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El Criticón (Primera parte)/Crisi V

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CRISI QUINTA.

Entrada del Mundo

Cauta, si no engañosa, procedió la naturaleza con el hombre al introducirle en este mundo, pues trazó que entrase sin género alguno de conocimiento, para deslumhrar todo reparo: a escuras llega, y aun a ciegas, quien comienza a vivir, sin advertir que vive y sin saber qué es vivir. Críase niño, y tan rapaz, que cuando llora, con cualquier niñería le acalla y con cualquier juguete le contenta. Parece que le introduce en un reino de felicidades, y no es sino un cautiverio de desdichas; que cuando llega a abrir los ojos del alma, dando en la cuenta de su engaño, hállase empeñado sin remedio, vese metido en el lodo de que fue formado: y ya ¿qué pude hacer sino pisarlo, procurando salir dél como mejor pudiere? Persuádome que si no fuera con este universal ardid, ninguno quisiera entrar en un tan engañoso mundo, y que pocos aceptaran la vida después si tuvieran estas noticias antes. Porque ¿quién, sabiéndolo, quisiera meter el pie en un reino mentido y cárcel verdadera a padecer tan muchas como varias penalidades?: en el cuerpo, hambre, sed, frío, calor, cansancio, desnudez, dolores, enfermedades; y en el ánimo, engaños, persecuciones, envidias, desprecios, deshonras, ahogos, tristezas, temores, iras, desesperaciones; y salir al cabo condenado a miserable muerte, con pérdida de todas las cosas, casa, hacienda, bienes, dignidades, amigos, parientes, hermanos, padres y la misma vida cuando más amada. Bien supo la naturaleza lo que hizo, y mal el hombre lo que aceptó. Quien no te conoce, ¡oh vivir!, te estime; pero un desengañado tomara antes haber sido trasladado de la cuna a la urna, del tálamo al túmulo. Presagio común es de miserias el llorar al nacer, que aunque el más dichoso cae de pies, triste posesión toma; y el clarín con que este hombre rey entra en el mundo no es otro que su llanto, señal que su reinado todo ha de ser de penas: pero ¿cuál puede ser una vida que comienza entre los gritos de la madre que la da y los lloros del hijo que la recibe? Por lo menos, ya que le faltó el conocimiento, no el presagio de sus males, y si no los concibe, los adivina.

Ya estamos en el mundo —dijo el sagaz Critilo al incauto Andrenio, al saltar juntos en tierra—. Pésame que entres en él con tanto conocimiento, porque sé que te ha de desagradar mucho. Todo cuanto obró el Supremo Artífice está tan acabado que no se puede mejorar; mas todo cuanto han añadido los hombres es imperfecto. Criólo Dios muy concertado, y el hombre lo ha confundido: digo, lo que ha podido alcanzar; que aun donde no ha llegado con el poder, con la imaginación ha pretendido trabucarlo. Visto has hasta ahora las obras de la naturaleza y admirádolas con razón; verás de hoy adelante las del artificio, que te han de espantar. Contemplado has las obras de Dios; notarás las de los hombres y verás la diferencia. ¡Oh cuán otro te ha de parecer el mundo civil del natural y el humano del divino! Ve prevenido en este punto, para que ni te admires de cuanto vieres, ni te desconsueles de cuanto experimentares.

Comenzaron a discurrir por un camino tan trillado como solo y primero, mas reparó Andrenio que ninguna de las humanas huellas miraba hacia atrás: todas pasaban adelante, señal de que ninguno volvía. Encontraron a poco rato una cosa bien donosa y de harto gusto: era un ejército desconcertado de infantería, un escuadrón de niños de diferentes estados y naciones, como lo mostraban sus diferentes trajes. Todo era confusión y vocería. Íbalos primero recogiendo y después acaudillando una mujer bien rara, de risueño aspecto, alegres ojos, dulces labios y palabras blandas, piadosas manos, y toda ella caricias, halagos y cariños. Traía consigo muchas criadas de su genio y de su empleo para que los asistiesen y sirviesen; y así, llevaban en brazos los pequeñuelos, otros de los andadores, y a los mayorcillos de la mano, procurando siempre pasar adelante. Era increíble el agasajo con que a todos acariciaba aquella madre común, atendiendo a su gusto y regalo, y para esto llevaba mil invenciones de juguetes con que entretenerlos. Había hecho también gran provisión de regalos, y en llorando alguno, al punto acudía afectuosa haciéndole fiestas y caricias, concediéndole cuanto pedía a trueque de que no llorase; con especialidad cuidaba de los que iban mejor vestidos, que parecían hijos de gente principal, dejándoles salir con cuanto querían. Era tal el cariño y agasajo que esta al parecer ama piadosa les hacía, que los mismos padres la traían sus hijuelos y se los entregaban, fiándolos más della que de sí mismos.

