Ecclesiam Dei

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Ecclesiam Dei (1923)
de Pío XI
Traducción por el equipo de Wikisource del original latino publicado en
Acta Apostolicae Sedis, vol. XV, pp. 573-582


ENCÍCLICA
A LOS VENERABLES PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS, OBISPOS, Y OTROS ORDINARIOS EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA, EN EL TERCER CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SAN JOSAFAT, MARTIR, ARZOBISPO DE POLOTSK DE RITO ORIENTAL


PÍO XI
VENERABLES HERMANOS
SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA


La Iglesia de Dios, por admirable providencia, está constituida de tal manera que aparece en la plenitud de los tiempos como una inmensa familia, abrazando la universalidad de la humanidad, y esto, tal como sabemos, se manifiesta divinamente, entre sus otras notas características, a través de la unidad ecuménica. Ya que Cristo nuestro Señor no se contentó con confiar sólo a los Apóstoles la misión que había recibido del Padre, cuando dijo: Toda potestad en el cielo y en la tierra me es dada. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos[1], sino que también quería que el Colegio Apostólico[a] fuera perfectamente uno, con un vínculo doble y muy estrecho: uno intrínseco, con la misma fe y caridad que se transmite en los corazones ... por el Espíritu Santo[2]; el otro extrínseco al régimen de uno ante todo, habiendo confiado a Pedro el primado sobre los demás Apóstoles como principio perpetuo y fundamento visible de unidad. Esta unidad, al final de su vida mortal, la encomendó con mucho cuidado[3]; con oraciones muy ardientes, la pidió e imploró al Padre[4], y fue escuchado por su piedad filial[5].

Así, la Iglesia se formó y creció en «un solo cuerpo» animado y vigoroso por el mismo espíritu, del cual Cristo es la cabeza, de quien todo el cuerpo compacto y unido por todas las articulaciones que lo sostienen[6]; y por eso mismo, la cabeza visible es la que desempeña el lugar de Cristo en la tierra, el Romano Pontífice. En él, como sucesor de Pedro, se cumple perpetuamente esa palabra de Cristo: Sobre esta roca edificaré mi Iglesia[7]; y él, ejerciendo perpetuamente ese oficio que le fue confiado a Pedro, cuando es necesario no cesa nunca de confirmar a sus hermanos en la fe y de pastorear todos los corderos y ovejas de su grey.

Ahora bien, el enemigo del hombre[b] nunca a nada fue tan hostil como a la unidad de gobierno en la Iglesia, con la que ella se une en la unidad de espíritu en el vínculo de la paz[8]; y si el enemigo nunca pudo prevalecer contra la Iglesia misma, sin embargo separó de su seno un número no pequeño de hijos, e incluso pueblos enteros. A tan gran daño contribuyeron las luchas de las nacionalidades entre ellas, las leyes contrarias a la religión y la piedad, y también el amor abrumador por los bienes perecederos de la tierra.

De todas estas separaciones la mayor y más lamentable fue la de los bizantinos de la Iglesia ecuménica. Aunque parecía que los Concilios de Lyon y Florencia podrían remediarlo, sin embargo, posteriormente se renovó y continúa hasta el día de hoy con un daño inmenso para las almas. Veamos, pues, cómo los eslavos orientales se extraviaron y se perdieron, junto con otros, aunque éstos habían permanecido más tiempo que los demás en el seno de la madre Iglesia. Se sabe, de hecho, que aún mantenían algunas relaciones con esta Sede Apostólica, incluso después del cisma de Miguel Cerulario: y estas relaciones, interrumpidas por las invasiones de los tártaros y los mongoles, se reanudaron posteriormente y continuaron hasta que fueron impedidas por la terquedad rebelde de los poderosos.

Pero en este caso los Romanos Pontífices no omitieron nada de lo que corresponde a su oficio; de hecho, algunos de ellos pusieron especial empeño y cuidado por el regreso de los eslavos orientales. Así: Gregorio VII envió una amabilísima carta[9], con los deseos de toda bendición celestial, al príncipe de Kiev, «a Demetrio, rey de los rusos y su reina consorte» al comienzo de su reinado, a petición de su hijo presente en Roma; Honorio III envió a sus legados a la ciudad de Novgorod; y lo mismo hizo Gregorio IX; y poco después, Inocencio IV, envió como legado a un varón de gran y fuerte espíritu, Giovanni da Pian del Carpine, lustre de la familia franciscana. El fruto de tanta solicitud de Nuestros Predecesores se vio en el año 1255, cuando se restableció la armonía y la unidad, y para celebrarlo en nombre del Pontífice, y por su autoridad, su legado, el Abad Opizone, coronó, con solemne pompa, a Daniel, hijo de Romano. Y así, según la venerable tradición y las costumbres más antiguas de los eslavos orientales, se logró que en el Concilio de Florencia, Isidoro, Metropolitano de Kiev y Moscú, Cardenal de la Santa Iglesia Romana, también en el nombre y en el idioma de sus compatriotas, prometiera mantener santa e inviolable la unidad católica en la fe con la Sede Apostólica.

