El Criticón (Primera parte)/Crisi VI

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CRISI SEXTA.

Estado del Siglo

Quien oye decir mundo concibe un compuesto de todo lo criado muy concertado y perfecto, y con razón, pues toma el nombre de su misma belleza: mundo quiere decir lindo y limpio; imagínase un palacio muy bien trazado, al fin por la infinita sabiduría, muy bien ejecutado por la omnipotencia, alhajado por la divina bondad para morada del rey hombre, que como partícipe de razón presida en él y le mantenga en aquel primer concierto en que su divino Hacedor le puso. De suerte que mundo no es otra cosa que una casa hecha y derecha por el mismo Dios y para el hombre, ni hay otro modo cómo poder declarar su perfección. Así había de ser, como el mismo nombre lo blasona, su principio lo afianza y su fin lo asegura; pero cuán al contrario sea esto y cuál le haya parado el mismo hombre, cuánto desmienta el hecho al dicho, pondérelo Critilo, que con Andrenio se hallaban ya en el mundo, aunque no bien hallados en fee de tan personas.

En busca iban de los hombres sin poder descubrir uno, cuando al cabo de rato y cansancio toparon con medio, un medio hombre y medio fiera. Holgóse tanto Critilo cuanto se inmutó Andrenio, preguntando:

—¿Qué monstruo es éste tan extraño?

—No temas —respondió Critilo— , que éste es más hombre que los mismos: éste es el maestro de los reyes y rey de los maestros, éste es el sabio Quirón. ¡Oh qué bien nos viene y cuán a la ocasión!, pues él nos guiará en esta primera entrada del mundo y nos enseñará a vivir, que importa mucho a los principios. Fuese para él, saludándole, y correspondió el centauro con doblada humanidad; díjole cómo iban en busca de los hombres y que después de haber dado cien vueltas no habían podido hallar uno tan sólo.

—No me espanto —dijo él—, que no es este siglo de hombres: digo, aquellos famosos de otros tiempos. ¿Qué, pensabais hallar ahora un don Alonso el Magnánimo en Italia, un Gran Capitán en España, un Enrico IV en Francia haciendo corona de su espada y de sus guarniciones lises? Ya no hay tales héroes en el mundo, ni aun memoria dellos.

—¿No se van haciendo? —replicó Andrenio.

—No llevan traza, y para luego es tarde.

—Pues de verdad que ocasiones no han faltado: ¿cómo no se han hecho? —preguntó Critilo.

—Porque se han desecho. Hay mucho que decir en ese punto —ponderó el Quirón—. Unos lo quieren ser todo, y al cabo son menos que nada: valiera más no hubieran sido. Dicen también que corta mucho la envidia con las tijerillas de Torneras; pero yo digo que ni es eso, ni esotro, sino que mientras el vicio prevalezca no campeará la virtud, y sin ella no puede haber grandeza heroica. Creedme que esta Venus tiene arrinconadas a Belona y a Minerva en todas partes, y no trata ella sino con viles herreros que todo lo tiznan y todo lo yerran. Al fin, no nos cansemos, que él no es siglo de hombres eminentes ni en las armas ni en las letras. Pero, decidme, dónde los habéis buscado. Y Critilo:

—¿Dónde los habemos de buscar sino en la tierra? ¿No es ésta su patria y su centro?

—¡Qué bueno es eso! —dijo el centauro—. ¡Mira cómo los habíais de hallar! No los habéis de buscar ya en todo el mundo, que ya han mudado de hito: nunca está quieto el hombre, con nada se contenta.

—Pues menos los hallaremos en el cielo —dijo Andrenio.

—Menos, que no están ya ni en cielo ni en tierra.

—Pues ¿dónde los habemos de buscar?

—¿Dónde?: en el aire.

—¿En el aire?

—Sí, que allí se han fabricado castillos, en el aire, torres de viento, donde están muy encastillados sin querer salir de su quimera.

—Según eso —dijo Critilo— , todas sus torres vendrán a serlo de confusión, y por no ser Janos de prudencia, les picarán las cigüeñas manuales señalándolos con el dedo y diciendo: «Éste ¿no es aquel hijo de aquel otro?» De suerte que con lo que ellos echaron a las espaldas los demás les darán en el rostro.

