El Criticón (Primera parte)/Crisi VIII
CRISI OCTAVA.
Las maravillas de Artemia
Buen ánimo contra la inconstante fortuna, buena naturaleza contra la rigurosa ley, buena arte contra la imperfecta naturaleza y buen entendimiento para todo. Es el arte complemento de la naturaleza y un otro segundo ser que por extremo la hermosea y aun pretende excederla en sus obras. Preciase de haber añadido un otro mundo artificial al primero, suple de ordinario los descuidos de la naturaleza, perficionándola en todo: que sin este socorro del artificio, quedara inculta y grosera. Éste fue sin duda el empleo del hombre en el paraíso, cuando le revistió el Criador la presidencia de todo el mundo y la asistencia en aquél para que lo cultivase: esto es, que con el arte lo aliñase y puliese. De suerte que es el artificio gala de lo natural, realce de su llaneza; obra siempre milagros. Y si de un páramo puede hacer un paraíso, ¿qué no obrará en el ánimo cuando las buenas artes emprenden su cultura? Pruébelo la romana juventud, y más de cerca nuestro Andrenio, aunque por ahora tan ofuscado en aquella corte de confusiones, cuya libertad solicitaron los desvelos de Critilo con la felicidad que veremos.
Érase una gran reina, muy celebrada por sus prodigiosos hechos, confinante con este primer rey, y por el consiguiente tan contraria suya que de ordinario traían guerra declarada y muy sangrienta. Llamábase aquélla, que no niega su nombre ni sus hechos, la sabia y discreta Artemia, muy nombrada en todos siglos por sus muchas y raras maravillas; si bien se hablaba de ella con grande variedad, porque aunque los entendidos sentían (y, entre ellos, el primero el tan valeroso como discreto duque del Infantado) de sus acciones como quien ellos son y ella merece, pero lo común era decir ser una valiente maga, una grande hechicera, aunque más admirable que espantosa. Muy diferente de la otra Circe, pues no convertía los hombres en bestias, sino al contrario, las fieras en hombres. No encantaba personas, antes las desencantaba.
De los brutos hacía hombres de razón; y había quien aseguraba haber visto entrar en su casa un estólido jumento, y dentro de cuatro días salir hecho persona. De un topo hacer un lince era fácil para ella; convertía los cuervos en candidas palomas, que era ya más dificultoso, así como hacer parecer leones las mismas liebres, y águilas los tagarotes; de un buho hacía un jilguero. Entregábanle un caballo, y cuando salía de sus manos no le faltaba sino hablar, y aun dicen que realmente enseñaba a hablar las bestias; pero mucho mejor a callar, que no era poco recabarlo de ellas.
Daba vida a las estatuas y alma a las pinturas: hacía de todo género de figuras y figurillas, personas de substancia. Y, lo que más admiraba de los titibilicios, cascabeles y esquiroles hacía hombres de asiento y muy de propósito, y a los chisgarabises infundía gravedad. De una personilla hacía un gigante, y convertía las monerías en madureces; de un hombre de burlas formaba un Catón severo. Hacía medrar un enano en pocos días, que llegaba a ser un Tifeo. Los mismos títeres convertía en hombres substanciales y de fondo, que no hiciera más la misma prudencia. Los ciegos del todo transformaba en Argos, y hacía que los interesados no fuesen los postreros en saber las cosas. Los dominguillos de borra, los hombrecillos de paja, convertía en hombres de veras. A las víboras ponzoñosas, no sólo les quitaba todo el veneno, pero hacía triaca muy saludable de ellas.
En las personas ejercitaba su saber y su poder con más admiración cuanto era mayor la dificultad, porque a los más incapaces infundía saber, que casi no ha dejado bobos en el mundo, y sí algunos maliciosos. Daba, no sólo memoria a los entronizados, pero entendimiento a los infelices; de un loco declarado hacía un Séneca, y de un hijo de vecino un gran ministro; de un alfeñique un capitán general tan valiente como un duque de Alburquerque, y de un osado mozo un virrey excelentísimo del mismo Napoles; de un pigmeo un gigantón de las Indias; de unos horribles monstruos hacía ángeles, cosa que estimaban mucho las mujeres.