Mucho gustó Andrenio de ver tanta y tan donosa infantería, no acabando de admirar y reconocer al hombre niño. Y tomando en sus brazos uno en mantillas, decíale a Critilo:

—¿Es posible que éste es el hombre? ¡Quién tal creyera que este casi insensible, torpe y inútil viviente ha de venir a ser un hombre tan entendido a veces, tan prudente y tan sagaz como un Catón, un Séneca, un conde de Monterrey!

—Todo es extremos el hombre —dijo Critilo—. Ahí verás lo que cuesta el ser persona. Los brutos luego lo saben ser, luego corren, luego saltan; pero al hombre cuéstale mucho porque es mucho.

—Lo que más me admira —ponderó Andrenio— es el indecible afecto desta rara mujer: ¿qué madre como ella?, ¿puédese imaginar tal fineza? Desta felicidad carecí yo, que me crié dentro de las entrañas de un monte y entre fieras; allí lloraba hasta reventar, tendido en el duro suelo, desnudo, hambriento y desamparado, ignorando estas caricias.

—No envidies —dijo Critilo— lo que no conoces, ni la llames felicidad hasta que veas en qué para. Destas cosas toparás muchas en el mundo, que no son lo que parecen, sino muy al contrario. Ahora comienzas a vivir; irás viviendo y viendo.

Caminaban con todo este embarazo sin parar ni un instante, atravesando países; aunque sin hacer estación alguna, y siempre cuesta abajo, atendiendo mucho la que conducía el pigmeo escuadrón a que ninguno se cansase ni lo pasase mal; dábales de comer una vez sola, que era todo el día.

Hallábanse al fin de aquel paraje metidos en un valle profundísimo rodeado a una y otra banda de altísimos montes, que decían ser los más altos puertos deste univeral camino. Era noche, y muy oscura, con propiedad lóbrega. En medio desta horrible profundidad, mandó hacer alto aquella engañosa hembra, y mirando a una y otra parte, hizo la señal usada: con que al mismo punto (¡oh maldad no imaginada!, ¡oh traición nunca oída!) comenzaron a salir de entre aquellas breñas y por las bocas de las grutas ejércitos de fieras, leones, tigres, osos, lobos, serpientes y dragones, que arremetiendo de improviso dieron en aquella tierna manada de flacos y desarmados corderillos, haciendo un horrible estrago y sangrienta carnicería, porque arrastraban a unos, despedazaban a otros, mataban, tragaban y devoraban cuantos podían: mostruo había que de un bocado se tragaba dos niños y, no bien engullidos aquéllos, alargaba las garras a otros dos; fiera había que estaba desmenuzando con los dientes el primero y despedazando con las uñas el segundo, no dando treguas a su fiereza. Discurrían todas por aquel lastimoso teatro, babeando sangre, teñidas las bocas y las garras en ella. Cargaban muchas con dos y con tres de los más pequeños y llevábanlos a sus cuevas para que fuesen pasto de sus ya fieros cachorrillos. Todo era confusión y fiereza, espectáculo verdaderamente fatal y lastimero. Y era tal la candidez o simplicidad de aquellos infantes tiernos, que tenían por caricias el hacer presa en ellos y por fiesta el despedazarlos, convidándolas ellos mismos risueños y provocándolas con abrazos. Quedó atónito, quedó aterrado Andrenio viendo una tan horrible traición, una tan impensada crueldad; y, puesto en lugar seguro, a diligencias de Critilo, lamentándose decía: —¡Oh traidora, oh bárbara, oh sacrilega mujer, más fiera que las mismas fieras!, ¿es posible que en esto han parado tus caricias?, ¿para esto era tanto cuidado y asistencia?, ¡oh inocentes corderillos, qué temprano fuisteis víctima de la desdicha!, ¡qué presto llegasteis al degüello!, ¡oh mundo engañoso!, ¿y esto se usa en ti?, ¿destas hazañas tienes? Yo he de vengar por mis propias manos una maldad tan increíble.

