Dos víctimas

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Dos víctimas

En la calle de Lujan N. 14, en una casa de humilde apariencia, alquilaba una señora llamada Da. Josefa Gonzalez. En la espresada casa en dos piezas interiores vivian dos jóvenes; uno era D. Pedro Echanagusia y el otro D. Clemente Sañudo; ambos individuos gozaban de una buena y merecida reputacion, tanto por su posicion de familia, cuanto por su trato social. Las piezas que habitaban se hallaban arregladas con la mayor cencillez sin carecer de aseo. La ocupacion de estos dos desgraciados víctimas de la tiranía, era el corretaje.

Dias antes del 26 de setiempre de 1840 varios de sus amigos les habian prevenido que estuviesen con cautela, por cuanto algunos de los federales netos, los habian clasificado de Salvajes Unitarios; pero ellos como no se mezclaban en asuntos políticos, si bien simpatizaban con la causa de la libertad, no sospechaban que sus opiniones secretas pudiesen comprometerlos.

Sin embargo, desde la noche anterior, esto es, el 25, no se habian visto hasta el momento en que se reunieron en los cuales tenia lugar el diálogo siguiente:

—¿Crées tú Sañudo, que si permanecemos en el pais seamos víctimas de las persecuciones de Rosas?

—No dudo un momento, querido Echanagusia, y me asisten razones fundadas para ello. Escucha: anoche he estado en casa de las muchachas, y lo primero que me dijeron, es que han oido á un sujeto muy allegado a Rosas, que entre los individuos que figuran en la lista de degüellos que Cuitiño debe practicar, nuestras pobres humanidades se hallan inscriptas: y á mas que esta fiera se ha propuesto dar principio en nosotros.

—Hombre! esa es una noticia algo seria que no debemos desperdiciarla, y bien merece la pena de ponernos en guardia, tomando medidas de seguridad.

—Con efecto, mi caro amigo: yo estoy resuelto mañana indefectiblemente, á buscar los medios de evadirnos; a pesar que desde el malogrado suceso de Linch, Oliden, y demás infelices, es algo sino del todo difícil encontrar personas que se animen á llevarnos fuera del pais.

—Yo tambien, añadió Echanagusia, mañana lo primero que haré, es informarme lo que hay sobre este asunto. Necesito ademas, arreglar ciertos negocios, y reunir todo el dinero que se pueda, que con este elemento mucho se alcanza: es una llave que vence las mas sólidas cerraduras. A otra cosa, amigo, ¿qué horas tienes?

—Las ocho y media; precisas salir?

—Si, querido Sañudo: se me ocurre una idea, que si es tan feliz en sus resultados como en su concepcion estamos bien.

—Veamos amigo esa bella idea.

—En la ribera, prosiguió Echanagusia, vive un italiano que tiene una ballenera que mas de una vez ha salvado la vida de muchos perseguidos: este individuo ha hecho amistad conmigo desde una ocasion que le manejé un negocio de interes, el cual tuve la felicidad de arreglarlo de una manera ventajosa; desde entonces me ha hecho muchos ofrecimientos, á si es que, ¿no te parece que la oportunidad nos brinda, y que debo aceptar los servicios que el italiano puede prestarnos, con sus brazos y su bote?

—Magnífica idea, amigo, preciso es no perder tiempo: mientras tu vas en busca de nuestro hombre, yo os espero con el té.

—Convenido, repuso Echanagusia, y tomando el sombrero, salió precipitadamente á la calle.

En el interin, Sañudo se puso á arreglar sus papeles y escribir una carta que seria para anunciar á su familia la resolucion que habia tomado. Despues que hubo escrito, tomó la carta y la leyó, entregandose sin duda á profundas meditaciones. ¡Pobre, Elvira!, decia el joven sacando un retrato en miniatura y contemplandolo al favor de la luz prosiguió:

¡Si, voy á partir, no hay remedio; asi lo quiere el destino. Tu retrato imagen adorada me acompañará hasta el sepulcro...!

La noche estaba oscura y tenebrosa, el viento Sud-Este soplaba reciamente. El cielo se habia cubierto de una sabana negra y espesa, no permitiendo á las estrellas prestasen su fulgor.

Un grupo de diez ó doce hombres emponchados, venian silenciosamente deslizandose cual sombras fantasticas, en direccion á la casa morada de nuestros jovenes.

