El Criticón (Primera parte)/Crisi IX

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CRISI NONA.

Moral anatomía del Hombre

Eternizaron con letras de oro los antiguos en las paredes de Delfos, y mucho más con caracteres de estimación en los ánimos de los sabios, aquel célebre sentimiento de Biante: Conócete a ti mismo. Ninguna de todas las cosas criadas yerra su fin, sino el hombre; él sólo desatina, ocasionándole este achaque la misma nobleza de su albedrío. Y quien comienza ignorándose, mal podrá conocer las demás cosas. Pero ¿de qué sirve conocerlo todo, si a si mismo no se conoce? Tantas veces degenera en esclavo de sus esclavos cuantas se rinde a los vicios. No hay salteadora Esfinge que así oprima al viandante (digno viviente) como la ignorancia de sí, que en muchos se condena estupidez, pues ni aun saben que no saben, ni advierten que no advierten.

De esta común necedad pareció excepción Andrenio cuando asi respondió a la curiosa Artemia:

—Entre tanta maravilla como vi, entre tanto empleo como aquel día logré, el que más me satisfizo (dígolo con recelo, pero con verdad) fui yo mismo, que cuanto más me reconocía más me admiraba.

—Eso era lo que yo deseaba oírte —aplaudió Artemia—, y así lo ponderó el augustísimo de los ingenios cuando dijo que entre todas las maravillas criadas para el hombre, el mismo hombre fue la mayor de todas. Así también lo generaliza el príncipe de los filósofos en su tan asentada máxima que siempre es más aquello por quien otro es tal. De modo que si para el hombre fueron criadas tan preciosas las piedras, tan hermosas las flores y tan brillantes las estrellas, mucho más lo es el mismo hombre para quien fueron destinadas: él es la criatura más noble de cuantas vemos, monarca en este gran palacio del mundo, con posesión de la tierra y con expectativa del cielo, criado de Dios, por Dios y para Dios.

—A los principios —proseguía Andrenio— rudamente me reconocía, pero cuando pude verme a toda luz y por extraña suerte acabé de contemplarme en los reflejos de una fuente, cuando advertí era yo mismo el que creí otro, no podré explicarte la admiración y gusto que allí tuve: remirábame, no tanto necio, cuanto contemplativo. Lo primero que observé fue esta disposición de todo el cuerpo, tan derecha, sin que tuerza a un lado ni a otro.

—Fue el hombre —dijo Artemia— criado para el cielo, y así, crece hacia allá; y en esa material rectitud del cuerpo está simbolizada la del ánimo, con tal correspondencia, que al que le faltó por desgracia la primera sucede con mayor faltarle la segunda.

—Es así —dijo Critilo—, donde quiera que hallamos corvada la disposición recelamos también torcida la intención; en descubriendo ensenadas en el cuerpo, tememos haya dobleces en el ánimo; el otro a quien se le anubló alguno de los ojos, también suele cegarse de pasión, y lo que es digno de más reparo, que no les tenemos lástima como a los ciegos, sino recelo de que no miran derecho; los cojos suelen tropezar en el camino de la virtud, y aun echarse a rodar, cojeando la voluntad en los afectos, faltan los mancos en la perfección de las obras, en hacer bien a los demás. Pero la razón, en los varones sabios, corrige todos estos pronósticos siniestros.

—La cabeza —dijo Andrenio— llamo yo, no sé si me engaño, alcázar del alma, corte de sus potencias.

—Tienes razón —confirmó Artemia—, que así como Dios, aunque asiste en todas panes, pero con especialidad en el cielo, donde se permite su grandeza, así el alma se ostenta en este puesto superior, retrato de los celestes orbes. Quien quisiere verla busquela en los ojos; quien oírla, en la boca; y quien hablarla, en los oídos. Está la cabeza en el más eminente lugar, ya por autoridad, ya por oficio, porque mejor perciba y mande.

