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El Criticón (Primera parte)/Crisi XII

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CRISI DUODÉCIMA.

Los encantos de Falsirena

Fue Salomón el más sabio de los hombres, y fue el hombre a quien más engañaron las mujeres; y con haber sido el que más las amó, fue el que más mal dijo dellas: argumento de cuán gran mal es del hombre la mujer mala, y su mayor enemigo. Más fuerte es que el vino, más poderosa que el rey, y que compite con la verdad, siendo toda mentira. Más vale la maldad del varón que el bien de la mujer, dijo quien más bien dijo, porque menos mal te hará un hombre que te persiga que una mujer que te siga. Mas no es un enemigo sólo, sino todos en uno, que todos han hecho plaza de armas en ella: de carne se compone, para descomponerle; el mundo la viste, que para poder vencerle a él, se hizo mundo della; y la que del mundo se viste, de demonio se reviste en sus engañosas caricias: Gerión de los enemigos, triplicado lazo de la libertad que difícilmente se rompe. De aquí, sin duda, procedió el apellidarse todos los males hembras, las furias, las parcas, las sirenas y las arpías, que todo lo es una mujer mala. Hácenle guerra al hombre diferentes tentaciones en sus edades diferentes, unas en la mocedad y otras en la vejez, pero la mujer en todas. Nunca está seguro de ellas, ni mozo, ni varón, ni viejo, ni sabio, ni valiente, ni aun santo; siempre está tocando al arma este enemigo común y tan casero, que los mismos criados del alma la ayudan: los ojos franquean la entrada a su belleza, los oídos escuchan su dulzura, las manos la atraen, los labios la pronuncian, la lengua la vocea, los pies la buscan, el pecho la suspira y el corazón la abraza. Si es hermosa, es buscada; si fea, ella busca. Y si el cielo no hubiera prevenido que la hermosura de ordinario fuera trono de la necedad, no quedara hombre a vida que la libertad lo es.

¡Oh cómo le previno el escarmentado Critilo al engañado Andrenio, mas qué poco le aprovechó! Partió ciego a buscar luz a la casa de los incendios; no consultó a Critilo, temiéndosele severo; y así, solo y mal guiado de un pajecillo, que suelen ser las pajuelas de encender el amoroso fuego, caminó un gran rato, torciendo calles y doblando esquinas.

—Mi señora —decía el rapaz—, la honestísima Falsirena, vive muy fuera del mundo, ajena del bullicio cortesano, ya por natural recato, haciendo desierto de la Corte, ya por poder gozar de la campaña en sus alegres jardines.

Llegaron a una casa que en la apariencia aún no prometía comodidad, cuanto menos magnificiencia, extrañándolo harto Andrenio. Mas luego que fue entrando, parecióle haber topado el mismo alcázar de la autora, porque tenía las entradas buenas a un patio muy desahogado, teatro capaz de maravillosas apariencias, y aun toda la casa era harto desenfadada. En vez de firmes Atlantes en columnas, coronaban el atrio hermosas ninfas, por la materia y por el arte raras, asegurando sobre sus delicados hombros firmeza a un cielo alternado de serafines, pero sin estrella. Señoreaba el centro una agradable fuente, equívoca de aguas y fuegos, pues era un Cupidillo que cortejado de las Gracias, ministrándole arpones todas ellas, estaba flechando cristales abrasadores, ya llamas, y ya linfas; íbanse despeñando por aquellos nevados tazones de alabastro, deslizándose siempre y huyendo de los que las seguían y murmurando después de los mismos que lisonjearon antes.