—Otros muchos —prosiguió el Quirón— se han subido a las nubes, y aun hay quien no levantándose del polvo pretende tocar con la cabeza en las estrellas; paséanse no pocos por los espacios imaginarios, camaranchones de su presunción, pero la mayor parte hallaréis acullá sobre el cuerno de la luna, y aun pretenden subir más alto, si pudieran.

—¡Tiene razón —voceó Andrenio—, acullá están, allá los veo! Y aun allí andan empinándose, tropezando unos y cayendo otros, según las mudanzas suyas y de aquel planeta, que ya les hace una cara, y ya otra; y aun ellos también no cesan entre sí de armarse zancadillas, cayendo todos con más daño que escarmiento.

—¡Hay tal locura! —repetía Critilo—. ¿No es la tierra su lugar proprio del hombre, su principio y su fin? ¿No les fuera mejor conservarse en este medio, y no querer encararmarse con tan evidente riesgo? ¿Hay tal disparate?

—Sí lo es grande —dijo el semihombre—; materia de harta lástima para unos, y de risa para otros, ver que el que ayer no se levantaba de la tierra, ya le parece poco un palacio; ya habla sobre el hombro el que ayer llevaba la carga en él; el que nació entre las malvas pide los artesones de cedro; el desconocido de todos, hoy desconoce a todos; el hijo tiene el puntillo de los muchos que dio su padre; el que ayer no tenía para pasteles, asquea el faisán; blasona de linajes el de conocido solar; el vos es señoría. Todos pretenden subir y ponerse sobre los cuernos de la luna, más peligrosos que los de un toro, pues estando fuera de su lugar es forzoso dar abajo con ejemplar infamia. Fuelos guiando a la Plaza Mayor, donde hallaron paseándose gran multitud de fieras, y todas tan sueltas como libres, con notable peligro de los incautos: había leones, tigres, leopardos, lobos, toros, panteras, muchas vulpejas; ni faltaban sierpes, dragones y basiliscos.

—¿Qué es esto? —dijo turbado Andrenio— , ¿dónde estamos? ¿Es ésta población humana o selva ferina?

—No tienes que temer; que cautelarte, sí —dijo el centauro. —Sin duda que los pocos hombres que habían quedado se han retirado a los montes —ponderó Critilo— por no ver lo que en el mundo pasa, y que las fieras se han venido a las ciudades y se han hecho cortesanas.

—Así es —repondió Quirón—. El león de un poderoso, con quien no hay poderse averiguar, el tigre de un matador, el lobo de un ricazo, la vulpeja de un fingido, la víbora de una ramera, toda bestia y todo bruto han ocupado las ciudades; esas rúan las calles, pasean las plazas y los verdaderos hombres de bien no osan parecer, viviendo retirados dentro de los límites de su moderación y recato.

—¿No nos sentaríamos en aquel alto —dijo Andrenio— para poder ver cuando no gozar, con seguridad y señorío?

—Eso no —respondió Quirón—. No está el mundo para tomarlo de asiento.

—Pues arrimémonos aquí a una de estas colunas —dijo Critilo.

—Tampoco, que todos son falsos los arrimos de esta tierra: Vamos paseando y pasando. Estaba muy desigual el suelo, porque a las puertas de los poderosos, que son los ricos, había unos grandes montones que relucían mucho.

—¡Oh qué de oro! —dijo Andrenio. Y el Quirón:

—Advierte que no lo es todo lo que reluce. Llegaron más cerca y conocieron que era basura dorada. Al contrario, a las puertas de los pobres y desvalidos había unas tan profundas y espantosas simas, que causaban horror a cuantos las miraban; y así, ninguno se acercaba de mil leguas: todos las miraban de lejos. Y es lo bueno que todo el día, sin cesar, muchas y grandes bestias estaban acarreando hediondo estiércol, y lo echaban sobre el otro, amontonando tierra sobre tierra.

—¡Cosa rara —dijo Andrenio— , aun enconomía no hay! ¿No fuera mejor echar toda esta tierra en aquellos grandes hoyos de los pobres, con que se emparejara el suelo y quedara todo muy igual?