—Y aquí he notado yo con especial atención —dijo Critilo— que aunque las partes desta gran república del cuerpo son tantas, que solos los huesos llenan los días del año, y esta numerosidad, con tal armonía que no hay número que no se emplee en ellas, como, digamos, cinco son los sentidos, cuatro los humores, tres las potencias, dos los ojos: todas vienen a reducirse a la unidad de una cabeza, retrato de aquel primer móvil divino a quien viene a reducirse por sus gradas toda esta universal dependencia.

—Ocupa el entendimiento —dijo Artemia— el más puro y sublime retrete, que aun en lo material fue aventajado como mayorazgo de las potencias, rey y señor de las acciones de la vida, que allí se remonta, alcanza, penetra, sutiliza, discurre, atiende y entiende. Estableció su trono en una ilesa candidez, librea propia del alma, extrañando toda oscuridad en el concepto y toda mancha en el afecto, masa suave y flexible, apoyando dotes de docilidad, moderación y prudencia. La memoria atiende a lo pasado y así se hizo tan atrás cuando el entendimiento adelante; no pierde de vista lo que fue, y porque echamos comúnmente atrás lo que más nos importa, previno este descuido haciendo Jano a todo cuerdo.

—Los cabellos me parecieron más para el ornato que para la necesidad —ponderó Andrenio.

—Son raíces deste humano árbol —dijo Artemia—: arráiganle en el cielo y llévanle allá de un cabello; allí han de estar sus cuidados y de allá ha de recibir el sustancial sustento. Son librea de las edades por lo gue tienen de adorno, variando con los colores los afectos. Es la frente cielo del ánimo, ya encapotado, ya sereno, plaza de los sentimientos; allí salen a la vergüenza los delitos, sobran las faltas y placéanse las pasiones, en lo estirado la ira, en lo caído la tristeza, en lo pálido el temor, en lo rojo la vergüenza, la doblez en las arrugas y la candidez en lo terso, la desvergüenza en lo liso y la capacidad en lo espacioso.

—Pero los que a mí —dijo Andrenio— más me llenaron en esta artificiosa fábrica del hombre fueron los ojos.

—¿Sabes —dijo Critilo— cómo los llamó aquel grande restaurador de la salud, entretenedor de la vida, indagador de la naturaleza, Galeno?

—¿Cómo?

—Miembros divinos, que fue bien dicho, porque si bien se nota, ellos se revisten de una majestuosa divinidad que infunde veneración, obran con una cierta universalidad que parece omnipotencia, produciendo en el alma todas cuantas cosas hay en imágines y especies, asisten en todas partes remedando inmensidad, señoreando en un instante todo el hemisferio.

—Con todo, reparé yo mucho en una cosa —dijo Andrenio— y es que, aunque todo lo ven, no se ven a sí mismos, ni aun las vigas que suelen estar en ellos, condición propia de necios: ver todo lo que pasa en las casas ajenas, ciegos para las propias. Y no fuera poca conveniencia que el hombre se mirara a sí mismo, ya para que se temiera y moderara sus pasiones, ya para que reparara sus fealdades.

—Gran cosa fuera —dijo Artemia— que el colérico viera su horrible ceño y se espantara de sí mismo, que un melindroso y un adamado vieran sus afeminados gestillos, y se correrían el altivo con todos los demás necios. Pero atendió la cauta naturaleza a evitar mayores inconvenientes en el verse: temióle necio, no se enamorara de sí (aun el más monstruo) y, todo ocupado en verse, ninguna otra cosa mirara. Basta que se mire a las manos antes que le miren otros, remire sus obras, que es preciso, y atienda a sus acciones, que sean tan muchas como perfectas; mírese también a los pies, hollando su vanidad, y sepa dónde los pone y dónde los tiene, vea en qué pasos anda, que eso es tener ojos.

—Así es —replicó Andrenio—, mas para tanto ver, poco parecen dos ojos, y esos tan juntos; de una alhaja tan preciosa lleno había de estar todo este animado palacio. Pero ya que hayan de ser dos no mas, pudiéranse repartir, y que uno estuviera delante para ver lo que viene y el otro atrás para lo que queda: con eso, nunca perdieran de vista las cosas.