Diciendo y haciendo, arremetió furioso para despedazar con sus dientes aquella cruel tirana; mas no la pudo hallar, que ya ella, con todas sus criadas, habían dado la vuelta en busca de otros tantos corderillos para traerlos vendidos al matadero: de suerte que ni aquéllas cesaban de traer, ni éstas de despedazar, ni de llorar Andrenio tan irreparable daño. En medio de tan espantosa confusión y cruel matanza, amaneció de la otra parte del valle, por lo más alto de los montes, con rumbos de aurora, una otra mujer (y con razón otra) que, tan cercada de luz como rodeada de criadas, desalada cuando más volando, descendía a librar tanto infante como perecía. Ostentó su rostro muy sereno y grave: que de él y de la mucha pedrería de su recamado ropaje despedía tal inundación de luces, que pudieron muy bien suplir, y aun con ventajas, la ausencia del rey del día. Era hermosa por extremo y coronada por reina entre todas aquellas beldades sus ministras. ¡Oh dicha rara!, al mismo punto que la descubrieron las encarnizadas fieras, cesando de la mantanza, se fueron retirando a todo huir y, dando espantosos aullidos, se hundieron en sus cavernas. Llegó piadosa ella y comenzó a recoger los pocos que habían quedado; y aun esos, muy mal parados de araños y de heridas. Íbanlos buscando con gran solicitud aquellas hermosísimas doncellas, y aun sacaron muchos de las oscuras cuevas y de las mismas gargantas de los monstruos, recogiendo y amparando cuanto pudieron. Y notó Andrenio que eran éstos de los más pobres y de los menos asistidos de aquella maldita hembra; de modo que en los más principales, como más lúcidos, habían hecho las fieras mayor riza. Cuando los tuvo todos juntos, sacólos a toda priesa de aquella tan peligrosa estancia, guiándolos de la otra parte del valle el monte arriba, no parando hasta llegar a lo más alto, que es lo más seguro. Desde allí se pusieron a ver y contemplar con la luz que su gran libertadora les comunicaba el gran peligro en que habían estado, y hasta entonces no conocido. Teniéndolos ya en salvo fue repartiendo preciosísimas piedras, una a cada uno, que, sobre otras virtudes contra cualquier riesgo, arrojaban de sí una luz tan clara y apacible que hacían de la noche día; y lo que más se estimaba era el ser indefectible. Fuelos encomendando al algunos sabios varones, que los apadrinasen y guiasen siempre cuesta arriba hasta la gran ciudad del mundo.

Ya en esto, se oían otros tantos alaridos de otros tantos niños que, acometidos en el funesto valle de las fieras, estaban pereciendo. Al mismo punto, aquella piadosa reina, con todas sus amazonas, marchó volando a socorrerlos.

Estaba atónito Andrenio de lo que había visto, parangonando tan diferentes sucesos, y en ellos la alternación de males y de bienes de esta vida.

—¡Qué dos mujeres éstas tan contrarias! —decía—. ¡Qué asuntos tan diferentes! ¿No me dirás, Critilo, quién es aquella primera, para aborrecerla, y quién esta segunda, para celebrarla?