—Así había de ser para bien ir —dijo Quirón—. Pero ¿qué cosa va bien en el mundo? Aquí veréis platicado aquel célebre imposible tan disputado de los filósofos, conviniendo todos en que no se puede dar vacío en la naturaleza: he aquí que en la humana esta gran monstruosidad cada día sucede. No se da ya en el mundo a quien no tiene, sino a quien más tiene. A muchos se les quita la hacienda porque son pobres, y se les adjudica a otros porque la tienen. Pues las dádivas, no van sino a donde hay, ni se hacen los presentes a los ausentes. El oro dora la plata; ésta acude al reclamo de otra. Los ricos son los que heredan, que los pobres no tienen parientes; el hambriento no halla un pedazo de pan, y el ahito está cada día convidado; el que una vez es pobre, siempre es pobre: y desta suerte, todo el mundo le hallaréis desigual.

—Pues ¿por dónde iremos? —preguntó Andrenio.

—Echemos por el medio y pasaremos con menos embarazo y más seguridad.

—Paréceme —dijo Critilo— que veo ya algunos hombres: por lo menos, que ellos lo piensan ser.

—Esos lo serán menos —dijo Quirón— , verlo has presto. Asomaban ya por un cabo de la plaza ciertos personajes que caminaban, de tan graves, con las cabezas hacia abajo por el suelo, poniéndose del lodo, y los pies para arriba muy empinados, echando piernas al aire, sin acertar a dar un paso: antes, a cada uno caían, y aunque se maltrataban harto, porfiaban en querer ir de aquel modo tan ridículo como peligroso. Comenzó Andrenio a admirar y Critilo a reír.

—Haced cuenta —dijo el Quirón— que soñáis despiertos. ¡Oh qué bien pintaba el Bosco!; ahora entiendo su capricho. Cosas veréis increíbles. Advertid que los que habían de ser cabezas por su prudencia y saber, esos andan por el suelo, despreciados, olvidados y abatidos; al contrario, los que habían de ser pies por no saber las cosas ni entender las materias, gente incapaz, sin ciencia ni experiencia, esos mandan. Y así va el mundo, cual digan dueñas: mejor fuera dueños. No hallaréis cosa con cosa. Y a un mundo que no tiene pies ni cabeza, de merced se le da el descabezado. No bien pasaron éstos, que todos pasan, cuando venían otros, y eran los más y que se preciaban de muy personas. Caminaban hacia atrás, y a este modo todas sus acciones las hacían al revés.

—¡Qué otro disparate! —dijo Andrenio—. Si tales caprichos hay en el mundo, llámese casa de orates hermanados.

—¿No nos puso —ponderó Critilo— la próvida naturaleza los ojos y los pies hacia delante para ver por dónde andamos y andar por donde vemos con seguridad y firmeza? Pues ¿cómo estos van por donde no ven y no miran por dónde van?

—Advertid —dijo Quirón— que los más de los mortales, en vez de ir adelante en la virtud, en la honra, en el saber, en la prudencia y en todo, vuelven atrás. Y así, muy pocos son los que llegan a ser personas: cual y cual, un conde de Peñaranda. ¿No veis aquella mujer lo que forceja, cejando en la vida? No querría pasar de los veinte, ni aquella otra de los treinta, y en llegando a un cero se hunden allí, como en trampa de los años, sin querer pasar adelante; aún mujeres no quieren ser: siempre niñas. Mas ¡cómo estira dellas aquel vejezuelo coxo, y la fuerza que tiene! ¿No veis cómo las arrastra llevándolas por los cabellos? Con todos los de aquella otra se ha quedado en las manos, todos se los ha arrancado. ¡Qué puñada le ha pegado a la otra! No la ha dejado diente. Hasta las cejas las harta de años. ¡Oh qué mala cara le hacen todas!

—Aguarda, ¿mujeres? —dijo Andrenio—, ¿dónde están? ¿Cuáles son?, que yo no las distingo de los hombres. ¿Tú no me dijiste, ¡oh Critilo!, que los hombres eran los fuertes y las mujeres las flacas, ellos hablaban recio y ellas delicado, ellos vestían calzón y capa, y ellas basquinas? Yo hallo que todo es al contrario, porque, o todos son ya mujeres, o los hombres son los flacos y afeminados; ellas, las poderosas: Ellos tragan saliva, sin osar hablar, y ellas hablan tan alto, que aun los sordos las oyen; ellas mandan el mundo, y todos se les sujetan. Tú me has engañado.

