Dulce sueño: 01
Capítulo I
Fuera, llueve: lluvia blanda, primaveral. No es tristeza lo que fluye del cielo; antes bien, la hilaridad de un juego de aguas pulverizándose con refrescante goteo menudo. Dentro, en la paz de una velada de pueblo tranquilo, se intensifica la sensación de calmoso bienestar, de tiempo sobrante, bajo la luz de la lámpara, que proyecta sobre el hule de la mesa un redondel anaranjado.
La claridad da de lleno en un objeto maravilloso. Es una placa cuadrilonga de unos diez centímetros de altura. En relieve, campea destacándose una figurita de mujer, ataviada con elegancia fastuosa, a la moda del siglo XV. Cara y manos son de esmalte; el ropaje, de oros cincelados y también esmaltados, se incrusta de minúsculas gemas, de pedrería refulgente y diminuta como puntas de alfiler. En la túnica, traslucen con vítreo reflejo los carmesíes; en el manto, los verdes de esmaragdita. Tendido el cabello color de miel por los hombros, rodea la cabeza diadema de diamantillos, sólo visibles por la chispa de luz que lanzan. La mano derecha de la figurita descansa en una rueda de oro obscuro, erizada de puntas, como el lomo de un pez de aletas erectas. Detrás, una arquitectura de finísimas columnas y capitelicos áureos.
En sillones forrados de yute desteñido, ocupan puesto alrededor de la mesa tres personas. Una mujer, joven, pelinegra, envuelta en el crespón inglés de los lutos rigurosos. Un vejezuelo vivaracho, seco como una nuez. Un sacerdote cincuentón, relleno, con sotana de mucho reluz, tersa sobre el esternón bombeado.
-¿Leo o no la historia? -urge el eclesiástico, agitando un rollo de papel.
-La patraña -critica el seglar.
-La leyenda -corrige la enlutada-. Cuanto antes, señor magistral. Deseando estoy saber algo de mi patrona.
-Pues lo sabrás... Es decir, en estos asuntos, ya se te alcanza que las noticias rigurosamente históricas no son copiosas. Hay que emitir alguna suposición, siempre razonada, en los puntos dudosos. Yo someto mi trabajo a la decisión de nuestra Santa Madre la Iglesia. Vamos, la sometería si hubiese de publicar. Aquí entre nosotros, aunque adorne un poco... En no alterando la esencia... Y saltaré mucho, evitando prolijidades. Y a veces no leeré; conversaremos.
La pelinegra se recostó y entornó los ojos para escuchar recogida. El vejete, en señal de superioridad, encendió un cigarrillo. El canónigo rompió a leer. Tenía la voz pastosa, de registros graves. Tal vez al transcribir aquí su lección se deslicen en ella bastantes arrequives de sentimiento o de estética que el autor reprobaría.
«Catalina nació hija de un tirano, en Alejandría de Egipto. No está claro quién era este tirano, llamado Costo. Es preciso recordar que después del asedio y espantosa debelación de la ciudad por Diocleciano el Perseguidor, que ordenó a sus soldados no cejar en la matanza hasta que al corcel del César le llegase la sangre a las corvas, vino un período de anarquía en que brotaron a docenas régulos y tiranuelos, y hubo, por ejemplo, un cierto Firmo, traficante en papiros, que se atrevió a batir moneda con su efigie...».
Interrupción del vejezuelo.
-Para usted, Carranza, el caso es que el cuento revista aire de autenticidad...
-Déjenle oír, amigo Polilla... -suplicó la de los fúnebres crespones-. Sin un poco de ambiente, no cabe situar un personaje histórico.
-¡Bah! Este personaje no es...
-¡Silencio!
«Alejandría, por entonces, fue el punto en que el paganismo se hizo fuerte contra las ideas nuevas. Porque el paganismo no se defendía tan sólo martirizando y matando cristianos; hasta los espíritus cultos de aquella época dudaban de la eficacia de una represión tan atroz. Acaso fuese doblemente certero desmenuzar las creencias y los dogmas, burlarse de ellos, inficionarlos y desintegrarlos con herejías, sofismas y malicias filosóficas...».
Inciso.
-La estrategia de nuestro buen amigo don Antón...
Polilla se engalló, satisfecho de ser peligroso.
«No ignoran ustedes los anales de aquella ciudad singularísima, desde que la fundó Alejandro dándole la forma de la clámide macedonia hasta que la arrasó Omar. Olvidado tendrán ustedes de puro sabido que el primer rey de la dinastía Lagida, aquel Tolomeo Sotero, tan dispuesto para todo, al instituir la célebre Escuela, hizo de Alejandría el foco de la cultura. Decadente o no, en el mundo antiguo la Escuela resplandece. La hegemonía alejandrina duró más que la de Atenas; y si bajo la dominación romana sus pensadores se convirtieron en sofistas, tal fenómeno se ha podido observar igualmente en otras escuelas y en otros países.
»Bajo Domiciano empezó a insinuarse en Alejandría el cristianismo. Notose que bastantes mujeres nobles, que antes reían a carcajadas en los festines, ahora se cubrían los cabellos con un velo de lana y bajaban los ojos al cruzar por delante de estatuas... así... algo impúdicas...».
-Vamos, las primeras beatas... -picoteó Polilla.
«Es el caso de griegos y judíos -hiló el magistral- andaban, en Alejandría, a la greña continuamente. Con el advenimiento de los cristianos se complicó el asunto. La confusión de sectas y teologías hízose formidable. Allí se adoraba ya a Jehová o Jahveh, a la Afrodita, llamada por los egipcios Hathor, al buey Apis y a Serapis, que según el emperador Adriano no era otra cosa sino un emblema de Nuestro Señor Jesucristo, el cual, bajo su verdadero nombre, empezó a ser esperanza y luz de las gentes. Y en Alejandría, además de la persecución pagana, surgió la persecución egipcia, y el pueblo fanatizado degolló a muchos cristianos infelices...».
-¿Eeeh? -satirizó don Antón.
-¡Digo, felicísimos!
«Diocleciano, que parece el más perseguidor de los Césares, tenía sus artes de político, y en Egipto no quería meterse con los dioses locales. Al ver la impopularidad de los cristianos, les sentó mano fuerte. En tal época, cuando el cristianismo aún suscitaba odio y desprecio, despunta la personalidad de Catalina.
»Esta mujer es de su tiempo, y en otro siglo no se concibe. Y su tiempo era de pedantería y de cejas quemadas a la luz de la lámpara. En Egipto, las mujeres se dedicaban al estudio como los hombres, y hubo reinas y poetisas notables, como la que compuso el célebre himno al canto de la estatua de Memnon. No extrañemos que Catalina profundizase ciencias y letras. En cuanto a su físico, es de suponer, que, siendo de helénica estirpe (el nombre lo indica), no se pareciese a las amarillentas egipcias, de ojos sesgos y pelo encrespado.
»Se educó entre delicias y mimos, en pie de princesa altanera, entendida y desdeñosa. Llegó la hora en que parecía natural que tomase estado, y se fijó en la cohorte de los mozos ilustres de Alejandría, que todos bebían por ella los vientos. Fueron presentándose, y al uno por soso, y al otro por desaliñado, y a este por partidario del zumo parral, y a aquel por corrompido y amigo de las daifas, y al de la derecha por afeminado, y al de la izquierda por tener el pie mal modelado y la pierna tortuosa, a todos por ignorantes y nada frecuentadores del Serapión y de la Biblioteca, les fue dando, como diríamos hoy, calabazas...
»Con esto se ganó renombre de orgullosa, y se convino en que, bajo las magnificencias de su corpiño, no latía un corazón. Sin duda Catalina no era capaz de otro amor que el propio; y sólo a sí misma, y ni aun a los dioses, consagraba culto.
»Algo tenía de verdad esta opinión, difundida por el despecho de los procos o pretendientes de la princesa. Catalina, persuadida de las superioridades que atesoraba, prefería aislarse y cultivar su espíritu y acicalar su cuerpo, que entregar tantos tesoros a profanas manos. Su existencia tenía la intensidad y la amplitud de las existencias antiguas, cuando muy pocos poderosos concentraban en sí la fuerza de la riqueza, y por contraste con la miseria del pueblo y la sumisión de los esclavos, era más estético el goce de tantos bienes. Habitaba Catalina un palacio construido con mármoles venidos de Jonia, cercado de jardines y refrescado por la virazón del puerto. Las terrazas de los jardines se escalonaban salpicadas de fuentes, pobladas de flores odoríferas traídas de los valles de Galilea y de las regiones del Ática, y exornadas por vasos artísticos robados en ciudades saqueadas, o comprados a los patricios que, arruinándose en Roma, no podían sostener sus villas de la Campania y de Sorrento. Para amueblar el palacio se habían encargado a Judea y Tiro operarios diestros en tallar el cedro viejo y tornear el marfil e incrustar la plata y el bronce, y de Italia, pintores que sabían decorar paredes al fresco y encáustico. Y la princesa, deseosa de imprimir un sello original a su morada, de distinguir su lujo de los demás lujos, buscó los objetos únicos y singulares, e hizo que su padre enviase viajeros o le trajese en sus propios periplos rarezas y obras maestras de pintura y escultura, joyas extrañas que pertenecieron a reinas de países bárbaros, y trozos de ágata arborescente en que un helecho parecía extender sus ramas o una selva en miniatura espesar sus frondas...».
-¿No has notado una cosa, Lina? -se interrumpió a sí mismo el magistral, volviéndose hacia la pelinegra y abatiendo el tono.
-¿Qué es ello?
-Que todas las representaciones en el arte de Catalina Alejandrina la presentan vestida con fausto y elegancia. Desde luego, en cada época, la vestidura es al estilo de entonces; porque no tenían los escrúpulos de exactitud que ahora. Fíjate en esta medalla o placa que nos has traído. ¿Qué atavíos, eh? Y no es como María Magdalena, que pasó de los brocados a la estera trenzada. Puesta la mano en la rueda de cuchillos que la ha de despedazar, Catalina luce las mismas galas, que son una necesidad de su naturaleza estética. Es una apasionada de lo bello y lo suntuoso, y por la belleza tangible se dirigió hacia la inteligible. Así la tradición, que sabe acertar, hace tan esplendentes las imágenes de la Santa...
-Me gusta Catalina Alejandrina.- Lacónica, la enlutada parpadeó, alisando su negro «gaspar», que le ensombrecía y entintaba las pupilas.
«Pues ha de saberse que los emisarios de Costo aportaron al palacio, entre otras reliquias, dos prendas que, según fama, a Cleopatra habían pertenecido: una era la perla compañera de la que dicen disuelta en vinagre por la hija de los Lagidas -lo cual parece fábula, pues el vinagre no disuelve las perlas-, y la otra presea, una cruz con asas, símbolo religioso, no cristiano, que la reina llevaba al pecho. La perla era de tal grosor, que cuando Catalina la colgó a su cuello -fíjate, el artista florentino autor de esa placa no omitió el detalle- hubo en la ciudad una oleada de envidia y de malevolencia. ¿Se creía la hija de Costo reina de Egipto? ¿Cómo se atrevía a lucir las preseas de la gran Cleopatra, de la última representante de la independencia, la que contrastó el poder de Roma?
»Por su parte, los romanos tampoco vieron con gusto el alarde de la hija del tiranuelo. ¿Sería ambiciosa? ¿Pretendería encarnar las ideas nacionales egipcias? ¡Todo cabía en su carácter resuelto y varonil!
»También los cristianos -aunque por razones diferentes- miraban a Catalina con prevención. Sabían que el cristianismo era repulsivo a la princesa. No hubiese Catalina perseguido con tormentos y muerte; no ordenaría para nadie el ecúleo ni los látigos emplomados; algo peor, o más humillante, tenía para los secuaces del Galileo: el desdén. No valía la pena ni de ensañarse con los que serían capaces de martillear las estatuas griegas, con los que huían de las termas y no se lavaban ni perfumaban el cabello. El cristianismo, dentro de la ciudad, se le aparecía a Catalina envuelto en las mallas de mil herejías supersticiosas; y sólo algunos lampos de llama viva de fe, venidos del desierto, la atraían, momentáneamente, como atrae toda fuerza. Los solitarios...».
Polilla, que trepidaba, salta al fin.
