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El Angel de la Sombra/XCI

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XCI

XCI


Amaneció uno de aquellos días de oro claro, fragantes de pradera y de mar.

Gloriábanse, casi continuos, jubilosos gorjeos.

Suavizaba la urraca, como remota en la poesía matinal, su dulzura de pífano silvestre.

En el parque inmediato, un arrullo de tórtola enternecía el misterio de la arboleda.

Reanimada por aquella hermosura, Luisa había sentido un gozo tan absoluto de vivir, que al acto quiso levantarse.

Afianzaba, sobre todo, su impresión de salud, la agudeza con que sentía en murmullos y trinos la música de la mañana.

Mas, al traicionarla sus fuerzas, cuando apoyada en la tía Marta intentó dejar el lecho, díjole sin perder su alegría:

—Qué lindo es todo y qué buenos son todos conmigo! Cuando me muera, quiero que me dejen acá, donde he sido tan dichosa.

Y ante la actitud de piadosa protesta, que intentaba fingir despreocupación:

—No, no. Prométame que harán así. No se lo pido a mamá por no afligirla. Suspiró ligeramente, mirándose las manos:

—Me siento sana. Tal vez el milagro del mar que el doctor espera... Y la promesa de mamá a Nuestra Señora... A la Stella Maris... Pero estoy tan concluída!... Verdad que me sienta este batón de encajes? Cómo me halla hoy?... No estoy muy fea?...

Abrazó de pronto la vieja ama da cabeza:

—Tía, tiíta Marta adorada! Usted es la única que sabe lo que es querer!

Su recobro fué tan evidente, que animó a todos.

Volvíale aquel sonroseo de perla que tenía algo de iluminación. Su sonrisa era tan amorosa, que parecía reinfundirle una delicada ebriedad.

Jovial con Tato, dulcísima con don Tristán, agradecida a la madre buena que había obtenido para ella aquel favor de la Virgen, subyugábalos a su convicción de mejoría, llena de encanto y de proyectos.

Mandó retirar de la antecámara los remedios, para suprimir especialmente el olor a creosota.

Enterado de la novedad, Suárez Vallejo habíale enviado flores.

Sólo la tía Marta, ausentándose por momentos, lloraba a escondidas. La enferma tuvo una broma de piedad cordial para sus ojos que creía enroecidos por el desvelo.

Y como durante el almuerzo de la familia, se quedara un instante a solas con Sandoval:

—¿Sabe que otra vez pasaron "ellos"... Aquellas listas azules en la obscuridad...

—Y te dicen algo, Luchita?

—Lo mismo que antes—recuerda?... Me hablan de amor y me llaman al olvido.

El olvido!...

Cuando al caer la tarde fueron por él con alarma repentina, esperaba el trance de un momento a otro.

El crepúsculo reinaba ya en la alcoba tranquila.

La palidez de Luisa destacábase en la penumbra, casi como un albor, devorada viva por sus ojos inmensos. Su cabellera parecía evaporarse, enorme, en la sombra.

Quería hablar a solas con el doctor, que inmóvil al pie del lecho, callaba.

—Gracias, dijo con leve fatiga. Comprendo que ya nohay nada que hacer... No se alarme... No me ofrezca ningún remedio más... Estoy tranquila. Tengo que pedirle algo, y cumplirle una palabra que le di.

Bajó ligeramente los ojos, añadiendo sin transición:

—Soy la amante de Carlos Suárez Vallejo.

La conmoción de Sandoval fué tan violenta, que Luisa alzó de nuevo los párpados.

—Nadie fuera de usted debe saberlo en el mundo. Nadie—prosiguió con suave entereza—y menos los de casa. Lo que tengo que pedirle es que lo cuide como me ha cuidado a mí, para impedirle que me siga.

Su voz era paulatinamente más baja y categórica.

—Ahora, concluyó, quiero hablar con él solo. Vaya y envíelo acá. Usted manda en casa.

Y como el otro no se moviera, frunció imperiosa el entrecejo:

—Vaya en el acto!