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El Angel de la Sombra/XC

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XC
XC


Todos habían precipitado el regreso ante la ya extrema gravedad de Luisa.

Casi no abandonaba el doctor la pequeña antecámara dispuesta como enfermería, para evitar a aquélla la exhibición de remeclios y aparatos.

Doña Irene y la tía Marta turnábanse en la alcoba, dejándola sólo por instantes, a indicación de Sandoval.

Con anomalía cruel mejoraba el tiempo. Un luminoso renacimiento estival glorificaba la plenitud de la vida. La calma era tan profuncla, que apenas se oía el rumor del mar.

Al anochecer del cuarto día, tras la celebración, puramente consoladora, de una junta con dos colegas que veraneaban allá, el doctor había decidido reposar un instante.

Subió, pues, a su habitación, con dicho pretexto, pero en realidad con el fin de sobreponerse al duro reproche que el mayor de los médicos ni siquiera atenuó, ante esa adopción contraindicada del ambiente marino bajo el prestigio de una teoría elocuente. Eso no era experimentar, sino jugar con la vida humana, y su pronóstico decidíase redondamente pesimista.

El más joven callaba con adusto respeto, aunque se adhirió al mismo parecer.

Allá en el balcón, sólo ahora, Sandoval erguíase, implacable, ante la propia desolación de su maldad.

El lucero, más límpido que nunca, iba cayendo al mar solitario.

Pronósticos!... Reproches!... Si él era el dueño de esa muerte!

¡Claro que se iba a morir, divina y amada como nadie lo fué nunca!

¡Eso era, eso sí, querer hasta la muerte, como decían!

Y después de verla muerta, qué le importaba a él morir también, fracasado, hundido!...

Ah, los imbéciles con sus pronósticos!...

Las potencias de la fatalidad y de la sombra: la pasión, el mar, la muerte, él las desataba con poderío incontrastable. El, él solo precipitaba al abismo la pálida criatura que iba hundiéndose en aquella inmensidad de amargura y de tinieblas, como el lucero tembloroso a la orilla de la noche.

Quién comprendería la desesperación de no poder evitar esa sentencia más fuerte que él mismo!

La horrenda angustia de llorar su propio crimen!

El paso de Suárez Vallejo en la vecina habitación, contuvo el alarido de llanto demente en que iba a estallar.

Habían vuelto para aquél los días de soledad espantosa.

Aferrado a la insensatez de una esperanza más cruel que la certidumbre, partianle literalmente el alma, como un descuartizamiento, la absurda posibilidad del milagro y la lucidez implacable de la fatalidad.

Caía así otra horrenda noche, en la quietud como eterna que cruzaban, augurales, las campanadas del reloj.

La tía Marta, que piadosa siempre con él, solía traerle algún consuelo, no llegaba. No vendría seguramente ya. Mala seña!...

Rehusó la comida por no molestar y por no ver la cara del criado, que presentía de mal augurio.

A eso de las once, asomó la tía Marta. Su pálida serenidad infundióle instantáneo alivio.

—Duerme tranquila—limitóse ella a murmurar, retirándose acto continuo.

En el exceso de su desesperación, tranquilizólo aquéllo con lasitud extrema. El corazón temblábale, doloroso aún, pero la amena za de la soledad se alejaba de él.

Reabrió entonces el manuscrito provenzal que se daba la ilusión de descifrar para ella, a título de sorpresa y galardón cuando sanara. La sentencia de la corte de amor estaba ya puesta en claro.

Sólo faltaba leer las firmas de las damas que subscribían el antiguo documento.

Nada lo distraía tanto como la monótona pesadez de ese afán.

Aunque la alcoba de Luisa quedaba en el ala opuesta del edificio, jardín por medio, al levantarse en busca de un diccionario cualquiera, anduvo de puntillas para no turbar el silencio.

Parecíale, tan dolorido estaba, que iba pisando sobre su propio corazón.

La lectura empezó, bastante difícil como para ir sumiéndolo en una abstracción remota. Eran diez nombres que el copista había decorado de arabescos a la usanza oriental: Eleonora de Sabran, Blancaflor de Saluces, Ana Gantelmes, Alicia de Mont-Pahon, Hermisenda de Pierrefeu, Beatriz Malespine, Brianda Tallard, Dulce de Moustiers...

Mas, al descifrar la penúltima firma, el manuscrito se le cayó de las manos.

El soplo del misterio erizó su nuca, abismándolo en estupenda palidez.

Sobre el gótico pergamino, leía, sin creer a sus propios ojos, este nombre turbador, asombroso, quizá fatídico: Luisa de Mauleon.