El corazón revelador
IV.
El corazon revelador.
¡Credme! Yo soy muy nervioso, espantosamente nervioso, siempre lo he sido. Mas ¿por qué os empeñáis en que estoy loco? La enfermedad ha dado mayor perspicacia á mis sentidos: no los ha destruido ni embotado. Entre todos se distingue, sin embargo, el oido como superior en firmeza: yo he oido todas las cosas del cielo y de la tierra y no pocas del infierno. ¿Cómo, pues, he de estar loco? Atencion! Y contemplad con cuánta calma y cordura puedo contaros toda mi historia.
No es posible esplicar como me pasó por las mientes la idea por primera vez; pero ya que me pasó, no cesó de perseguirme noche y dia. Verdaderamente no había en ella objeto ni pasion de mi parte. Yo quería al pobre viejo: él no me había hecho mal ninguno: jamás me había insultado: yo no codiciaba su oro... ¡Ah! ¡Sí, esto es! Uno de sus ojos parecía de buitre: era un ojo azul apagado y con una catarata. Cada vez que aquel ojo se fijaba en mí la sangré se me helaba; así fué que lentamente y por grados, se me puso en la cabeza matar á aquel viejo, para de este modo librarme de aquel ojo para siempre.
Hé aquí, pues, la dificultad. Me creeis loco, pues bien; los locos no saben nada de nada: ¡pero si me hubiérais visto! ¡Si hubiérais visto con qué sagacidad me conduje! ¡Con qué precaucion, con qué prevision y disimulo acometí mi empresa! Nunca estuve tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato. Y cada noche, hácia la media noche, descorría el pestillo de su puerta y abría, ¡oh! tan suavemente! Y cuando había entreabierto lo suficiente para que cupiese mi cabeza, introducía una linterna sorda, bien cerrada, sin dejar que asomase un solo rayo de luz; después metía la cabeza ¡cómo os hubiérais reido de ver cuán diestramente metía la cabeza! Movíala lentamente, muy lentamente, para no turbar el sueño del viejo. Una hora empleaba, cuando menos, en introducir la cabeza por la abertura, hasta ver al viejo acostado en su cama. ¿Un loco habría sido, por ventura, tan prudente? Y cuando habia metido toda la cabeza, abría ya la linterna con precaucion, ¡oh! ¡Con qué precaucion, con qué precaucion, porque rechinaba el gozne! Abría lo preciso no más para que un rayo imperceptible de luz cayese sobre el ojo de buitre. Repetí la operacion durante siete interminables noches, á media noche exactamente; pero como siempre encontrase el ojo cerrado, no pude realizar mi propósito; porque no era el viejo mi eterna pesadilla, sino su maldito ojo. Cada mañana, apenas amanecía entraba yo resueltamente en su cuarto y le hablaba con desparpajo, llamándole cordialmente por su nombre, é informándome de cómo había pasado la noche. Muy listo había de ser el viejo para sospechar que cada noche, á media noche, le espiaba yo durante su sueño.
La octava noche, redoblé las precauciones para abrir la puerta. El horario de un relój se mueve con más velocidad que en aquel momento se movía mi mano. Hasta aquella noche no había yo meditado todo el alcance de mis facultades y de mi sagacidad. Apenas podía contener la sensacion que me causaba el triunfo. ¡Pensar que yo estaba allí, abriendo poco á poco la puerta, y que él no soñaba siquiera ni mis intentos! Esta idea me arrancó una ligera sonrisa que él oyó sin duda; porque se revolvió súbitamente en la cama como si despertase. Creereis quizá que me retiré, pues no. La habitacion estaba tan negra como la pez, segun que eran espesas las tinieblas, porque las ventanas estaban cuidadosamente cerradas por miedo á los ladrones. Así, pues, en la inteligencia de que él no podría ver la abertura de la puerta continué abriéndola más y más.
Ya había metido la cabeza, y principiaba á abrir la linterna cuándo mi pulgar resbaló sobre el cierre de hoja de lata, y el viejo se incorporó en la cama gritando: ¿Quién anda ahí? Quedóme absolutamente inmóvil y sin decir una palabra. Durante una hora entera no movi ni un músculo, y en todo este tiempo no oí que se volviera á acostar. Permanecía incorporado y alerta, lo mismo que yo había hecho noches enteras escuchando las arañas en la pared.