Donde acababa el patio comenzaba un Chipre tan verde, que pudiera darlo al más buen gusto, si bien todas sus plantas eran mas lozanas que frutíferas, todo flor y nada fruto. Coronábase de flores vistosamente odoríferas, parando todo en espirar humos fragantes. El vulgo de las aves le recibió con salva de armonía, si ya no fue darle la vaya, silbándole a porfía el Céfiro y Favonio, que él lo tuvo por donaire. Era el jardín con toda propiedad un pensil, pues a cuantos le lograban suspendía. Fuese acercando Andrenio al mejor centro de su amenidad, donde estaba la Primavera deshilando copos en jazmines, digo la vana Venus deste Chipre, que nunca hay Chipre sin Venus. Salió Falsirena a recibirle hecha un sol muerto de risa, y formando de sus brazos la media luna, le puso entre las puntas de su cielo. Mezcló favores con quejas, repitiendo algunas veces:

—¡Oh primo mío sin segundo! ¡Oh señor Andrenio! Seáis tan bien venido como deseado. Mas ¿cómo? —decía, mudando a cada palabra su afecto, ensartando perlas hilo a hilo y mentiras en cadena—, ¿cómo os lo ha permitido el corazón, que estando aquí esta casa tan vuestra, os hayáis desterrado a una posada? Siquiera por las obligaciones de parentesco, cuando no por la conveniencia del regalo. Viéndoos estoy, y no lo creo: ¡qué retrato tan al vivo de vuestra hermosa madre! A fe que no la desmentís en cosa; no me harto de miraros. ¿De qué estáis tan encogido? Al fin, como tan fresco cortesano.

—Señora —respondió—, yo os confieso que estoy turbadamente admirado de oíros decir que seáis mi prima cuando yo ignoro madre, desconociendo a quien tanto me ha desconocido. Yo no sé que tenga pariente alguno, tan hijo soy de la nada. Mirad bien no os hayáis equivocado con algún otro más dichoso.

—Que no —dijo—, señor Andrenio, no por cierto. Muy bien os conozco y sé quién sois, y cómo nacisteis en una isla en medio de los mares. Muy bien sé que vuestra madre, mi tía y señora… ¡Ah qué linda era, y, aunque por eso tan poco venturosa! ¡Oh qué gran mujer y qué discreta! Pero ¿qué Dánae escapó de un engaño? ¿Qué Elena de una fuga? ¿Qué Lucrecia de una violencia y qué Europa de un robo? Viniendo, pues, Felisinda, que éste es su dichoso nombre…

Aquí Andrenio se conmovió entrañablemente oyendo nombrar por madre suya la repetida esposa de Critilo. Notólo luego Falsirena y porfió en saber la causa.

—Porque he oído hartas veces ese nombre —dijo Andrenio.

Y ella:

—Ahí veréis que no os miento en cuanto digo. Estaba, pues, Felisinda casada en secreto con un tan discreto cuan amante caballero que quedaba preso en Goa, si bien en su corazón le traía, y a vos por prenda suya en sus entrañas. Ejecutáronla los dolores del parto en una isla, debiendo al cielo dobladas las providencias, con que pudo salvar su crédito, no fiándolo ni de sus mismas criadas, enemigas mayores de un secreto. Sola, pues, aunque tan asistida de su valor y su honra, os echó a luz cuando os arrojó de sus entrañas al suelo, más blando que ellas; allí, mal envuelto entre unas martas, que le servían a ella de galán abrigo, os encomendó en la cuna de la hierba al piadoso cielo, que no se hizo sordo, pues os proveyó de ama en una fiera; que no fue la primera vez, ni será la última, que substituyeron maternas ausencias. ¡Oh cómo me lo contaba ella muchas veces, y con más lágrimas que palabras me ponderaba su sentimiento! ¡Lo que se ha de alegrar cuando os vea! Ahora os restituirá las caricias en abrazos que allí os negó, violentada de su honor. Estaba atónito Andrenio escuchando el suceso de su vida y careando tan individuales circunstancias con las noticias que él tenía; reventando en lágrimas de ternura, comenzó a distilar el corazón en líquidos pedazos por los ojos.