El que presidia la marcha era Ciriaco Cuitiño, que traia la acera de la derecha. Al llegar á la boca calle, se dividio él grupo en dos pelotones, tomando el mando del segundo, Andres Parra.

Cuitiño, aproximándose á Parra, y bajando la voz, le dijo: Vd. entrará derecho al cuarto de los salvajes; lo acompañarán, Cabrera, Alen, Badia, etc. cualesquiera de los dos que esté le caerá encima y dará un silvido que será contestado por otro. Yo me quedaré en la puerta para impedir la salida.

—Bueno, contestó el asesino, y cruzando la calle se reunió á sus dignos cómplices.

Dadas las disposiciones siguieron ambos, seguido cada uno de su grupo respectivo. Llegaron á la puerta de la casa, que cuando Echanagusia salió dejó entre cerrada. En aquellos momentos el desgraciado Sañudo preparaba el té, como se lo habia prometido á su amigo. Un ruido que sintió hácia la puerta lo hizo distraerse por un momento, y creyendo ser su amigo que venia de vuelta, esclamó con la mayor naturalidad, "apresurate, Pedro, y cierra". A este tiempo entró la turba de asesinos y se lanzó cual fiera hambrienta, sobre el inerme jóven, el cual le fué de todo punto imposible hacer la menor resistencia.

Inmediatamente lo ataron con un cordel y le intimaron silencio sopena de ser apuñaleado en el acto.

El tigre Cuitiño con una voz de trueno y una risa de satisfaccion sarcástica esclamó dirijiéndose á Sañudo.

—¿Donde está su compañero?

—Se ha ido á Montevideo, contestó el generoso amigo creyendo salvar á Echanagusia pero en estos instantes tenia lugar otra escena en la puerta de la calle.

El jóven Echanagucia volvía para su casa acompañado del italiano barquero. Los espias que habian quedado en acecho en la puerta de la casa, así que vieron venir hácia ellos dos personas, dijo el Sardo: "ahí vienen dos y son ellos" y luego con un aire de seguridad añadió; agarre Vd. á uno y yo atrapo al otro, y acto continuo se lanzó el degollador hacia Echanagucia que ignoraba semejante incidente.

El italiano no aguardó que le echaran guante y se puso en polvorosa, en direccion al bajo, seguro de sustraerse á las pesquizas de sus nuevos perseguidores.

Echanagucia echó mano á su baston y se puso en guardia descargando de cuando en cuando sendos palos al que mas lo acometió; pero la lucha era desigual, y pronto le cayeron encima todos los asesinos, llenandolo de improperios.

No tuvieron mas tiempo los dos amigos asi que se vieron que esclamar:

—¡Sañudo!

—¡Echanagucia!

—¡Silencio! —repuso Cuitiño, y llamando á Parra, le ordenó que siguiera por la calle de la Defensa conduciendo á Sañudo; y él á la vez siguió en pos del primer peloton á Echanagucia. Cuando llegaron á inmediaciones de la barranca de Marcot, dió vuelta Parra y dijo á su cólega : "para dónde" "al Hueco de los Sauces, compadre, contestó el antropófago Cuitiño."

Los asesinos seguian guardando el mas profundo silencio y tomaron la direccion que se les habia indicado. Pocos pasos despues, Echanagucia se dirijió a Bernardino Cabrera que iba á su lado y le dijo: "amigo, yo creo que Vdes. me llevan por equivocacion, pues que hoy he estado en la casa del Gobernador, y ya ven Vdes. que esto debe satisfacerles."

"Está bueno, siga no mas" contestó Cuitiño. Sañudo que iba en el primer peloton ó grupo, paróse de súbito y profirió las siguientes palabras: "cobardes, asesinos; no creáis que la muerte me aterra; solo siento que nuestra pobre patria [1] va á ser destrozada por las garras del tigre Rosas. Si algun dia el noble y heróiro pueblo de Buenos Aires, troza las férreas cadenas que lo sujetan al despota abominable, sabrá pedir cuenta de este asesinato quo cobardemente vais á ejecutar."

Cuitiño, furioso al verse insultado esclamó "ponganle una mordaza á ese salvaje" al instante dos sayones cumplieron esta órden. Sañudo á pesar de eso continuó lanzando imprecaciones contra sus verdugos.

Un cuarto de hora después, llegaron, al hueco denominado de los "Sauces". En aquellos momentos el viento soplaba con violencia y parecia que la ira de Dios reprobaba semejante atentado.