Por tanto, esta restauración de la unidad se mantuvo en Kiev durante muchos años; pero luego se agregaron nuevas razones para romper con las convulsiones políticas, que maduraron a principios del siglo XVI. Pero fue nuevamente felizmente renovada en 1595, y al año siguiente, en el Concilio de Brest, promulgado por el metropolitano de Kiev y otros obispos rutenos. Clemente VIII los acogió con todo cariño, y con la publicación de la constitución Magnus Domini invitó a todos los fieles a dar gracias a Dios, «que siempre tiene pensamientos de paz, y quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad». Pero para que tal unidad y concordia se perpetuaran, Dios, supremamente providente, quiso consagrarlos, por así decirlo, con el sello de la santidad y el martirio. San Josafat, arzobispo de Polotsk, del rito eslavo oriental, que mereció tanta elogio, es reconocido justamente como excelente gloria y cima de los eslavos orientales, ya que difícilmente se encontrará otro que haya dado a su nombre un brillo mayor, o que haya proveído mejor para su salud, que este Pastor y Apóstol, especialmente por haber derramado su sangre por la unidad de la santa Iglesia. Recurriendo, pues, al tricentenario de su glorioso martirio, nos complace renovar la memoria de tan gran varón, para que el Señor, invocado por las más fervientes súplicas de los buenos, despierte en su Iglesia ese espíritu, del que el beato mártir y pontífice Josafat estaba lleno ... tanto que dio su vida por sus ovejas[10], de modo que, al aumentar en el pueblo el deseo de promover la unidad, se continúe la obra él mismo urgía, hasta que se haga realidad esa promesa de Cristo, y al mismo tiempo el deseo de todos los santos, de que haya un solo redil y un solo Pastor[11].

Nació de padres separados de la unidad, pero, bautizado religiosamente con el nombre de Juan, comenzó a cultivar la piedad desde una edad temprana; y mientras seguía el esplendor de la liturgia eslava, buscaba sobre todo la verdad y la gloria de Dios: y por eso, no por el impulso de razones humanas, todavía un niño, regresó a la comunión de la Iglesia ecuménica, es decir, católica, a la que consideraba estaba destinado por el mismo rito del bautismo. Además, sintiéndose movido por la inspiración divina a restablecer la santa unidad en todas partes, comprendió que sería de gran ayuda mantener el rito eslavo oriental y el instituto monástico basiliano en unión con la Iglesia católica. Por eso, recibido en el año 1604 entre los monjes de San Basilio, y cambiando el nombre de Juan por el de Josafat, se dedicó íntegramente al ejercicio de todas las virtudes, especialmente de la piedad y la penitencia, mostrando siempre un singular amor por Cruz: amor que desde los primeros años había concebido a partir de la contemplación de Jesús Crucificado. Así, el metropolitano de Kiev, Joseph Velamin Rutsky[c], que había presidido como archimandrita el mismo monasterio, testifica que «en poco tiempo logró tal progreso en la vida monástica que pudo ser un maestro para otros». Entonces, tan pronto como fue ordenado sacerdote, Josaphat se vio elegido para gobernar el monasterio como archimandrita. En el ejercicio de este oficio, no sólo se esforzó por mantener y defender el monasterio y el templo adyacente, asegurándolos contra los ataques enemigos, sino que además, habiéndolos encontrado casi abandonados por los fieles, hizo todo lo posible para que el pueblo cristiano volviera a frecuentarlos. Y al mismo tiempo, teniendo ante todo en el corazón la unión de sus conciudadanos con la cátedra de Pedro, buscó por todos lados argumentos útiles para promoverla y consolidarla, principalmente mediante el estudio de aquellos libros litúrgicos que los Orientales, y los propios disidentes, están acostumbrados a utilizar según las prescripciones de los Santos Padres.

