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El Angel de la Sombra/LXXIV

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo LXXIV

LXXIV


Con el sombrero puesto ya para retirarse más pronto que de ordinario, p'ues doña Irene debía buscarla en el obrador, así que acabara de visitar sus congregaciones, Luisa, atisbando a través de los visillos, por habitual precaución, vió entrar a Tato en la escribanía.

Detúvose un instante en el vasto patio desierto, vacilando, talvez, entre dirigirse a la cuidadora o avanzar por su cuenta, como lo hizo.

Luisa comprendió al instante. —Viene acá—dijo a Suárez Vallejo, petrificado por indescriptible estupor ante la imposibilidad de ocultarla.

La habitación no tenía, en efecto, más que una puerta. La ventana, única también, era enrejada y altísima. No había más muebles que un escritorio de altas patas y el taburete; un pequeño lavabo en la pared, y un diván de cuero bajo el cual pasaba toda la luz.

Sonaban ya las pisadas de Toto en la escalera, cuando Luisa, suave y rápida, sin un sobresalto, sin un ruido, sin una voz, envolvióse de golpe en la vieja cortina que colgaba arrastrándose al costado de la ventana.

—Recuéstate tú en mí—ordenó al desaparecer como una sombra—y ponte a leer un papel cualquiera.

Simultáneo con la llamada fué el franco "adelante!"—y Toto entró.

Una mirada bastó para desengañarlo.

Detúvose cohibido, descompuesto a un tiempo el semblante por la duda y el gozo.

—Usted por acá?... —exclamó Suárez Vallejo simulando alegre sorpresa pero sin abandonar su posición.

Tampoco lo habría podido. Sentíase desvanecer hasta el vértigo al contacto del cuerpo amado, sobre el cual cerníase casi tocándolo el riesgo fatal que él no sabría sino compartir como un castigo inevitable. Y una ocurrencia atroz anonadábalo todavía: la idea de que asomaban, mal cubiertos quizá, los pies de Luisa calzada de blanco...

Invadíalo tal temblor, que para no traicionarse arrojó sobre la mesa la escritura que había tomado al azar.

Mas, el otro, no menos confuso, abreviaba su permanencia, rehusando sentarse. Tartamudeó el pretexto baladí de una consulta sobre verbos franceses. Pasaba casualmente por ahí... Recordó... Tuvo la idea de subir, sin pensar que iba a estorbarlo en su trabajo...

Suárez Vallejo oía apenas. Ahora estrangulábalo otra ansiedad: el perfume. La cerrada pequeña habitación debía estar llena de aquel aroma de ámbar.

Temeroso de que cualquier movimiento descubriera el frágil ardid, cargábase con pesadez casi brutal sobre la tierna criatura cuyo pecho sentía palpitar sereno y leve a través de la cortina.

Esta empezaba a ondular vagamente con aquel ritmo, y Tato fijó en ella su mirada un instante...

Para colmo de ansiedad, Suárez Vallejo comprendía que la propia turbación de su fracaso impedíale marcharse más pronto.

Sirvióse todavía un cigarrillo del paquete tirado sobre la mesa, invitó al vermouth de la tarde, previa consulta de su reloj:—Las diez y media...

Decidióse al fin.

Apenas traspuso el patio, abandonó Luisa su escondite.

Encendida por ligera sofocación, sonreía con descuido infantil ante los ojos estupefactos del joven.

—Pobre mi amor!... —dijo compadeciéndolo. Y qué pálido estás!

No acertaba él sino a admirarla casi espantado, más linda en su animación, más adorable en su valiente nobleza, recobrándose con la seguridad que le infundía el latido igual de su corazón, en el prolongado abrazo.

Cayó de rodillas, estrechando aún su cintura. Aspiraba anhelante el peligroso aroma que pudo revelarla, buscaba con de voto labio los queridos pies que acaso la arriesgan de muerte...

Retrayéndose en evasiva suavidad, aludió ella con malicia un tanto forzada:

—Casi estornudo con el polvo de la cortina...

Y de pronto:

—Apenas tengo tiempo de llegar al taller. Mamá me buscará a las once.

Cuando la vió a su vez atravesar el patio desierto y trasponer el portal en el cándido lampo de un vuelo de paloma, Suárez Vallejo cayó sobre el diván, deshecho, vencido. El exceso de su emoción desbordaba, absurdo, hasta el llanto.