—Dejemos —dijo ella—, dejemos tristezas ya pasadas, no vuelvan en llanto a moler el corazón. Subamos arriba, veréis mi pobre y ya dichoso albergue. ¡Hola!, prevenid dulces, que nunca faltan en esta casa.

Fueron subiendo por unas gradas de pórfidos (ya pérfidos, que al bajar serían ágatas), a la esfera del sol en lo brillante y de la luna en lo vario. Registraron muchas cuadras, muy desenfadadas todas, tan artesonados los techos, que remedando cielos, hicieron a tantos ver a su despecho las estrellas. Había viviendas para todos tiempos, si no para el pasado, y todas era muy buenas piezas, repitiendo ella:

—Todo es tan vuestro como mío. Mientras duró la dulcísima merienda le cantaron Gracias y le encantaron Circes.

—En todo caso habéis de quedar aquí —dijo la prima—, aunque tan a costa de vuestro gusto. Dispóngase luego el traeros la ropa, que aunque aquí no os hará falta, pero basta ser vuestra. No tenéis que salir para ello, que mis criados, con una señal, la cobrarán y pagarán lo que se debiere.

—Será preciso —replicó Andrenio— que yo vaya, porque habéis de saber que no soy solo y que la merced que me hacéis ha de ser doblada. Daré razón a Critilo mi padre.

—¿Cómo es eso de padre? —dijo asustada Falsirena.

Y él:

—Llamo padre a quien me hace obras de tal, y tengo por cierto, según vuestras noticias, que es mi padre verdadero, porque es el esposo de Felisinda, aquel caballero que en Goa quedó preso.

—¿Eso más? —dijo Falsirena—. Id luego al punto y volved al mismo con Critilo y traed la ropa en todo caso. Mirad, primo, que no comeré un solo bocado ni reposaré un instante hasta volver a veros.

Partió Andrenio, seguido del mismo pajecillo, della espía y del recuerdo. Halló a Critilo, ya cuidadoso, fuese a echar a sus pies, besándole apretadamente las manos, repitiendo muchas veces:

—¡Oh padre!, ¡oh señor mío!, que ya el corazón me lo decía.

—¿Qué novedad es ésta? —preguntó Critilo.

—Que no es nuevo en mí —respondió— el teneros por padre, que la misma sangre me lo estaba voceando en las venas. Sabed, señor, que vos sois quien me ha engendrado y después hecho persona: mi madre es vuestra esposa Felisinda; que todo me lo ha contado una prima mía, hija de una hermana de mi madre, que ahora vengo de verla.

—¿Cómo es eso de prima? —preguntó Critilo—. Ese nombre de prima no me suena bien.

—Sí hará, porque es muy cuerda. Venid, señor, a su casa, que allí volveremos a oír esta novedad siempre gustosa.

Estaba suspenso Critilo entre el oír tan individuales circunstancias y el temer tantos engaños en la Corte, pero como es fácil creer lo que se desea, dejóse convencer a título de informarse, y así se fueron juntos a casa de Falsirena. Parecía ya otra, siempre mejorada, y aunque ahora muy a lo grave y autorizado, pero siempre con apariencias de un cielo.

—Seáis muy bien llegado —dijo ella—, señor Critilo, a esta vuestra casa, que sólo ignorarla os ha podido excusar de no haberla honrado antes. Ya os habrá referido mi primo las obligaciones recíprocas de nuestro parentesco, y cómo su madre y vuestra esposa la hermosa Felisinda era mi tía y mi señora, y mucho más amiga que parienta. Harto sentí yo su falta, y aún la lloro.

Aquí, sobresaltado Critilo:

—Pues ¿cómo —dijo— es muerta?