Mas hé aquí que oí un débil gemido y conocí que era producido por un terror mortal: no era un gemido de dolor ó de disgusto, ¡oh no! era el ruido sordo y ahogado de un alma sobrecogida de espanto. Yo conocía bien este ruido: bastantes noches, á media noche en punto, mientras que el mundo entero dormía, se había escapado de mi propio seno, aumentando con su terrible eco los terrores que me asaltaban. Digo, pues, que conocía bien aquel ruido. Yo sabía lo que el viejo estaba pasando, y tenía piedad de él, aunque mi corazon estaba alegre. Sabía que estaba despierto desde que, al oir el primer ruido, se había aumentado por momentos: había querido convencerse de que su terror no tenia causa; pero no habia podido. Habíase dicho á sí mismo: ¡esto no es mas que el viento que suena en la chimenea, ó un ratón que corre por el entarimado! Si, había querido recobrar el valor con semejantes hipótesis; pero en vano; en vano, porque la muerte que se acercaba había pasado por delante de él, envolviendo con su sombra negra á su víctima. La influencia de aquella sombra fúnebre era la que le hacía adivinar, aunque nada habia visto ni oido, la presencia de mi cabeza en su habitacion.
Despues de esperar largo tiempo, y con gran paciencia, sin oir que volviera á acostarse, me resolví á entreabrir un poco la linterna, pero tan poco, tan poco, que no podía ser menos. Abríla, pues, ¡tan suavemente! ¡tan suavemente! que fuera imposible imaginarlo, hasta que al fin un rayo de luz, pálido como un hilo de araña penetró por la abertura y fuá á dar en el ojo de buitre.
Estaba abierto, abierto del todo, y yo apeñas le miré, me encendí en cólera. Le vi clara y distintamente todo entero, de un azul empañado, y cubierto de una tela horrible, que me heló hasta la médula de los huesos; pero no pude ver ni la cara ni el cuerpo del viejo, porque había dirigido el rayo, como por instinto, precisamente al sitio maldito.
Ahora bien: ¿no os dije que lo que tomáis por locura no es más que un refinamiento de los sentidos? Pues bien, lié aquí que oí un ruido sordo, apagado y frecuente, semejante al que haría un reló envuelto en algodón y lo reconocí perfectamente: era el latido del corazon viejo. Con él creció mi furor, como el coraje del soldado se exaspera con el redoble de los tambores.
Contúveme sin embargo, y permanecí inmóvil y respirando apenas. Empleé mi esfuerzo en sostener fija la linterna y el rayo de luz en derechura del ojo. Al mismo tiempo el latir infernal del corazon era cada vez más fuerte, y más precipitado, y sobre todo más alto. El terror del viejo debía ser extremo. Estos latidos, dije yo entre mí, son cada minuto más fuertes. ¿Me comprendéis bien? Ya os he dicho que soy nervioso: por lo tanto aquel ruido tan extraño, en medio de la noche y del medroso silencio que reinaba en aquella vieja casa, me causaba un temor irresistible. Aun pude, sin embargo, contenerme durante algunos minutos; pero los latidos iban siendo aun más fuertes. Yo creía que el corazon iba á rebentar; y hé aquí que una nueva angustia se apoderó de mí: aquel ruido podía ser oido por algún vecino. La hora del viejo había sonado. Di un alarido, abrí bruscamente la linterna y me precipité en la habitacion. El viejo no dió ün grito; ni un solo grito. En un momento le arrojé sobre el entarimado y cargué sobre él todo el peso aplastadór de la cama. Entonces sonreí de satisfaccion ál ver tan adelantada mi obra. Durante algunos minutos latió todavía el corazon con un sonido ahogado; pero esto ya no me atormentó como antes, porque el ruido no podía ser escuchado á través del muro. Al fin, el ruido cesó: el viejo había ya muerto. Levanté la cama y examinó el cuerpo: estaba rígido ó inerte. Púsele la mano sobre el corazon y la mantuve así durante muchos minutos: ninguna pulsacion: estaba rigido é inerte. El ojo maldito no podía atormentarme más.