—¿Qué te parece —dijo— de esta primera entrada del mundo? ¿No es muy conforme a él y a lo que yo te decía? Nota bien lo que acá se usa. ¡Y si tal es el principio, dime cuáles serán sus progresos y sus fines!: para que abras los ojos y vivas siempre alerta entre enemigos. Saber deseas quién es aquella primera y cruel mujer que tú tanto aplaudías: créeme que ni el alabar ni el vituperar ha de ser hasta el fin. Sabrás que aquella primera tirana es nuestra mala inclinación, la propensión al mal. Ésta es la que luego se apodera de un niño, previene a la razón y se adelanta; reina y triunfa en la niñez, tanto que los proprios padres con el intenso amor que tienen a sus hijuelos condescienden con ellos, y porque no llore el rapaz le conceden cuanto quiere, déjanle hacer su voluntad en todo y salir con la suya siempre: y así, se cría vicioso, vengativo, colérico, glotón, terco, mentiroso, desenvuelto, llorón, lleno de amor proprio y de ignorancia, ayudando de todas maneras a la natural, siniestra inclinación. Apodéranse con esto de un muchacho sus pasiones, cobran fuerza con la paternal conivencia, prevalece la depravada propensión al mal, y ésta, con sus caricias, trae un tierno infante al valle de las fieras a ser presa de los vicios y esclavo de sus pasiones. De modo que cuando llega la Razón, que es aquella otra reina de la luz, madre del desengaño, con las virtudes sus compañeras, ya los halla depravados, entregados a los vicios, y muchos de ellos sin remedio; cuéstale mucho sacarlos de las uñas de sus malas inclinaciones, y halla grande dificultad en encaminarlos a lo alto y seguro de ia virtud, porque es llevarlos cuesta arriba. Perecen muchos y quedan hechos oprobio de su vicio, y más los ricos, los hijos de señores y de príncipes, en los cuales el criarse con más regalo es ocasión de más vicio; los que se crían con necesidad y tal vez entre los rigores de una madrastra son los que mejor libran, como Hércules, y ahogan estas serpientes de sus pasiones en la misma cuna.

—¿Qué piedra tan preciosa es esta —preguntó Andrenio— que nos ha entregado a todos con tal recomendación?

—Has de saber —le respondió Critilo— que lo que fabulosamente atribuyeron muchos a algunas piedras, aquí se halla ser evidencia, porque ésta es el verdadero carbunclo que resplandece en medio de las tinieblas, así de la ignorancia como del vicio; éste es el diamante finísimo que entre los golpes del padecer y entre los incendios del apetecer está más fuerte y brillante; ésta es la piedra de toque que examina el bien y mal; ésta, la imán atenta al norte de la virtud; finalmente, ésta es la piedra de todas las virtudes que los sabios llaman el dictamen de la razón, el más fiel amigo que tenemos. Así iban confiriendo, cuando llegaron a aquella tan famosa encrucijada donde se divide el camino y se diferencia el vivir: estación célebre por la dificultad que hay, no tanto de parte del saber cuanto del querer, sobre qué senda y a qué mano se ha de echar. Viose aquí Critilo en mayor duda, porque siendo la tradición común ser dos los caminos (el plausible, de la mano izquierda, por lo fácil, entretenido y cuesta abajo, y al contrario el de mano derecha, áspero, desapacible y cuesta arriba), halló con no poca admiración que eran tres los caminos, dificultando más su elección.

—¡Válgame el cielo! —decía—: ¿y no es éste aquel tan sabido bivio donde el mismo Hércules se halló perplejo sobre cuál de los dos caminos tomaría? Miraba adelante y atrás, preguntándose a sí mismo:

—¿No es ésta aquella docta letra de Pitágoras, en que cifró toda la sabiduría, que hasta aquí procede igual y después se divide en dos ramos, uno espacioso del vicio y otro estrecho de la virtud, pero con diversos fines, que el uno va a parar en el castigo y el otro en la corona? Aguarda —decía—, ¿dónde están aquellos dos aledaños de Epicteto, el abstine en el camino del deleite y el sustine en el de la virtud? Basta que habemos llegado a tiempos que hasta los caminos reales se han mudado.

—¿Qué montón de piedras es aquél —preguntó Andrenio— que está en medio de las sendas?

—Lleguémonos allá —dijo Critilo—, que el índice del numen vial juntamente nos está llamando y dirigiendo. Éste es el misterioro montón de Mercurio, en quien significaron los antiguos que la sabiduría es la que ha de guiar y que por donde nos llama el cielo habemos de correr: eso está voceando aquella mano.

—Pero el montón de piedras ¿a qué propósito? —replicó Andrenio—: ¡Extraño despejo del camino, amontonando tropiezos!

—Estas piedras —respondió suspirando Critilo— las arrojan aquí los viandantes, que en eso pagan la enseñanza: ése es el galardón que se le da a todo maestro, y entiendan los de la verdad y virtud que hasta las piedras se han de levantar contra ellos. Acerquémonos a esta coluna, que ha de ser el oráculo en tanta perplejidad.