—Que no, señor —respondió—, no tanto mal; basta la ausencia. Sus padres sí murieron, y aun de pena de ver que nunca quiso elegir esposo entre ciento que la competían. Quedó a la sombra y tutela de aquel gran príncipe que hoy asiste en Alemania embajador del Católico; allá pasó con la marquesa, como parienta y encomendada, donde sé que vive y muy contenta: así Dios nos la vuelva, como espero. Quedé yo aquí con mi madre, hermana suya, y aunque solas, muy acomodadas de honra y hacienda; mas como no vienen solas las desdichas, de cobardes, faltóme también mi madre, sin duda del sentimiento de su ausencia. Asístenme los parientes y a todo el mundo debo harto. Es la virtud mi empleo, procuro conservar la honra heredada, que deben más unas personas que otras a sus antepasados. Esta, señores, es mi casa; de hoy adelante vuestra para toda la vida, y sea la de Néstor. Ahora quiero que veáis lo mejor de mis galerías.

Y fuelos conduciendo hasta desembarcar en un puerto de rosas y de claveles. Aquí les fue mostrando en valientes tablas, obra de prodigiosos pinceles, todo el suceso de su vida y sus tragedias, con no poco espanto de ambos, correspondiendo a extremos del arte con extremos de admiración. No ya sólo Andrenio, pero el mismo Critilo quedó vencido de su agasajo y convencido de su información. Después de alternar disculpas con agradecimientos, trató de traer su ropa, y entre ella algunas piedras muy preciosas, ruinas ya de aquella su rica casa. Hizo alarde dellas, y como fruta de damas, brindó con todas las de su buen gusto a Falsirena; aquí ella, aunque las celebró mucho, mandó sacar otras tantas y muy a lo bizarro dijo que las gozase todas; replicó Critilo fuese servida de guardarlas, y ella lo cumplió bien.

Suspiraba Critilo por su deseada Felisinda, y así un día, sobre mesa, propuso su jornada para Alemania, donde estaba; mas Andrenio, cautivo ya de la afición de su prima, divirtió la plática, disgustando mucho de la ausencia. Ella, más a lo sagaz, habiendo alabado la resolución, puso largas a título de conveniencia. Mas ofrecióse luego ocasión y sazón de ir sirviendo a la gran Fénix de España, que iba a coronarse de águila al imperio. No tuvo excusa Andrenio, y entre tanto que disponía la partida, propuso Falsirena el preciso lance de ir a ver aquellos dos milagros del mundo, el Escurial del arte y el Aranjuez de la naturaleza, paralelos del Sol de Austria según gustos y tiempos. Pero estaba tan ciego de su pasión Andrenio, que no le quedaba vista para ver otro, aunque fuesen prodigios. Hacía instancias Falsirena, y Critilo esfuerzos, mas en vano, que él dio en sordo, de ciego. Resolvióse al fin Critilo, aunque fuese solo, en pagar a la curiosidad una tan justa deuda, que después ejecuta en tormento de no haber visto lo que todos celebran y aun la propia imaginación castiga toda la vida representando por lo mejor aquello que se dejó de ver. Partióse solo para admirar por muchos. Halló en aquel gran templo del Salomón Católico, asombro del hebreo, no sólo satisfacción a lo concebido, sino pasmo en el exceso; allí vio la ostentación de un real poder, un triunfo de la piedad católica, un desempeño de la arquitectura, pompa de la curiosidad, ya antigua, ya moderna, el último esfuerzo de las artes, y donde la grandeza, la riqueza y la magnificencia llegaron una vez a echar el resto. De aquí pasó a Aranjuez, estancia perpetua de la Primavera, patria de Flora, retiro de su amenidad en todos los meses del año, guardajoyas de las flores y centro de las delicias a todo gusto y contento. Dejó en ambas maravillas empeñada la admiración para toda la vida. Volvió a Madrid muy satisfecho de prodigios. Fuese a hospedar a casa de Falsirena, pero hallóla más cerrada que un tesoro y más sorda que un desierto; repitió aldabadas el impaciente criado, resonando el eco de cada una en el corazón de Critilo. Enfadados los vecinos, le dijeron:

—No se canse, ni nos muela, que ahí nadie vive, todos mueren. Asustado Critilo, replicó:

—¿No vive aquí una señora principal, que pocos días ha dejé yo sana y buena?