—Tienes razón —aquí suspirando Critilo—, que ya los hombres son menos que mujeres. Más puede una lagrimilla mujeril que toda la sangre que derramó el valor, más alcanza un favor de una mujer que todos los méritos del saber. No hay vivir con ellas, ni sin ellas. Nunca más estimadas que hoy: todo lo pueden y todo lo pierden. Ni vale haberlas privado la atenta naturaleza del decoro de la barba, ya para nota, ya para dar lugar a la vergüenza, y todo no basta.

—Según eso —dijo Andrenio—, ¿el hombre no es el rey del mundo, sino el esclavo de la mujer?

—Mirad —respondió el Quirón—, él es el rey natural, sino que ha hecho a la mujer su valido, que es lo mismo que decir que ella lo puede todo. Con todo eso, para que las conozcáis, aquéllas son que cuando más han de menester el juicio y el valor, entonces les falta más. Pero sean excepción de mujeres las que son más que hombres: la gran Princesa de Rosano y la excelentísima señora Marquesa de Valdueza. Más admiración les causó uno que, yendo a caballo en una vulpeja, caminaba hacia atrás, nunca seguido, sino torciendo y revolviendo a todas partes; y todos los del séquito, que no eran pocos, procedían del mismo modo, hasta un perro viejo que de ordinario le acompañaba.

—¿Veis a éste? —advirtió Quirón—; pues yo os aseguro que no se mueve de necio.

—Yo lo creo —dijo Critilo—, que todos me parece van por extremos en el mundo. ¿Quién es éste, dinos, que pica más en falso que en falto?

—¿No habéis oído nunca nombrar el famoso Caco? Pues éste lo es de la política: digo, un caos de la razón de Estado. De este modo corren hoy los estadistas, al revés de los demás; así proceden en sus cosas para desmentir toda atención ajena, para deslumhrar discursos. No querrían que por las huellas les rastreasen sus fines: señalan a una parte y dan en otra; publican uno y ejecutan otro; para decir no, dicen sí; siempre al contrario, cifrando en las encontradas señales su vencimiento. Para éstos es menester un otro Hércules que, con la maña y la fuerza, averigüe sus pisadas y castigue sus enredos. Observó de buena nota Andrenio que los más hablaban a la boca, y no al oído, y que los que escuchaban, no sólo no se ofendían de semejante grosería, sino que antes bien gustaban tanto de ello que abrían las bocas de par en par, haciendo de los mismos labios orejas, hasta disrilárseles el gusto.

—¿Hay tal abuso? —dijo el mismo—. Las palabras se oyen, que no se comen ni se beben, y éstos todo se lo tragan; verdad es que nacen en los labios, pero mueren en el oído y se sepultan en el pecho. Éstos parece que las mascan y que se relamen con ellas.

—Gran señal —dijo Critilo— de poca verdad, pues no les amargan.

—¡Oh! —dijo Quirón—, ¿no veis que ya se usa hablarle a cada uno al sabor de su paladar? ¿No adviertes, ¡oh Andrenio!, aquel señor cómo se está saboreando con las lisonjas de azúcar? ¡Qué hartazgos se da de adulación! Créeme que no oye, aunque lo parece, porque todo se lo lleva el viento. Repara en aquel otro príncipe que hace de engullir mentiras: todo se lo persuade; mas hay una cosa, que en toda su vida dejó de creer mentira alguna, con que escuchó tantas, ni creyó verdad, aunque oyó tan pocas. Pues aquel otro necio desvanecido ¿de qué piensas tú que está tan hinchado? ¡Eh!, que no es de sustancia: no es sino aire y vanidad.

—Ésta debe ser la causa —ponderó Critilo— que oyen tan pocas verdades los que más debrían: ellas amargan, y como ellos las escuchan con el paladar, o no se las dicen, o no tragan alguna; y la que acierta a pasar les hace tan mal estómago, que no la pueden digerir. Lo que les ofendió mucho fue el ver unos vilísimos esclavos de si mismos arrastrando eslabonados hierros: las manos (no con cuerdas, ni aun con esposas) atadas para toda acción buena, y más para las liberales; el cuello, con la argolla de un continuo, aunque voluntario, ahogo; los pies con grillos, que no les dejaban dar un paso por el camino de la fama; tan cargados de hierros cuan desnudos de aceros. Y con una nota tan descarada, estaban muy entronizados, cortejados y aplaudidos, mandando a hombres muy hombres, ingenuos y principales, gente toda de noble condición; éstos servían a aquéllos, obedeciéndolos en todo, y aun los llevaban en peso, poniendo el hombro a tan vil carga. Aquí ya dio voces Andrenio, sin poderlo tolerar:

—¡Oh quién pudiera llegar —decía— y barajar aquellas suertes! ¡Oh cómo derribara yo a puntillazos aquellas mal empleadas sillas y las trocara en lo que habían de ser y ellos tan bien merecen!

