El Café de la Amistad: 3
En horas centrales la concurrencia raleaba un poco, pero luego, ya antes de caer la tarde, empezaban á llegar los infaltables comentando las nuevas del día. Cansados unos en las tres vueltas del largo muelle, obligado paseo digestivo, detenidos otros por el fresco de la oración, sobre los bancos y poyitos de mampostería en los que bajo añosos ombúes en la alameda, encocoraban discusiones trascendentales á vecinos tan graves como los señores Escalada y Llambí, sobre si don Felipe Senillosa ó don Felipe Arana habían pasado la cuchara de plata á Manuelita Rozas en la inauguración de la muralla del Paseo de Julio, ó si era de ese Café de la Amistad que salieron marinos ingleses bamboleando entre San Juan y Mendoza, gritando un ¡Viva Rozas! al divisar á éste, embarrándose entre sus soldados bajo la lluvia torrencial (9 de Julio de 1851) durante la última parada.
Por mucho tiempo fueron asiduos Balbín, Aramburu, Molino Torres, Quintana. Callejas, Pestaña, Monasterio, Dozal, Uribelarrea, Benguria, Lalama, Eastman, Islas, Sagasta, Rodríguez, Basso, Delfino, Basabe, Olazarri, Terencio Moor, Acevedo, Uriarte, Gallardo, Temperley, Llavallol, Carreras, Rossi, David Bruce, los doctores Ocantos, Villegas, Garrigós, Migoni, Tamini, Descalzo, Matti, Rossi, don Manuel Mansilla, don Lorenzo Gómez, Cranwell, Canaveri, — en fin, todo el barrio de la Merced y la Merced misma, pues que tarde hubo que sobresaliera la teja de su primer Párroco Olavarrieta, del Teniente Coronel Canónigo Argerich. ó don Felipe Elortondo, después Deán, no el último de los Felipes de tan feliz época.
Pero la mesa principal, donde largos años, dominando su vozarrón todas las voces, fué la de don Emeterio de la Llave, infatigable lector de El Nacional. Todo era entrar este antiguo consignatario de frutos del país, de tan buena ralea como la que sus descendientes continúan, que aproximársele el risueño Cancillo brillando sus ojitos celestes, de tan suave carácter, como el gordinflón de su consocio Dirube. Excelentes bayoneses, en mangas de camisa, en veinte años no tuvieron una palabra, donde no se oían más gritos al través de espesa gangolina de humareda y comentarios que: ¡Copas para el dos! — ¡Café para el siete! — ¡Media para el ocho! — ¡Completo para el cuatro! — ¡Chocolate y tostada para el seis! — ¡Dos para el doce! — ¡Te y ron para el trece! — siguiendo la numeración de las pequeñas mesas de cedro. Llegaba, pues, don Cancillo, sonriendo con El Nacional, número reservado para los reservados. Bien pudiera repetirse, en aquel solemne momento, la salutación de Eneas á la flechada Dido:
- «...intentique hora tenebant».
Todos callaban, agrupándose los que esperaban, y entrando retardados, mientras que, limpiando sus gafas con inmenso pañuelo á cuadros, sorbía su riquísimo café, refiriendo como introducción novedades de Bolsa y Mercado de Frutos, al desplegar con calma el diario repetía sonriendo su muletilla: «Bien está San Pedro en Roma, mientras yo coma».
Acercaban con ruido sus sillas á la mesa del rincón el grave don Cayetano Grimau, marino en cesantía, poniéndose los anteojos para oír mejor, Larrosa cobrador de Pestalardo, (Teatro de Colón), los señores Amadeo, don Luis, don Vicente, de rematrimoniamiento reciente, á sus sesenta: padre, hijo y nieto, trinidad de Amadeos, tan religiosos como honrados; don Evaristo Pinedo, Lugones, Eastman, etc., siguiendo impertérrito, con su voz aguda y chillona, desde el artículo de fondo hasta el último hecho local, inalterable y sin pausa, sin tomar aliento, aunque sin alientos dejaba comentaristas de alrededor, y grescas en que los más fosforescentes intrincábanse por quítame allá esas pajas y con salidas como ésta:
— Bien dice don Juan Bautista que de nada sirven todos esos pelagatos que escriben en los diarios, y vienen descomponiendo el pandero. No han sabido atender su hacienda, y pretenden dirigir la del Estado gentes todas que si las cuelgan patas arriba no les cae un cobre.
— Mejor acaba de replicar Sarmiento, — decía su contrincante, — que á muchos de esos ricachos, porque anduvieron más despabilados para atrapar tierras, ya se les ponga patas arriba, patas abajo ó de cualquier pata, no les cae una idea de parte alguna.
— Na hay más, mi amigo, — agregaba un tercero, — la Patria se viene perdiendo por tanto patriota afanoso en levantar la hacienda pública, al día siguiente de haber perdido la propia.
Y otro viejo de voz aflautada, que nunca sirvió para maldita la cosa, alzando su roja nariz, agregaba:
— ¡Sálvense los principios! los principios ante todo, señores; la ambición y la intransigencia, lo echan todo á perder. No bien acabamos con el fanatismo de los frailes, nos impusieron los caudillos de poncho, aunque dice el manco Paz que los caudillos de frac son peores. Nos llega á su turno numerosa tribu de doctorcitos pastores, que se han dado á fabricar por ristras leyes rurales sobre los que no entienden.
Y dejando caer por un momento la hoja, agregó una tarde don Emeterio de la Llave:
— ¡Vean, vean, cómo andan las cosas! Bien se dijo la otra noche en la Cámara que al último Rector jesuita, se le ha puesto recuperar los terrenos adyacentes á la antigua Chacarita de los Colegiales, en que Munita tragina con los ayunos de éstos. Oigan: «Diablura ingeniosa: Esta mañana, los madrugadores del barrio de El Nacional, formaban corro frente á la ventana del Rector del Colegio Seminario, Canónigo don Eusebio Agüero, sobre la que flotaba una ancha sábana blanca, que todos veían, menos él, resaltando entre cuatro calaveras, pintadas en sus extremidades, el esqueleto de un estudiante escuálido, muy flaco, cuya boca exclamaba: ¡Socorro! ¡Socorro! que nos morimos de hambre!
¡Pobres colegiales! Aún muy tarde se apeñuscaban los curiosos paseantes, hasta que el Jefe de Policía don Cayetano Cazón, entró á denunciar el cartel, para que lo descolgaran. El Rector se preocupó más que de indagar la verdad de la queja, en averiguar quién era entre los discípulos de don Martín Boneo, que regenteaba la clase de dibujo, el que tan lindas calaveritas pintaba».