—Eso de buena —dijo uno riéndose— perdonadme que no lo crea.

—Ni señora —añadió otro— quien toda su vida gasta en mocedades.

—Ni aun mujer —dijo el tercero— quien es una arpía, si ya no es peor mujer de estos tiempos.

No acababa de persuadirse Critilo lo que no deseaba; volvió a instar:

—Señores, ¿no vive aquí Falsirena?

Llegóse en esto uno y díjole:

—No os canséis ni recibáis enfado. Es verdad que ha vivido ahí algunos días una Circe en el zurcir y una sirena en el encantar, causa de tantas tempestades, tormentos y tormentas, porque a más de ser ruin, aseguran que es una famosa hechicera, una célebre encantadora, pues convierte los hombres en bestias; y no los transforma en asnos de oro, no, sino de su necedad y pobreza. Por esa corte andan a millares convertidos (después de divertidos) en todo género de brutos. Lo que yo sé decir es que, en pocos días que aquí na estado, he visto entrar muchos hombres y no he visto salir uno tan sólo que lo fuese. Y por lo que esta sirena tiene de pescado, les pesca a todos el dinero, las joyas, los vestidos, la libertad y la honra; y para no ser descubierta, se muda cada día, no en la condición ni en las costumbres, sino de puestos: del un cabo en la villa salta al otro, con lo cual es imposible hallarla, de tan perdida. Tiene otra igual astucia la brújula con que se rige en este golfo de sus enredos, y es que en llegando un forastero rico, al punto se informa de quién es, de dónde y a qué viene, procurando saber lo más íntimo, estudia el nombre, averigúale la parentela. Con esto, a unos se les miente prima, a otros sobrina, y a todos por un cabo o por otro parienta. Muda tantos nombres, como puestos. En una parte es Cecilia, por lo cila, en otra Serena por lo sirena, Inés porque ya no es, Teresa por lo traviesa, Tomasa por lo que toma y Quiteria por lo que quita. Con estas artes los pierde a todos, y ella gana y ella reina.

No acababa de satisfacerse Critilo, y deseando entrar en la casa, preguntó si estaría a mano la llave.

—Sí —dijo uno—, yo la tengo encomendada por si llegan a verla. Abrió, y al punto que entraron, dijo Critilo:

—Señores, que no es ésta la casa, o yo estoy ciego; porque la otra era un palacio por lo encantado.

—Tenéis razón, que los más son de esa suerte.

—Aquí no hay jardines, no, sino montones de moral basura; las fuentes son albañares y los salones zahúrdas.

—¿Haos pescado algo esta sirena? Decidnos la verdad.

—Sí, y mucho, joyas, perlas y diamante, pero lo que más siento es haber perdido un amigo.

—No se habrá perdido para ella, sino para sí mismo: habrálo transformado en bestia, con que andará por esa Corte vendido.

—¡Oh Andrenio mío —dijo suspirando—, dónde estarás! ¡Dónde te podré yo hallar! ¡En qué habrás parado!

Buscóle por toda la casa, que fue paso de risa para los otros, y para él de llanto; y despidiéndose dellos, tomó la derrota para su antigua posada. Dio mil vueltas a la Corte preguntando a unos y a otros, y nadie le supo dar razón, que de bien pocos se da en ella. Perdía el juicio alambicándole en pensar trazas cómo descubrirle. Resolvió al cabo volver a consultar a Artemia.