—No grites —dijo Quirón— , que nos perdemos.

—¿Qué importa, si todo va perdido?

—¿No ves tú que son éstos los poderosos, los que etcétera?

—¿Éstos?

—Sí, estos esclavos de sus apetitos, siervos de sus deleites, los Tiberios, los Nerones, los Calígulas, Heliogábalos y Sardanápalos, ésos son los adorados; y al contrario, los que son los verdaderos señores de sí mismos, libres de toda maldad, ésos son los humillados. En consecuencia de esto, mira aquellos muy sanos de corazón tendidos en el suelo, y aquellos otros tan malos muy en pie; los de buen color en todas sus cosas andan descaecidos, y aquellos a quienes su mala conciencia les ha robado el color, por lo que robaron, están empinados; los de buenas entrañas no se pueden tener ni conservar, y los que las tienen dañadas corren; los que les huele mal el aliento están alentados, los cojos tienen pies y manos, todos los ciegos tienen palo: de suerte que todos los buenos van por tierra y los malos andan ensalzados.

—¡Oh qué bueno va el mundo! —dijo Andrenio. Pero lo que les causó gran novedad, y aun risa, fue ver un ciego que no veía gota (aunque sí bebía muchas), con unos ojos más oscuros que la misma vileza, con más nubes que un mayo: con toda esta ceguera, venía hecho guía de muchos que tenían la vista clara; él los guiaba ciego y ellos le seguían mudos, pues en nada le repugnaban.

—¡Esta sí —exclamó Andrenio— que es brava ceguera!

—Y aun torpe también —dijo Critilo—. Que un ciego guíe a otro, gran necedad es, pero ya vista, y caer ambos en una profundidad de males; pero que un ciego de todas maneras, quiera guiar a los que ven, ése es disparate nunca oído.

—Yo —dijo [Andrenio]— no me espanto que el ciego pretenda guiar a los otros, que, como él no ve, piensa que todos los demás son ciegos y que proceden del mismo modo, a tientas y a tontas; mas ellos, que ven y advierten el peligro común, que con todo eso le quieran seguir, tropezando a cada punto y dando de ojos a cada paso hasta despeñarse en un abismo de infelicidades, ésa es una increíble necedad y una monstruosa locura.

—Pues advertid —dijo Quirón— que éste es un error muy común, una desesperación transcendental, necedad de cada día y mucho más de nuestros tiempos. Los que menos saben tratan de enseñar a los otros; unos hombres embriagos intentan leer cátedra de verdades. De suerte que habemos visto que un ciego de la torpe afición de una mujer tan fea cuan infame, llevó infinitas gentes tras sí, despeñándose todos en un profundo de eterna calamidad: y ésta no es la octava maravilla, el octavo monstruo sí, que el primer paso de la ignorancia es presumir saber, y muchos sabrían si no pensasen que saben. Oyeron en esto un gran ruido, como de pendencia, en un rincón de la plaza, entre diluvios del populacho. Era una mujer, origen siempre del ruido, muy fea, pero muy aliñada: mejor fuera prendida. Servíala de adorno todo un mundo, cuando ella le descompone todo. Metía a voces su mal pleito, y a gritos se formaba cuando más se deshacía. Habíalas contra otra mujer muy otra en todo, y aun por eso su contraria. Era ésta tan linda cuan desaliñada, mas no descompuesta. Iba casi desnuda: unos decían que por pobre, otros que por hermosa. No respondía palabra, que ni osaba ni la oían. Todo el mundo la iba en contra, no sólo el vulgo, sino los más principales, y aun…, pero más vale enmudecer con ella: todos se conjuraron en perseguirla. Pasando de las burlas a las veras, de las voces a las manos, comenzaron a maltratarla; y cargó tanta gente, que casi la ahogaban, sin haber persona que osase ni quisiese volver por ella. Aquí, naturalmente compasivo, Andrenio fue a ponérsele al lado, más detúvole el Quirón, diciendo:

—¿Qué haces? ¿Sabes con quién te tomas y por quién vuelves? ¿No adviertes que te declaras contra la plausible Mentira, que es decir contra todo el mundo, y que te han de tener por loco? Quisiéronla vengar los niños con sólo decirla, mas como flacos y contra tantos y tan poderosos, no fue posible prevalecer, con lo cual quedó de todo punto desamparada la hermosísima Verdad, y poco a poco, a empellones, la fueron todos echando tan lejos que aun hoy no parece ni se sabe dónde haya parado.