Viéronla a veces, de repente, hacer de un páramo un pensil, y que prendían los árboles donde no prendieran las varas mismas. Dondequiera que ponía el pie formaba luego una corte y una ciudad tan culta como la misma Florencia; ni le era imposible erigir una triunfante Roma.
Desta suerte y a esta traza, contaban de ella que no acababan cosas tan maravillosas como plausibles. Llegó esta noticia al no sordo Critilo cuando más desahuciado estaba. Informóse muy por menudo de quién era Artemia, dónde y cómo reinaba, y concibió al punto que en hablarla consistía su remedio. No pudo recabar de Andrenio, ni con ruegos ni razones, que le siguiese. Y así él, después de haber velado sobre el caso, trazó huirse; y no tuvo tanta dificultad como imaginaba, que en este orden de cosas el que quiere puede. Rompió con todo, que es el único medio, y saltó por el portillo de dar en la cuenta, aquel que todos cuantos abren los ojos le hallan. Salió, al fin, tan dichoso como contento, y ya libre, metióse en camino para la corte de la deseada Artemia a consultarle el rescate de su amigo, que llevaba más atravesado en su corazón cuando más dél se apañaba.
Encontró por el camino muchos que también iban allá, unos por curiosidad y otros por su provecho, que eran más cuerdos. Contaban todos cosas y casos portentosos: que amansaba los leones y que con dos palabras que les decía los tornaba humanos y sufridos; que desencantaba las serpientes y las hacía andar derechas; tomaba de ojo a los basiliscos, quitándoles las niñas porque no matasen ni miradas ni mirando: que todas eran cosas bien útiles y raras.
—Todo eso es nada —dijo uno— con el prevalecer contra las mismas sirenas y transformarlas en matronas, aquel convenir en tórtolas las lobas; y lo más que puede imaginar, que de una Venus bestial hizo una virgen vestal.
—Eso es gran cosa —dijeron todos.
Campeaba ya su artificioso palacio muy superior a todo, y con estar en puesto tan eminente, hacía subir las aguas de los ríos a dar la obediencia a su poderosa maña con un raro artificio, ejemplar de aquel otro del famoso artífice que al mismo Tajo dio un corte de aguas cristalinas. Estaba todo él coronado de flores en jardines, prodigios también fragrantes, porque las espinas eran rosas, y las maravillas de todo el año; hasta los olmos daban peras, y uvas los espinos; de los más secos corchos sacaba jugo y aun néctar; y los peros, en Aragón tan indigestos, aquí se nacían confitados. Oíanse en los estanques cantar los cisnes en todo tiempo; hízosele muy de nuevo a Critilo, porque en otras partes de tal suerte enmudecen que aun en la hora de la muerte, aunque comúnmente se dice que cantan, ninguno se halla que los haya oído.
—Es —le dijeron— que como son tan candidos, si cantan ha de ser la verdad, y como ésa es tan mal oída, han dado en el arbitrio de enmudecer; sólo en aquel trance, apretados de la conciencia o porque ya no tienen más que perder, cantan alguna verdad. Y de aquí se dijo que tal predicador o tal ministro hablaron claro, el secretario Fulano desbuchó muchas verdades, el otro consejero descubrió su pecho, estando todos para morir. A la puerta estaba un león que le había convertido en una mansísima oveja, y un tigre en un cordero. Por los balcones había muchas parleras, digo aves, en conversación, manteniendo la tela los papagayos, aunque los tordos se picaban de su nombre. Los gatos y los alanos de su casa ya no arañaban apretados ni mordían rabiosos, sino que, reconociendo leales su gran dueño, besaban sus generosas plantas. Estábanles aguardando a la puerta muchas y bien aliñadas doncellas, aunque mecánicas y de escalera abajo; otras más nobles y liberales le subieron arriba y le ensalzaron a la oficina en que la discretísima Artemia, asistida de los varones eminentes (señalándole a cada uno su puesto el grande apreciador de las eminencias, don Vivencio de Lastanosa), estaba actualmente ocupada en hacer personas de unos leños. Tenía un rostro muy compuesto, ojos penetrantes; su hablar, aunque muy medido, muy gustoso; sobre todo, tenía extremadas manos que daban vida a todo aquello en que las ponía; todas sus facciones muy delicadas, su talle muy airoso y bien proporcionado, y en una palabra, toda ella de muy buen arte.