Salió de Madrid como se suele, pobre, engañado, arrepentido y melancólico. A poco trecho que hubo andado, encontró con un hombre bien diferente de los que dejaba: era un nuevo prodigio, porque tenía seis sentidos, uno más de lo ordinario. Hízole harta novedad a Critilo, porque hombres con menos de cinco ya los había visto, y muchos, pero con más, ninguno: unos sin ojos, que no ven las cosas más claras, siempre a ciegas y a tienta paredes, y con todo eso nunca paran, sin saber por dónde van; otros que no oyen palabra, todo aire, ruido, lisonja, vanidad y mentira; muchos que no huelen poco ni mucho, y menos lo que pasa en sus casas, con que arroja harto mal olor a todo el mundo, y de lejos huelen lo que no les importa; éstos no perciben el olor de la buena fama, ni quieren ver ni a oler a sus contrarios, y teniendo narices para el negro humo de la honrilla, no las tienen para la fragancia de la virtud. También había encontrado no pocos sin género alguno de gusto, perdido para todo lo bueno, sin arrostrar jamás a cosa de substancia, hombres desabridos en su trato, enfadados y enfadosos; otros de mal gusto, siempre aniñado, escogiendo lo peor en todo; y aun otros muy de su gusto, y nada del ajeno. Otra cosa aseguraba más notable, que había topado hombres (si así pueden nombrarse) que no tenían tacto, y menos en las manos, donde más suele prevalecer, y así proceden sin tiento en todas sus cosas, aun las más importantes; éstos de ordinario todo lo yerran apriesa, porque no tocan las cosas con las manos ni las experimentan.

Éste de Critilo era todo al contrario, que a más de los cinco sentidos muy despiertos, tenía otro sexto mejor que todos, que aviva mucho los demás y aun hace discurrir y hallar las cosas, por recónditas que estén; halla trazas, inventa modos, da remedios, enseña a hablar, hace correr y aun volar y adivinar lo por venir: y era la necesidad. ¡Cosa bien rara, que la falta de los objetos sea sobra de inteligencia! Es ingeniosa, inventiva, cauta, activa, perspicaz y un sentido de sentidos.

En reconociéndole, dijo Critilo:

—¡Oh cómo nos podemos juntar ambos! Huélgome de haberte topado, que aunque todo me suele venir mal, esta vez estoy de día.

Contóle su tragedia en la Corte.

—Eso creeré yo muy bien —dijo Egenio, que éste era su nombre, ya definición—, y aunque yo iba a la gran feria del mundo publicada en los confines de la juventud y edad varonil, a aquel gran puerto de la vida, con todo, por servirte, vamos a la Corte, que te aseguro de poner todos mis seis sentidos en buscarle, y que hombre o bestia (que será lo más seguro), le hemos de descubrir.

Entraron con toda atención buscándole lo primero en aquellos cómicos corrales, vulgares plazas, patios y mentideros. Encontraron luego unas grandes acémilas atadas unas a otras, siguiendo la que venía detrás las mismas huellas de la que iba delante, sucediéndola en todo, muy cargadas de oro y plata, pero gimiendo bajo la carga, cubiertas con reposteros bordados de oro y seda, y aun algunas de brocados; tremolaban en las testeras muchas plumas, que hasta las bestias se honran con ellas; movían gran ruido de petrales.

—¿Si sería alguna déstas? —dijo Critilo.

—De ningún modo —respondió Egenio—. Éstos son, digo eran, grandes hombres, gente de cargo y de carga, y aunque los ves tan bizarros, en quitándoles aquellos ricos jaeces parecen llenos de feísimas llagas de sus grandes vicios, que los cubría aquella argentería brillante.

—Aguarda, ¿si sería alguno de estos otros que van arrastrando carretas gruñidoras, por lo villanas?

—Tampoco, ésos tienen los ojos bajo las puntas, y por eso sufren tanto.

—Allí parece que nos ha llamado un papagayo: ¿si sería él?

—No lo creas, ése será algún lisonjero que jamás dijo lo que sentía, algún político déstos que tienen uno en el pico y otro en el corazón, algún hablador que repite lo que le dijeron, déstos que hacen del hombre y no lo son: todos se visten de verde, esperando el premio de sus mentiras, y lo consiguen de verdad.