—Basta que no hay justicia en esta tierra— decía Andrenio.

—¡Cómo no! —le replicó el Quirón—, pues de verdad que hay hartos ministros suyos: justicia hay, y no puede estar muy lejos estando tan cerca la Mentira. Asomó en esto un hombre de aspecto agrio, rodeado de gente de juicio; y así como le vio, se fue para él la Mentira a informarle con muchas razones de la poca que tenía. Respondióla que luego firmara la sentencia en su favor, a tener plumas. Al mismo instante, ella le puso en las manos muchos alados pies, con que volando firmó el destierro de la Verdad, su enemiga, de todo el mundo.

—¿Quién es aquél —preguntó Andrenio— que para andar derecho lleva por apoyo el torcimiento en aquella flexible vara?

—Éste —respondió Quirón— es juez.

—Ya el nombre se equivoca con el vendedor del Justo. Notable cosa, que toca primero para oír después. ¿Qué significa aquella espada desnuda que lleva delante, y para qué la lleva?

—Ésa —dijo Quirón— es la insignia de la dignidad, y juntamente instrumento del castigo; con ella corta la mala yerba del vicio.

—Más valiera arrancarla de cuajo —replicó Critilo—. Peor es a veces segar las maldades, porque luego vuelven a brotar con más pujanza y nunca mueren del todo.

—Así había de ser —respondió Quirón—, pero ya los mismos que habían de acabar los males son los que los conservan, porque viven dellos.

Mandó luego ahorcar, sin más apelación, un mosquito y que lo hiciesen cuartos porque había caído el desdichado en la red de la ley. Pero a un elefante que las había atropellado todas, sin perdonar humanas ni divinas, le hizo una gran bonetada al pasar cargado de armas prohibidas, bocas de fuego, buenas lanzas, ganzúas, chuzones, y aun le dijo que aunque estaba de ronda, si era servido, le irían acompañando todos sus ministros hasta dejarle en su cueva. ¡Qué paso éste para Andrenio! Y no paró aquí, sino que a otro desventurado, que encogiéndose de hombros no osaba hablar alto, lo mandó pasear. Y preguntando unos por qué le azotaban, respondían otros:

—Porque no tiene espaldas; que, a tenerlas, él hombreara como aquellos que van allí cargados dellas, con más cargas a más cargos.

Desapareció el juez, cuando comenzó a llevarse los ojos y los aplausos un valiente hombre que pudiera competir con el mismo Pablo de Parada. Venía armado de un temido peto conjugado por todos tiempos, números y personas; traía dos pistolas, pero muy dormidas en sus fundas, a lo descansado; caballo desorejado, y no por culpas suyas; dorado espadín en sólo el nombre, hembra en los hechos, nunca desnuda por lo recatada; coronábase de plumas, avechucho de la bizarría, que no del valor.

—Éste —preguntó Andrenio—, ¿es hombre o es monstruo? —Bien dudas —acudió Quirón— que algunas naciones la primera vez que le vieron le imaginaron todo una cosa, caballo y hombre. Éste es soldado; así lo estuviera en las costumbres: no anduviera tan rota la conciencia.

—¿De qué sirven éstos en el mundo?

—¿De qué? Hacen guerra a los enemigos.

—¡No la hagan mayor a los amigos!

—Éstos nos defienden.

—¡Dios nos defienda de ellos!

—Éstos pelean, destrozan, matan y aniquilan nuestros contrarios.

—¿Cómo puede ser eso, si dicen que ellos mismos los conservan?