-Sí, sí; buenas cosas venían del desierto, de los padres del yermo, ¿no se dice así? ¡Entretenidos en preparar al Asia y a Europa la peste bubónica!
-¿La peste bubónica? -se sorprende Lina.
-La pes-te-bu-bó-ni-ca. Como que no existía, y apareció en Egipto después de que, a fuerza de predicaciones, lograron que no se momificasen los cadáveres, que se abandonasen aquellos procedimientos perfectos de embetunamiento, que los sabios (aunque sacerdotes) egipcios aplicaban hasta a los gatos, perros e icneumones... Al cesar de embalsamar, se arrojaron las carroñas y los cadáveres al Nilo... y cátate la peste, que aún sufrimos hoy.
-Bien... -Lina alzó los hombros-. Con usted, Polilla, se aprende siempre... Pero ahora me gusta oír a Carranza.
«Estábamos en los padres del desierto, los solitarios... Había por entonces uno muy renombrado a causa de sus penitencias aterradoras. Se llamaba Trifón. Se pasaba el año, no de pie sobre el capitel de una columna, a la manera del Estilita, sino tan pronto de rodillas como sentado sobre una piedra ruda que el sol calcinaba. Cuando las gentes de la mísera barriada de Racotis acudían con enfermos para que los curase el asceta, este se incorporaba, alzaba un tanto la piedra, murmuraba ‘ven, hermanito’, y salía un alacrán, que, agitando sus tenazas, se posaba en la palma seca del solitario.
»Machucaba él con un canto la bestezuela, y añadiendo un poco de aceite del que le traían en ofrenda, bendecía el amasijo, lo aplicaba a las llagas o al pecho del doliente y lo sanaba...».
-¡Absurdo!...
-¿Polilla?...
«Agradecidas y llorosas, las mujerucas del pueblo paliqueaban después con el Santo, refiriéndole las crueldades del césar Maximino, peor que Diocleciano mil veces; los cristianos desgarrados con garfios, azotados con las sogas emplomadas, que, al ceñirse al vientre y hendirlo, hacen verterse por el suelo, humeantes y cálidas, las entrañas del mártir... Y rogaban a Trifón que, pues tenía virtud para encantar a los escorpiones, rogase a Jesús el pronto advenimiento del día en que toda lengua le alabe y toda nación le confiese.
»-Reza también -imploraban- por que toque en el corazón a la princesa Catalina, que socorre a los necesitados como si fuera de Cristo, pero es enemiga del Señor y le desprecia. ¡Lástima por cierto, porque es la más hermosa doncella de Alejandría y la más sabia, y guarda su virginidad mejor que muchas cristianas!
»-Sólo Dios es belleza y sabiduría -contestaba el asceta. Pero despedidos los humildes, gozosos con las curaciones, al arrodillarse en el duro escabel, mientras el sol amojamaba sus carnes y encendía su hirsuta barba negra, la idea de la princesa le acudía, le inquietaba. ¿Por qué no curarla también, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo? Sería una oveja blanca, propiciatoria...
»Una madrugada -como a pesar suyo- Trifón descendió de la piedra, requirió su báculo, y echó a andar. Caminó media jornada arreo, hasta llegar a Alejandría, y cerca ya de la ciudad siguió la ostentosa vía canópica, y derecho, sin preguntar a nadie, se halló ante la puerta exterior del palacio de Costo. Los esclavos januarios se rieron a sabor de su facha, y más aún de su pretensión de ver a la princesa inmediatamente.
»-Decidla -insistió el solitario- que no vengo a pedir limosna, ni a cosa mala. Vengo sólo a hablarla de amor, y le placerá escucharme.
»Aumentó la risa de los porteros, mirando a aquel galán hecho cecina por el sol, y cuya desnudez espartosa sólo recataban jirones empolvados de sayo de Cilicia.
»-Llevad el recado -insistió el asceta-. Ella no se reirá. Yo sé de amores más que los sofistas griegos con quienes tanto platica.
»-¡Es un filósofo!... -secretearon respetuosamente los esclavos; se decidieron a dar curso al extraño mensaje, pues Catalina gustaba de los filósofos, que no siempre van aliñados y pulcros.
»Catalina estaba en su sala peristila; a la columnata servía de fondo un grupo de arbustos floridos, constelados de rojas estrellas de sangre. Aplomada, en armoniosa postura, sobre el trono de forma leonina, de oro y marfil, envuelta en largos velos de lino de Judea bordados prolijamente de plata, había dejado caer el rollo de vitela, los versos de Alceo, y acodada, reclinado el rostro en la cerrada mano, se perdía en un ensueño lento, infinito. Hacía tiempo ya que, con nostalgia profunda, añoraba el amor que no sentía. El amor era el remate, el broche divino de una existencia tan colmada como la suya; y el amor faltaba, no acudía al llamamiento. El amor no se lo traían de lejanos países, en sus fardos olorosos, entre incienso y silfio, los viajeros de su padre.
»-¿De qué me sirve -pensaba- tanto libro en mi biblioteca, si no me enseñan la ciencia de amar? Desde que he empapado el entendimiento en las doctrinas del divo Platón, que es aquí el filósofo de moda, siento que todo se resuelve en la Belleza y que el Amor es el resplandor de esa belleza misma, que no puede comprender quien no ama. ¡No sabe Plotino lo que se dice al negar que el amor es la razón de ser del mundo! Plotino me parece un corto de vista, que no alcanza la identidad de lo amante con lo perfecto. En lo que anda acertado el tal Plotino, es en afirmar que el mundo es un círculo tenebroso y sólo lo ilumina la irradiación del alma. Pero mi alma, para iluminar mi mundo, necesita encandilarse en amor... ¿Por quién?...
»Y las imágenes corpóreas y espirituales de sus procos desfilaron ante el pensamiento de Catalina, y, esparciendo su melancolía, rió a solas. Volvió la tristeza pronto.
»-¿Dónde encontrar esa suprema belleza de la forma, que según Plotino trasciende a la esencia? ¡Oh, Belleza! ¡Revélate a mí! ¡Déjame conocerte, adorarte y derretir en tu llama hasta el tuétano de mis huesos!
»El pisar tácito de una esclava negra, descalza, bruñida de piel, se acercó.
»-Desea verte, princesa, cierto hombrecillo andrajoso, ruin, que dice que sabe de amores.
»-Algún bufón. Hazle entrar. Prepara un cáliz de vino y unas monedas.
»Trifón entró, hiriendo el pavimento de jaspe pulimentado con su báculo de nudos. Al ver a Catalina se detuvo, y en vez de inclinarse, la miró atentamente, dardeándola con ojeadas de fuego al través de las peladas cejas que le comían los párpados rugosos.
»-Siéntate -obsequió Catalina-, habla, di de amor lo que sepas. Por desgracia no será mucho.
»-Es todo. Vengo de la escuela de amor, que es el desierto.
»-¿Eres uno de esos solitarios? En efecto, tu piel está recocida y baqueteada al sol. De amor entenderás poco, aun cuando, según dicen, no sois aficionados a contaminar vuestra carne con la furia bestial de los viciosos, lo cual ya es camino para entender. El amor es lo único que merece estudiarse. Cuando razonamos de ser, de identidad, de logos, de ideas madres..., razonamos de amor sin saberlo. Oye... ¿No quieres pasar al caldario antes de comunicarme tu sabiduría? Mis esclavas te fregarán, te ungirán y te compondrán ese pelo. Siempre que viene un sofista, le fregamos.
»-Yo no soy un sofista. Vivo tan descuidado de mi cuerpo como los cínicos, pero es por atender a la diafanidad y limpieza de mi alma. El cuerpo es corruptible, Catalina. ¿No has visto nunca una carroña hirviendo en gusanos? ¿A qué cuidar lo que se pudre?
»-Como quieras... Háblame desde alguna distancia...
»-Catalina -empezó preguntando-, ¿por qué no te has casado con ninguno de tus pretendientes? Los hay gallardos, los hay poderosos.
»-Tu pregunta me sorprende, si en efecto entiendes de amor. No basta que mis procos, o mejor dicho, algunos de mis procos, sean gallardos, dado que lo fuesen, que sobre eso cabe discusión. Sería necesario que yo encarnase en ellos la idea sublime de la hermosura. ¿No acabas de decir que el cuerpo se corrompe? Mis pretendientes están ya agusanados, y aún no se han muerto. Yo sueño con algo que no se parece a mis suspirantes. No sé dónde está, ni cómo se llama. De noche, cuando boga Diana al través del éter, tiendo los brazos a lo alto, donde creo ver una faz adorable, cuyo encanto serpea por mis venas.
»-Pues eso que buscas, princesa, yo te lo traigo.
»En vez de mofarse, Catalina Se volvió grave.
»-Dime tu nombre, Padre -exhaló, casi a su pesar.
»-Trifón, el penitente.
»-¿Cristiano?
»-Sí.
»-¿Santo, como dicen?
»-No. El mayor de los pecadores. Bajo la piedra en que vivo hay un nido de escorpiones enconados, y así tengo a mis pasiones, sujetas y aplastadas por la penitencia. Pero allí están, acechando para hincar su aguijón.
»-Seas santo o bandolero, adorador de Cristo, de Serapis o de la excelsa Belleza, que es la única verdad...
»-¡No blasfemes, Catalina, pobre tórtola triste que no encuentra su pareja, que gime por el amado!
»-Digo que seas quien fueres, para mí serás la misma encarnación humana de Apolo Kaleocrator, si me haces conocer la dicha de amar.
»-¿Eres capaz de todo..., ¡de todo!, por conseguirla?
»-¿Quieres tesoros? ¿Quieres una copa de unicornio llena de mi sangre?
»-La copa... Pudiera ser que la quisiese... no yo, sino tu amante, el que vas a conocer presto. ¿Ves mi fealdad? Infinitamente mayor es su hermosura. Y déjate de raciocinios, de Plotino y de Platón. Amar es un acto. Yo te llevo al amor y no te lo explico. No te fatigues en pensar. Ama.
»-Sobre ascuas pisaría por acercarme al que he de amar. ¿Será también un príncipe? Porque varón de baja estofa, para mí no es varón.
»-Es un príncipe asaz más ilustre que tú.
»-Eso, sólo Maximino César! -se ufanó Catalina.
»-¡Maximino, ante él... hisopo al pie del cedro! Mañana, a esta misma hora, sola, purificada, vestida humildemente, saldrás de tu palacio sin ser vista, y caminarás por detrás del Panoeum, hasta donde veas una construcción muy pobre, una especie de célula, que llamamos ermita. El lugar estará solitario, la puerta franca. ¿Entrarás sin miedo?
»-No sé lo que sea temor.
»-Allí, dentro de la ermita, aguardarás al que has de amar en vida y más allá de la muerte. A aquel cuyos besos embeodan como el vino nuevo y en cuyos brazos se desfallece de ventura. Al que en la sombra, con recatados pasos, se acerca ya a tu corazón...
»Catalina cerró los ojos. Un aura vibrátil y palpitante columpiaba la fragancia de los jardines. Parecía un suspirar largo y ritmado.
»Cuando abrió los párpados, había desaparecido el penitente».
«La princesa pasó la noche con fiebre y desvelo. Vio desfilar formas e ideas madres, los arquetipos de la hermosura, representados por las maravillosas envolturas corporales de los dioses y los héroes griegos. Apolo Kaleocrator, árbitro de la belleza, apoyado en su lira de tortuga, inundados los hombros por los bucles hilados de rayos de luz; Dionisos, con el fulvo y manchado despojo del tigre sobre las morenas espaldas tersas y recias; Aquiles (a quien deseó frecuentemente Catalina haber conocido ante Troya, envidiando a Briseida, que tuvo la suerte de vestirle la túnica), y el pío Eneas, el infiel a la mísera reina africana... ¿Sería alguno como estos quien la aguardase en la ermita?