Si persistís en creerme loco, vuestra creencia se desvanecerá, cuando os diga los injeniosos medios que empleé para ocultar el cadáver. La noche avanzaba, y yo trabajaba velozmente; pero en silencio. Primeramente corté la cabeza, despues los brazos y por último las piernas. Luego arranqué tres tablas del entarimado, y coloqué debajo aquellos restos; volviendo á colocar las tablas tan hábil y diestramente, que ningún ojo humano—¡ni aun el suyo!—hubiera podido descubrir algun indicio sospechoso. No había nada que dudar: ni una mancha, ni un rastro de sangre: yo había tenido gran pre caucion y había puesto una cubeta para que recibiera toda la sangre. ¡Ah! ah!
Cuando hube concluido estos trabajos eran las cuatro; pero estaba tan oscuro como á media noche. Daba el reloj la hora, cuando llamarón á la puerta de la calle. Bajé á abrir con el corazon sereno, porque ¿qué tenía yo que temer? Entraron tres hombres que se me dieron á conocer como agentes de policía. Un vecino había oido un grito durante la noche, y sospechando alguna desgracia, había dado aviso á la oficina de policía, en vista de lo cual habían sido enviados aquellos señores para reconocer el sitio de donde había salido el grito.
Yo me sonreí; porque ¿qué tenía que temer? Saludé á los agentes y les dije que el grito lo había dado yo en sueños. El viejo añadí, está de viaje.
Llevé á mis visitadores por toda la casa y les invité á que registrasen bien. Por último los conduje á su habitacion, y les enseñé sus tesoros en perfecto órden y seguridad.
En el entusiasmo de mi confianza, llevé sillas á la habitacion y supliqué á los agentes que descansaran, mientras que yo, con la loca audacia de un completo triunfo, coloqué mí silla sobre el sitio mismo en que estaba escondido el cuerpo de la víctima.
Los agentes estaban satisfechos: mi tranquilidad había disipado toda sospecha. Yo me encontraba completamente sereno. Sentáronse, pues, y hablaron familiarmente, alternando yo con igual familiaridad. Pero al cabo de un corto rato, conocí que me ponía pálido, y principié á desear que se fueran. Sentía mal en la cabeza y me parecícá que me zumbaban los oidos; pero los agentes permanecían sentados y hablando. El zumbido principió á ser más perceptible, y poco después más perceptible y claro aun; yo animé entonces la conversacion y hablé cuanto pude para desembarazarme de aquella sensacion tan tenaz; mas el ruido continuó hasta ser tan claro y determinado, que conocí que no estaba en mis oidos.
Sin duda debí ponerme entonces muy pálido; pero seguí hablando con más rapidez, alzando la voz. El ruido seguía, sin embargo, en aumento, ¿y qué podía yo hacer? Era un ruido sordo, apagado, frecuente, semejante al que haría un reló envuelto en algodon. Yo respiraba trabajosamente; los agentes no oían nada todavía. Aceleró aun más la conversacion y hablé con mayor vehemencia; pero el ruido crecía sin cesar. Levantóme y disputó sobre futilezas en alta voz y con una gesticulacion violenta; pero el ruido crecía, crecía cada vez más. ¿Por qué no querían irse? Yo medí el entarimado, á grandes y ruidosos pasos, como exasperado por las observaciones que los agentes me hacían; pero el ruido crecía, crecía por grados. ¡Oh Dios! ¿qué podía yo hacer? Rabié, pateé y juré, arrastré mi silla y la hice resonar sobre el entarimado; pero el ruido lo dominaba todo y crecía indefinidamente. ¡Más fuerte, más fuerte! Siempre más fuerte!! Y los hombres continuaban hablando, y bromeando y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios todopoderoso! no! no! ellos oian! ¡Sabian, se burlaban de mi espanto! lo creí entónces y todavía lo creo. Cualquier cosa hubiera sido más tolerable que esta burla. Yo no podía soportar por más tiempo aquellas hipócritas sonrisas, y entretanto el ruido, ¿lo oís? escuchad, más alto! más alto! siempre más alto! Siempre más alto!
— ¡Miserables! grité, ¡No disimuléis más tiempo! yo lo confieso! Arrancad esas tablas! Ahí está! Ahí está! Ese es el latido de su horrible corazon.