—¿Tampoco será aquel compuesto mojigato que esconde uñas y ostenta barbas?

—Déstos hay muchos —dijo Egenio— que cazan a lo beato, no sólo cogen lo mal alzado, sino lo más guardado; pero no juzguemos tan temerariamente, digamos que son gente de pluma.

—¿Y aquel perro viejo que está allí ladrando?

—Aquél es un mal vecino, algún maldiciente, un émulo, un mal intencionado, un melancólico, uno de los que pasan de los sesenta.

—Sé que no sería aquel jimio que nos está haciendo gestos en aquel balcón.

—¡Oh gran hipócrita!, que quiere parecer hombre de bien, y no lo es. Algún hazañero, que suelen hacer mucho del hombre, y son nada; el maestro de cuentos, licenciado del chiste, que como siempre están de burlas, nunca son hombres de veras: gente toda ésta de chanza y de poca sustancia.

—¿Qué tal sería que estuviese entre los leones y tigres del Retiro?

—Dudólo, que aquélla toda es gente de arbitrios y ejecuciones.

—¿Ni entre los cisnes de los estanques?

—Tampoco, que ésos son secretarios y consejeros que, en cantando bien, acaban.

—Allí veo un animal inmundo que pródigamente se está revolcando en la hediondez de un asquerosísimo cenagal, y él piensa que son flores.

—Si alguno había de ser, era ése —respondió Egenio—, que estos torpes y lascivos anegados en la inmundicia de sus viles deleites, causan asco a cuantos hay; y ellos tienen el cieno por el cielo, y oliendo mal a todo el mundo, no lo advierten; antes tienen la hediondez por fragrancia y el más sucio albañar por paraíso. Déjamelo reconocer de lejos. Ahora digo que no es él, sino un ricazo que con su muerte ha de dar un buen día a herederos y gusanos.

—¿Qué es posible —se lamentaba Critilo— que no le podamos hallar entre tantos brutos como vemos, entre tanta bestia como topamos?: ni arrastrando el coche de la ramera, ni llevando en andas al que es más grande que él, ni a cuestas al más pesado, ni al que va dentro la litera en mal latín y tan fuera de ella en buen romance, ni acarreando inmundicia de costumbres. ¿Qué es posible que tanto desfiguren un hombre estas cortesanas Circes?, ¿que así puedan dementar los hijos, haciendo perder el juicio a sus padres?, ¿qué no se contentan con despojarlos de los arreos del cuerpo, sino de los del ánimo, quitándoles el mismo ser de personas? Y dime, Egenio amigo, cuando le hallásemos hecho un bruto, ¿cómo le podríamos restituir a su primer ser de hombre?

—Ya que le topásemos —respondió—, que eso no sería muy dificultoso. Muchos han vuelto en sí perfectamente, aunque a otros siempre les queda algún resabio de lo que fueron. Apuleyo estuvo peor que todos, y con la rosa del silencio curó: gran remedio de necios, si ya no es que rumiados los materiales gustos y considerada su vileza, desengañan mucho al que los masca. Las camaradas de Ulises estaban rematadas fieras, y comiendo las raíces amargas de árbol de la virtud cogieron el dulce fruto de ser personas. Daríamosle a comer algunas hojas del árbol de Minerva, que se halla muy estimado en los jardines del culto y erudito duque de Orleáns; y si no, las del moral prudente, que yo sé que presto volvería en sí y sería muy hombre.

Habían dado cien vueltas con más fatiga que fruto, cuando dijo Egenio:

—¿Sabes qué he pensado? Que vamos a la casa donde se perdió, que entre aquel estiércol habemos de hallar esta joya perdida.

Fueron allá, entraron y buscaron.

—¡Eh!, que es tiempo perdido —decía [Critilo]—, que ya yo le busqué por toda ella.

—Aguarda —dijo Egenio—, déjame aplicar mi sexto sentido, que es único remedio contra este sexto achaque. Advirtió que de un gran montón de suciedad lasciva salía un humo muy espeso.

—Aquí —dijo— fuego hay.

Y apartando toda aquella inmundicia moral, apareció una puerta de una horrible cueva. Abriéronla, no sin dificultad, y divisaron dentro, a la confusa vislumbre de un infernal fuego, muchos desalmados cuerpos tendidos por aquellos suelos. Había mozos galanes de tan corto seso cuan largo cabello; hombres de letras, pero necios; hasta viejos ricos. Tenían los ojos abiertos, mas no veían. Otros los tenían vendados con mal piadosos lienzos. En los más no se percibía otro que algún suspiro: todos estaban dementados y adormecidos, y tan desnudos, que aun una sabanilla no les habían dejado siquiera para mortaja. Yacía en medio Andrenio, tan trocado, que el mismo Critilo su padre le desconocía. Arrojóse sobre él llorando y voceándole, pero nada oía; apretábale la mano, mas no le hallaba ni pulso ni brío. Advirtió entre tanto Egenio que aquella confusa luz no era de antorcha, sino de una mano que de la misma pared nacía, blanca y fresca, adornada de hilos de perlas que costaron lágrimas a muchos, coronados los dedos de diamantes muy finos, a precio de falsedades; ardían los dedos como candelas, aunque no tanto daban luz cuanto fuego que abrasaba las entrañas.

—¿Qué mano de ahorcado es ésta? —dijo Critilo.

—No es sino del verdugo —respondió Egenio—, pues ahoga y mata.

Removióla un poco y al mismo punto comenzaron a rebullir ellos.

—Mientras ésta ardiere, no despertarán. Probóse a apagarla alentando fuertemente, mas no pudo, que éste es el fuego de alquitrán, que con viento de amorosos suspiros y con agua de lágrimas más se aviva. El remedio fue echar polvo y poner tierra en medio; con esto se extinguió aquel fuego más que infernal y al punto despertaron los que dormían valientemente, digo aquellos que por ser hijos de Marte son hermanos de Cupido; los ancianos muy corridos, diciendo:

—¡Basta que este vil fuego de la torpeza no perdona ni verde ni seco! Los sabios, execrando su necedad, decían:

—Que Paris afrente a Palas, era mozo y ignorante; pero los entendidos, ésa es doblada demencia.

Andrenio, entre los Benjamines de Venus mal heridos, atravesado el corazón de medio a medio, en reconociendo a Critilo se fue para él.

—¿Qué te parece —le dijo éste—, cuál te ha parado una tan mala hembra? Sin hacienda, sin salud, sin honra y sin conciencia te ha dejado: ahora conocerás lo que es. Aquí todos a porfía comenzaron a execrarla: Uno la llamaba Scila de marfil, otro Caribdis de esmeralda, peste afeitada, veneno en néctar.

—Donde hay juncos —decía uno— hay agua, donde humo fuego y donde mujeres demonios.

—¿Cuál es mayor mal que una mujer —decía un viejo— sino dos, porque es doblado?

—Basta que no tiene ingenio, sino para mal —decía Critilo.

Pero Andrenio:

—Callad —les dijo—, que con todo el mal que me ha causado, confieso que no las puedo aborrecer, ni aun olvidar. Y os aseguro que de todo cuanto en el mundo he visto, oro, plata, perlas, piedras, palacios, edificios, jardines, flores, aves, astros, luna y el sol mismo, lo que más me ha contentado es la mujer.

—¡Alto! —dijo Egenio—, vamos de aquí, que ésta es locura sin cura, y el mal que yo tengo que decir de la mujer mala es mucho. Doblemos la hoja para el camino.

Salieron todos a la luz de dar en la cuenta, desconocidos de los otros, pero conocidos de sí. Encaminóse cada uno al templo de su escarmiento a dar gracias al noble desengaño, colgando en sus paredes los despojos del naufragio y las cadenas de su cautiverio.