Leyó Critilo el primer letrero, que con Horacio decía: Medio hay en las cosas; tú no vayas por los extremos. Estaba toda ella, de alto a bajo, labrada de relieve con extremado artificio, compitiendo los primeros materiales de la simetría con los formales del ingenio; leíanse muchos sentenciosos aforismos, y campeaban historias alusivas. Íbalas admirando Andrenio y comentándolas Critilo con gustoso acierto. Allí vieron al temerario joven montando en la carroza de luces, y su padre le decía: Ve por el medio y correrás seguro.

—Éste fue —declaró Critilo— un mozo que entró muy orgulloso en un gobierno, y por no atender a la mediocridad prudente (como le aconsejaban sus ancianos), perdió los estribos de la razón, y tantos vapores quiso levantar en tributos, que lo abrasó todo, perdiendo el mundo y el mando.

Seguíase Ícaro desalado en caer, pasando de un extremo á otro, de los fuegos a las aguas, por más que le voceaba Dédalo: ¡Vuela por el medio!

—Éste fue otro arrojado —ponderaba Critilo— que no contento con saber lo que basta, que es lo conveniente, dio en sutilezas mal fundadas, y tanto quiso adelgazar, que le mintieron las plumas y dio con sus quimeras en el mar de un común y amargo llanto: que va poco de pennas a penas. Aquél es el célebre Cleóbulo que está escribiendo en tres cartas consecutivas esta palabra sola, Modo, al rey que en otras tres le había pedido un consejo digno de su saber para reinar con acierto. Mira aquel otro de los siete de la Grecia eternizado sabio por sola aquella sentencia: Huye en todo la demasía, porque siempre dañó más lo más que lo menos.

Estaban de relieve todas las virtudes con plausibles empresas en tarjetas y roleos. Comenzaban por orden, puesta cada una en medio de sus dos viciosos extremos y en lo bajo la Fortaleza (asegurando el apoyo a las demás) recostada sobre el cojín de una coluna media entre la Temeridad y la Cobardía. Procediendo así todas las otras, remataba la Prudencia como reina, y en sus manos tenía una preciosa corona con este lema: Para el que ama la mediocridad de oro. Leíanse otras muchas inscripciones que formaban lazos y servían de definiciones al Artificio y al Ingenio. Coronaba toda esta máquina elegante la Felicidad muy serena, recodada en sus varones sabios y valerosos, ladeaba también de sus dos extremos, el Llanto y la Risa, cuyos atlantes eran Heráclito y Demócrito, llorando siempre aquél, y éste riendo.

Mucho gustó Andrenio de ver y de entender aquel maravilloso oráculo de toda la vida. Mas ya en esto se había juntado mucha gente en pocas personas, porque los más, sin consultar otro numen que su gusto, daban por aquellos extremos llevados de su antojo y su deleite. Llegó uno, y sin informarse, muy a lo necio echó por otro extremo bien diferente del que todos creyeron, que fue por el de presumido, con que se perdió luego. Tras éste venía un vano que tan mal y sin preguntar, pero con lindo aire, tomó el camino más alto; y como él estaba vacío de hueco y el viento iba arreciando, vencióle presto y dio con él allí abajo, con venganza de muchos: que, como iba tan alto, el subir y el caer fue a vista y a risa de todo el mundo. Había un camino sembrado de abrojos, y cuando se persuadió Andrenio que ninguno iría por él, vio que muchos se apasionaban y había puñadas sobre cuál sería el primero. El carril de las bestias era el más trillado, y preguntándole a un hombre (que lo parecía) cómo iba por allí, respondió que por no irse solo. Junto a éste estaba otro camino muy breve, y todos los que iban por él hacían gran prevención de manjares y de regalos, mas no caminaban mucho, que más son los que mueren de ahito que de hambre. Pretendían algunos ir por el aire, pero desvanecíaseles la cabeza, con que caían; y éstos de ordinario no daban en cielo ni en tierra. Encarrilaban muchos por un paseo muy ameno y delicioso, íbanse de prado en prado muy entretenidos y placenteros, saltando y bailando, cuando a lo mejor caían rendidos, sudando y gritando, sin poder dar un paso, haciendo malísimas caras por haberlas hecho buenas. De un paso se quejaban todos que era muy peligroso, infestado siempre de ladrones; y con que lo sabían, echaban no pocos por él, diciendo que ellos se entenderían con los otros: y al cabo, todos se hacían ladrones, robándose unos a otros. Preguntaban unos (con no poca admiración de Andrenio y gusto de Critilo, por topar quien reparase y se informase), pedían cuál era el camino de los perdidos: creyeron que para huir dél, y fue al contrario, que en sabiéndolo, tomaron por allí la derrota.

