Don Segundo Sombra/VI

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A las tres de la mañana, despertome mi propia impaciencia. Cuando fuera día saldríamos, llevando nuestra tropa, camino al desconocido. Aguanté en lo posible mi turbulencia, diciéndome las múltiples obligaciones, en las cuales una falla sería luego castigada severamente. Recordé que mi recado estaba en el galpón de los padrillos, donde lo había dejado por su proximidad con el palenque. El petizo reservado para mis primeras horas, estaba en el corral, mientras su compañero y mi nueva adquisición, debían encontrarse en compañía de la tropilla de Goyo. Las mudas que había dispuesto llevar yacían apiladas a los pies de mi catre. ¿Tabaco?... tenía un paquete de picadura y papel para armar.

Hecha mi revisación de haberes, me sentí feliz rememorando cómo los preparativos de ese primer viaje fueron fáciles para mí. El patrón me había hecho entregar los veinticinco pesos de mi sueldo mensual, con los cuales pude pagar el potrillo, sobrando para «los vicios».

¿Qué más quería? Tres petizos, de los cuales uno chúcaro que podía reservarme una mala sorpresa es cierto, recado completo con su juego de riendas y bozal, su manea, lonjas y tientos, ropa para mudarme en caso de mojadura y buen poncho que es cobija, abrigo e impermeable. Con menos avíos, a la verdad, suele salir un resero hecho.

Concluido aquel recuento, al tiempo que anudaba las alzaprimas de mis espuelas, me incorporé satisfecho, echando, no sin tristeza, una mirada a mi cuartito y al catre, que quedaba desnudo y lamentable como una oveja cuereada. Adiós vida de estancia, ya veríamos lo que nos reservaban los caminos y el campo sin huellas.

Con las dos mudas envueltas en el poncho, puesto en la cintura, salí andando de a pedacitos hasta afuera y me detuve un rato, porque la noche suele ser traicionera y no hay que andar llevándosela por delante.

Respiré hondamente el aliento de los campos dormidos. Era una oscuridad serena, alegrada de luminares lucientes como chispas de un fuego ruidoso. Al dejar que entrara en mí aquel silencio me sentí más fuerte y más grande.

A lo lejos oí tintinear un cencerro. Alguno andaría agarrando caballo o juntando la tropilla. Los novillos no daban aún señales de su vida tosca, pero yo sentía por el olor la presencia de sus quinientos cuerpos gruesos.

De pronto oí correr unos caballos; un cencerro agitó sus notas con precipitación de gotera. Aquellos sonidos se expandían en el sereno matinal, como ondas en la piel somnolente del agua, al golpe de algún cascote. Perdido en la noche, cantó un gallo, despertando la simpatía de unos teros: solitarias expresiones de vida diurna, que amplificaban la inmensidad del mundo.

En el corral, agarré mi petizo, algo inquieto por el inusitado correr de sus compañeros libres. Al ponerle el bozal sentí su frente mojada de rocío. Sobre el suelo húmedo oí rascar las espuelas de Goyo que andaba buscando alguna prenda.

-Güen día, hermano -dije despacio.

-Güen día.

-¿Se te ha perdido algo?

-Ahá, el arriador.

-¿Cuál?

-El cabo'e plata.

-Está en el cuarto contra del baúl.

-Vi a alzarlo.

-¿No matiamos?

-Aurita.

Mientras Goyo buscaba su arriador, ensillé chiflando mi petizo que dormitaba, gachas las orejas, resoplando a intervalos con disgusto.

Cuando entré a la cocina, estaban ya acompañando a Goyo, Pedro Barrales y don Segundo.

-Güenos días.

-Güenos días.

Horacio entró descoyuntándose a desperezos.

-Te vah'a quebrar -rió Goyo.

-¿Quebrar?... Ni una arruguita le vi a dejar al cuerpo.

Silencioso, Valerio transpuso el umbral, dirigiéndose a un rincón, donde en cuclillas se calzó de un brillante par de lloronas de plata. Después rodeamos el fogón y el mate comenzó a hacer sus visitas.

Cada cual vivía para sí y mi alegría de pronto se hizo grave, contenida. Un extraño nos hubiese creído apesadumbrados por una desgracia.

No pudiendo hablar, observé.

Todos me parecían más grandes, más robustos y en sus ojos se adivinaban los caminos del mañana. De peones de estancia habían pasado a ser hombres de pampa. Tenían alma de reseros, que es tener alma de horizonte.

Sus ropas no eran las del día anterior; más rústica, más práctica, cada prenda de sus indumentarias decía los movimientos venideros.

Me dominó la rudeza de aquellos tipos callados y, no sé si por timidez o por respeto, dejé caer la barbilla sobre el pecho, encerrando así mi emoción.

Afuera los caballos relinchaban.

Don Segundo se puso en pie, salió un momento, volvió con un par de riendas tiocas y fuertes.

-Traime un poco de sebo, muchacho.

Lentamente untó el cuero grueso con la pasta, que a las tres pasadas perdió su blancura.

Valerio acomodó una poca ropa en su poncho, que ató en torno a su cintura, sobre el tirador.