»Que el solitario fuese un malhechor y la atrajese a una celada, no lo receló Catalina ni un instante. Podría acaso ser un hechicero: acusábase a los cristianos de practicar la magia. Sin duda, para resistir así el martirio, poseían secretos y conjuros. Quizás iban a emplear con ella el filtro del amor... ¡Por obra de filtro, o como fuese, la princesa ansiaba que el amor se presentase! ¡Amar, deshacerse en amor, que el amor la devorase, cual un león irritado y regio! Siguió las instrucciones de Trifón exactamente. Se bañó, purificó y perfumó, como en día de bodas; se vistió interiormente tunicela de lino delgadísimo, ceñida por un cinturón recamado de perlas; y, encima, echó la vestimenta de burdo tejido azul lanoso que aún hoy usan las mujeres fellahs, el pueblo bajo de Egipto. Calzó sandalias de cuerda, igual que las esclavas, mullendo antes con seda la parte en que había de apoyar la planta del pie. Un velo de lana tinto en azafrán envolvió su cabeza. Así disfrazada y recatada, salió ocultamente por una puerta de los jardines que caían al muelle, y se confundió entre el gentío. Costeado el muelle, torció hacia la avenida de las Esfinges, cuyo término era la subida especial del Panoeum o santuario del dios Pan, montañuela cuya vertiente opuesta conducía a la ermitilla, emboscada entre palmeras y sicomoros».
-Oiga usted -zumbó Polilla-. ¿Sabe usted que me va pareciendo un poco ligerita de cascos la princesa? Si no la declarasen ustedes santa...
-Don Antón -amenazó Lina-, o me deja usted oír en paz, o le expulso ignominiosamente.
«A un lado y a otro de la monumental avenida alineábanse, sobre pedestales de basalto, las Esfinges de granito rosa, de dimensiones semicolosales. A los rayos oblicuos del sol muriente, el pulimento del granito tenía tersuras de piel de mujer. Las caras de los monstruos reproducían el más puro tipo de la raza egipcia, ojos ovales, facciones menudas, barbillas perfectas; el tocado simétrico hacía resaltar la delicada corrección del melancólico perfil. Hasta la cintura, el cuerpo de las Esfinges era femenino, pero sus brazos remataban en garras de fiera, cuyas uñas aparentaban hincarse en la lisura del pedestal. Dijérase que se contraían para desperezarse y saltar rugiendo. Sintió Catalina aprensión indefinible. Respiró mejor al acometer la subida espiral que conducía al Panoeum, entre setos de mirto, el arbusto del numen, que de trecho en trecho enflorecían las rosas de Hathor Afrodita, encendidas sobre el verdor sombrío de la planta sagrada. La brisa de la tarde estremecía los pétalos de las flores, y el espíritu de Catalina temblaba un tanto, en la expectativa de lo desconocido.
»Pasó rozando con el templo y descendió la otra vertiente. Detrás del santuario asomaba una colina inculta, y en un repliegue del terreno se agazapaba la ermita humilde; una construcción análoga a las del barrio de Racotis, de adobes sin cocer y pajizo techo. En la cima una cruz de caña revelaba la idea del edificio. La reducida puerta se abría de par en par. Catalina la cruzó; allí no había alma viviente. En el fondo, un ara de pedruscos desiguales soportaba otra cruz no menos tosca que la del frontispicio, y en grosero vaso de barro vidriado se moría un haz de nardos silvestres. La princesa, fatigada, se reclinó en el ara, sentándose en el peldaño de piedra que la sostenía. Rendida por el insomnio calenturiento de la noche anterior, anestesiada por la frescura y el silencio, se aletargó, como si hubiese bebido cocimiento de amapolas. Y he aquí lo que vio en sueños:
»Subía otra vez por la avenida de las Esfinges, pero no al caer de la tarde, sino de noche, con el firmamento turquí todo enjoyado de gruesos diamantes estelares. Bajo aquella luz titiladora, los monstruos semihembras, de grupa viril, parecían adquirir vida fantástica. Estirándose felinamente, se incorporaban en los zócalos, y crispaba los nervios el roce de sus uñas sobre la bruñida dureza del pedestal. Sus caras humanas, perdiendo la semejanza, adquirían expresión individual, se asemejaban a personas. Catalina, atónita, reconocía en las Esfinges tan pronto a sus pretendientes desairados, como a los sofistas y ergotistas que discutían en su presencia. Allí estaban Mnesio, Teopompo, Caricles, Gnetes, sus contertulios, erizados de argucias, duchos en la controversia, discípulos del Peripato algunos, los más de Platón. De sus labios fluían argumentos, demostraciones, objeciones, definiciones, un murmurio intelectual que resonaba como el oleaje; marea confusa en que flotan las nociones de lo creador y lo increado, lo sensible y lo inteligible, las substancias inmutables y los accidentes perecederos; ven conjunto, al fundirse tantos conceptos en un sonido único, lo que se destacaba era una sola palabra: Amor.
»Y las otras Esfinges, que tenían el semblante de los desairados procos, murmuraban también con tenaz canturía: Amor; y sus ojos chispeaban, y sus garras se encorvaban para iniciar el zarpazo, y gañían bajo y lúgubre, como chacales en celo, y un aliento hediondo salía de sus bocas, y su cuarto trasero de animales se enarcaba epilépticamente. Catalina emprendía la fuga, y la hueste de fieras, a su vez, corría, galopaba, hiriendo la arena y soliviantándola con sus patas golpeadoras. La desatada carrera de los monstruos, su jadear anheloso tras la presa, era como el desborde, enfurecido de un torrente. No podía acelerar más su huida la princesa: angustiada, apretaba contra el pecho sus vestiduras, en las cuales ya dos veces había hecho presa la zarpa de las Esfinges. ‘Me desnudarán -calculaba-, y cuando caiga avergonzada y rendida, se cebarán en mí...’. El horror activaba su paso. Los pies, rotas las sandalias, se herían en los guijarros, se deshonraban con el polvo; y, en medio de mi espanto, aún desploraba Catalina: ‘¡Mis pies de rosa, mis pies pulidos como ágatas, mis pies sin callosidad! ¡Se me estropean ¡Ay, pies míos!’.
»Paralizado de fatiga el corazón, iba a desplomarse, cuando se le ofreció un asilo, la boca de una cueva... la ermita. Débil lucecilla ardía dentro. Catalina se precipitó... y creyó en una pesadilla. Detrás no había nadie: ni rastro de los monstruos. Sólo se veía, a lo lejos, la blanca mole marmórea del Panoeum, y por dosel el cielo claveteado de luminares, a guisa de manto triunfal.
»Ancha inspiración dilató los pulmones de Catalina. Su sangre circuló rápida, deliciosamente distribuida por los casi exánimes miembros. Una luz difusa comenzó a flotar en el aire; la cueva se iluminó. La luz crecía era como de luna cuando al nacer asoma color de fuego, reflejando aún los arreboles solares. Y en el foco más luminoso, abriéndose paso, surgieron dos figuras: una mujer y un hombre. Ella parecía de más edad, pálida, marchitos y entumecidos los párpados por el sufrimiento; él era garzón, y a su juventud radiante acompañaba belleza portentosa. Catalina, juntando las manos, le miró con enajenamiento. Ni había visto un ser semejante, ni creía que pudiese existir. Curiosa en estética, solía ordenar que le presentasen esclavos hermosos, no con fines de impureza, sino para admirar lo perfecto de la forma en las diversas razas del mundo. Los comparaba a las creaciones de Fidias, a los sacros bultos de las divinidades, y comprendía que por modelos así se forjan las obras maestras. Pero el aparecido era cien veces más sublime. A la perfección apolínica de la forma reunía una expresión superior a lo bello humano. Desde sus ojos miraba lo insondable. Emitían claridad sus cabellos partidos por una raya, irradiando en bucles color de dátil maduro, y la majestad de su faz delicadísima era algo misterioso, que se imprimía en las entrañas y salteaba la voluntad. El mozo debía de ser un alto personaje, como había dicho Trifón; más alto que el César. Sus pies desnudos se curvaban, mejor delineados que los del Arquero. Sus manos eran marfil vivo. Y Catalina, postrada, sintió que al fin el Amor, como un vino muy añejo cuya ánfora se quiebra, inundaba su alma y la sumergía. Tendió los brazos suplicante. El mozo se volvió hacia la mujer que le acompañaba.
»-¿Es ésta la esposa, madre mía?
»-Esta es -afirmó una voz musical, inefable.
»-No puedo recibirla. No es hermosa. No la amo...
»Y volvió la espalda. La luz lunar y ardiente se amortiguaba, se extinguía. Los dos personajes se diluyeron en la sombra.
»Catalina cayó al suelo, con la caída pesada del que recibe herida honda de puñal. Poco a poco recobró el conocimiento. Se levantó; al pronto no recordaba. La memoria reanudó su cadena. Fue una explosión de dolor, de bochorno. ¡Ella, Catalina, la sabia, la deseada, la poderosa, la ilustre, no era bella, no podía inspirar amor!».
«Salió de la ermita y caminó paso a paso, ya bajo la verdadera luz de Selene: había anochecido por completo. Las Esfinges, inmóviles sobre sus zócalos de negro basalto, no la hostilizaron; sólo la impusieron la majestad de su simetría grandiosa. Costeando el muelle, donde cantaban roncas coplas los marineros beodos, se deslizó hasta el palacio. Las esclavas acudieron, disimulando la extrañeza y la malicia con servil solicitud. Aprestaron el baño tibio, presentaron los altos espejos de bruñida plata. Y la princesa, arrancándose el plebeyo disfraz, se contempló prolijamente. ¿No era hermosa? Si no lo era, debía morir. Lo que no es bello no tiene derecho a la vida. Y, además, ella no podía vivir sin aquel príncipe desconocido que la desdeñaba. Pero los espejos la enviaron su lisonja sincera, devolviendo la imagen encantadora de una beldad que evocaba las de las Deas antiguas. A su torso escultural faltaba sólo el cinturón de Afrodita, y a su cabeza noble, que el oro calcinado con reflejos de miel del largo cabello diademaba, el casco de Palas Atenea. Aquella frente pensadora y aquellos ojos verdes, lumínicos, no los desdeñaría la que nació de la mente del Aguileño. ¿No ser hermosa? El príncipe suyo no la había visto... ¡Acaso el disfraz de la plebe encubría el brillo de la hermosura! Era preciso buscar al aparecido, obligarle a que la mirase mejor; y para descubrir dónde se ocultaba, hablar a Trifón, el solitario.
»Con fuerte escolta, en su litera mullida de almohadones, al amanecer del siguiente día, la hija de Costo emprendió la expedición al desierto. Su cuerpo vertía fragancia de nardo espique; su ropaje era de púrpura, franjeado de plumaje de aves raras, por el cual, a la luz, corrían temblores de esmeralda y cobalto; sus pies calzaban coturnillos traídos de Oriente, hechos de un cuero aromoso; y de su cuello se desprendían cascadas de perlas y sartas de cuentas de vidrios azul, mezcladas con amuletos. Ante la litera, un carro tirado por fuertes asnos conducía provisiones, bebidas frías y tapices para extender. En pocas horas llegaron a la región árida y requemada, guarida de los cenobitas. Cuando descubrieron a Trifón, le tomaron al pronto por un tronco seco. Un pájaro estaba posado en sus hombros, y voló al acercarse la comitiva.
»Catalina ordenó distanciarse a su séquito; descendió y se acercó, implorante, al asceta.
»Vengo -impetró- a que me devuelvas lo que me has quitado. ¡Dame mi serenidad, mi razón! ¡El dardo me ha herido, y no sé arrancármelo! Dime dónde está él, e iré a encontrarle entre áspides y dragones. Si no le parezco hermosa, haz por tus artes de magia y tu sabiduría que se lo parezca. O hazme morir, pues con la vida no puedo vivir ya...».
Se interrumpió a sí mismo el narrador, advirtiendo:
-Esta frase que atribuyo a Santa Catalina, es la madre Santa Teresa de Jesús quien se la atribuye primero en unos versos que la dedica y donde se declara su rival «pretendiente a gozar de su gozo».
-Pues yo recuerdo -asintió Lina- otra poesía de Lope de Vega, si no me engaño, dedicada a la misma Catalina Alejandrina... ¡No es nada lo que pondera el Fénix a la hija de Costo!
- Una palma victoriosa
- de tres coronas guarnece,
- por sabia, mártir y virgen,
- cándida, purpúrea y verde...
-Hay una glosa -advirtió Carranza- que la llama «segunda entre las mujeres...». ¡Oh!, Santa Catalina de Alejandría es una fuente de inspiración para el arte. Desde Memmling y Luini, hasta el Pinturiccio que la retrató bajo los rasgos de Lucrecia Borgia, y el desconocido autor de esta prodigiosa placa, los cuadros y los esmaltes y las tallas célebres se cuentan por centenares...
