Dos mujeres: 14
Capítulo XIII
Eran las dos de la tarde de un bello y templado día del mes de abril cuando Carlos entraba por la segunda vez de su vida en casa de Catalina de S.***.
Tres días hacía que no la veía. Elvira, restituida a su antiguo método de vida, no estaba casi nunca en su casa, y Carlos, que no se había determinado a presentarse en la de la condesa, había pasado aquellos tres días en una casi absoluta soledad, aunque ocupado en sus asuntos no dejó de pensar con sobrada frecuencia en Catalina.
-Sin duda -decía-, habrá vuelto con placer a esa agitada atmósfera en que vive, y en el tumulto de los placeres que la cercan bien pronto se borrarán de su memoria estos quince días de amistad y recíproca expansión que hemos pasado juntos. Quizá en este momento en que yo aún creo aspirar en estos sitios el perfume de sus cabellos, ella en medio del círculo de sus elegantes admiradores, olvida hasta la existencia del joven modesto y sin brillo, a quien ha tratado en horas de soledad y tristeza junto al lecho de una enferma. Mis recuerdos estarán asociados en su memoria con los de las enojosas circunstancias que motivaron nuestro conocimiento, ¿y quién me asegura que si fuese yo bastante atrevido para ir a arrojarme en medio de sus triunfos, para reclamar la amistad que me ofreció en la soledad de la noche a la cabecera de un lecho de dolor, no sería tratado por ella como un loco o un estúpido?...
Pero no me quejo -añadía apretando maquinalmente a su pecho el relicario de la virgen, que le dio su esposa en la despedida-. Debo alegrarme de que la impresión que estos días han podido dejar en su corazón sea tan efímera como ha parecido viva y verdadera. Sin duda ella no mentía, no era una ficción su complacencia cuando estábamos juntos, su tristeza al separarnos, sus miradas llenas de ternura y de dolor cuando me decía: «Carlos, ya acabaron para nosotros estas dulces horas de intimidad y confianza». No, no era ficción nada de esto, porque no se puede fingir así, porque ella es demasiado sincera y buena para burlarse infamemente de la credulidad de un corazón noble. Pero aquellos sentimientos no pueden ser durables. Son sensaciones fugaces nacidas de una imaginación ardiente y exaltada, y que pasarán sin dejar ninguna huella. Esto es una felicidad. ¿Qué ganaría yo con ser amado de ella?, ¡amado de ella!... ¡Qué locura...! Es imposible por dicha mía. ¡Amado de ella...!, ¡no lo quisiera el cielo jamás! Y no lo temería si sólo mi felicidad peligrase... ¡Pero Luisa! ¡Mi Luisa!
Y el joven besaba el escapulario de la virgen, y recordando las palabras de su esposa al colocarlo en su seno, as repetía con una especie de supersticioso fervor.
-Ella te proteja.
Pero pasados tres días en continua melancolía y en una mal comprimida agitación, resolviose a ir a visitar a la condesa, pareciéndole que no podía eximirse de esta atención sin incurrir en la nota de grosero y de ingrato.
Fue, pues, y al llegar a la casa de la condesa sintiose tan agitado que estuvo a punto de volverse sin entrar. Pero en el momento en que iba a realizar su intención apareció Elvira que salía de casa de la condesa, y que al verle le dijo con viveza:
-Gracias a Dios que, por fin, quiera Ud. una vez en su vida ser atento y cortés con sus amigos. La pobre Catalina está bien mala, y hubiera Ud. venido a informarse personalmente de su salud.
-¡Está mala! -exclamó Carlos, pero Elvira estaba ya a veinte pasos de distancia, y el portero fue quien contestó:
-Sí, señor, está algo mala la señora condesa, pero no ha guardado cama. Su indisposición, según me ha dicho su doncella esta mañana, más es tristeza que otra cosa.
Carlos no oyó más. Subió corriendo las escaleras y apenas dio tiempo de que le anunciasen, tal fue la impaciencia con que se lanzó al gabinete en que le dijeron estaba la condesa. Toda su turbación y su timidez habían desaparecido al saber que Catalina padecía. Esperaba hallarla contenta, resplandeciente, triunfante, y las palabras «está mala», «está triste», operaron un trastorno completo en sus ideas y sentimientos.
Catalina estaba reclinada con languidez en su elegante sofá, cuyo elástico asiento cedía muellemente al ligero peso de su delicado cuerpo. Tenía un peinador blanco con el cual competía su tez extremadamente pálida aquel día, y sus cabellos, recogidos con negligencia hacia atrás, dejaban enteramente despejada su hermosísima frente y sus grandes y brillantes ojos.