Habiendo obtenido tan diligente preparación, comenzó a procurar, al mismo tiempo con fuerza y dulzura, la restauración de la unidad, obteniendo frutos tan abundantes que le merecieron el título de "raptor de almas" de los mismos adversarios. Es verdaderamente admirable el gran número de almas que condujo al único redil de Jesucristo, de toda clase y género, plebeyos, tenderos, caballeros, e incluso prefectos y gobernadores de provincias, como Sokolinski de Polotsk, Tyszkievicz de Novogrodesc, Mieleczko de Smolensko. Pero aún extendió su apostolado a un campo mucho más amplio cuando fue nombrado obispo de Polotsk. Un apostolado que debió resultar extraordinariamente efectivo, al ofrecer el ejemplo de una vida de suprema castidad, pobreza y frugalidad y al mismo tiempo tanta generosidad hacia los indigentes hasta llegar dar en prenda el omophorion para subvenir a su miseria; manteniéndose siempre absolutamente en el ámbito de la religión, no ocupándose en lo más mínimo de cuestiones políticas, aunque más de una vez no le faltaron solicitudes para intervenir en negociaciones y disputas civiles; esforzándose, finalmente, con el distinguido celo de Santísimo Obispo, por inculcar sin cesar la verdad, con palabras y escritos. Finalmente, publicó numerosos escritos, compuestos en una forma totalmente adecuada al ingenio de su pueblo, sobre la primacía de San Pedro, el bautismo de San Vladimiro, una apología de la unidad católica, un catecismo sobre el método del Beato Pedro Canisius[d] y otros de este género. Exhortó la diligencia de uno y otro clero, de modo que despertado el celo del ministerio sacerdotal, se consiguió que el pueblo, debidamente instruido en la doctrina cristiana y alimentado por una adecuada predicación de la palabra de Dios, se acostumbrara a frecuentar los sacramentos y las funciones sagradas, se renovase un tenor de vida cada vez más correcto. Así, habiendo difundido ampliamente el espíritu de Dios, San Josafat consolidó maravillosamente la obra de unidad, a la que se había dedicado. Pero, sobre todo, lo consolidó, e incluso lo consagró, cuando por ella encontró el martirio, y lo enfrentó con el entusiasmo más vivo y la magnanimidad más admirable. Siempre pensó en el martirio, y con frecuencia hablaba de él; al martirio optó en un famoso sermón; incluso pedía el martirio como un singular beneficio de Dios; así, pocos días antes de su muerte, cuando fue advertido de la insidias que se urdían contra él, «Señor - dijo - concédeme poder derramar sangre por la unidad y por la obediencia a la Sede Apostólica». Su deseo se cumplió el domingo 12 de noviembre de 1623 cuando, rodeado de enemigos que iban en busca del Apóstol de la unidad, los encontró sonriente y amable, y les rogó, por ejemplo a su Maestro y Señor, que no tocaran a su familia, se entregó en sus manos; y aunque fue herido de la manera más cruel, no cesó hasta el final de invocar el perdón de Dios para sus asesinos.

Los frutos de un tan célebre martirio fueron numerosos, especialmente entre los obispos rutenos que dieron un vivo ejemplo de firmeza y coraje, como ellos mismos atestiguaron, dos meses después, en una carta enviada a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide: «Estamos muy dispuestos a dar la sangre y la vida por la fe católica, como ya dio uno de nosotros». Además, muchísimos, y entre ellos los propios asesinos del Mártir, regresaron inmediatamente después al seno de la única Iglesia.

Por lo tanto, la sangre de San Josafat, como lo fue hace tres siglos, es también y especialmente ahora una promesa de paz y un sello de unidad: especialmente ahora, decimos, después de que esas desgraciadas provincias eslavas, devastadas por disturbios y revueltas, hayan sido ensangrentadas por el furor de despiadadas guerras[e]. Nos parece escuchar la voz de esa sangre, que habla mejor que la de Abel[12], y ver a ese mártir volverse hacia sus hermanos eslavos repitiendo, como en el pasado, con las palabras de Jesús: Las ovejas están sin pastor. Tengo compasión de esta multitud[f]. Y verdaderamente, ¡qué miserable es su condición! ¡qué terrible es su angustia! ¡cuántos exiliados de la patria! ¡cuánta masacre de cuerpos y cuánta ruina de almas! Observando las actuale calamidades de los eslavos, ciertamente mucho más graves que aquellas de las que se quejaba nuestro Santo, difícilmente conseguiremos, por nuestro paternal afecto, detener las lágrimas.

Para paliar tan grande cúmulo de miserias, Nosotros, por nuestra parte, nos apresuramos, es cierto, a llevar ayuda a los necesitados, sin ningún fin humano, sin hacer otra distinción que la de la necesidad más urgente. Pero Nuestra oportunidad no pudo alcanzarlo todo. En efecto, no pudimos evitar la multiplicación de las ofensas contra la verdad y la virtud, con desprecio por todo sentimiento religioso, con prisión y con persecución, incluso sangrienta en muchos lugares, de cristianos y sacerdotes y obispos mismos.