-¡Claro, la imaginación desatada! ¡Una mujer guapa y que disputaba con filósofos! -criticó Polilla-. En fin, siga usted, amigo Carranza, que ahora viene lo inevitable en tales historias: la conversioncita, los sayones, el cielo abierto, un angélico que desciende, a estilo Luis XV, portador de una guirnalda con un lazo azul...
-Polilla, es usted un espíritu acerado e implacable -aseveró Lina-. Sólo le ruego que nos deje seguir escuchando.
«Permanecía Catalina a los pies del solitario, arrastrando, entre el polvo seco, su ropaje magnífico. Su seno, en la angustia de la esperanza, se alzaba y deprimía jadeando. Trifón la contempló un instante, y al fin, con penoso crujido de junturas, descendió del asiento. Buscó entre sus harapos la ampollita de aceite, y ejecutando movimiento familiar desvió el pedrusco, bajo el cual vio Catalina rebullir, en espantable maraña, la nidada de alacranes. Alzando los ojos al cielo metálico de puro azul, el penitente pronunció la fórmula consagrada:
»-Ven, hermanito...
»Un horrible bicharraco se destacó del grupo y avanzó. Catalina le miró fascinada, con grima que hacía retorcerse sus nervios. La forma de la bestezuela era repulsiva, y la princesa pensaba en la muerte que su picadura produce, con fiebre, delirio y demencia. Veía al insecto replegar sus palpos y erguir, furioso, su cauda emponzoñada, a cuyo remate empezaba la eyaculación del veneno, una clara gotezuela. Ya creía sentir la mordedura, cuando de súbito el escorpión, amansado, acudió a la mano raigambrosa que Trifón le tendía, y el asceta, estrujándolo sin ruido, lo mezcló y amasó con el óleo.
»-Abre tus ropas, Catalina, y aplica esta mixtura sobre tu corazón enfermo -mandó imperiosamente.
»Catalina, sin vacilar, obedeció. Trifón se había vuelto de espaldas. Al percibir el frío del extraño remedio sobre la turgente carnosidad, su cerrazón saltó como cervatillo que ventea el arroyo cercano. Bienestar delicioso, en vez de fiebre, notó la princesa, y como si se desenfilase su luenga sarta de perlas índicas, lágrimas vehementes de amor fueron manando a lo largo de sus mejillas juveniles. Por un instante aquel entendimiento peregrino, adornado con tantas galas sapienciales, se embotó y apagó, y sólo el corazón, liquidándose y derritiéndose, funcionó activo.
»-Soy cristiana -protestó sencillamente, comprendiendo.
»Corrió Trifón al pozo donde colmaban sus odres los peregrinos que venían a consultarle; hizo remontar el cangilón que se rezumaba, y tomando agua en el hueco de la mano, la derramó sobre la cabeza inclinada de la virgen, profiriendo las palabras:
»-En el nombre...
»Aún no había descruzado las palmas Catalina, cuando el solitario anunció:
»-Vuelve mañana a la misma hora a la ermita. Allí estará Él.
»-¿Y le pareceré hermosa?...
»-Tan hermosa, que se desposará contigo.
»Una corriente de beatitud recorrió las venas de Catalina. El misterio empezaba a revelarse. Platón se lo había balbuceado al oído, y Cristo se lo mostraba resplandeciente.
»-¿Qué debo hacer para agradar a mi Esposo, Trifón? -interrogó sumisa.
»-Hallar en él a la hermosura perfecta; en él y sólo en él. Y si llega el caso, proclamarlo sin miedo. Ve en paz, Catalina Alejandrina. Cuando vuelvas a ver a Trifón, será un día radiante para ti.
»A paso tardo, la princesa regresó adonde aguardaba su séquito. Extendidos los tapices, el refresco esperaba. Frutos sazonados y golosinas con miel y especias tentaban el apetito. Ella picó un gajo de uvas, sin sed.
»-Refrescad vosotros... Todo es para vosotros...
»Al balanceo de la litera se durmió con sueño de niña, sin pesadillas ni calenturas. Aletargada, la trasladaron a su lecho de cedro incrustado de preciosos metales. Al despertar, reconstituida por tan gustoso dormir, su primera idea fue de inquietud. ¿Sería cierto que iba a ver al Esposo? ¿La juzgaría hermosa ahora? ¿No proferiría, con igual desdén que la vez primera, en aquella voz que rasgaba las telillas del alma: no es hermosa, no la amo?
»Por la tarde, vuelta a disfrazar, siguió la conocida ruta. Las Esfinges, impenetrables, no crisparon sus uñas graníticas. Su enigmática quietud no estremeció, cual otras veces, a la princesa, que las suponía sabedoras y guardadoras del gran misterio. Ascendió ágilmente por la espiral del Panoeum. Las rosas de Hathor se deshojaban, lánguidas del calor del día, y en el centro de un círculo de mirtos, especie de glorieta, el dios lascivo se erguía en forma de Hermes obsceno, por el cual trepaba una hiedra. La leche y la miel de las ofrendas tributadas por los devotos en libación goteaban aún a lo largo del cipo. Catalina, que nunca había dado culto a los capripedes, ni a la Afrodita libidinosa, sintió con violencia la náusea de aquel santuario, y se encontró llena de menosprecio hacia los dioses carnales, y hasta superior a sus antiguos númenes.
»Apretó el paso para salir del Panoeum y refugiarse en la ermita. Estaba abierta...
»¡El penitente la había engañado! ¡Su Esposo no venía!
»Con la faz contra el suelo, en tono de arrullo y de gemido, le llamó tiernamente: ‘Ven, ven, amado, que no sé resistir. Quien te ha visto y no te tiene, no puede resignarse. Herida estoy, y no sé cómo. Se sale de mí el alma para irse a ti...’. Así se dolió Catalina, hasta que el sol se puso. Cuando la rodeó la obscuridad, se desoló más... No se oía sino el cantarcillo de una fuente cercana, donde solían bautizar ocultamente los cristianos a sus neófitos. Al ser completas las tinieblas, alzó un momento los ojos; fulguró una claridad dorada, y vio a la Mujer. Pero no la acompañaba el garzón divino de los bucles color de dátil: traía de la mano a un pequeñuelo que, impetuosamente, se arrojó a los brazos de la princesa, acariciándola. El niño, eso sí, era un portento. En su cabeza se ensortijaba oro hilado y cardado. Su boquita de capullo gorjeaba esas ternezas que cautivan, y sus labios frescos corrían por las mejillas de Catalina, humedeciéndolas con una saliva aljofarada. Ella, trémula, no se atrevía a responder a los halagos del infante. Entonces la Mujer avanzó, se interpuso, y teniendo al niño en su regazo, cogió la mano derecha de Catalina y la unió a la de él, en señal de desposorio. El niño, que asía un anillo refulgente, miraba a su madre con inocente, encantadora indecisión. La madre guió la hoyosa manita, y el anillo pasó al dedo de la novia. Terminada la ceremonia, el infante volvió a colgarse del cuello de la princesa, a besarla halagüeño. Un deliquio se apoderó de las potencias de Catalina y las dejó embargadas. El rapto duró un segundo. La hija de Costo se encontraba sola otra vez.
»Sin saber por qué, se alzó, echó a andar hacia la ciudad. Palpitaban miríadas de estrellas en el firmamento terciopeloso y sombrío; soplos cálidos ascendían de la tierra recocida por el asoleo. Y ni en el Panoeum, donde otras noches parejas impuras surgían de entre los arbustos; ni en la prolongada avenida, con su doble inquietadora fila de monstruos, cuyas enormes sombras se prolongaban; ni en los muelles, cercanos a lupanares y tabernas vinarias, encontró Catalina persona viviente. Caminaba como al través de una ciudad abandonada por sus moradores.
»En su lecho, la princesa concilió un sueño aún más reparador y total que el de la noche anterior. Uno de esos sueños, después de los cuales creemos haber nacido nuevamente. La vida pasada se borra, el porvenir viene traído por la alegría mañanera. Un rayo solar, dando a Catalina en los ojos, hizo centellear en su dedo el anillo de las místicas nupcias».
«No había transcurrido mucho tiempo desde la expedición de Catalina al desierto, cuando el César asociado Maximino el Dacio -residente en Alejandría porque en el reparto del Imperio entre Licinio, Constantino y él, había correspondido Egipto a su jurisdicción- celebró una fiesta orgiástica. Asistieron a la cena altos personajes de la ciudad, tribunos militares, poetas, sofistas, mozos alocados de la buena sociedad de entonces, cortesanas y sacerdotisas de Hathor.
»Después de las primeras libaciones, mientras servían en copas de ágata el néctar de la Tenaida, ese vino de Coptos que produce una exaltación entusiasta de los sentidos, preguntó el César qué se contaba de nuevo en su capital; y el sofista Gnetes, cretense de nacimiento, exclamó que era mala vergüenza que dejasen al divino Emperador tan atrasado de noticias, sin saber que la princesa Catalina pertenecía ya a la inmunda secta de los galileos.
»-¿Catalina, hija de Costo? ¿La hermosa, la orgullosa? -se sorprendió Maximino.
»-La misma. No conozco apostasía tan indigna, ¡oh César! Porque, en su culto a la belleza y a la ciencia, Catalina estaba consagrada a la Atenea y al Kaleocrator. No ha renegado de ningún pequeño numen campestre y familiar, sino de los grandes dioses. Tú, divo -añadió afectando rudeza-, que tanto entiendes de hermosura, pues nos enseñas hasta a los estudiosos, estás obligado a informarte de lo que haya de cierto en este rumor. Las divinidades altas te tienen encomendada su defensa.
»Intrigaba así Gnetes, porque más de una vez había envidiado amarillamente la sabiduría de la princesa, y aunque feo y medio corcovado, la suposición de lo que sería la posesión de Catalina le había desvelado en su sórdido cubículo. Por otra parte, todos los conmilitones de Maximino le pinchaban y excitaban contra los galileos, pues habiendo llegado a ser uno de los placeres y deportes imperiales el presenciar suplicios, si no se utilizaba a los nazarenos para este fin, podría darle a César el antojo de ensayar con algún amigo y convidado. Los martirios eran más divertidos que las luchas de la arena, y cuando se trata de una altiva beldad, hay la contingencia de poder verlas, arrancadas sus ropas a jirones por el verdugo...
»Maximino quedaba silencioso, reflexionando. Pensaba en Catalina; no tanto en su belleza, como en su fama de ciencia y de exquisitez en la vida, y en mi energía y resolución, dotes que la hacían curiosa y deseable. Acordábase de la historia de la perla que fue de Cleopatra, y de las probables aspiraciones de Catalina a encarnar el sentimiento patriótico de los egipcios. Y acudían a su mente las noticias de los tesoros de Costo, de sus simpatías entre los serapistas, de sus continuos viajes a provincias lejanas, donde tal vez conspirase contra los emperadores asociados. Todo esto lo confirió consigo mismo, sin dignarse contestar al chismoso pinchazo del sofista. Habían hecho irrupción en la sala del festín las bailarinas con sus crótalos y sus túnicas sutiles de gasa, y se escanciaban ya otros vinos: el de Mareotis, aromoso; los de Grecia, sazonados con pez; los de Italia, alegres y espumantes. Una hora después, el César, en voz incierta, llamaba a su confidente Hipermio, y le daba una orden. Hipermio se encogía de hombros. Tenía establecido el propio Maximino que no se obedeciesen las disposiciones que pudiese adoptar en la mesa, mientras el espíritu de la vid corría por sus venas y tupía con vapores su cerebro.
»A la mañana siguiente, el César repitió la orden. Tenía ya despejada la cabeza, aunque dolorido el cuero cabelludo y revuelto el estómago. Un tedio entumecedor le abrumaba, y, como sufría, no le era desagradable la perspectiva de hacer sufrir. Sin embargo, bajo el instinto cruel latía un designio político, dictado por el continuo recelo que le infundía la ambición firme y consciente del temible Constantino, su socio.
»-Redacta -ordenó a su secretario- un edicto para que sean ofrecidos sacrificios públicos a los dioses. Es preciso que vayan extinguiéndose las viejas supersticiones egipcias, y atarles corto a los adoradores del Galileo, que andan envalentonados y nos desafían. Que sepan que Alejandría pertenece a Maximino.