Recibió con agradable bizarría a Critilo, celebrándole por muy de su genio, sacándolo por la pinta, y añadió que con razón se llamó el rostro faz, porque él mismo está diciendo lo que hace y, facies en latín, lo que facíes. Llegó Critilo a saludarla, logrando favores tan agradables. Extrañó ella que un varón discreto viniese, no ya sólo, mas sí tanto; que la conversación, decía, es de entendidos y ha de tener mucho de gracia, y de las gracias, ni más ni menos de tres. Aquí, distilando el corazón en lágrimas, Critilo:
—Otros tantos —repondió— solemos ser un otro camarada que dejo por dejado, y siempre se nos junta otro tercero de la región donde llegamos, que tal vez nos guía, y tal nos pierde, como ahora. que por eso vengo a ti, ¡oh gran remediadora de desdichas!, solicitando tu favor y tu poder para rescatar este otro yo, que queda mal cautivo, sin saber de quién ni cómo.
—Pues si no sabes dónde le dejas, ¿cómo le hemos de hallar'
—Aquí entran tus prodigios —replicó él—: a más de que ahí queda en la corte (juráralo yo que ahí había de ser su perdición) de un rey famoso sin ser nombrado, poderoso por lo universal y singular por lo desconocido.
—¡Tate! —dijo ella—, ya estás entendido (que fue favor substancial): él queda sin duda en la Babilonia, que no corte, de mi grande enemigo Falimundo, porque ahí perece el mundo entero y todos acaban porque no acaban. Pero, mejor ánimo en la peor fortuna, que no nos ha de faltar ardid contra el engaño.
Mandó llamar uno de sus mayores ministros, gran confidente suyo; que acudió tan pronto como voluntario; parecía hombre de propósito, y aun ilustre, por lo claro y verdadero. A éste le confió la empresa, informándole muy bien Critilo de lo pasado y Artemia de lo nacedero. Entrególe juntamente un espejo de purísimo cristal, obra grande de uno de los siete griegos, explicándole su manejo y eficacia. Y él empeñó su industria: vistióse al uso de aquel país, con la misma librea que los criados de Falimundo, que era de muchos dobleces, pliegues, aforros y contraforros, senos, bolsillos, sobrepuestos, alforzas y capa para todas las cosas. Desta suerte se partió pronto a cumplir el preciso mandato. Quedó Critilo tan hallado como favorecido en la corte de Artemia, muy entretenido y aun aprovechado, viéndola cada día obrar mayores prodigios: porque la vio convertir un villano zafio en un cortesano galante, cosa que parecía imposible; de un montañés hizo un gentilhombre, que fue también gran primor del arte, y no menor hacer de un vizcaíno un elocuente secretario. Convertía las capas de bayeta raídas en terciopelos, y aun en felpas, un manteo deslucido de un pobre estudiante en una púrpura eminente, y una gorra en una mitra. Los que servían en una parte hacía mandasen en otra y tal vez el mundo todo, pues de un zagal que guardaba una piara hizo un pastor universal: obrando con más poder a mayor distancia, porque se le vio levantar un mozo de espuelas a Belengabor, y de un lacayo un señor de la Tenza.
