pulpería, el callejón se agrandaba en amplia bolsa, cosa que volvía fácil el cuidado de las tropas.

A eso de las ocho echamos pie a tierra para reponernos con algún alimento.

Empezaba ya a hacer calor y traíamos una lasitud de hambre, pues estábamos en movimiento desde hacía cinco horas con sólo unas mates en el buche.

Horacio y Goyo acomodaron un fogón y prepararon el churrasco. Los demás entraron al despacho, saludaron al pulpero conocido en otros viajes, y pidieron éste una ginebra, aquel un carabanchel.

-¿Qué vah'a tomar? -me preguntó don Segundo.

-Una caña'e durazno.

-Te vah'a desollar el garguero.

-Deje no más, Don.

En silencio, vaciamos nuestras copas.

Por turno, un rato más tarde «tumbiamos» y yo me eché otra caña al cuerpo.

Repuestos y alegres nos preparamos a seguir viaje. Don Segundo y Valerio mudaron caballo. Valerio ensilló un colorado gargantilla que todos lo codiciaban por su pinta vivaracha, la finura de sus patas y manos.

-¡Qué pingo pa una corrida'e sortija! -decía Pedro Barrales.

-Medio desabordinao no más -comentó Valerio- y capaz de hacerme una travesura cuando lo toque con lah'espuelas.

-Algún día tiene que aprender.

Así como hubo concluido de subirlo y lo tocara con las espuelas, vio Valerio que no había errado. El gargantilla se alzó «como leche hervida».

Valerio, de cuerpo pequeño y ágil, seguía a maravilla los lazos de una «bellaqueada», sabia en vueltas, sentadas, abalanzos y cimbrones. Su poncho acompasaba el hermoso enojo del bruto, que en cada corcovo lucía la esbeltez de un salto de dorado. Sus ijares se encogían temblorosos de vigor. Su cabeza rayaba casi el suelo en signos negativos y su lomo, encorvado, sostenía muy arriba la sonriente dominación del jinete.

Al fin, la mano diestra puso fin a la lucha y Valerio rió jadeante.

-¿No les dije?

-¡Hm! -comentó Pedro- no es güeno darle mucha soga.

-Si lo dejo, de seguro se me hace bellaco.

-Sería pecao... un pingo tan parejo.

Enardecido por el espectáculo, alentado por las dos cañas que me bailaban en la cabeza, recordé mi proyecto de hacía un rato.

-¿Quién me da una manito pa ensillar mi potrillo?

-¿Pa qué?

-Pa subirlo.

-Te vah'acer trillar.

-No le hace.

-Yo te ayudo -dijo Horacio- aunque no sea más que por tomar café esta noche en el velorio.

Con risas y al compás de dicharachos agarraron y ensillaron mi petizo, más pronto de lo que era menester para que yo pensara en mi temeridad. Horacio tomó al potrillo de la oreja, le dio unos zamarreones.

-Cuando querrah'ermano.

Con sigilo me acerqué, puse el pie en el estribo y «bolié la pierna», tratando de no despertar demasiado pronto las cosquillas del cabrunito.

Las bromas me ponían nervioso. ¿Para dónde iría a salir el petizo? ¿Cómo prevendría yo el primer movimiento?

Había que concluir de una vez y, tomando mi coraje a dos manos, después de haberme acomodado del modo que juzgué más eficiente, di la voz de mando.

-¡Larguelón no más!

El petizo no se movió. Por mi parte, no veía muy claro. Delante mío adivinaba un cogote flacucho, ridículo, un poco torcido. Al mismo tiempo noté que mis manos sudaban y tuve miedo de no poderme afirmar en las riendas.

-¿Pa cuándo? -preguntó detrás mío una voz que no supe a quién atribuir.

Como una vergüenza, peor que un golpe, sentí el ridículo de mi espera y al azar solté por la cabeza del petizo un rebencazo. Experimenté un doloroso tirón en las rodillas y desapareció para mí toda noción de equilibrio. Para mal de mis pecados eché el cuerpo hacia adelante y el segundo corcovo me fue anunciado por un golpe seco en las asentaderas, que se prolongó al cuerpo en desconcertante sacudimiento. Abrí grandes los ojos previendo la caída, y echeme esta vez para atrás, pues había visto el camino subir hacia mí, no encontrando ya con la mirada ni el cogote ni la cabeza del petizo.

Otra y otra vez se repitieron los cimbronazos, que parecían quererme despegar los huesos, pero sintiendo las rodillas firmes y alentado por un «¡aura!» de mis compañeros, volví a dar un rebencazo a mi potro. Más y más sacudones se siguieron con apuro. Me parecía que ya iban cien y las piernas se me acalambraban. Una rodilla se me zafó de la grupa; me juzgué perdido. El recado desapareció debajo mío. Desesperadamente, viéndome suspenso en el vacío, tiré un manotón sin rumbo. El golpe me castigó el hombro y la cadera con una violencia que me hizo perder los sentidos. A duras penas, empero, alcancé a ponerme de pie.

-¿Te has lastimao? -me preguntó Valerio, que no se apartó de al lado mío durante mi mala jineteada.

-Nada, hermano, no me he hecho nada -respondí, olvidando la deferencia que debía a mi capataz.

A unos treinta metros, don Segundo había puesto el lazo al fugitivo y corrí en su dirección.

-¡Ténganmelo!

-¿Pa llorarlo luego al finadito? -rió Goyo.

-No, formal, ténganmelo esa maula que lo vi a hacer sonar a azotes.

-Déjelo pa mañana -me ordenó sin bromas Valerio- mire que tenemos que marchar y el trabajo no es divirsión.

-Me parece -dijo don Segundo- que si éste no se sosiega, lo vamoh'a tener que mandar pa la jaula'e las tías.

Horacio me trajo embozalado al petizo de Festal chico.