»-¡A quien Jove otorgue el imperio entero! -deseó Hipermio, que estaba presente y conocía lo que soñaba César.
»-¿No te di anoche esta arden misma?
»-Sí, Augusto; pero ya sabes...
»Maximino frunció el ceño, y, secamente, pronunció la fórmula:
»-¡Cúmplase!
»En todas las esquinas de las calles, en medio de las plazas, se elevaron altares enramados de hiedra y flores, donde se degollaban con aparato becerras, cabras, novillos y hasta cerdos. Los sacrificadores y los hierofantes andaban atareadísimos. Parte del pueblo se regocijaba, porque, además de la perspectiva de los cristianos que se negarían a sacrificar y serían torturados, se celebraban ya todas las noches, en el Panoeum, priápeas sacras, y las sacerdotisas, representando ninfas, y los sacerdotes, envueltos en pieles de chivo, daban el ejemplo de torpezas que divertían a la gentuza. Sin embargo, no pocos fieles a Serapis y a la gran Isis veían con reprobación estas mascaradas repugnantes, y los cristianos, horrorizados, anunciaban fuego del cielo sobre la ciudad. Muchos, sin miedo, resistían el sacrificio, o pasaban erguidos sin dar señal de respeto a los númenes; y las cárceles empezaron a abarrotarse de presos. El César sentía la falta de unidad: tres Alejandrías, en vez de una Roma, le preocupaban. ¿Irían a sublevársele? Ordenó que se soltase a la mayor parte de los encarcelados, y preguntó ansiosamente:
»-¿Y la princesa Catalina? ¿Cumple el decreto?
»-No, Augusto -satisfizo Hipermio-. Delante de su palacio no hay altar, a pesar de que se le ordenó que lo construyese, con la riqueza que tan espléndida morada exige.
»-Es preciso que hoy mismo se me presenten aquí ella y su padre.
»-César..., en cuanto a su padre, no creo que pueda ser acatado tan pronto tu mandato, porque se ha ausentado, nadie sabe adónde, después de decir que, aun cuando sus creencias son las del antiguo Egipto, gustoso sacrificaría a Apolo, porque le considera igual a Osiris, y, como él, representa el principio fecundador. La que se ha llegado resueltamente es la princesa.
»-¿Se ha negado, eh? Pues que sea conducida aquí. Deseo hablar con ella y cerciorarme de que su alto ingenio no la ha librado de caer en las supersticiones del populacho judío.
»Cuando entró Catalina en la magnífica sala peristila donde el César daba sus audiencias, él la contempló, como se mira la joya que se codicia, sin atreverse a echarle mano aún. Venía la hija de Costo regiamente ataviada: su túnica sérica, del azul de las plumas del pavor real, estaba recamada de gruesos peridotos verdes y diamantes labrados, como entonces se labraban, en la forma llamada tabla. Sus pliegues majestuosos realzaban la figura dianesca, lanzal y erguida, que, lejos de inclinarse humilde y bajar los ojos como la mayoría de las cristianas, se enhiestaba con la altiva nobleza del que se siente superior, no sólo a la vida común, sino al común destino. La inteligencia destellada en la blanca y espaciosa frente, en los verdes dominadores ojos, en la boca grave, pronta a dejar efluir la sabiduría. Sobre el reducido escote, pendiente de la garganta torneada, la célebre perla de Cleopatra Lagida tiembla, pinjante, sostenida por un hilo delgado de oro. Una diadema sin florones, toda incrustada de pedrería, semejante a las que más tarde lucieron las emperatrices de Bizancio, recuerda la alta categoría de la princesa. Un velo de gasa violeta pende del atributo regio y cae hasta el borde del ropaje. Su calzado, de cuero árabe con hebillaje de plata, cruje armoniosamente a la euritmia del andar.
»-César, aquí estoy. Deseo saber por qué me llamas.
»Maximino, indeciso, señaló a un escaño. Catalina recogió su velo, se envolvió en él y se sentó tranquila.
»-Me han dicho, princesa, que te has hecho galilea hace poco tiempo.
»-Te engañaron, emperador... -Después de breve pausa-: Yo era cristiana ya, desde hace años. Lo era por mis ideas platónicas, por mi desprecio de la sensualidad y la brutalidad. Era cristiana porque amaba la Belleza... En fin, Augusto, creo que te aburriría si te expusiese teorías filosóficas. Espero tus órdenes para retirarme.
»-No soy tan docto como tú, princesa -ironizó el César, mortificado-, pero sé que, cuando se está bajo las leyes de un Imperio, hay que acatarlas, porque de la obediencia a la ley nacen el orden y la fuerza del Estado. Cuanto más elevadas sean las personas, más estrecho es el deber para ellas. Y, con toda tu ciencia y tu erudición, hoy, delante de mí, sacrificarás una primorosa becerra blanca.
»-Maximino -se afianzó ella, arreglando los pliegues del velillo-, yo, en principio, no me niego a nada que mi razón apruebe. Supongo que esto te parecerá muy justo. Convénceme de que Apolo y la Deméter son verdaderos dioses y no símbolos del Sol, de la Tierra, de cosas materiales... y sacrificaré.
»-Catalina -insistió Maximino-, ya te he dicho que no soy un retórico ni un sofista, y no he aprendido a retorcer argumentos. El combate sería desigual.
»-No se trata de ti, ¡oh, Augusto! Te respeto, créelo, tal cual eres. Me ofrezco a discutir, a presencia tuya, con cuantos filósofos te plazca. Si les venzo, César... ¡prométeme que adorarás a Cristo! Hazlo, ¡oh, Dacio!, si quieres reinar largos años y morir en tu lecho.
»-Convenido, Catalina. ¡Tú igualarás a Palas Atenea, pero algún sabio habrá en el orbe que sepa más que tú!
»-Sabe más que todos Aquel que llevo en el corazón.
»-¡Dichoso él! -Y la sonrisa del César fue atrevida, mientras eran galantes y rendidas sus palabras.
»El amor propio envenenaba, en el alma de Maximino, la flecha repentina del deseo humano. Hijo de un obscuro pastor de Tracia, siempre le había molestado ser ignorante. Quisiera poseer la inspiración artística de Nerón, la filosofía de Marco Aurelio, la destreza política de Constantino. Despachó correos que avisaron en Roma, Grecia, Galilea y otras apartadas regiones a los retóricos y ergotistas famosos. La recompensa sería pingüe.
»Y fueron llegando. Los más venían harapientos, cubiertos de mugre y roña, y hubo que darles un baño y librarles de parásitos antes de que el César los viese. En cambio, dos o tres latinos drapeaban bien sus mantos cortos y alzaban la limpia testa calva, perfumada con esencia de rosa. Unos habían heredado el arte sutil de Gorgias y Protágoras, otros guardaban celosos el culto del Peripato, la mayoría estaba empapada en Platón y Filón, y no faltaban adeptos del antiguo cinismo, la doctrina que pretende que de nada humano debe avergonzarse el hombre. Al saber que se les convocaba para justar con una princesa virgen y encantadora, alguno se enfurruñó temiendo burla, pero el mayor número se alborozó y se dejó aromar la barba gris y ungir la rasposa piel. La opinión de Alejandría empezaba a imponérseles, pues en la ciudad, por tradición, se creía que la mujer es muy capaz de discurso.
»El día señalado para el certamen, Maximino hizo elevar el solio en el patio más amplio de su morada, y mandó tender velarios de púrpura y traer copia de escaños. El sillón de Catalina estaba enflorecido, y pebeteros de plata esparcían un humo suave. El César, galante, se prometía una fiesta que distrajese su tedio, y una querida a quien sería grato domeñar. Porque, seguro de la derrota de la doncella, proyectaba vengarse con venganza sabrosa.
»Antes de que se presentase el Augusto, los sabios se alinearon a la izquierda del trono; ocupó su puesto la guardia pretoriana; se dio entrada al pueblo, contenido por una balaustrada de bronce, y por la puerta central apareció el César, trayendo a Catalina de la mano. Se oyó ese murmullo de admiración, que resonaba entonces como ahora. Catalina no debía de ser de la secta galilea, cuando no había renunciado a su fastuoso vestir. Quizás para dar mayor solemnidad a su pública confesión de la fe, venía más ricamente ataviada que nunca, surcada por ríos de perlas, que se derramaban por su túnica blanca con realces argentinos, como espumas de un agua pálida. Su velo también era blanco, y coronaba su frente ancho aro todo cuajado de inestimables barekets o esmeraldas orientales, traídas del alto Egipto, cerca del Mar Rojo, donde, según la leyenda, las habían traído los Arimaspes pigmeos, luchando con los feroces grifos que las custodiaban en las entrañas de la tierra. Lucía en su garganta la perla de la reina de Egipto, y al pecho, la Cruz. Los ojos imperiosos y serenos de Catalina, más lumbrosos y glaucos que las esmeraldas, recorrían el concurso, queriendo adivinar quién de aquellos, herido por el dardo de la gracia, iba a seguirla hacia Jesús. Y su mirada de agua profunda parecía elegir, señalando para el martirio y la gloria.
»Antes de empezar la disputa, se esperaba la orden del emperador. Maximino alzó la mano. Y salió primero a la palestra aquel envidioso Gnetes, el denunciador de Catalina.
»Habló con la malicia del que conoce el pasado del adversario, y lo aprovecha. Recordó a Catalina su culto de la hermosura, y alegó que la forma es superior a todo. Insinuó que la princesa, idólatra de la forma, buscaba en las líneas de los esclavos las semejanzas de los dioses. Esta fue una untura de calumnia que preparó el terreno para que la hija de Costo resbalase. Un murmullo picaresco zigzagueó al través de la concurrencia; varios cristianos, que entre ella habían tomado puesto, fruncieron las cejas, indignados. Gnetes, en un período brillante, increpó a Catalina por haberse apartado del culto de Apolo Kaleocrator, árbitro inmortal de la estética, padre del arte, que sobrevive a las generaciones y las hechiza eternamente. Y en arranque oratorio, señaló a la blanca estatua del numen, un mancebo desnudo, coronado de rayos.
»Catalina se levantó a refutar brevemente. Ella, que siempre había profesado la adoración de la Belleza, ahora la conocía en su esencia suprasensible. No desdeñaba al simulacro apolínico, pero sabía que Apolo Helios era el Sol, mero luminar de la tierra, criatura de Dios, perecedero y corruptible como toda criatura. Si el mito solar tenía otras infames representaciones en las procesiones itifálicas, al menos la de Apolo era artística, era lo noble, lo sublime de la estructura humana. En este sentido, Catalina no estaba a mal con el numen.
»Los sabios cuchichearon. No podían, bastantes de ellos, desconocer ni negar la doctrina platónica. En la conciencia filosófica el paganismo oficial era cosa muerta. Pero en el gentío, los paganos gruñían con terror maquinal: ‘¡Ha blasfemado del divino Arquero!’.
»Gnetes, sin embargo, no acertaba a replicar. En el fondo de su alma él tampoco creía en el numen de Apolo, aunque sí en su apariencia seductora y en la energía de sus rayos. Y la verdad, subiéndosele a la garganta, le atascaba la voz en la nuez para discutir. Empavorecido, reflexionaba: ‘¿Acaso pienso yo enteramente como Catalina?’. Y se propuso disimularlo, fingiendo indignación ante la blasfemia.
»Salía ya a contender el egipcio Necepso, empapado en Filón y Plotino, y cuya fama emulaba a la de Porfirio, el que había publicado los Tratados del maestro. Ocurrió entonces algo singular: Catalina solicitó permiso para adelantarse a los razonamientos de Necepso, y tomando la ofensiva expuso las mismas teorías del filósofo, encontrando en ellas plena confirmación del cristianismo. Limitándose a atenerse a las enseñanzas de Plotino, mostró a este insigne pensador desenvolviendo la idea de la Trinidad, de la divina hipóstasis, en que el Hijo es el Verbo; y expuso su doctrina de que el alma humana retorna a su foco celestial por medio del éxtasis y de la contemplación.
»-Tú, como yo, Necepso -urgía Catalina-; tú, discípulo de Plotino, has sido cristiano ignorando que lo eras. Por la médula con que te nutriste vendrás a Cristo, pues el entendimiento que ve la luz ya no puede dejar de bañarse en ella.