—Ya algunos —repondió Critilo— argüyeron a la naturaleza de tan imaginario descuido y aun fingieron un hombre, a su parecer muy perfecto, con la vista duplicada; y no servía sino de ser hombre de dos caras, doblado más que duplicado. Yo, si hubiera de añadir ojos, antes los pusiera a los lados, encima de los oídos, y muy abiertos, para que viera quién se le pone al lado, quién se le entremete a amigo; y con eso, no parecieran tantos de aquel mortal achaque del costado, viera el hombre con quién habla, con quién se ladea, que es uno de los más importantes puntos de la vida, y vale más estar solo que mal aconsejado. Pero advierte que dos ojos bien empleados, bastante son para todo: ellos miran derechamente lo que viene cara a cara, y de reojo lo que a traición. Al atento bástale una ojeada para descubrir cuanto hay. Y aun por eso fueron formados los ojos en esferas, que es la figura más apta para el ejercicio de ver: no cuadrada, no haya rincones, no se esconda lo que más importa que se vea. Bien están en la cara, porque el hombre siempre ha de mirar adelante y a lo alto. Y si hubiera otros en el celebro, fuera ocasión de que al levantar los unos al cielo, abatiera los otros a la tierra, con cisma de afectos.

—Otra maravilla he observado en ellos —dijo Andrenio—, que es el llorar, y me parece andan muy necios, porque ¿qué remedia los males el llorarlos? No sirve sino de aumentar penas. El reírse de todo el mundo, aquel no dársele cosa de cuanto hay, eso sí que es saber vivir.

—¡Ahí, que como los ojos —dijo Artemia— son los que ven los males, y tantos, ellos son los que los lloran. Siempre verás que quien no siente, no se siente, mas quien añade sabiduría, añade tristeza. Esa vulgaridad del reír quédese para la necia boca, que es la que mucho yerra. Son los ojos puertas fieles por donde entra la verdad, y anduvo tan atentamente escrupulosa la naturaleza que, para no dividirlos, no se contentó con juntarlos en un puesto, sino que los hermanó en el ejercicio: no permite que vea el uno sin el otro, para que sean verídicos contestes; miren juntos una misma cosa, no vea blanco el uno y negro el otro, sean tan parecidos en el color, en el tamaño y en todo, que se equivoquen entre sí y desmientan la pluralidad.

—Al fin —dijo Critilo— los ojos son en el cuerpo lo que las dos lumbreras en el cielo y en entendimiento en el alma: ellos suplen todos los demás sentidos, y todos juntos no bastan a suplir su falta; no sólo ven, sino que escuchan, hablan, vocean, preguntan, responden, riñen, espantan, aficionan, agasajan, ahuyentan, atraen y ponderan, todo lo obran. Y lo que es más de notar, que nunca se cansan de ver, como ni los entendidos de saber, que son los ojos de la república.

—Notablemente anduvo próvida la naturaleza —dijo Andrenio— en señalar su lugar a cada sentido, más o menos eminente según su excelencia: a los más nobles mejoró en los primeros puestos y puso a vista los sublimes ejercicios de la vida; al contrario, los indecentes y viles, aunque necesarios, los desterró a los más ocultos lugares, apartándolos de la vista.

—Mostróse —dijo Critilo— gran celadora de la honestidad y decoro, que aun los femeniles pechos los puso en puesto que pudiesen alimentar los hijos con decencia.

—Después de los ojos, señaló en segundo lugar a los oídos —dijo Andrenio—, y me parece muy bien que le tengan tan eminente: Pero aquello de estar al lado, te confieso me hizo disonancia, y parece fue facilitar la entrada a la mentira; que, así como la verdad viene siempre cara a cara, ella a traición, injiérese de lado. ¿No estuvieran mejor bajo los ojos, y estos examinaran primero lo que se oye, negando la entrada a tanto engaño?

