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El Angel de la Sombra/XI

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El Angel de la Sombra
de Leopoldo Lugones
Capítulo XI

XI


—Por qué no hace más que esgrima de combate? habíale preguntado Luisa, la tarde siguiente, mientras Efraim atendía a Adelita en el piano.

—Por ganar tiempo, replicó brevemente.

Mas, como ella insistió con incrédula mirada:

—Y por precaución... —añadió casi desabrido.

—Pero quién va a atreverse a ofenderlo!—exclamó Luisa.

—Los necios, peores que los enemigos.

Callaron de golpe, cohibidos sin saber por qué, y disimulándose aquel recíproco malestar con un interés musical que no sentían.

Era lo inverso de la otra pareja, cada vez más preocupada de música que de dicción. El caso es que bajo cualquier pretexto interrumpía la clase, formando resueltamente "el partido de Chopin", como afirmaba Adelita con gracioso descaro, y hasta ausentándose a la quinta, donde Efraim descubría aquella estación una interesante precocidad en la florescencia de los naranjos.

—Felices las novias!—había comentado Adelita con alusión trivial.

Mucho avanzaba, por cierto, la primavera, estallando como aturdida de sol en pimpollos y gorjeos, mecida en la cándida languidez de los nubarrones con que parecían soñar su propio azul grandes cielos conmovidos; y adelantada como ella, en un estreno algo profuso de trajecitos claros que le sentaban con verdadero primor, la chica, al decir de Efraim, asemejábase locamente a una mariposa.

"Locamente", expresaba con propiedad la alada embriaguez en que aquella delicia de juventud se abandonaba a la vida.

—Cómo está de preciosa!—había admírado Luisa el último viernes, al verlos salir para el ya habitual "paseo de los naranjos", enternecida a la vez por tanta hermosura y por la visible inclinación que nacía en la pareja.

—Advierto, dijo Suárez Vallejo con ironía cariñosa, que los naranjos no se cansan de florecer...

Luisa bajó la voz, como si la armonizara con la luz decreciente del salón en cuyo fondo ya obscuro hundía una de sus habituales miradas largas:

—Siempre—meditó—siempre florecerán demasiado pronto.

Una alarma, juntamente indefinida y absurda, angustió a Suárez Vallejo.

—Lo cierto es, rió para sobreponerse, que a mí también empiezan a interesarme los donosos naranjos...

—Quiere que vayamos a verlos?—preguntó Luisa con dulce sumisión.

—No, gracias; malograríamos otra vez nuestra clase. Perdemos ya demasiado tiempo, y no olvide que el miércoles hay asueto forzoso.

—Es verdad, asintió ella con la misma dulzura.

Una variación de la luz tardía transparentó en rosa el cristal de la ventana. Y sobre aquel tenue resplandor, que diluía en irreal fluidez la sombra del ámbito, sin aclararla, no obstante, el rostro de la joven transfiguróse con secreta hermosura. Fué una revelación de pureza extrahumana, tan intensa y tan nítida, que él sintió cortársele materialmente el aliento en temerosa ansiedad de prodigio. Comprendió que acababa de verla tal como era en verdad, y advirtió que lo embargaba una especie de pudor ante el sorprendido misterio de su belleza.