Al oír el nombre de Silva se incorporó con un movimiento de sorpresa y duda, pero al verle animose súbitamente su melancólico rostro y brilló en sus ojos la más viva alegría.
-¡Carlos!, ¡Carlos! -exclamó con acento capaz de volverle loco- ¡Por fin le vuelvo a ver a Ud.!
-Catalina -dijo él tomando con un estremecimiento de placer la mano que ella le alargaba a Catalina-, yo ignoraba que Ud. estuviese mala.
-Es decir -repuso ella con melancólica y hechicera sonrisa-, que sólo debo a mi indisposición...
-No -la interrumpió él sentándose a su lado-, pero yo temía... Perdone Ud., Catalina, temía encontrar a Ud. en el círculo de sus adoradores, en la atmósfera de placer que la rodea en esa brillante sociedad a la cual soy extraño. Temía que mi presencia fuese a Ud. importuna..., que no me fuese posible ver a Ud. sin disgusto cercada de sus numerosos amigos, y que acaso mi... egoísmo -si Ud. quiere darle este nombre- me hiciese parecer ridículo.
-¡Ingrato! -dijo ella, y enseguida continuó esforzándose por tomar un tono tranquilo y amistoso- Es una injusticia de Ud. el suponerme tan frívola, tan inconsecuente, que olvidase por los placeres de una amistad que con tanto orgullo había aceptado y con tanta ternura correspondido. No, no pudo Ud. pensar jamás que me sería importuno, y si es cierto que Ud. lo pensó, no debía decírmelo, porque con eso me quita una ilusión: la de creer que Ud. había conocido mi corazón. Pero, en fin, ya le veo a Ud. después de tres mortales días en que he padecido cruelmente.
Concluidas estas últimas palabras escapadas a su natural sinceridad, conoció que había dicho demasiado y añadió con muy poca pretensión de ser creída:
-He estado mala.
-¡Y bien!, ¿qué tiene Ud.?, ¿qué ha tenido? -preguntó Carlos con inquietud.
Catalina pareció consultar la respuesta consigo misma, y buscar en el número de las enfermedades de comodín alguna que viniese al caso, pero como su viva imaginación le ofreciese en el instante una porción de males acomodables, no se detuvo en elegir y contestó después de un breve instante de reflexión.
-Jaqueca, ataques de nervios, un fuerte constipado, vapores... Algo de bilis seguramente.
Lo cierto era que su mal no había sido otro que el despecho y la pena de haber esperado a cada hora durante tres días una visita que no había tenido, y que su tez pálida, sus ojeras, su tristeza, no tenían otro origen que el poco dormir, y la inapetencia, y el disgusto continuo que le causaba al verse despreciada por un hombre de cuyo amor se había lisonjeado tres días antes, y del cual, a pesar suyo, se sentía locamente apasionada.
Carlos manifestó su pesar al oír la enumeración de todos los males que en tres días habían agobiado a su amiga, y enseguida se mostró sorprendido de no encontrar junto a la bella doliente ninguno de sus numerosos amantes y amigos.
-Eso consiste -dijo la condesa-, en que me he negado ayer y hoy a todo el mundo. No me hallaba capaz de disimular mi enfado, y además quería probar si a fuerza de entregarme a un solo pensamiento lograba hacerle menos tenaz.
-¿Y cuál es ese pensamiento? -la dijo Carlos, fijando en los de Catalina sus soberbios ojos árabes, que parecía querer llegar hasta el fondo de su alma.
-¿Cuál...? -y ella también le fijó con su mirada fascinadora- ¿Quiere Ud. saberlo?
-¡Sí!... ¡Sí!
Y al decir este «sí» ya casi adivinaba lo que preguntaba, ya se lo decía su corazón y la mirada apasionada de Catalina. Pero él no estaba en su entero juicio, y arrastrado por un loco deseo de oír lo que no ignoraba, repetía apretando la mano de la condesa:
-Sí quiero saberlo.
-Pues bien -dijo ella-. Carlos, pensaba en que soy muy infeliz..., en que no me convenía haber conocido a Ud.
Carlos no halló palabras para responder a aquella imprudente manifestación, pero no fue ya dueño de sus acciones y cayó a los pies de la condesa.
Aquella acción y la expresión de su rostro lleno de pasión y de dolor al mismo tiempo, sacaron de su peligroso abandono a la condesa.
-¡Carlos! -le dijo, procurando aparentar una tranquilidad que no tenía-, créalo Ud. pues se lo aseguro: no me convenía haber conocido a Ud. Porque su felicidad me hace recordar sin cesar que yo carezco de ella. Pero si Ud. puede, si Ud. quiere ser mi amigo... mi hermano..., ¿consiente Ud.? Entonces aún podré encontrar dulce mi destino.