Pedro Barrales se asomó hacia la noche, dio un sonoro rebencazo en un banco y dijo con mueca de resignación:

-Me parece que a medio día, el sol nos va a hacer hervir los caracuces.

De un movimiento coincidente salimos sin necesidad de ser mandados. Las espuelas resonaron en coro, trazando en el suelo sus puntos suspensivos. La noche empezaba a desmayarse.

En el palenque tomamos cada cual su caballo y salimos tranqueando por la playa.

-Goyo -dijo Valerio- andá sacando los caballos... nosotros vamoh'a buscar la tropa... Vos, muchacho, seguilo a Goyo. Ya es güeno que nos movamos.

Por primera vez el capataz daba una orden y esto era como un paréntesis abierto para el arreo.

Valerio, Horacio y Barrales galoparon hacia un potrero cercano, en que se veía confusamente el bulto de los novillos echados. Goyo y yo abrimos la tranquera del corral, dejando salir las tropillas que pronto hicieron familia, cada cual con su madrina, cuyo cencerro les sirve de voluntad.

-Abriles la puerta del potrero grande y quedate adelante pa que no disparen.

Había empezado mi trabajo y con él un gran orgullo: orgullo de dar cumplimiento al más macho de los oficios.

Primero tuve que espolear mi petizo y correr de un punto a otro, para sujetar los ímpetus libertarios de las tropillas, pero muy pronto las madrinas baquianas comprendieron, tomando sometidamente el camino. Marchando bien las madrinas, podía reírme de las rebeldías de los más briosos, que un silbido y un «vuelva pingo» cortaba de cuajo. Tranquilo marché, sabiéndome seguido.

De la playa venían los gritos y el ruido de la tropa en marcha; rumor de guerra con sus tambores, sus órdenes, sus quejidos, carreras, choques y revolcones. Aquello se acercaba, aumentando en tamaño y pronto distinguimos un pesado entrevero de colores y formas en la luz naciente.

Fuese calmando la tropa hasta formar una sola masa de movimiento, de la cual yo era el principio tallado en punta.

En mi aislamiento y mientras el amanecer iba haciendo su obra, me sentí de pronto triste. ¿Por qué? Tal vez fuera un detalle del oficio. Hoy en la cocina, antes de la partida, no había oído ninguna risa, sorprendiéndome, por el contrario, la seriedad de las expresiones. ¿Sería porque dejaban algo detrás suyo? ¿Sería un pasajero momento de duda al iniciar la tarea, en que corrían el albur de no volver más a sus pagos, a sus familias? No conociendo lo que era extrañar la querencia, explicábame a medias los sentimientos nostálgicos. ¿Sería, entonces, por las chinas y los guachitos? ¿Y qué tenía yo que ver con eso? Una carita olvidada en el trajín de mi partida, se presentó nítida a mis ojos. Aurora.

Aurora, pensé, ¿qué tenía que ver conmigo sino el compartimiento de un juego, sin mayor pasión, dada nuestra rudimentaria sensualidad?

Sin embargo, la imagen no retrocedió ante mi pensamiento. ¿En qué andaría a esas horas? ¿No estaría triste, a pesar de la sonrisa con que me había despedido la noche antes, en el maizal?

Idear una expresión de llanto en su pequeño rostro hecho de alegría, me echó en un repentino enternecimiento.

«Chinita», dije casi fuerte, y mordí la manijera del rebenque mirando hacia adelante, para abstraerme en otra cosa.

El día se iba preparando hacia el Este con vibración potente. Mi petizo escarceaba seguido como llamando la madrugada. Ya un pájaro tendía el vuelo sobre la llanura.

Los recuerdos de mis últimas dos horas en la estancia, parecían empaparse de finura y lejanía.

Al día siguiente de mi primer encuentro con Aurora, había ido a hacer efectiva mi compra, y de vuelta la encontré en el mismo lugar, pero esa vez hosca.

-Güenas tardes.

-Güenas.

-¿Estah'enojada?

-No he de estar. Anoche por culpa tuya, he perdido una sortija entre el maíz y mamá me ha pegao una paliza.

-¿Querés que la busque? -pregunté, no sin malicia.

-¿Te acordás donde jue?

-Como no me via acordar, preciosa.

-Sonso.

Después, juntos habíamos buscado la pequeña joya y habíamos encontrado nuestros juegos.

Esa tarde no me había reñido, y al apartarnos, no fui yo quien dijo:

-Mañana te espero.

Pobre chinita, aquel mañana había sido nuestro último encuentro.

Distrájome de mis pensamientos la cruzada del río. Volvió a formarse el remolino y el griterío osciló la tropa asustada, hasta que los primeros novillos se echaron al agua. Llenose de espuma, de risas y roturas, la corriente arisca; salimos a la otra orilla con las cinchas goteando y alguno que otro salpicón en las bombachas.

Sobre la tierra, de pronto oscurecida, asomó un sol enorme y sentí que era yo un hombre gozoso de vida. Un hombre que tenía en sí una voluntad, los haberes necesarios del buen gaucho y hasta una chinita querendona que llorara su partida.