—¡Qué bien lo entiendes! —dijo Artemia—. Lo que menos convenía era que los ojos estuvieran con los oídos: tengo por cierto que no quedara verdad en el mundo. Antes, si yo lo hubiera de disponer de otro modo, los retirara cien dedos de la vista o los pusiera atrás en el celebro, de modo que oyera un hombre lo que detrás dél se dice, que aquello es lo verdadero. ¡Qué buena anduviera la justicia si ella viera la belleza que se excusa, la riqueza que se defiende, la nobleza que ruega, la autoridad que intercede y las demás calidades de los que hablan! Sea ciega, que eso es lo que conviene. Bien están los oídos en un medio, no adelante, porque no oigan antes con antes, ni detrás, porque no perciban tarde.

—Otra cosa dificulté yo mucho —replicó Andrenio—, y es que así como los ojos tienen aquella tan importante cortina de los párpados, que verdaderamente está muy en su lugar para negarse cuando no quieren ser vistos o cuando no gustan de ver muchas cosas que no son para vistas, ¿porqué los oídos no han de tener también otra compuerta, y ésa muy sólida, muy doble y ajustada, para no oír la mitad de lo que se habla? Con esto, excusarseía un hombre necedades y ahorraría pesadumbres, único preservativo de ]a vida. Aquí, yo no puedo dejar de condenar de descuidada la naturaleza, y más cuando vemos que la lengua la recluyó entre una y otra muralla con razón, porque una fiera bien es que esté entre verjas de dientes y puertas tan ajustadas de los labios. Sepamos porqué los ojos y la boca han de llevar esta ventaja a los oídos, y más estando tan expuestos al engaño.

—Por ningún caso convenía —dijo Artemia— que se le cerrase jamás la puerta al oír: es la de la enseñanza, siempre ha de estar patente. Y no sólo se contentó la atenta naturaleza con quitar esa compuerta que tú dices, pero negó al hombre, entre todos los oyentes, el ejercicio de abatir y levantar las orejas: él solo las tiene inmobles, siempre alerta; que aun le pareció inconveniente aquella poca detención que en aguzarlas se tuviera. A todas horas dan audiencia, aun cuando se retira el alma a su quietud; entonces es más conveniente que velen estas centinelas, y si no, ¿quién avisara de los peligros?; durmiera el alma a lo poltrón; ¿quién bastara a despertarla? Esta diferencia hay entre el ver y el oír, que los ojos buscan las cosas como y cuando quieren, mas al oído ellas le buscan; los objetos del ver permanecen, puédense ver, si no ahora, después; pero los del oír van deprisa, y la ocasión es calva. Bien está dos veces encerrada la lengua y dos veces abiertos los oídos, porque el oír ha de ser al doble que el hablar. Bien veo yo que la mitad, y aun las tres partes de las cosas que se oyen, son impertinentes y aun dañosas; mas para eso hay un gran remedio, que es hacer el sordo, que se puede y es el mejor dellos; esto es, hacer orejas de cuerdo, que es la mayor ganancia. A más de que hay algunas razones tan si ella, que no bastan párpados, y entonces es menester tapiar los oídos con ambas manos; que, pues suelen ayudar a oír, ayuden también a desoír. Préstenos su sagacidad la serpiente, que cosiendo el un oído con la tierra, tapa el otro con el fin, dando a todo buena salida.

—Esto no me puedes negar —insistió Andrenio— que estuviera muy bien un rastillo en cada oído como en guarda, y con eso no entraran tan libremente tantos y tan grandes enemigos, silbos de venenosas serpientes, cantos de engañosas sirenas, lisonjas, chismes, cizañas y discordias, con otros semejantes monstruos escuchados.