Y de tiempos pasados contaban mayores cosas, pues la vieron transformar las aguijadas en cetros y hacer un César de un escribano. Mejoraba los rostros mismos, de modo que de la noche a la mañana se desconocían, mudando los pareceres de malos en buenos, y éstos en mejores. De hombres muy livianos hacía hombres graves, y de otros muy flacos, hombres de mucha substancia. Y era de modo que todos los defectos del cuerpo suplía: hacía espaldas, era pies y manos para unos, y daba ojos a otros, dientes y cabellos; y lo que es más, remendaba corazones, haciéndolos de las mismas tripas: que todos eran milagros de su artificio. Pero lo que más admiró a Critilo fue verla coger entre las manos un palo, un tronco, y irle desbastando hasta hacer dél un hombre que hablaba de modo que se le podía escuchar; discurría y valía, al fin, lo que bastaba para ser persona. Pero dejémosle tan bien entretenido y sigamos un rato al prudente anciano que camina en busca de Andrenio a la corte del famoso rey Falimundo.
Duraban aún los juegos bacanales. Andaban las máscaras más validas que en la misma Barcelona; no hubo hombre ni mujer que no saliese con la suya, y todas eran ajenas. Había de todos modos, no sólo de diablura, pero de santidad y de virtud, con que engañaban a muchos simples: que los sabios claramente les decían se las quitasen. Y es cosa notable que todos tomaban las ajenas y aun contrarias, porque la vulpeja salía con máscara de cordero, la serpiente de paloma, el usurero de limosnero, la ramera de rezadora y siempre en romerías, el adúltero de amigo del marido, la tercera de saludadora, el lobo del que ayuna, el león de cordero, el gato con barba a lo romano, con hechos de tal, el asno de león mientras calla, el perro rabioso de risa por tener falda, y todos de burla y engaño. Comenzó el viejo a buscar a Andrenio por aquellas encrucijadas, que no calles; y, aunque llevaba las señas tan individuales, él estaba tan trocado que no le conociera el mismo Critilo, porque ya los ojos no los tenía ni claros ni abiertos como antes, sino muy oscuros y casi ciegos, que los ministros de Falimundo ponen toda su mira en quitarla; ya no hablaba con su voz, sino con la ajena; no oía bien, y todo iba a mal andar: que si los hombres son otros de la noche a la mañana, ¡qué sería en aquel centro de la mentira! Con todo, valiéndose de su industria, y por otras señales más seguras de la ocasión y del tiempo, vino a tener lengua dél. Hallóle un día perdiendo muchos en mirar cómo otros perdían sus haciendas, y aun las conciencias. Había un gran partido de pelota, propio entretenimiento del mundo, y así, se jugaba en su gran calle a dos bandas muy contrarias, porque los unos de los jugadores unos eran blancos y los otros negros, unos altos y otros bajos, éstos pobres, aquéllos ricos, y todos diestros, como quien no hace otro eternamente. Las pelotas eran de viento, tan grandes como cabezas de hombres, que un pelotero llenaba de viento por ojos y por oídos, dejándolas tan huecas como hinchadas. Cogíalas el que las sacaba a plaza, y diciendo que jugaba con toda verdad (pues todo es burla y todo juego), daba con la pelota por aquellos aires con más presteza cuanto más impulso; rebatíala el otro sin dejarla reposar un instante; todos la sacudían de sí con notable destreza, que en eso consistía su ganancia: ya estaba tan alta que se perdía de vista, ya tan baja que iba rodando por aquellos suelos entre el lodo y la basura; uno la daba del pie y otro de mano, pero los más con unas que parecían lenguas y eran palas: ya andaba entre los de arriba, ya entre los de abajo, padeciendo grandes altibajos. Gritaba uno que ganaba quince, y era así, que a los quince años suele ser la ganancia del vicio y la pérdida de la virtud. Otro decía treinta, y tenía por ganado el juego, cuanto a tanta edad no se sabe. Deste modo la fueron peloteando hasta que cayó en tierra reventada, donde la pisaron: que en esto había de parar, y tan a su costa ganaron unos y se entretenían todos.
—Éstas —dijo Andrenio, volviéndose hacia quien le buscaba— parecen cabezas de hombres.