»Al hablar así, bajo el reflejo del velario purpúreo, se dijera que envolvía a la princesa un fluido luminoso, que una hoguera clara ardía detrás de sus albas vestiduras. Maximino la miraba, fascinado. ¡No, no era fría ni severa como la ciencia la virgen alejandrina! ¡Cómo expresaría el amor! ¡Cómo lo sentiría! ¿Qué pretendían de ella los impertinentes de los filósofos? Lo único acertado sería llevársela consigo a las cámaras secretas, frescas, solitarias del palacio imperial, donde pieles densas de salvajinas mullen los tálamos anchos de maderas bien olientes.
»Necepso, entretanto, se rendía. ‘Si el cristianismo es lo que enseñó Plotino, cristiano soy’ confesaba. Catalina se acercó a él, sonriente, fraternal.
»-Cristo te coge la palabra... Acuérdate de que le perteneces... Ora por mí cuando llegues a su lado...
»Ya un centurión ponía la mano dura y atezada sobre el hombro del egipcio y le arrastraba hacia el altar de Apolo, ante el cual un viejo de barbas venerables, coronado de laurel, columpiaba el incensario y se lo brindaba a Necepso. A la señal negativa de este, dos soldados le amarraron y le llevaron fuera, a la prisión. Terminada la disputa pública, se cumpliría el edicto. Necepso sería azotado en la plaza hasta que se descubriese al vivo la blancura de sus huesos.
»Proseguía el certamen, pero el caso de Necepso había difundido cierta alarma entre los sabios. Unos temían ponerse en ridículo si eran vencidos por una mujer; otros temblaban por su pellejo si no acertaban a rebatir y pulverizar a la docta Catalina, ducha en la gimnasia de la palabra y recia en el raciocinio. Algunos, al contemplarla, olvidaban los argumentos que tenían preparados. Ninguno deseaba entrar en turno de pelea. Lo que hicieron varios fue -sin atacar a la princesa ni al cristianismo- desarrollar sus teorías y exponer la doctrina de sus maestros. Y desfilaron los tanteos de la razón humana para descubrir la ley de la creación y la que rige el mundo moral. Amasis, que venía de Persia impregnado de doctrinas hindúes, encomió la piedad con todos los seres, pues en todos hay algo de Dios; y Catalina le demostró que la caridad cristiana amansa al alacrán y le hace hermano menor nuestro. Un partidario de Zoroastro habló de Arimanes y Ormuz, principios del mal y del bien, y de su eterna lucha; y la princesa describió a Cristo, sobre la montaña del ayuno, venciendo al demonio. Un filósofo que se había internado más allá de las cordilleras del Tibet, en busca de sabiduría ignorada, puso en las nubes a cierto varón venerable llamado Kungsee o Confucio, muy anterior a Cristo, que profesó altas doctrinas de justicia y moralidad, y ordenó que se ayudasen mutuamente los hombres; y la virgen, que conocía bien a Confucio, recordó sus máximas, probando que su sistema no pasaba de ser un materialismo limitado y secatón. Y un hebreo, procedente de Palestina, de la secta de los esenios, en arranque invencible de sinceridad, gritó volviéndose hacia el concurso: ‘Rabí Jesuá-ben Yusuf, que era santo, se ha reducido a completar la admirable doctrina humanitaria de nuestro gran Hillel. No hagas a otros lo que no quieras que te hagan a ti. He aquí la verdad, y esto no tiene refutación posible’. Catalina asintió con la cabeza.
»La concurrencia espumarajeaba y hervía como mar revuelto. El triunfo de la hija de Costo era visible. Los cristianos, entre el hervidero, se estrechaban la mano a hurtadillas. Los serapistas, patrióticamente, se regocijaban del revuelco a los númenes extranjeros. Aún faltaban los sofistas griegos, muy numerosos; pero hallaban el terreno mal preparado. Expuestas en aquella solemne ocasión, sus ideas sobrado simplistas, o rebuscadas y retorcidas, insólitas, sin ambiente en Alejandría, parecían bichos deformes que salen de su guarida a calentarse en la solanera. Habituados bastantes de los que escuchaban a elevadas metafísicas, fruncían el entrecejo y castañeteaban los dedos en señal de menosprecio al oír que un discípulo de Tales salía con la antigualla de que la substancia universal es análoga al agua, y uno de Anaxímenes se desgañitaba afirmando que era idéntica al aire, y otro de Heráclito sostenía que cada cosa es y no es, y el de Anaxágoras repetía que todo está en todo. Algo hastiados ya de la prolongación de la disputa, hirieron impacientes el pavimento de mármol con los pies, cuando mi pitagórico adelantó que los números son la única realidad, y un eleático sostuvo que el todo está inmóvil; que el movimiento no existe. Un secuaz de Gorgias llegó más allá, aseverando que no existe cosa ninguna. Y sólo se escuchó con señales de aprobación a un mancebo ateniense, el único mozo entre los mantenedores del certamen. Su habla era grave y dulce; sus facciones poseían la regularidad de las testas heroicas, en los camafeos. Seguro de sí mismo, con labio untado de ática melosidad, habló de Sócrates, del excelso mártir, y encareció su enseñanza y su vida. Recordó que Sócrates había demostrado la existencia de Dios y su providencia; y que, después de proclamar la ley moral, por no renegar de ella había muerto. Trazó el cuadro de aquella muerte ejemplarísima, y describió al justo, tranquilo, entreteniendo en conversaciones sublimes los treinta días que tardó en regresar la fatal galera, nuncio de su última hora, y la calma augusta con que bebió la verde papilla ponzoñosa, seguro de legar la energía de su vida interior al género humano. Catalina escuchaba estremecida de inspiración, radiante de ardorosa simpatía. Por primera vez, durante todo el certamen, el escalofrío de la belleza moral la estremecía de entusiasmo. ¡Sócrates! Uno de sus antiguos cultos... Sin embargo, su espíritu de análisis agudo, penetrador, surgió en la réplica. Rehaciendo la biografía del amigo de Aspasia, la comparó a la de Cristo. Sócrates, en su mocedad, había sido escultor, y nunca perdió la afición a la perecedera belleza de la forma. Al extravío del mundo pagano, a lo nefario que clama por fuego del cielo, no había sido tal vez ajeno Sócrates. Su noble alma no había sabido elevarse sobre el sentido naturalista de lo que le rodeaba. ¡Oh, si Sócrates hubiese podido conocer a Cristo, llorar con él, seguir sus pies evangelizantes!, y, transportada, exclamaba la princesa: ‘¡Habrá muerto Sócrates como un justo; pero Cristo, mi Señor y el tuyo y el de cuantos quieren tener alas, murió cual sólo los dioses pueden morir!’.
»El ateniense bebía las palabras de la filósofa. Sin analizar lo que hubiese de verdad en sus afirmaciones, las sentía hincarse en su espíritu como cortantes cuchillos de oro. Atraído, salió del lugar que le correspondía y se aproximó, juntando y alzando las manos lo mismo que si implorase a las divinidades implacables y terribles. Catalina le enviaba la irradiación de mar misterioso y de hondas aguas de sus pupilas, y adelantaba hacia él, murmurando:
»-¡Cristo es tu Dios, amado hermano; Cristo te ha sellado con su sangre de fuego!
»Maximino, colérico, dio una orden. El mancebo, con sencilla firmeza, hizo señales negativas al requerimiento de incensar. No estaba aún del todo seguro de adorar a Cristo, pero ansiaba, ante la princesa, realizar también él algo bello, con desprecio de las miserias de la carne. Le ataron como a Necepso, y le sacaron fuera. Mientras pudo, volvió la cabeza para mirar a su vencedora.
»No extinguido aún el rumoreo intenso, el abejorreo de emoción en el auditorio, salieron a plaza los moralistas prácticos y los ironistas, que atacaron a los cristianos burlándose de sus ritos, costumbres y creencias. Mal informados, o con podrida intención, propalaban especies absurdas. Uno emitió que en las asambleas de los galileos se adoraba una cabeza de jumento, y otro relataba, lo propio que si los hubiese visto, ciertos conciliábulos de galileos y galileas, donde, apagadas las luces, se cometían torpezas indescriptibles. No faltó quien fustigase la cobardía de los cristianos, que se negaban a formar parte del ejército; y un bufón, con chanzoneteo burdo, juró que sólo los esclavos podían profesar una religión que manda besar el suelo y postrarnos ante quien nos apalea. El concurso, ya perdido el respeto a la presencia del César, se alborotó, descontento del giro bajuno y soez que tomaba la discusión, golosos de buen decir y de sutilezas brillantes, protestaban. Así es que cuando Catalina -también irónica, cubriendo la espada de su indignación bajo su bordado velo virginal- les acribilló con burlas elegantes, con centelleos de ingenio, con sátiras que tenían la gracia juguetona del acero de Apolo al desollar al sátiro hediondo y chotuno, ya no se contuvieron los oyentes, y sus aclamaciones sancionaron la victoria de la princesa. ‘¡Salud, salud a Catalina!’, se oía repetir. Y los cristianos, envalentonados, enloquecidos, añadían: ‘¡Salve, doctora, maestra, confesora! ¡La Santa Trinidad sea contigo!’. Algunos de los procos, que en primera fila esperaban la derrota de su orgullosa pretendida, acababan por contagiarse, y pugnaban contra la valla de bronce, ansiando sacar en triunfo a Catalina, en hombros, entre vítores.
»El emperador, de quien nadie se acordaba, alzó el pesado cetro. Era la señal de que la prueba había terminado, y la orden para que la guardia despejase el recinto. Descendió Maximino los peldaños del estrado, tomó de la mano a la princesa, y por la puerta del fondo la hizo entrar en el palacio, llevándola hasta una sala interior. El séquito, respetuoso, se había quedado atrás. El César convidó a Catalina a sentarse en el sillón leonino, a cuyo alrededor despojos de pantera y tapices de plumas emblandecían el pisar. Dio luego una palmada, y esclavos silenciosos trajeron hielo, frutas, cráteras de vinos viejos y una composición de anís, azafrán y zumos de plantas fortalecedoras, especie de cordial que Maximino usaba cuando se sentía exhausto.
»-Bebe, princesa -dijo rendidamente, permaneciendo en pie ante la hija de Costo-. Las fuerzas humanas tienen un límite. Yo te veía, y me parecías cervatilla blanca resistiendo a las dentelladas de los canes. Te he admirado, y reconozco que derrotaste a los sabios del mundo entero. Eres fuerte, eres docta, y, sin embargo, no desconoces la virtud del donaire, por la cual se esparce el alma. Catalina, el emperador se inclina ante tu entendimiento portentoso y tu encanto que trastorna como este vino de la Mareótida que te ofrezco.
»Por hacer mesura, Catalina humedeció en la copa sus labios.
»-No estoy cansada, César. Estoy alegre y mis pies se despegan del suelo. He vencido.
»-Has vencido -replicó él con embeleso, libando a su vez en la copa por ella empezada-. No cabe negarlo.
»-Tres conquistas, por lo menos, he hecho para Cristo. Necepso, el socrático ateniense, y... y tú. Porque no habrás olvidado nuestro convenio. Y ante todo, que Necepso y el discípulo de Sócrates no sean llevados al suplicio.
»-Oye, Catalina... -Maximino acercó un escaño y se llegó al velador de ágata, que soportaba el refresco-. Escúchame, que en ello nos va mucho a los dos.
»Catalina apoyó el codo en la mesilla y en la palma de la mano la cabeza, aureolada de esmeraldas. Maximino comprendió que le atendían religiosamente.
»-Tú, princesa, puedes prestar servicio incalculable a ese Numen que adoras. Un servicio que todas las generaciones recordarían, hasta el último día de la especie humana. Para que confíes en mí, he de abrirte mi pecho. Descreo de nuestros dioses. Acaso en algún tiempo tendrían fuerza y virtud; pero ahora noto en ellos signos de caducidad. Los oráculos chochean. Yo he consultado las entrañas de las víctimas, y o mienten o inducen a error. Los del Galileo sois muchos ya, Catalina; sois más de los que creéis vosotros; advenís. El que se apoye en vosotros, podrá afianzar el poder imperial completo, como en los tiempos gloriosos de Roma.