Al considerar tantos males, la solemne conmemoración del distinguido Pastor de los eslavos nos reconforta, porque nos ofrece la oportunidad de expresar los sentimientos paternos que nos animan hacia todos los eslavos orientales y de proponerles, como suma de todos los bienes, el retorno a la unidad ecuménica de la santa Iglesia.

Si bien invitamos a los disidentes a tal unidad, deseamos ardientemente que todos los fieles, siguiendo los pasos y las enseñanzas de San Josafat, se esfuercen, cada uno según sus propias fuerzas, por cooperar con Nosotros. Entienden bien que esta unidad debe promoverse, no tanto con discusiones y otros estímulos, sino con los ejemplos y obras de una vida santa, especialmente con la caridad hacia los hermanos eslavos y hacia otros orientales, según aquello del Apóstol, teniendo la misma caridad, una sola alma, el mismo sentimiento, sin hacer nada por despecho o vanagloria; sino con humildad, considerando cada uno a los demás como superiores, buscando no el propio interés, sino el de los demás[13].

Para ello, pues es necesario que los orientales disidentes, abandonando antiguos prejuicios, traten de conocer la verdadera vida de la Iglesia, sin querer imputar a la Iglesia romana los pecados de los particulares, pecados que ella condena y trata de corregir por primera vez; por eso los latinos tratan de conocer mejor y más profundamente la historia y costumbres de los orientales; porque precisamente de este conocimiento íntimo derivó tanta eficacia al apostolado de San Josafat.

Esta fue la razón por la que promovimos el Pontificio Instituto Oriental, fundado por Nuestro predecesor Benedicto XV, convencido de que del correcto conocimiento de los hechos surgirá la justa apreciación de los hombres y también esa sincera benevolencia, que, combinada con la caridad de Cristo, con la ayuda de Dios, beneficiará grandemente a unidad religiosa[g].

Animados por esta caridad, todos experimentarán lo que enseña el Apóstol divinamente inspirado: No hay distinción entre judío y griego, porque es el Señor de todos, rico para todos los que lo invocan[14]. Y, lo que es más importante, al obedecer escrupulosamente al mismo Apóstol, no sólo se dejarán a un lado los prejuicios, sino también la vana desconfianza, el rencor y el odio: en una palabra, todas esas animosidades tan contrarias a la caridad cristiana, que dividen al mundo y a las naciones. De hecho, el mismo San Pablo advierte: No os engañéis unos a otros, ya que os habéis despojado del hombre viejo con sus obras y os habéis revestido del hombre nuevo, que se renueva para lograr un conocimiento pleno según la imagen de su creador, para quien no hay griego o judío ... bárbaro o escita, siervo o libre, sino que Cristo es todo en todos[15].

De esta manera, con la reconciliación de las personas y los pueblos, se logrará también la unión de la Iglesia con el regreso a su seno de todos aquellos que, por cualquier motivo, se separaron de ella. Porque, la obtención de esta unión ciertamente no se obtendrá por el empeño humano, sino solo por la bondad de Dios, que no hace acepción de personas[16], y que tampoco distingue entre nosotros y ellos[17]: Y será, unidos todos los pueblos gozarán del mismo derecho, cualquiera que sea su raza o lengua, de cualquier rito sagrado, puedan tener igual derecho haciendo uso de la combinación de los pueblos, de cualquier raza o lengua, de cualquiera de los ritos. sagrado, que la Iglesia romana siempre venero y retuvo religiosamente, decretando su conservación, como preciosos vestidos que la adornan como reina ... con vestido dorado, adornado con variedad[18].

Porque, este consenso de todos los pueblos en la unidad ecuménica, como obra en primer lugar de Dios, debe procurarse con la ayuda y asistencia divina, por tanto insistamos diligentemente en la con piadosas oraciones, siguiendo las enseñanzas y el ejemplo de San Josafat quien trabajaba por la unidad, confiado en el poder de la oración.

Bajo su dirección, honremos sobre todo el augusto Sacramento de la Eucaristía, prenda y causa de la unidad, misterio de fe en cuanto que los eslavos orientales tras su separación de la Iglesia Roma conservan con el mismo amor y celo, alejados igualmente de la impiedad de las más graves herejía. Desde esta esperanza la Santa Madre Iglesia reza para que Dios misericordioso nos conceda los dones de la unidad y de la paz, que está místicamente significada bajo los dones que ofrecemos[19]; una paz que, unidos en la oración en el Sacrificio de la Misa, los latinos y orientales imploran «la unidad de todos los que invocan al Señor», suplicando al mismo Cristo Señor que «considerando la fe de la Iglesia se digne pacificarla y unirla conforme a su voluntad».