—Tienes razón en eso —dijo Artemia— y para eso formó la naturaleza las orejas como coladeros de palabras, embudos del saber. Y si lo notas, ya previno de antemano ese inconveniente disponiendo este órgano en forma de laberinto tan caracoleado, con tantas vueltas y revueltas, que parecen rastillos y traveses de fortaleza, para que deste modo entren coladas las palabras, purificadas las razones y haya tiempo discernir la verdad de la mentira. Luego hay su campanilla muy sonora donde resuenen las voces y se juzgue por el sonido sin son faltas o son falsas. ¿No has notado también que dio la naturaleza despedida por el oído a aquel licor amargo de la cólera? ¿Pensarás tú, a lo vulgar, que fue esto para impedir el paso a algunas sabandijas, que topando con aquella amargura pegajosa se detengan y perezcan? Pues advierte que mucho más pretendió con eso, más alto fin tuvo, contra otras más perniciosas previno aquella defensa: topen las palabras blandas de la Circe con aquella amargura del recatado disgusto, deténganse allí los dulces engaños del lisonjero, hallen el desabrimiento de la cordura con que se templen.

—Y aun porque a muchos se les habían de gastar los oídos de oír dulce —ponderó Critilo—, previno aquel antídoto de amargura. Finalmente, dos son los oídos para que pueda el sabio guardar el uno virgen para la otra parte, haya primera y segunda información, y procure que si se adelantó a ocupar la una oreja la mentira, se conserve la otra intacta para la verdad, que suele ser la postrera.

—No parece —dijo Andrenio— tan útil el olfato cuanto deleitable: más es para el gusto que para el provecho. Y siendo así, ¿porqué ha de ocupar el tercer puesto tan a la vista y aventajándose a otros que son más importantes?

—¡Oh, sí! —replicó Artemia—, que es el sentido de la sagacidad, y aun por eso las narices crecen por toda la vida; coincide con el respirar, que es tan necesario como eso; discierne el buen olor del malo y percibe que la buena fama es el aliento del ánimo: daña mucho un aire corrupto, inficiona las entrañas. Huele, pues, atenta sagacidad de una lengua la fragrancia o la hediondez de las costumbres, porque no se apeste el alma; y aun por eso está en lugar tan eminente. Es guía del ciego, gusto que le avisa del manjar gastado y hace la salva en lo que ha de comer. Goza de la fragrancia de las flores y recrea el celebro con la suavidad que despiden las virtudes, las hazañas y las glorias. Conoce los varones principales y los nobles, no en el olor material del ámbar, sino en el de sus prendas y excelentes hechos, obligados a echar mejor olor de sí que los plebeyos.

—En gran manera anduvo próvida la naturaleza —dijo Andrenio— en dar a cada potencia dos empleos, uno más principal y otro menos, penetrando oficios para no multiplicar instrumentos.

Desta suerte, formó con tal disposición las narices que se pudiesen despedir por ellas con decencia las superfluidades de la cabeza.

—Eso es en los niños —dijo Critilo—, que en los ya varones más se purgan los excesos de las pasiones del ánimo, y así sale por ellas el viento de la vanidad, el desvanecimiento, que suele causar vahídos peligrosos y en algunos llega a trastornar el juicio. Desahógase también el corazón y evapóranse los humos de la fogosidad con mucha espera, y tal vez a su sombra se suele disimular la más picante risa. Ayudan mucho a la proporción del rostro y por poco que se desmanden afean mucho. Son como gnomon del reloj del alma, que señalan el temple de la condición: las leoninas denotan el valor, las aguileñas la generosidad, las prolongadas la mansedumbre, las sutiles la sabiduría y las gruesas la necedad.

—Después del ver, del oír y del oler, dicho se estaba —ponderó Andrenio— que se había de seguir el hablar poco. Paréceme que es la boca la puerta principal desta casa del alma: por las demás entran los objetos, mas por ésta sale ella misma y se manifiesta en sus razones.

—Así es —dijo Artemia— que en esta artificiosa fachata del humano rostro, dividida en sus tres órdenes iguales, la boca es la puerta de la persona real, y por eso tan asistida de la guarda de los dientes y coronada del varonil decoro; aquí asiste lo mejor y lo peor del hombre, que es la lengua: llámase así por estar ligada al corazón.

—Lo que yo no acabo de entender —dijo Andrenio— es a qué propósito juntó en una misma oficina la sabia naturaleza el comer con el hablar. ¿Qué tiene que ver el un ejercicio con el otro? La una es ocupación baja y que se halla en los brutos; la otra es sublime y de solas las personas. A más que de ahí se originan inconvenientes notables; y el primero, que la lengua hable según el sabor que se le pega, ya dulce, ya amargo, agrio o picante; queda muy material de la comida: ya se roza, ya tropieza, habla grueso, se equivoca, se vulgariza y se relaja. ¿No estuviera mejor sola ella, hecha oráculo del espíritu?

—Aguarda —dijo Critilo—, que dificultas bien y casi me haces reparar. Mas con todo eso, apelando a la suma providencia que rige la naturaleza, una gran conveniencia hallo yo en que el gusto coincida con el hablar, para que de esa suerte examine las palabras antes que las pronuncie: másquelas tal vez, pruébelas si son sustanciales, y si advierte que pueden amargar, endúlcelas también; sepa a qué sabe un no y qué estómago le hará al otro: confítelo con el buen modo. Ocúpese la lengua en comer, y aun si pudiera, en otros muchos empleos para que no toda se emplease en el hablar. Siguen a las palabras las obras; en los brazos y en las manos hase de obrar lo que se dice, y mucho más, que si el hablar ha de ser a una lengua, el obrar ha de ser a dos manos.

—¿Por qué se llaman así? —preguntó Andrenio—, que según tú me has enseñado, vienen del verbo latino maneo, que significa quietud, siendo tan al contrario, que ellas nunca han de parar.

—Llamáronlas, así —repondió Critilo—, no porque hayan de estar quietas, sino porque sus obras han de permanecer o porque de ellas ha de manar todo el bien; ellas manan del corazón como ramas encargadas de frutos de famosos hechos, de hazañas inmortales; de sus palmas nacen los frutos victoriosos. Manantiales son del sudor precioso de los héroes y de la tinta eterna de los sabios. ¿No admiras, no ponderas aquella tan acomodada y artificiosa compo sición suya?; que, como fueron formadas para ministras y esclavas de los otros miembros, están hechas de suerte que para todo sirvan; ellas ayudan a oír, son substitutos de la lengua, dan vida con la acción a las palabras, son de la boca ministrando la comida, y al olfato las flores, hacen toldo a los ojos para que vean, hasta ayudar a discurrir, que hay hombres que tienen los ingenios en las manos De modo que todo pasa por ellas: defienden, limpian, visten, curan, componen, llaman y tal vez, rascando, lisonjean.

—Y porque todos estos empleos —dijo Artemia— vayan ajustados a la razón, depositó en ellas la sagaz naturaleza la cuenta, el peso y la medida. En sus diez dedos está el principio y fundamento del número; todas las naciones cuentan hasta diez, y de ahí suben multiplicando. Las medidas todas están en sus dedos, palmo, codo y brazada. Hasta el peso está seguro en la fidelidad de su tiento, sospesando y tanteando. Toda esta puntualidad fue menester para avisar al hombre que obre siempre con cuenta y razón, con peso y con medida. Y realzando más la consideración, advierte que en ese número diez se incluye también el de los preceptos divinos, porque los lleve el hombre entre las manos. Ellas ponen en ejecución los aciertos del alma, encierran en sí la suerte de cada uno. no escrita en aquellas vulgares rayas, ejecutada sí en sus obras. Enseñan también escribiendo, y emplea en esto la diestra sus tres dedos principales, concurriendo cada uno con una especial calidad da la fortaleza el primero y el índice la enseñanza, ajusta el medio, correspondiendo al corazón, para que resplandezcan en los escritos el valor, la sutileza y la verdad. Siendo, pues, las manos las que echan el sello a la virtud, no es de maravillar que, entre todas las demás partes del cuerpo, a ella se les haga cortesía (correspondiendo con estimación) sellando en ella los labios para agradecer y solicitar el bien. Y porque de pies a cabeza contemplemos el hombre tan misterioso, no es menos de observar su movimiento. Son los pies basas de su firmeza, sobre quienes asientan dos columnas, huellan la tierra, despreciándola y tocan della no más de lo preciso para sostener el cuerpo. Van caminando y midiendo su fin, pisan llano y seguro.