Aproximándose uno de los asesinos á Cuitiño, le dijo: esta piedra que tenemos á nuestros pies indica que es el punto convenido. "Que sean ejecutados": fué la repuesta que dio ese hombre fiera.

A esta órden imperiosa y terrible, dada por el hotentote Ciriaco Cuitiño, segundo tomo de Oribe, los asesinos aprontaron sus puñales para hundirlos en los inocentes y generosos corazones de los jóvenes Echanagusia y Sañudo.

Bernardino Cabrera se colocó á la derecha de Sañudo, y otro asesino á la izquierda: igual operacion se hizo con Echanagucia. Los puñales están listos, dijo Cabrera. Listos están, contentaron los matadores.

¿Qué falta? repitió Cuitiño. La órden de Vdes. repuso Cabrera. Un momento, por piedad; aun no he concluido de encomendar mi alma al Dios Omnipotente dijo el desgraciado Echanagusia.

—Ahora! gritó el monstruo Cuitiño, sucediendo un ¡ay!!! lastimero lanzado por las victimas: cayeron estas en el suelo revolcandose en su sangre.



Las diez de la noche cantaba el sereno de la manzana inmediata. El viento habia calmado, y el fulgor de las estrellas daba alguna claridad. Señores dijo Cuitiño dirigiéndose á los asesinos: vamos al cuartel á echar un trago, y tomando la calle del Buen Orden siguieron hasta llegar á su destino.

Una hora después entraban por la puerta del cuartel, Cuitiño y sus complices.

En la habitacion que servia de oficina habian preparado con anticipacion un abundante refresco, con sus licores correspondientes.

—No hay que sentarse, señores, sin lavarnos antes las manos, repuso el Gefe de los bandidos. Todos imitaron esta ceremonia. ¡Rara coincidencia entre Cuitiño y Poncio Pilatos, que despues de condenar á muerte al Salvador del Mundo, se lavó las manos para purificarse!

En seguida tomaron asiento segun el órden de sus grados, teniendo á su frente y en medio de la habitacion, la mesa y bebidas.

—Pido un poco de atencion, camaradas, dijo Cuitiño, tomando al mismo tiempo un vaso lleno de ginebra, y añadió: —Brindo a la salud de nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes: que la Providencia prolongue sus dias tan precisos para la salvacion de la patria; y se empinó el vaso.

—¡Bravo! ¡Bravísimo! ¡Viva el Coronel! ¡Viva!

—Ahora le toca al Coronel Parra.

—Pero señores, yo no sé discutir tan bien como mi compadre Ciriaco, —dijo esta hiena abortada del infierno.

—No importa señor, diga V. S. cualquiera cosa, contestó Troncoso. Entonces tomando Parra un vaso, lo llevó á sus labios y con bastante dificultad esclamó: "A la de mi compadre Ciriaco."

—Superior, muy bien! contestó la canalla.

—Ahora le toca al ayudante Troncoso.

Este sin andar con vueltas llenó un vaso y se paró cuadrándose como un soldado.

—Brindo por el esterminio del bando traidor salvage unitario, y que asi como bebo este vino, les beba la sangre.

Un prolongado repiqueteo de los vasos que hacian chocar unos con otros, fué la demostracion con que acogieron el brindis, del célebre flagelo del Puente de Barracas.

—Señores, dijo a su vez Cabrera: —Brindo porque nuestros puñales se hundan sin asco en el corazon de todos los gringos [2].

Volvieron los aplausos á repetirse con mas calor, en razon á que Baco iba gradualmente descomponiendo el caletre á los espectadores.

—Se ha concluido por hoy queridos amigos, nuestra nocturna tarea. Espero que de hoy en adelante nadie faltará de asistir á este espectáculo. Mucho y muchísimo tenemos que hacer. Con que asi á afilar sus puñales, y hasta mañana. Dijo Cuitiño á sus fieles servidores.

—Buenas noches, coronel, dijeron en coro.

—Buenas sean para Vdes.

Los asesinos se despidieron, unos para sus casas y otros á ver si encontraban algun transeunte para despojarlo y matarlo si necesario lo creyeran.



  1. El joven, Sañudo era natural de Santa Fé pero tenia tanta afección á Buenos Aires, que sentía orgullo en decir que era su patria.
  2. El año de 1840 y siguiente se apostrofaba con esta frase á todos estrangeros de cualquier nacion y condicion que fuera, y Rosas aplaudia y reia con todos los pulmones cuando veia esto.