—Aguarda, yo digo lo que debrían hacer por oficio, pero está ya el mundo tan depravado, que los mismos remediadores de los males los causan en todo género de daños. Éstos, que habían de acabar las guerras, las alargan; su empleo es pelear, que no tienen otros juros ni otra renta, y como acabada la guerra quedarían sin oficio ni beneficio, ellos popan al enemigo, porque papan dél. ¿Para qué han de matar las centinelas al marqués de Pescara, si viven dél? Que hasta el atambor sabe estos primores. Y así, veréis que la guerra que a lo más tirar estas nuestras barras pudiera durar un año, dura doce, y fuera eterna si la felicidad y el valor no se hubieran juntado hoy en un marqués de Mortara. Lo mismo sienten todos de aquel otro que también viene a caballo para acaballo todo. Éste tiene por asunto y aun obligación hacer de los malos, buenos; pero él obra tan al revés, que de los buenos hace malos, y de los malos, peores. Éste trae guerra declarada contra la vida y la muerte, enemigo de entrambas, porque querría a los hombres ni mal muertos ni bien vivos, sino malos, que es un malísimo medio. Para poder él comer, hace de modo que los otros no coman; él engorda cuando ellos enflaquecen; mientras están entre sus manos, no pueden comer; y si escapan de ellas, que sucede pocas veces, no les queda qué comer. De suerte que ellos viven en gloria cuando los demás en pena. Y así, peores son que los verdugos, porque aquéllos ponen toda su industria en no hacer penar y con lindo aire hacen que le falte al que pernea; pero éstos todo su estudio ponen en que pene y viva muriendo el enfermo; y así, aciertan los que les dan los males a estajo. Y es de advertir que donde hay más doctores, hay más dolores. Esto dice de ellos la ojeriza común, pero engáñase en la venganza vulgar, porque yo tengo por cierto que del médico nadie puede decir ni bien ni mal; no antes de ponerse en sus manos, porque aún no tiene experiencia; no después, porque no tiene ya vida. Pero advertid que no hablo del médico material, sino de los morales, de los de la república y costumbres, que en vez de remediar los achaques y indisposiciones por obligación, ellos mismos los conservan y aumentan, haciendo dependencia de lo que había de ser remedio.

—¿Qué será —dijo Andrenio— que no vemos pasar ningún hombre de bien?

—Ésos —acudió Quirón— no pasan, porque eternamente duran, permanece inmortal su fama. Hállanse pocos, y éstos están muy retirados: Oírnoslos nombrar como al unicornio en la Arabia y la fénix en su Oriente. Con todo, si queréis ver alguno, buscad un cardenal Sandoval en Toledo, un conde de Lemos gobernando Aragón, una archiduque Leopoldo en Flandes. Y si queréis ver la integridad, la rectitud, la verdad y todo lo bueno en uno, buscad un don Luis de Haro en el centro que merece.

Estaban en la mayor fuga del ver y extrañar monstruosidades; cuando Andrenio, al hacer un grande extremo alzó los ojos y el grito al cielo como si le hicieran ver las estrellas:

—¿Qué es esto? —dijo—: Yo he perdido el tino de todo punto. ¡Qué cosa es andar entre desatinados! Achaque de contagio: hasta el cielo me parece que está trabucado y que el tiempo anda al revés Pregunto, señores, ¿es día o es noche? Mas no lo metamos en pareceres, que será confundirlo más.

—Espera —dijo el Quirón—, que no está el mal en el cielo, sino en el suelo: que no sólo anda el mundo al revés en orden al lugar, sino al tiempo. Ya los hombres han dado en hacer del día noche, y de la noche día: ahora se levanta aquél, cuando se había de acostar; ahora sale de casa la otra con la estrella de Venus, y volverá cuando se ría della la aurora. Y es lo bueno que los que tan al revés viven, dicen ser la gente más ilustre y la más lúcida. Mas no falta quien afirma que, andando de noche como fieras, vivirán de día como brutos.

—Esto ha sido —dijo Critilo— quedarnos a buenas noches nosotros; y no me pesa, porque no hay cosa de ver.

—¡Que a éste llamen mundo! —ponderaba Andrenio—. Hasta el nombre miente, calzóselo al revés: llámese inmundo y de todas maneras disparatado.

—Algún día —replicó Quirón— bien le convenía su nombre, en verdad que era definición cuando Dios quería y lo dejó tan concertado.

—Pues ¿de dónde le vino tal desorden? —preguntó Andrenio— ¿Quién lo transtornó de alto a bajo como hoy lo vemos?