—Bien veo yo y aun admiro —dijo Andrenio— la solidez con que atendió a firmar el cuerpo la naturaleza, que en nada se descuida, y para que no cayese hacia delante, donde se arroja, puso toda la planta, y por que no peligrase a un lado ni a otro le apuntaló con ambos pies. Pero no me puedes negar que se descuidó en asegurarle hacia atrás, siendo más peligrosa esta caída, por no poder acudir las manos a exponerse al riesgo con su ordinaria fineza. Remediárase esto con haber igualado el pie de modo que quedara tanto atrás, como adelante, y se aumentaba la proporción.

—No mientes tal cosa —replicó Artemia—, que fuera darle ocasión al hombre para no ir adelante en lo bueno. Sin eso, hay tantos que se retiran de la virtud: ¿qué fuera si tuvieran apoyo en la misma naturaleza? Éste es el hombre por la corteza; que aquella maravillosa composición interior, la armonía de sus potencias, la proporción de sus virtudes, la consonancia de sus afectos y pasiones, ésa quédese para la gran filosofía. Con todo, quiero que conozcas y admires aquella principal parte del hombre, fundamento de todas las demás y fuente de la vida: el corazón.

—¿Corazón? —replicó Andrenio—, ¿qué cosa es y dónde está?

—Es —respondió Artemia— el rey de todos los demás miembros y por eso está en medio del cuerpo como en centro muy conservado, sin permitirse ni aun a los ojos. Llámase así de la palabra latina cura, que significa cuidado, que el que rige y manda siempre fue centro dellos. Tiene también dos empleos: el primero, ser fuente de la vida, ministrando el valor en los espíritus a las demás partes, pero el más principal es el amar, siendo oficina del querer.

—Ahora digo —ponderó Critilo— que con razón se llama corazón, que exprime el cuidadoso; por eso está siempre abrasándose como fénix.

—Su lugar es en el medio —prosiguió Artemia— porque ha de estar en un medio el querer: todo ha de ser con razón, no por extremos. Su forma es en punta hacia la tierra, porque no se roce con ella, sólo la apunte, bástale un indivisible; al contrario, hacia el cielo está muy espacioso, porque de allá reciba el bien, que él sólo puede llenarle. Tiene alas, no tanto para que le refresquen, cuanto para que le realcen. Su color es encendido, gala de la caridad. Críale mejor sangre, para que con el valor se califique la nobleza. Nunca es traidor, necio sí, pues previene antes las desdichas que las felicidades. Pero lo que más es de estimar en él, que no engendra excrementos como las otras partes del cuerpo, porque nació con obligaciones de limpieza, y mucho más en lo formal del vivir; con esto está aspirando siempre a lo más sublime y perfecto.

Desta suerte fue la sabia Artemia filosofando, y ellos aplaudiendo. Pero dejémoslos aquí tan bien empleados, mientras ponderamos los extremos que hizo el engañoso y ya engañado Falimundo.