—¿Hay tal necedad? —dijo Andrenio.

Y viendo entre ellos algunos personajes de harta importancia, preguntáronles cómo iban por allí, y respondieron que ellos no iban, sino que los llevaban. No era menos calificada la de otros que todo el día andaban alrededor, moliéndose y moliendo, sin pasar adelante ni llegar jamás al centro. No hallaban el camino otros: todo se les iba en comenzar a caminar; nunca acababan, y luego paraban, no acertando a dar un paso, con las manos en el seno y si pudieran aun metieran los pies: éstos jamás llegaban al cabo con cosa. Dijo uno que él quería ir por donde ningún otro hubiese caminado jamás: nadie le pudo encaminar; tomó el de su capricho y presto se halló perdido.

—¿No adviertes —dijo Critilo— que casi todos toman el camino ajeno y dan por el extremo contrario de lo que se pensaba? El necio da en presumido, y el sabio hace del que no sabe; el cobarde afecta el valor y todo es tratar de armas y pistolas y el valiente las desdeña; el que tiene da en no dar y el que no tiene desperdicia; la hermosa afecta el desaliño y la fea revienta por parecer; el príncipe se humana y el hombre bajo afecta divinidades; el elocuente calla, y el ignorante se lo quiere hablar todo; el diestro no osa obrar, y el zurdo no para. Todos, al fin, verás que van por extremos, errando el camino de la vida de medio a medio. Echemos nosotros por el más seguro, aunque no tan plausible, que es el de una prudente y feliz medianía, no tan dificultoso como el de los extremos por contenerse siempre en un buen medio.

Pocos le quisieron seguir, mas luego que se vieron encaminados sintieron una notable alegría interior y una grande satisfacción de la conciencia. Advirtieron más que aquellas preciosas piedras, ricas prendas de la razón, comenzaron a resplandecer tanto, que cada una parecía un brillante lucero, haciéndose lenguas en rayos y diciendo: «¡Éste es el camino de la verdad, y la verdad de la vida!» Al contrario, todas las de aquellos que siguieron sus antojos se vieron perder su luz; de modo que parecieron quedar de todo punto ofuscadas, y ellos eclipsados: tan errado el dictamen como el camino. Viendo Andrenio que caminaban siempre cuesta arriba, dijo:

—Este camino más parece que nos lleva al cielo que al mundo.

—Así es —le respondió Critilo—, porque son las sendas de la eternidad, y aunque vamos metidos en nuestra tierra, pero muy superiores a ella, señores de los otros y vecinos a las estrellas; ellas nos guíen, que ya estamos engolfados entre Scila y Caribdis del mundo. Esto dijo al entrar en una de sus más célebres ciudades, gran Babilonia de España, emporio de sus riquezas, teatro augusto de las letras y las armas, esfera de la nobleza y gran plaza de la vida humana.

Quedó espantado Andrenio de ver el mundo, que no le conocía; mucho más admirado que allá cuando salió a verlo de su cueva. Pero ¿qué mucho?, si allí lo miraba de lejos y aquí tan de cerca, allí contemplando, aquí experimentando: que todas las cosas se hallan muy trocadas cuando tocadas. Lo que más novedad le causó fue el no topar hombre alguno, aunque los iban buscando con afectación, en una ciudad populosa y al sol de medio día.

—¿Qué es esto —decía Andrenio—, dónde están estos hombres? ¿Qué se han hecho? ¿No es la tierra su patria y tan amada, el mundo su centro, y tan requerido? Pues ¿cómo lo han desamparado, dónde habrán ido que más valgan?

Iban por una y otra aparte solícitamente buscándolos sin poder descubrir uno tan sólo, hasta que… Pero cómo y dónde los hallaron, nos lo contará la otra crisi.