—En eso hay mucho que decir —repondió Quirón—. Harto lo censuran los sabios y lo lloran los filósofos. Aseguran unos que la Fortuna, como está ciega y aun loca, lo revuelve todo cada día, no dejando cosa en su lugar ni tiempo. Otros dicen que cuando cayó el lucero de la mañana aquel aciago día, dio tal golpe en el mundo que le sacó de sus quicios, trastornándole de alto a bajo. Ni falta quien eche la culpa a la mujer, llamándola el duende universal que todo lo revuelve. Mas yo digo que donde hay hombres no hay que buscar otro achaque: uno solo basta a desconcertar mil mundos, y el no poderlo era lo que lloraba el otro grande inquietador. Mas digo que, si no previniera la divina sabiduría que no pudieran llegar los hombres al primer móvil, ya estuviera todo barajado y anduviera el mismo cielo al revés: un día saliera el sol por el Poniente y caminara al Oriente, y entonces fuera España cabeza del mundo sin contradición alguna, que no hubiera quien viviera con ella. Y es cosa de notar que, siendo el hombre persona de razón, lo primero que ejecuta es hacerla a ella esclava del apetito bestial. Deste principio se originan todas las demás monstruosidades, todo va al revés en consecuencia de aquel desorden capital: la virtud es perseguida, el vicio aplaudido; la verdad muda, la mentira trilingüe; los sabios no tienen libros, y los ignorantes librerías enteras; los libros están sin doctor, y el doctor sin libros; la discreción del pobre es necedad, y la necedad del poderoso es celebrada; los que habrían de dar vida, matan; los mozos se marchitan y los viejos reverdecen; el derecho es tuerto; y ha llegado el hombre a tal punto de desatino, que no sabe cuál es su mano derecha, pues pone el bien a la izquierda, lo que más le importa echa a las espaldas, lleva la virtud entre pies, y en lugar de ir adelante vuelve atrás.

—Pues si esto es así, como lo vemos —dijo Andrenio—, ¿para qué me has traído al mundo?, ¡oh Critilo! ¿No me estaba yo bien a mis solas? Yo resuelvo volverme a la cueva de mi nada. ¡Alto: huigamos de tan insufrible confusión, sentina, que no mundo!

—Eso es lo que ya no se puede —respondió Critilo—. ¡Oh cuántos volvieran atrás si pudieran! No quedaran personas en el mundo. Adviene que vamos subiendo por la escalera de la vida, y las gradas de los días que dejamos atrás, al mismo punto que movemos el pie, desaparecen: no hay por donde volver a bajar, ni otro remedio que pasar adelante.

—Pues ¿cómo hemos de poder vivir en un mundo como éste? —porfiaba afligiéndose Andrenio—, y más para mi condición, si no me mudo, que no puedo sufrir cosas mal hechas: yo habré de reventar sin duda.

—¡Eh, que te harás a ello en cuatro días —dijo Quirón—, y serás tal como los otros!

—Eso no: ¿yo loco, yo necio, yo vulgar?

—Ven acá —dijo Critilo— ¿no podrás tú pasar por donde tantos sabios pasaron, aunque sea tragando saliva?

—Debía estar de otra data el mundo.

—El mismo fue siempre que es: así le hallaron todos y así le dejaron. Vive un entendedor conde de Castrillo y no revienta, un entendido marqués Carreto y pasa.

—Pues ¿cómo hacen para poder vivir, siendo tan cuerdos?

—¿Cómo?: ver, oír y callar.

—Yo no diría de esa suerte, sino ver, oír y reventar.

—No dijera más Heráclito.

—Ahora dime, ¿nunca se ha tratado de adobar el mundo?

—Sí, cada día lo tratan los necios.

—¿Por qué necios?

—Porque es tan imposible como concertar a Castilla y descomponer a Aragón. ¿Quién podrá recabar que unos no tengan nepotes, y otros privados, que los franceses no sean tiranos, los ingleses tan feos en el alma cuan hermosos en el cuerpo, los españoles soberbios y los ginoveses, etc.?

—No hay que tratar, yo me vuelvo a mi cueva y a mis fieras, pues no hay otro remedio.

—Yo te le he de dar —dijo el Quirón— tan fácil como verdadero si me escuchas en la crisi siguiente.