-¿Su amigo de Ud.?, ¿su hermano? -exclamó él con una mezcla de miedo y de esperanza- ¿Y qué otro título puedo desear?, ¿qué otro vínculo puede existir entre los dos? ¡Su hermano de Ud.!... Sí, yo lo quiero ser, Catalina. Fuerza es que Ud. me haga su hermano porque nada más puedo ni debo ser para Ud., porque si Ud. quisiese inspirarme otros sentimientos llegaría un día en que se arrepintiese de ello, un día en que desearía y no podría volverme la felicidad que me había robado, y en que pesaría sobre Ud. un remordimiento terrible: el de haber hecho criminal a un hombre honrado y desventurada a una inocente niña; porque lo que para Ud. acaso sería un capricho, un pasatiempo, para mí sería una pasión, un delirio, un infortunio, ¡un crimen!
-¡Ah, Carlos!, calle Ud., calle Ud. -exclamó la condesa cubriéndose la cara con ambas manos.
Carlos percibió un ahogado sollozo, y más que nunca conmovido y más que nunca trastornado por aquella posición inesperada en que se veía, apartó las manos con que cubría la condesa su semblante y, al verla bañada en lágrimas y hermoseada por una especie de terror que se pintaba en sus facciones, apretó sus manos sobre su corazón y la dio los más dulces nombres rogándola que se calmase.
En aquel momento un criado anunció desde la puerta a Elvira, y apenas Carlos tuvo tiempo de levantarse de los pies de la condesa cuando entró su prima.
Catalina se quejó de un fuerte dolor de cabeza que explicaba la alteración de su rostro y la humedad de sus ojos. Elvira la condujo a la cama declarando que pasaría a su lado todo el día, y Carlos se marchó tan agitado, tan fuera de sí, que anduvo a todo Madrid antes de acertar a ir a su casa.
La escena en que acababa de ser actor le daba una funesta luz sobre sus sentimientos. Conocía por primera vez que estaba enamorado de la condesa, que junto a ella no podía responder de sí mismo. Creía también que era amado con más pasión, con más entusiasmo que lo había sido hasta entonces... Y, sin embargo, su cariño por su esposa lejos de haberse disminuido parecía tomar mayor vigor de sus remordimientos, y al conocerse culpable Luisa se hizo mucho más interesante para su corazón.
-¡Pobre ángel! -decía paseándose precipitadamente por su aposento- ¡Si supiera que su marido ha sentido a los pies de otra un delirio tal que le ha faltado poco para ofrecer un corazón que sólo ella debe pertenecer!... ¡Si lo supiera!... ¡Ah!, me perdonaría, estoy cierto, porque su alma divina sólo fue formada para querer y perdonar, y su voz angelical no puede pronunciar sino bendiciones y plegarias. Pero ella, la inocente y apacible criatura, no comprendería nunca una pasión loca, frenética... ¡Ella no me hubiese amado si como Catalina no pudiese amarme sin crimen!
Y él, todavía virtuoso pero ya ingrato e injusto esposo, casi deseaba hallar en la virtud de su mujer un motivo que excusase su pasión criminal por otra, y al decir -ella no hubiera sido capaz de ser culpable por mí- creyó que se deducía naturalmente esta consecuencia: Luego ella no me ama tanto como Catalina. Y, por consiguiente, esta conclusión: Excusable es mi infidelidad.
Tal es la lógica de las pasiones, y tal será siempre por más que al contemplarse a sangre fría comprendamos y denunciemos sus sofismas.
Carlos pasó una tarde agitada y una noche peor. Elvira, que había vuelto a las once de casa de la condesa, habíale dicho que la dejaba con alguna calentura, y su imaginación le exageraba el padecimiento y el peligro. El infeliz no durmió en toda la noche, y, sin embargo, sueños febriles y devorantes le impidieron en todas aquellas largas horas un momento de reflexión.
¿Qué mortal que haya amado y padecido desconoce estos terribles ensueños del insomnio, durante los cuales en vano estaban abiertos los ojos y el cuerpo erguido? La razón no por eso está despierta, ni el corazón exento de pesadillas. La imaginación divaga sin darle tiempo para pedirle cuenta de sus extravíos, y víctima suya el corazón cede palpitando al fatal y ciego poder que le esclaviza.
A un hombre le será siempre más fácil responder de sus acciones que de sus pensamientos, y ciertamente no habría mayor locura que pedirle cuenta de ellos.