Otro vinculo de reconciliación y unidad con los eslavos orientales se contiene en su singular afecto y piedad hacia la Santísima Virgen, Madre de Dios, separándolos de muchos herejes y acercándolos a nosotros. Algo a lo que Josafat daba gran importancia y en lo que confiaba grandemente para favorecer la obra de la unidad: para lo que acostumbraba a honrar con particular veneración, al uso de los orientales, que es muy venerada por los monjes basilianos y por los fieles de cualquier rito, incluso en Roma en la iglesia de los Santos Sergio y Baco, con el título de Reina de los pastos. Por eso, la invocamos, como Madre benigna, con este título especialmente, para guiar a los hermanos disidentes a los pastos de la salud, donde Pedro, viviendo siempre en sus sucesores, como Vicario del Pastor eterno, alimenta y gobierna todos los corderos y todos los ovejas del rebaño de Cristo.

Finalmente, a los santos de todo el cielo recurrimos como nuestros intercesores por una gracia tan grande, especialmente a aquellos que una vez florecieron a la mayoría de los orientales por la fama de la santidad y la sabiduría, y aún hoy florecen por la veneración y el culto de los pueblos. Pero antes que nada, invoquemos a San Josafat como patrón, para que, como fue un firme defensor de la unidad en la vida, ahora la promueva con Dios y la apoye vigorosamente. Por eso rezamos las suplicantes palabras de Nuestro antepasado de inmortal memoria, Pío IX: «Quiera Dios que tu sangre, oh San Josafat, que derramaste por la Iglesia de Cristo, sea prenda de esa unión con esta Santa Sede Apostólica, que tú siempre anhelaste, y que día y noche imploraste con ferviente oración de Dios, bondad suprema y poder. Y para hacerlo tan cierto al final, deseamos sinceramente tenerte como asiduo intercesor ante el mismo Dios y la Corte del Cielo».

Con el auspicio de los favores divinos y como testimonio de Nuestra benevolencia, impartimos con todo afecto, Venerables Hermanos, a vosotros, al clero y vuestro pueblo la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 12 de noviembre de 1923, segundo año de Nuestro Pontificado.

PÍO XI

Notas de la tradución[editar]

  1. El Colegio Apostólico, tiene su continuidad den el Colegio de los Obispos.
  2. En el original latino, enemicus homo, es decir, el [w:diablo#Cristianismo|diablo]].
  3. Joseph Velamin-Rutski (1574 - 5 de abril de 1637) fue arzobispo metropolitano Kiev-Galicia de 1613 a 1637. Trabajó para consolidar la Iglesia greco-católica en las primeras décadas después de la Unión de Brest de 1596; también reformó a los monjes basilianos (cfr. el artículo correspondiente en la Wikipedia en inglés.
  4. San Pedro Canisio fue beatificado por el propio para Pío XI el 21 de mayo de 1925, por tanto no habían pasado dos años, desde la fecha de esta encíclica
  5. Efectivamente desde la revolución rusa de 1917, las tierras de Ucrania fueron escenario de luchas internas que acabaron oficialmente en 1922, con el reparto de esas tierras entre la República Socialista Soviética de Ucrania, Polonia, Checoslovaquia y Rumanía (Cfr. Guerra de independencia de Ucrania).
  6. El original latino no incluye la referencia de estas palabras; aunque no textual, esa misma idea se incluye en Mt 9, 36 y Mc 6,34.
  7. Pío XI volvió a referirse a la importancia de los estudios orientales en su encíclica Rerum orientalium, del 8 de septiembre de 1928, donde expone los frutos de deben esperarse de esos estudios y la labor que desarrolla el Pontificio Instituto Oriental. Wikisource dispone de una traducción de esta encíclica

Referencias[editar]

  1. Mt 28, 18-19.
  2. Ro 5, 5.
  3. Jn 17, 11, 21-22.
  4. Ibíd.
  5. Hb 5, 7.
  6. Ef 4, 5,15-16.
  7. Mt 16, 18
  8. Ef 4, 3.
  9. Ep., Lib. 2, ep. 74, en Migne, Patr. lat., t. 148, col. 425.
  10. En el oficio de San Josafat.
  11. Jn 10, 16.
  12. Hb 12, 24.
  13. Flp 2, 2-4.
  14. Rm 10, 12.
  15. Col 3, 9-11.
  16. Hch 10, 34.
  17. Hch 14,9.
  18. Sal 44,10.
  19. Secreta de la misa de la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo.