El Angel de la Sombra/XII

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​El Angel de la Sombra​ de Leopoldo Lugones
Capítulo XII

XII


La tía Marta entró, con su discreta oportunidad de costumbre.

Hallaba siempre la ocasión de aislarse un poco, buscando luz adecuada para su encaje o su lectura. O abandonaba el salón cuando lo requería algún quehacer, a veces por bastante rato, para no extremar en sórdida vigilancia la decorosa compañía.

Como todo corazón realmente noble, detestaba la sospecha, más todavía que la vileza del engaño; y aquel contraste que le truncó la vida, lejos de amargarla, infundióle una delicada piedad hacia esa eterna tragedia del amor femenino, suspenso como una florecilla sobre el abismo del inmutable dolor. Descubrió cuán poco valían, en suma, los prejuicios y los deberes, que era menester llevar como la ropa de diario, para no desigualarse con chocante jactancia—ante esa pobre dicha sacrificada bajo código penal por la ya imperdible virtud de los malogrados y de los viejos. Comprendió que la felicidad pasajera es tan irreparable como el dolor de haberla frustrado; pues en el instante propicio que se dejó volar, comienza ya la desventura.

Entonces le sobrevino un inmarcesible candor.

Prematuramente encanecida, adelgazada y pálida como un largo marfil, su traje siempre obscuro, adoptado con rigor de uniforme, habríale dado cierta figura de aya, a no definírsele en una línea de mordiente sequedad el señorío del porte. Sólo las cejas, muy negras aún, echaban sobre aquella esclarecida blancura una ligera lobreguez de voluntad.

Teníanla por democrática y hasta libre pensadora, aun cuando nunca expresaba ni discutía ideas; y su práctica religiosa, limitada a cumplir con la iglesia, explicábase de suyo por la administración del hogar que doña Irene le dejaba.

Aquella tarde, como notara que en el salón había ya demasiada obscuridad para seguir tejiendo su encaje, encendió una lámpara de pantalla muy baja, a fin de alumbrar mejor la malla menuda. El extremo opuesto, donde conversaban Luisa y el "profesor", quedaba en la sombra.

Ellos también, contagiados por la desaplicación de la otra pareja, olvidaban cada vez más la clase, no obstante los buenos propósitos de aquél.

Sensible al interés que inspiraban a Suárez Vallejo sus visiones de chicuela, Luisa habíale referido su infancia.

Erale grato confiarse a la resuelta lealtad que de él emanaba con impresión casi física. Sentíalo, sin precisarlo, digno de su verdad. Su reserva, nada esquiva por cierto, constituía una especie de sucinta elegancia que le resaltaba como un temple en el desembarazo conductivo del andar. Y aquella impresión era tan evidente, que si bien Luisa advirtió a poco la falta de reciprocidad confidencial, siendo ella sola quien lo contaba todo, parecióle muy natural que él no le debiera ninguna atención por eso.

—A veces temo cansarlo—decíale con risueña franqueza—o que vaya a sentirse conmigo demasiado profesor. Me da por preguntarle todo, como los chicos.

Y ante la afable autorización con que él desvanecía su escrúpulo:

—Es que hay tanta seguridad en lo que usted dice!

Sentía con íntima gratitud, que esa superioridad guardaba para ella sola una delicada reserva en que mimaba, callando, la cortesía.

Criada entre seres indecisos de carácter o de condición, aquella sensibilidad, aislada por despareja, habíase malogrado en caprichos. Así explicaba ella misma sus ocurrencias de chica rara.

—Las personas me parecían artificiales. Como pintadas... Estuve un tiempo convencida de que me habría bastado querer para atravesar las paredes como un aire... Cuando dejé de oir a los... en fin: lo que oía, me sentí tan sola!... Figúrese que a veces me daba por preguntarme a mí misma con recelo ¿quién seré yo?... Repetíamelo en voz baja; pero a la tercera o cuarta vez, me entraba tanto miedo, que corría a refugiarme en las faldas de tía Marta. Después, el trato con las personas de nuestra clase me convenció de que somos muy poca cosa. A falta de mis... fantasías, busqué novelas. Pero sólo me dieron la noción de las muñecas que nunca tuve. Las regalaba todas, como mis trajes. Yeso que era coqueta. Pero a mi modo. Algún día le contaré. La soledad interior en que siempre viví, me ha enseñado la dulzura de la muerte.

Suárez Vallejo, fugazmente alarmado otra vez, admiró la precisión de su palabra.

—Fuí así desde chica. El doctor se divertía en hacerme hablar. Pero no es mérito propio. Me pasa como con las cosas que aprendo. Es como si otra persona recordara y hablara en mí. A veces yo misma me asombro de lo que digo.

—Eso no es más que inteligencia. Por no decir talento, para evitarle la sospecha de una alabanza cursi.

—Nunca sospecho de usted—afirmó Luisa sencillamente.

Callaron un momento, mirándose con franqueza cordial. La verdad es que eran ya grandes amigos. Parecióle a Luisa que por primera vez experimentaba el regocijo del descanso. La tía Marta contaba los puntos de su encaje, espiritualizada en la redonda claridad su fina cabeza que inclinaba sobre la obra con prudencia indulgente.