—Y lo son —respondió el viejo—, y una de ellas es la tuya: de hombres, digo, descabezados, más llenas de viento que de entendimiento, y otras de borra, de enredos y mentiras. Rebútelas el mundo de su vanidad, cógenlas aquellos de arriba, que son los contentos y felicidades, y arrójanlas a los de abajo, que son sus contrarios, los pesares y calamidades con todo género de mal: ya está el hombre miserable entre unos, ya entre otros, ya abatido, ya ensalzado; todos le sacuden y le arrojan, hasta que reventado viene a parar entre la azada y la pala, en el lodo y la hediondez de un sepulcro.
—¿Quién eres tú, que tanto ves?
—¿Quién eres tú, que estás ciego?
Fuésele poco a poco introduciendo, ganóle la voluntad para ganarle el entendimiento. Fuele descubriendo Andrenio sus esperanzas y las grandes promesas de valer. Vista la sazón, díjole el viejo:
—Ten por cierto que por ese camino jamás llegarás a ver este rey, cuanto menos hablarle; dependes de su querer, y él nunca querrá: que le va el ser en no ser conocido. El medio que sus ministros toman para que [no] le veas es cegarte; mira tú cuán poco miras. Hagamos una cosa: ¿qué me darás y yo te lo mostraré esta misma tarde?
—¿Burlas de mí?— le dijo Andrenio.
—No, porque siempre estoy de veras. No quiero otra cosa de ti sino que le mires bien cuando te le mostrare.
—Eso es pedirme lo que deseo.
Señalaron hora y acudieron puntuales, el uno como deseoso y el otro verdadero; y cuando Andrenio creyó le llevaría a Palacio y le introduciría por el favor o por el secreto, vio que le sacaba fuera, apartándole más. Quiso volverse, pareciéndole mayor embuste éste que todos los pasados. Detúvole el Prudente, diciendo:
—Advierte que lo que no se puede ver cara a cara, se procura por indirecta. Subamos a aquella eminencia, que levantados de tierra yo sé que descubriremos mucho. Subieron a lo alto, que caía enfrente de las mismas ventanas de Falimundo. Estando aquí, dijo Andrenio:
—Paréceme que veo mucho más que antes.
De que se holgó harto el compañero, porque en el ver y conocer consistía su total remedio. Hacíase ojos Andrenio mirando hacia Palacio por ver si podía brujulear alguna realidad, más en vano, que estaban las ventanas unas con celosías muy espesas y otras con vidrieras.
—No ha de ser de ese modo —dijo el viejo—, sino al contrario, volviendo las espaldas, que las cosas del mundo todas se han de mirar al revés para verlas al derecho. Sacó en esto el espejo del seno y, desenvolviéndole de un cendal, púsose delante, encarándole muy bien a las ventanas contrarias de Palacio.
—Mire ahora —le dijo—, contempla bien y procura satisfacer tu deseo. ¡Cosa rara y inaudita!, comenzó a espantarse y a temer tanto Andrenio, que casi desmayaba.
—¿Qué tienes, qué ves? —le preguntó el anciano.
—¡Qué he de ver! Lo que no quisiera ni creyera. Veo un monstruo, el más horrible que vi en mi vida, porque no tiene pies ni cabeza; ¡qué cosa tan desproporcionada, no corresponde parte a parte, ni dice uno con otro en todo él!, ¡qué fieras manos tiene, y cada una de su fiera, ni bien carne ni pescado, y todo lo parece! ¡Qué boca tan de lobo, donde jamás se vio verdad! Es niñería la quimera en su cotejo: ¡qué agregado de monstruosidades! ¡Quita, quítamele [de] delante, que moriré de espanto! Pero el prudente compañero le decía:
—Cúmpleme la palabra, nota aquel rostro, que a la primera vista parece verdadero, y no es de hombre, sino de vulpeja; de medio arriba es serpiente; tan torcido tiene el cuerpo y sus entrañas tan revueltas, que basta a revolverlas; el espinazo tiene de camello, y hasta en la nariz tiene corcova; el remate es de sirena, y aun peor, tales son sus dejos. No puede ir derecho; ¿no ves como tuerce el cuello?, anda acorvado, y no de bien inclinado. Las manos tiene gafas, los pies tuertos, la vista atravesada. Y a todo esto, habla en falsete, para no hablar ni proceder bien en cosa alguna.