»La virgen escuchaba, con todas sus facultades, interesadísima.
»-Catalina, cuando te miraba ayer, pensaba en tu forma, en las apretadas nieves de tu busto, en el aroma de tu cabellera. Hoy pienso en que eres fuerte y sabia y en que el hombre a quien recibas puede descansar en ti para la voluntad y el consejo. Yo tengo momentos en que me siento capaz de adueñarme del mundo; pero, según Helios avanza en su carrera, desfallezco y anego mis ansias de engrandecerme en el vicio y en la sensualidad. Necesito un sostén, una mano amada que me guíe. Mi socio Constantino está fortalecido por el apoyo de su madre. Yo no tengo a nadie; a mi alrededor hierven los traidores, que si les conviene me apuñalarán o me ahogarán en el baño. Desconfío de todos, porque conozco sus vicios, iguales a los míos. Tú eres incapaz de felonía. Unido a ti seré otro; recobraré la totalidad del poder que hoy reparto con Licinio, el árbitro de Oriente, y Constantino, el hijo de la ventera, a quien aborrezco. ¡Y, ejerciendo ya el poder sumo, extinguiré la persecución, toleraré vuestros ritos, como hace él, que es ladino y ve a distancia! Hasta tomaré la iniciativa de que se le erija al Profeta de Judea un templo tan esplendoroso como el Serapión. Tú pondrás la primera piedra con tus marfileñas manos. Y si quieres más, más todavía. Dicen que para ser de los vuestros hay que recibir un chorro de agua pura en la cabeza. No quedará por eso. ¿Ves adónde llego, Catalina? ¿Ves cuál servicio se te ofrece ocasión de rendir a tu Numen y a los que como tú siguen su ley? ¿No es esto mejor que sufrir por él la centésima vez, sin eficacia, garfios y potro?».
-En Dios y en mi ánima juro -no pudo reprimirse más Polilla, que no se desahogaba lo bastante con garatusas y balanceos de cabeza- que su Majestad don Maximino era en el fondo buena persona, y hablaba como un libro de lo que hablan bien. Ya verán ustedes cómo su Alteza doña Catalina va a salir por alguna bobaliconería, porque estas mártires no oyen razones...
«Catalina, un momento, suspendió la respuesta. Se recogía, luchaba con la tentación poderosa, ardiente. Su ancha inteligencia comprendía la importancia de la proposición. Más de tres siglos heroicos habían madurado y sazonado al cristianismo para la victoria, y acaso era el momento de que se atajase la sangre y cesasen las torturas. La lucha continuaría, pero en otras condiciones, y Catalina se veía a sí misma en una cátedra, en la abierta plaza pública, enseñando la verdad, confundiendo herejías, errores, supersticiones y torpezas; o en el solio, cobijando bajo su manto de Augusta a los pobres, a los humildes, a los creyentes, a los antiguos mártires que saldrían del desierto o de la ergástula a fin de que sus heridas por Cristo fuesen veneradas por la nueva generación de cristianos ya victoriosos y felices... En el ensueño íntimo de Catalina surgía el templo a Jesús Salvador, doblemente magnífico que el Serapión, del cual se decía que estaba colgado en el aire, y en cuya sala fúnebre subterránea yacían los restos del blanco buey idolatrado. Acaso fuese posible purificar el mismo Serapión, expulsar de allí al numen bovino y elevar en su cuna la Ortiz. Una palabra de Catalina conseguiría todo eso. Por ella, el César cristianizaría al Imperio inmenso, y, realizándose las profecías, confesaría al Señor toda lengua y le rendiría culto toda gente, desde las frígidas comarcas de Scitia hasta los arenales líbicos. ¿Quién impedía?...
»Lo impedía un anillo, que un niño había ceñido a su dedo, y una especie de latido musical, que allá dentro, más adentro del mismo corazón, repetía, lento, suave, como una caricia celeste:
»-Eres hermosa... Te amo... Eres mía, mía...
»-Maximino... -articuló pausadamente-, me avengo gustosa a lo que me ofreces: seré tu consejera, tu amiga, tu hermana, tu socia. Pero... en cuanto a ser tu mujer... tengo dueño, y dueño tan dulce y tan terrible, que no me permitirá la infidelidad. Tengo Esposo... -y, moviendo el dedo, hizo fulgir el anillo.
»-¿Te burlas, princesa? Haces mal, porque Maximino te ha hallado como nunca volverá a hablar a nadie. ¿Acaso no eres virgen?
»-Virgen soy y seré.
»-Serás mi emperatriz. Ya te he dicho que por ti iré hacia tu Profeta crucificado. Mil veces he sentido que los dioses de Roma no me satisfacen. Quizás prefiero a Serapis. Preferiré, sin embargo, al tuyo. Pero tráeme la fe entre tus labios. La suma verdad está en lo que amamos, en lo que exalta en nosotros la felicidad. ¿Otro sorbo, princesa?
»-César... -insistió ella rechazando la copa-, no sé si me creerás; yo, aunque tengo dueño, te amo también a ti; amo a tu pobre alma obscura que ha entrevisto un rayo de claridad y vuelve a cegar ahora. Líbrate de la horrible suerte que te aguarda. Tu porvenir depende de tu resolución. No pasará mucho tiempo sin que Cristo tenga altares y basílicas en el Imperio y en toda la tierra. El emperador que realice esta transformación vivirá y vencerá, y su nombre llenará los siglos. El que se oponga, no morirá en su lecho, y acaso morirá de su propia mano. ¡Cuidado, Maximino! La suerte va a echarse. Conviértete, pide el agua, pero sin exigirme nacía, sin disputarle a Jesús su prometida. He sido tentada, pero resistiré.
»Maximino palideció de cólera. Decadente hasta en la pasión, no tenía ni el arranque brutal necesario para estrechar a la princesa con brazos férreos, para estrujarla con ímpetu de fiera que clava las garras, hinca los dientes y devora el resuello de su presa moribunda. Un vergonzoso temblor, un desmayo de la voluntad lacia y sin nervio le incitaba a la crueldad, a la venganza de los débiles y miserables.
»-Basta, princesa; no te disputo ya al Esposo imaginario a quien llamas e invocas. No soy mi faenero del muelle, ni un soldado de la hueste tracia, y no te amarraré con soga a un lecho de encina, para ultrajar tu escultura maravillosa. A Maximino también se le alcanza algo de exquisiteces, sobre todo cuando no ha sepultado su razón maldita en el jugo de las vides y en el peligroso hondón de las ánforas. Has visto a un Maximino Daya que sólo existió para ti. Respeto en ti, ¡oh, Catalina!, el mismo respeto con que te hice proposiciones: respeto tu zona virgínea, tu anillo milagroso de desposada. Pero respeto también la ley, y he de cumplirla.
»Palmoteó tres veces. Algunos hombres de su guardia se presentaron.
»-Que vengan los sacerdotes de Apolo. La princesa tiene que incensar al numen. Si no obedece a la ley, que sufra su peso».
«Catalina, penetrada de gozo repentino, segura ya de su ruta, se enderezó y se envolvió, erguida y altanera, en el albo y argentado velo. El César se retiraba poco a poco; en el incierto avance de sus piernas se descubría la indecisión del ánimo. Una exclamación compasiva de la virgen espoleó su vanidad. Encogiose de hombros; hizo con la siniestra el ademán del que arroja algo lejos de sí y se alejó a paso activo, desigual, airado. Minutos después dio órdenes. Aquella noche, festín. Y los mejores vinos, y las saltatrices y meretrices más expertas.
»Entre los sacerdotes, que todavía la trataban con sumisa cortesía, Catalina volvió al extenso patio, en cuyo costado se erguía la imagen del Dios. La organización estética de la naturaleza de Catalina se reveló en su actitud ante el simulacro. Generalmente, los cristianos, al encararse con las efigies de los Dioses de la gentilidad, hacían gestos de repulsión y reprobación. Entonces como ahora, existían los incomprensivos y los que comprenden con finura. La princesa no apartó los ojos, antes al contrario, pareció admirar breves momentos la obra maestra de Praxíteles, considerando que aquella escultura era nobilísima representación del cuerpo humano, hecho a imagen y semejanza del Creador y bajo cuya envoltura se ocultó y padeció la divinidad de Cristo.
»El hijo de Latona, airoso, cercada la sien por la artística maraña de sus rizos grandiosamente ensortijados; avanzando un pie de corte tan elegante, curvado y prolongado, que se diría que hollaba nubes, en vez del mármol rojo del pedestal, empuñaba con la diestra el arco de plata, y con la siniestra echaba atrás el manto de armoniosos pliegues, que una fíbula sujetaba al hombro. Profirió Catalina algunas frases de elogio y aun de simpatía. ¿No era aquel el símbolo de la más perfecta y maravillosa de las criaturas, del Sol que fecundiza los campos y sazona la mies, que da el pan del cual viven los hombres, alabando al Señor y disfrutando de los sabores sanos de la vida?
»Mas no lo entendió así el viejo pontífice de Helios, que tendió a la princesa la cazoleta humeante. Ella la rechazó suavemente, sin indignación ni menosprecio. El pontífice no podía elevarse a la interpretación científica del mito solar: era un sacerdote ritualista; una fórmula, el incienso... ¡y, si no, la muerte! Y tres veces hizo Catalina con la mano el gesto que la sentenciaba; el gesto con el cual se despedía de su mocedad en flor, de su existencia inimitable, de sus estudios elevados que aristocratizan el pensamiento: del arte, de la belleza visible y gaya y varia, presente en el arbusto odorífero y en la cincelada copa...
»-A ti voy, ¡oh hermosura incorruptible! ¡Dulce dueño, voy a ti!
»La retiraron del patio y la encerraron, no en hórrida mazmorra, sino en una estancia pequeña, sin ventanas, contigua al cuerpo de guardia, por precaución de que los cristianos, alborotándose, intentasen darla libertad. Y el pontífice convocó a los sacerdotes y a algunos funcionarios y aun sabandijas del palacio, como aquel sofista Gnetes, primer derrotado en la liza filosófica; y reunidos en conciliábulo, deliberaron sobre la suerte de la nueva galilea. A medias palabras convinieron en que el César estaría ebrio aquella noche, y que si no debían cumplirse, por advertencia de él mismo, las órdenes que diese en su embriaguez, nada impedía ejecutar las proferidas antes. Catalina pertenecía ya a los jueces y a los sacerdotes, a cuyo brazo vengador la había relajado Maximino. O se retractaba ante el tormento y el suplicio, o se ejecutaría lo mandado. Y había entre los deliberantes un tácito instinto de apresurar, porque temían que a la mañana siguiente, el tantas veces irresoluto César cambiase de parecer, lo cual se interpretaría como indicio del miedo a los cristianos y a los serapistas, partidarios del tiranuelo Costo. La religión oficial necesitaba herir, dar un golpe de fuerza, imponerse. Con nadie mejor que con la orgullosa Catalina. Y les quedaba la esperanza de una retractación, ante un martirio que procurarían horrificar y encruelecer. La victoria filosófica obtenida en el certamen por la mañana era de deplorable efecto en Alejandría para las creencias del Imperio. Los cristianos efervescían, al correr la voz de que se iba a atormentar a la doncella. No se debía dar tiempo a que se conchabasen y tramasen un complot; el hecho tenía que realizarse la misma noche... ¡Qué triunfo, si en presencia de los instrumentos de tortura, la sabia renegase del Galileo!
»Y Gnetes, sacando su cabeza de tortuga del hondo de su corcova, opinó:
»-El único modo de reducir a una hembra tan soberbia sería amenazarla con una excursión forzosa al lupanar, o con una fiesta del Panoeum, en que ella hiciese de ninfa y nosotros de capripedes.
»Varios sacerdotes jóvenes y cortesanos aprobaron, prometiéndose una noche divertida; pero el pontífice, cauto, reprobó. No, era necesario irse con pies de plomo: Costo tenía poder, muchos partidarios entre los nacionalistas egipcios, y al regresar de su viaje, si se conformaba a los rigores de la ley con su hija, podría no avenirse a tolerar el escarnio. No estábamos en la augusta Roma, sino en una ciudad donde la mayoría de los habitantes todavía barniza con nafta a sus muertos, y donde los inmundos cristianos roen y socavan, como topos, el pavimento y los cimientos del templo apolínico. La virgen es peligrosa. Cuanto antes, y sin aventurarse a ninguna fantasía, desembarazarse de ella. O reniega o perece.