Picado en lo vivo de que le hubiesen sacado del laberinto de sus enredos (con tanta pérdida de reputación) al perdido Andrenio y algunos otros tan ciegos como él, con tal ardid, de tan mala consecuencia para lo venidero, trató de la venganza y con exceso. Echó mano de la Envidia, gran asesina de buenos y aun mejores, sujeto muy a propósito para cualquier ruindad, que siempre anda entre ruines; comunicóla su sentimiento, exageró el daño y diola orden fuese sembrando cizaña en malicias por toda aquella dilatada villanía. No le fue muy dificultoso, porque aseguran ha siglos que la Vulgaridad maliciosa vive y reina entre villanos desde aquella ocasión en que las dos hermanas, la Lisonja y la Malicia, dejando los patrios lares de su nada, las sacó a volar su madre la ruin Intención con ambiciones de valer en el mundo. La Lisonja, dicen, fue a las cortes, aunque no muy derecha, y que lo acertó para sí, errándolo para todos; porque allí se fue introduciendo tanto, que en pocas horas, no ya días, se levantó con la privanza universal. La Malicia, aunque procuró introducirse, no probó bien ni fue bien vista ni oída; no osaba hablar, que era reventar para ella, andaba sin libertad, y así trató de buscarla; conoció que no era la corte para ella, tomóse la honra (para mejor quitarla) y desterróse voluntariamente. Dio por otro extremo, que fue meterse a villana, y salióle tan bien, que al punto se vio adorada de toda la verídica necedad Allí triunfa porque allí habla, discurre, aunque a lo zonzo, y pega valientes mazadas de necedades, que ella llama verdades. Llegó esto a tanto exceso de crédito y afecto que, porque no se les hurtasen o matasen, trazaron los villanos meterla dentro de sus entrañas, donde la hallan siempre los que menos querrían.

En tan buena sazón, llegó la Envidia y comenzó a sembrar su veneno. Iba dejándose caer recelos en varillas contra Artemia. decía que era otra Circe, si no peor cuanto más encubierta con capa de hacer bien; que había destruido la naturaleza quitándola en su llaneza su verdadera solidez y, con la afectación, aquella natural belleza; ponderaba que se había querido alzar a mayores, arrinconando a la otra y usurpándola el mayorazgo de primera.

—Advertid que después que esta fingida reina se ha introducido en el mundo, no hay verdad, todo está adulterado y fingido, nada es lo que parece, porque su proceder es la mitad del año con arte y engaño, y la otra parte con engaño y arte. De aquí es que los hombres no son ya los que solían, hechos al buen tiempo y a lo antiguo, que fue siempre lo mejor. Ya no hay niños porque no hay candidez. ¿Qué se hicieron aquellos buenos hombres; con aquellos sayos de la inocencia, aquella gente de bien? Ya se han acabado aquellos viejos machuchos, tan sólidos y verdaderos: el sí era sí, y el no era no. Ahora, todo al contrario, no toparéis sino hombrecillos maliciosos y bulliciosos, todo embeleco y fingimiento, y ellos dicen que es artificio. Y el que más tiene desto, vale más, ése se hace lugar en todas partes, medra en armas y aun en letras. Con esto, ya no hay niños: más malicia alcanza hoy uno de siete años que antes uno de setenta. Pues las mujeres, de pies a cabeza una mentira continuada, aliño de cornejas, todo ajeno y el engaño propio. Tiene esta mentida reina arruinadas las repúblicas, destruidas las casas, acabadas las haciendas, porque se gasta el doble en los trajes de las personas y en el adorno de las casas: con lo que hoy se viste una mujer, se vestía antes todo un pueblo. Hasta en el comer nos ha perdido con tanta variedad de manjares y saínetes, que antes todo iba a lo natural y a lo llano. Dice que nos ha hecho personas; yo digo que nos ha deshecho: no es vivir con tanto embeleco, ni es ser hombres el ser fingidos. Todas sus trazas son mentiras y todo su artificio es engañoso. Incitó tanto los ánimos de aquel vulgacho, que en un día se amotinaron todos y dando voces, sin entenderse ni entender, fueron a cercarle el palacio, voceando: «¡Muera la hechicera!» Y aun intentaron pegarla fuego por todas partes.

Aquí conoció la sabia reina cuán su enemiga es la Villanía. Convocó sus valedores; halló que los poderosos ya habían faltado, mas no faltándose a sí mesma, trazó vencer con la maña tanta fuerza. El raro modo con que triunfó de tan vil canalla, el bien ejecutado ardid con que se libró de aquel ejécito villano, léelo en la crisi siguiente.