—¡Basta —dijo Andrenio—, que reviento!
—Y basta que a ti te sucede lo que a todos los otros —dijo el viejo—, que en viéndole una vez tienen harto, nunca más le pueden ver: eso es lo que yo deseaba.
—¿Quién es este monstruo coronado? —preguntó Andrenio—, ¿quién este espantoso rey?
—Éste es —dijo el anciano— aquel tan nombrado y tan desconocido de todos, aquel cuyo es todo el mundo por sola una cosa que le falta; éste es aquel que todos platican y le tratan, y ninguno le queria en su casa, sino en la ajena; éste es aquel gran cazador con una red tan universal que enreda todo el mundo; éste es el señor de la mitad del año, primero, y de la otra mitad después; éste, el poderoso (entre los necios) juez a quien tantos se apelan, condenándose; éste, aquel príncipe universal de todos, no sólo de hombres, pero de las aves, de los peces y de las fieras; éste es, finalmente, el tan famoso, el tan sonado, el tan común Engaño.
—No hay más que aguardar —dijo Andrenio—. Vamonos de aquí, que ya estoy más lejos dél cuanto más cerca.
—Aguarda —dijo el viejo—, que quiero que conozcas toda su parentela.
Ladeó un poco el espejo y apareció una urca más furiosa que la de Orlando, una vieja más embelecadora que la de Sempronio.
—¿Quién es esta meguera? —preguntó Andrenio.
—Ésta es su madre, la que manda y gobierna; ésta es la Mentira.
—¡Qué cosa tan vieja!
—Ha muchos años que nació.
—¡Qué cosa tan fea! Cuando se descubre, parece que cojea.
—Por eso la alcanzan luego.
—¡Qué de gente le acompaña!
—Todo el mundo.
—Y de buen porte.
—Ésos son los más allegados.
—¿Y aquellos dos enanos?
—El Sí y el No, que son sus meninos.
—¡Qué de promesas, qué de ofrecimientos, excusas, cumplimientos, favores! Hasta las alabanzas le acompañan.
Torció el espejo a un lado y a otro, y descubrieron mucha gente honrada, aunque no de bien:
—Aquélla es la Ignorancia su abuela; la otra su esposa la Malicia, la Necedad su hermana; aquellos otros sus hijos y hijas, los Males, las Desdichas, el Pesar, la Vergüenza, el Trabajo, el Arrepentimiento, la Perdición, la Confusión y el Desprecio. Todos aquellos que le están al lado, son sus hermanos y primos, el Embuste, el Embeleco y el Enredo, grandes hijos deste siglo y desta era. ¿Estás contento Andrenio? —Le preguntó el viejo.
—Contento no, pero desengañado sí. Vamos, que los instantes se me hacen siglos: una misma cosa me es dos veces tormento, primero deseada y después aborrecida. Salieron ya por la puerta de la luz de aquel Babel del Engaño. Iba Andrenio a medio gusto, que nunca llega a ser entero. Examinóle el viejo de su nueva pena, y respondióle:
—¡Qué quieres!, que aún no me he hallado todo.
—¿Qué te falta?
—La mitad.
—¿Qué, algún camarada?
—Más.
—¿Algún hermano?
—Aún es poco.
—¿Tu padre?
—Por ahí, por ahí: un otro yo, que lo es un amigo verdadero.
—Tienes razón, mucho has perdido si un amigo perdiste, y será bien dificultoso hallar otro. Pero, dime, ¿era discreto?
—Sí, y mucho.
—Pues no se habrá perdido para sí. ¿No supiste qué se hizo?