»Fue llamado ante la junta el verdugo mayor, el etíope Taonés. Preciábase de maestro en su género, y, recientemente, con artificio salvaje, había inventado varios instrumentos para martirizar; ciertos peines de hierro de púas cortas, con los cuales se procedía a un verdadero despellejamiento, sin ahondar, a fin de evitar la muerte rápida.
»-El dios Apolo -se envanecía el negro- hubiese debido pelar así a Marsias. El sátiro sufriría infinitamente más.
»El pontífice, atento al aspecto político de la cuestión, le encargó que idease una tortura en la cual no necesitasen los sayones poner la mano sobre la mártir, y que sin embargo fuese aterradora. Después de meditar; pidió Taonés carpinteros y herreros y se encerró con ellos, dirigiendo su labor. Una o dos horas bastaron para construir la máquina. Era un aparato sencillo, ingenioso. Formábanlo cuatro ruedas, guarnecidas al exterior de agudas puntas de clavos, cuchillos y alambres, sólidamente encastradas en la madera. Desde lejos, una cuerda unida a una manivela ponía las ruedas en movimiento, y entre el doble juego del artefacto cabía un cuerpo humano de pie; de suerte que, al giro rotatorio, pecho, espaldas, hombros, muslos, quedarían desgarrados. A la tercer vuelta del infernal artificio, sería la mártir una sanguinolenta masa, y piltrafas de su carne colgarían de las ruedas, sin que tuviera ninguna herida mortal, pues Taonés, fiel a sus principios, había embutido profundos los clavos y las puntas.
»-Hoy mismo -insistía angustioso el pontífice-. En la demora está el riesgo. Además de los filósofos a quienes ha embaucado la princesa, dícese que se ha hecho cristiano, después de la controversia, Porfirio, coronel de la primera legión. Se derrumban las aras de los dioses, si no las apuntalamos. No se le pregunte más al César. ¿No ha dado la orden? Pues basta.
»Y Gnetes sugirió:
»-Al terminarse el banquete, el César estará en estado de presenciar...
»Hacía dos o tres horas que la noche sin crepúsculo de Egipto convertía el cielo en negro zafiro tallado en hueco, salpicado de fúlgidos diamantes, cuando sacaron de su encierro a Catalina para conducirla al patio, donde sería juzgada.
»Venía quebrantada la color por la abstinencia, pues, suponiendo que moriría presto, guardaba ayuno; y además, por el miedo a flaquear en el supremo trance. Interiormente invocaba al Esposo:
»-No me desampares. No desprecies mi cobardía. ¡Tú sudaste sangre al ver el cáliz! No consientas que arranquen mis ropas, que afeen mi rostro. Tú eres la hermosura... -‘La hermosura ideal, Catalina’, creyó oír dentro de mi mismo corazón. Y elevó la frente, recobrada su arrogancia, su calma estoica.
»A pesar del secreto que se había querido guardar, detrás de la baranda se agolpaba no poca gente. Los interrogatorios de los mártires, sus torturas, su ejecución, eran actos que no podían realizarse a puerta cerrada. Se guardaban formulismos de legalidad. A la luz rojiza de las antorchas y a la amarillenta de los lampadarios, Catalina apareció, y una marea alborotó al gentío. Su aro de esmeraldas destellaba vívido. Sonreía.
»Maximino presidía el tribunal, pero sin conciencia de lo que iba a suceder. Salía de la mesa, coronado de hiedra y rosas marchitas, completamente embriagado, y destuetanado además por caricias diestramente impuras. La escena se le aparecía como al través de un velo de niebla. De tiempo en tiempo derrumbaba la cabeza hacia atrás, y cogía una soñarrera momentánea.
»A la invitación a incensar, respondió Catalina con desdeñoso gesto. Entonces, Taonés, seguido de sus ayudantes, entró por una puerta lateral. Traían la máquina, y el público emitió una exclamación larga, obscura. Quizás protestaban; quizás suspiraban de placer ante la peripecia del drama interesante. Los verdugos se acercaron a la princesa. El vaho de sudor y desaseo de Taonés la hizo retroceder mecánicamente. Una risa silenciosa descubrió los blancos dientes de dogo del etíope. Sabía que las joyas y preseas del ajusticiado eran suyas de derecho, y renegaba de las cristianas vestidas de lana, sin ajorcas, sin sartas, sin adornos. ¡Siquiera esta era una galilea magnífica, ostentosa! Hizo una señal a su primer ayudante, Sicamor, para que, al amarrar a Catalina, arrancase la diadema de orientales, inestimables barekets, los copiosos hilos de perlas, gruesas como ojos de grandes peces, y, sobre todo, la famosa de Cleopatra. Si no le concedían tal enorme tesoro, por lo menos mucho valdría el rescate. Mientras un sayón rodeaba las muñecas de la mártir con ligero cordelillo, Sicamor, espantado, se acercó al oído de Taonés.
»-No puedo obedecerte, maestro... Mis dedos han pasado al través de las esmeraldas y las perlas sin poder asirlas... Son aire...
»-¿Te han enloquecido los dioses
»-¡Te digo que son aire!...
»-¡Aún es tiempo, Catalina! -reiteró el pontífice, insinuante-. Aún puedes postrarte ante los númenes sagrados.
»Otra vez la bella cabeza negó... Taonés adaptó el cuerpo a la máquina: Catalina misma ayudó, colocándose según convenía. Un punto, Maximino pareció sacudir el sueño, y preguntó qué era aquello, qué significaba el extraño mecanismo. Antes de enterarse de la respuesta, los vahos de la borrachera se espesaron, y repantigándose, abierta la boca, roncó. Para cubrir los ronquidos imperiales y los ayes de la víctima, el pontífice dispuso que los músicos adscritos al templo de Helios tañesen flautas y agitasen sonajas violentamente. Y el verdugo, haciendo girar la manivela, puso las ruedas en movimiento.
»Un relámpago de chispas agudas, un torrente de carmín, difluyendo y empapando el cándido ropaje de la filósofa... Del gentío se destacó un hombrecillo negruzco, desharrapado, con dos brasas por pupilas. Enhebrándose entre los balaustres del barandal, logró acercarse a la virgen que, toda sangrienta, miraba al firmamento metálico, cual si buscase los ángeles que habían de sostenerla en la prueba. El solitario alzó su mano de cecina, trazó en el aire la cruz... Y la máquina horrible saltó desbaratada, despedida cada rueda hacia distinto punto, hiriendo a los jueces, a los verdugos, a los espectadores y a los sacerdotes del Arquero...
»La confusión fue tal, que el pontífice juzgó hábil aprovecharla. Mandó a Taonés, pues había estado tan torpe en construir, que apresurase el final; y el negro se atrevió a separar el velo ya desgarrado por mil partes y a tomar en su izquierda mano, donde apenas cabía, el raudal de la mata de pelo de la princesa, enrollándola y afianzándola vigoroso. Catalina comprendió. Su corazón latió y anheló como paloma torcaz apresada. ‘Voy a ti’, suspiró, mirando el aro luminoso del impalpable anillo que rodeaba su dedo. Bajó la frente; la corva espada del verdugo describió un semicírculo y cayó, tajadora, sobre la nuca. El público, cogido de sorpresa, rugió, gritó insultos a Apolo, fingido numen, al César-cerdo que seguía roncando. Taonés, alarmado, soltó el largo pelo y la cabeza de Catalina, que cayó cercada del magnífico sudario de su cabellera, tan luenga como su entendimiento, y como él llena de perfumes, reflejos y matices. Del tronco manaba un mar, no de sangre bermeja, sino de candidísima, densa leche; las ondas subían, subían, y en ellas se hundían los pies de los verdugos, y ascendían hasta más allá de los peldaños de la plataforma, y se remansaban en lago de blancor lunar, hecho de claridades de astro y de alturas de nube plateada y plumajes císneos. El cuerpo de la mártir y su testa pálida, exangüe, perfecta, flotaba en aquel lago, en el cual los cristianos, sin recelo ya, bañaban su frente y sus brazos hasta el codo, empapaban sus ropas, refrigeraban sus labios. Era el raudal lácteo de ciencia y verdad que había surtido de la mente de la Alejandrina, de sus palabras aladas y de sus energías bravas de pensadora y de sufridora. Y como si aquella sangre fuese licor fermentado y confortado con especias que los exaltase, la indignación hirvió entre los partidarios de la fe nueva y entre los mismos serapistas, que con ellos simpatizaban, porque ya la conciencia se saturaba de cólera y protesta ante la prueba tres veces secular de los martirios; y, enseñando los puños al César aletargado y a su guardia, vociferaron: ‘¡Muerte, muerte al tirano Maximino!’. La guardia, desnudando sus cortas espadas romanas, dio sobre los amotinados, que hicieron cara, sin armas, con los puños. Y mientras luchaban, Maximino, repentinamente desembriagado, miraba atónito, castañeteando los dientes de terror frío, el puro cuerpo de cisne flotando en el lago de candor, la cabeza sobrenaturalmente aureolada por los cabellos, que en vez de pegarse a las sienes, jugaban alrededor y se expandían, acusando con su halo de sombra la palidez de las mejillas y el vidriado de los ojos ensoñadores de la virgen... A la memoria del emperador, las profecías retornaban; sin duda el Dios de Catalina era más fuerte que Apolo, que Hathor, que Serapis, que el mismo Imperio de la loba, y le había sentenciado a perder trono y vida, a desastroso fin, a la derrota de sus enseñas y a que todas sus ambiciones se frustrasen».
El canónigo suspendió el relato, o mejor dicho, parecía darlo por concluso.
-¿Y el cuerpo de la princesa? -preguntó Lina-. ¿Qué paradero tuvo?
-¡Ah! -respiró el magistral-. Eso lo digo en las notas. Los ángeles lo enterraron en el monte Sinaí, donde fue venerado largo tiempo. Sin duda los cristianos de Alejandría trataron de que el precioso despojo no sufriese ninguna vicisitud, pues en aquella ciudad, hasta muy entrado el siglo V de la Iglesia, el encono de las luchas religiosas y filosóficas no cedió, y la faz opuesta del martirio de Catalina fue la lapidación de Hipatia.
-¿Y el matador de Catalina? Creo recordar que a ese Maximino Daya le suprimió Constantino.
-Diré a usted. Constantino realizó la idea genial que se le había ocurrido a su socio; se apoyó en el cristianismo y robusteció su poder. Pero no sería exacto decir que suprimió a Maximino. En la lucha entre los socios, Daya fue derrotado, y en Tarso se suicidó. También consta expresamente en las notas.
-Todo está muy bien -criticó Polilla-, excepto los milagros. Únicamente... vamos, Carranza, es preciso que usted reconozca que la historia de esa Santa del siglo III, a estas alturas, nos importa menos aún que la de Baldovinos y los Doce Pares de Francia. ¿Quién se acuerda de la hija de Costo? Hábleme usted a mí de otras cosas; de inventos, de progresos, de luz. Lo demás... antiguallas, trastos viejos... y...
-Y polilla... -sonrió Lina, azotando con su guante de negra Suecia la cara acartonada del amigo.
Fuera, había escampado. Húmedas estaban aún las piedras de la calle. Bajo un árbol, a la muriente luz de una tarde larga, encalmada, grupos de niñas, a saliente de la escuela, cantaban en corro. Su canción pasaba al través de los vidrios. Y se oía:
- Que Catalina se llama -sí, sí...
- que Catalina se llama...
-Escuche, escuche, don Antón... -ordenó Lina; y las arrapiezas, con su argentado timbre de voz, continuaron:
- Mandan hacer una rueda,
- mandan laico una rueda
- de cuchillos y navajas -sí, sí...
- de cuchillos y navajas...
Medió un corto espacio, y el fresco vocería surtió de nuevo como agua de fuentes vivas, inagotables:
- Levántate, Catalina,
- levántate, Catalina,
- que Jesucristo te llama -sí, sí,
- que Jesucristo te llama...
Ya se encendían los faroles, y las niñas, chancleteando, se dispersaban en busca de sus hogares, donde las sopas de ajo humearían. Aún la canción, obstinada, volvía de tiempo en tiempo:
- Que Jesucristo te llama...