—Díjome iba a la corte de una reina, tan sabia como grande, llamada Artemia.
—Si era entendido, como dices, yo lo creo, allá habrá aportado. Consuélate, que allá vamos también, que quien te sacó del Engaño ¿dónde te ha de llevar sino al Saber?, digo, a la corte de tan discreta reina.
—¿Quién es esta gran mujer y tan señora, nombrada en todas partes? —preguntó Andrenio.
Y el anciano:
—Con razón la llamas señora, que no hay señorío sin saber. Comenzando por su nobilísima prosapia, dícense de ella cosas grandes: aseguran unos que desciende del mismo cielo y que salió del cerebro soberano; otros dicen ser hija del Tiempo y de la Observación, hermana de la Experiencia; ni falta quien, por otro extremo, porfía que es hija de la Necesidad, nieta del Vientre; pero yo sé bien que es parto del Entendimiento. Vivió antiguamente (que no es niña, sino muy persona en todo), como tan favorecida de las monarquías, en sus mayores cortes. Comenzó en los asirios, pasó a los egipcios y caldeos, fue muy estimada en Atenas, gran teatro de la Grecia, en Corinto y en Lacedemonia; pasó después a Roma con el imperio, donde, en competencia del valor, la laurearon, cediendo los arneses a las togas. Los godos, gente inculta, la comenzaron a despreciar, desterrándola de todo su distrito; apuróla y aun pretendió acabar con ella la bárbara morisma y húbose de acoger a la famosa tetrarquía de Carlo Magno, donde estuvo muy acreditada. Mas hoy, a la fama de la mayor, la más dilatada y poderosa monarquía española, que ocupa entrambos mundos, se ha mudado a este augusto centro de su estimación.
—¿Cómo no habita en su famosa corte, aplaudida de todas las naciones de tan universal imperio, venerada de sus cultos cortesanos, y no aquí en medio de la intolerable villanía? —replicó Andrenio—; que si son dichosos los que habitan las ciudades, más lo serán ellos cuanto mayores ellas.
—Porque quiere probarlo todo —respondió el anciano—. Íbale muy mal en las cortes, donde tiene más enemigos cuanto mayores vicios; vivió ya entre los cortesanos donde experimentó tan a su costa las persecuciones de la infelicidad y de la malicia, la falta de verdad, la sobra de embeleco, y aun averiguó que había allá más necedad cuanto más presumida. Muchas veces la he oído decir que si allí hay más cultura, aquí más bondad, si allí más puestos, aquí más lugar; allí empleos, aquí tiempo; allí se pasa, aquí se logra: y que esto es vivir y aquello acabar.
—Con todo eso —replicó Andrenio— yo más quisiera haberlas con bellacos que con tontos; malo es todo, pero de verdad que la necedad es intolerable, y más para entendidos: perdóneme la sabia Artemia.
Relumbraba ya su alcázar, cielo equivocado, bordado todo de inscripciones y coronado de vítores. Fueron bien recibidos, con agradecimientos al viejo, y Andrenio con abrazos, asegurándole certezas quien no le regateaba permisiones. Aquí, en honra de sus dos huéspedes, obró Artemia sus más célebres prodigios; y no sólo en los otros, sino en ellos mismos, y más en Andrenio, que necesitaba de sus realces. Viose muy persona en poco tiempo y muy instruido para adelante; que si un buen consejo es bastante para nacer dichosa toda la vida, ¿qué obrarían en él tantos y tan importantes? Comunicáronla su vida y su fortuna, noticia de superior gusto para ella, por lo raro. Alternó, curiosa, muchas preguntas a Andrenio, haciéndole repetir una y muchas veces aquella su primera admiración cuando salió a ver el mundo, la novedad que le causó este gran teatro del universo.
—Una cosa deseo mucho oírte —le dijo a Andrenio— y es, entre tantas maravillas criadas como viste, entre tantos prodigios como admiraste, ¿cuál fue el que más te satisfizo?
Lo que respondió Andrenio nos lo diga la otra crisi.