El Criticón (Primera parte)/Crisi XIII

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CRISI DECIMATERCIA.

La feria de todo el Mundo

Contaban los antiguos que cuando Dios crió al hombre encarceló todos los males en una profunda cueva acullá lejos, y aun quieren decir que en una de las islas Fortunadas de donde tomaron su apellido; allí encerró las culpas y las penas, los vicios y los castigos, la guerra, la hambre, la peste, la infamia, la tristeza, los dolores, hasta la misma muerte, encadenados todos entre sí. Y no fiando de tan horrible canalla, echó puertas de diamante con sus candados de acero. Entregó la llave al albedrío del hombre, para que estuviese más asegurado de sus enemigos y advirtiese que, si él no les abría, no podrían salir eternamente. Dejó, al contrario, libres por el mundo todos los bienes, las virtudes y los premios, las felicidades y contentos, la paz, la honra, la salud, la riqueza y la misma vida. Vivía con esto el hombre felicísimo. Pero duróle poco esta dicha; que la mujer, llevada de su curiosa ligereza, no podía sosegar hasta ver lo que había dentro la fatal caverna. Cogióle un día bien aciago para ella y para todos el corazón al hombre, y después la llave; y sin más pensarlo, que la mujer primero ejecuta y después piensa, se fue resuelta a abrirla. Al poner la llave aseguran se estremeció el universo; corrió el cerrojo y al instante salieron de tropel todos los males, apoderándose a porfía de toda la redondez de la tierra. La Soberbia, como primera en todo lo malo, cogió la delantera, topó con España, primera provincia de la Europa. Parecióla tan de su genio, que se perpetuó en ella, allí vive y allí reina con todos sus aliados: la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie, hacer del don Diego y vengo de los godos, el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco, la gravedad, el fausto, el brío, con todo género de presunción; y todo esto desde el noble hasta el más plebeyo. La Codicia, que la venía a los alcances, hallando desocupada la Francia, se apoderó de toda ella, desde la Gascuña hasta la Picardía, distribuyó su humilde familia por todas partes: la miseria, el abatimiento de ánimo, la poquedad, el ser esclavos de todas las demás naciones aplicándose a los más viles oficios, el alquilarse por un vil interés, la mercancía laboriosa, el andar desnudos y descalzos con los zapatos bajo el brazo, el ir todo barato con tanta multitud; finalmente, el cometer cualquier bajeza por el dinero; si bien dicen que la Fortuna, compadecida, para realzar tanta vileza introdujo su nobleza, pero tan bizarra, que hacen dos extremos sin medio. El Engaño trascendió toda la Italia, echando hondas raíces en los italianos pechos; en Napoles hablando y en Genova tratando, en toda aquella provincia está muy valido, con toda su parentela: la mentira, el embuste y el enredo, las invenciones, trazas, tramoyas, y todo ello dicen es política y tener brava testa. La Ira echó por otro rumbo. Pasó al África y a sus islas adyacentes, gustando vivir entre alarbes y entre fieras. La Gula, con su hermana la Embriaguez, asegura la preciosa Margarita de Valois, se sorbió toda la Alemania alta y baja, gustando y gastando en banquetes los días y las noches, las haciendas y las conciencias; y aunque algunos no se han emborrachado sino una sola vez, pero les ha durado toda la vida; devoran en la guerra las provincias, abastecen los campos, y aun por eso formaba el emperador Carlos Quinto de los alemanes el vientre de su ejército. La Inconstancia aportó a la Inglaterra, la Simplicidad a Polonia, la Infidelidad a Grecia, la Barbaridad a Turquía, la Astucia a Moscovia, la Atrocidad a Suecia, la Injusticia a la Tartaria, las Delicias a la Persia, la Cobardía a la China, la Temeridad al Japón, la Pereza aun esta vez llegó tarde, y hallándolo todo embarazado, hubo de pasar a la América a morar entre los indios. La Lujuria, la nombrada, la famosa, la gentil pieza, como tan grande y tan poderosa, pareciéndola corta una sola provincia, se extendió por todo el mundo, ocupándolo de cabo a cabo; concertóse con los demás vicios, aviniéndose tanto con ellos, que en todas partes está tan valida, que no es fácil averiguar en cuál más: todo lo llena y todo lo inficiona. Pero como la mujer fue la primera con quien embistieron los males, todos hicieron presa en ella, quedando rebutida de malicia de pies a cabeza.

Esto les contaba Egenio a sus dos camaradas cuando habiéndolos sacado de la Corte por la puerta de la luz, que es el sol mismo, les conducía a la gran feria del mundo publicada para aquel grande emporio que divide los amenos prados de la juventud de las ásperas montañas de la edad varonil, y donde de una y otra parte acudían ríos de gente, unos a vender, otros a comprar, y otros a estarse a la mira, como más cuerdos. Entraron ya por aquella gran plaza de la conveniencia, emporio universal de gustos y de empleos, alabando unos lo que abominaron otros. Así como asomaron por una de sus muchas entradas, acudieron a ellos dos corredores de oreja, que dijeron ser filósofos, el uno de la una banda, y el otro de la otra, que todo está dividido en pareceres. Díjoles Sócrates, así se llamaba el primero:

—Venid a esta parte de la feria y hallaréis todo lo que hace el propósito para ser personas.

Mas Simónides, que así se llamaba el contrario, les dijo:

—Dos estancias hay en el mundo, la una de la honra y la otra del provecho: aquélla yo siempre la he hallado llena de viento y humo, y vacía de todo lo demás; esta otra, llena de oro y plata, aquí hallaréis el dinero, que es un compendio de todas las cosas. Según esto, ved a quién habéis de seguir.

Quedaron perplejos, altercando a qué mano echarían, dividiéronse en pareceres así como en afectos, cuando llegó un hombre que lo parecía, aunque traía un tejo de oro en las manos, y llegándose a ellos, les fue asiendo de las suyas y refregándoselas en el oro, reconociéndolas después.

—¿Qué pretende este hombre? —dijo Andrenio.

—Yo soy —respondió— el contraste de las personas, el quilatador de su fineza.

—Pues ¿qué es de la piedra de toque?

—Ésta es —dijo, señalando el oro.

—¿Quién tal vio? —replicó Andrenio—. Antes el oro es el que se toca y se examina en la piedra lidia.

—Así es, pero la piedra de toque de los mismos hombres es el oro: a los que se les pega a las manos, no son hombres verdaderos, sino falsos. Y así, al juez que le hallamos las manos untadas, luego le condenamos de oidor a tocador; el prelado que atesora los cincuenta mil pesos de renta, por bien que lo hable no será el boca de oro, sino el bolsa de oro; el cabo con cabos bordados y mucha plumajería, señal que despluma a los soldados y no los socorre como el valiente borgoñón don Claudio San Mauricio; el caballero que rubrica su ejecutoria con sangre de pobres en usuras, de verdad que no es hidalgo; la otra que sale muy bizarra cuando el marido anda deslucido, muy mal parece: y en una palabra, todos aquellos que yo hallo que no son limpios de manos, digo que no son hombres de bien. Y así, tú, a quien se te ha pegado el oro, dejando el rastro en ellas (dijo a Andrenio), cree que no lo eres; echa por la otra banda. Pero éste (señalando a Critilo), que no se le ha pegado ni queda señalado con el dedo, éste persona es: eche por la banda de la entereza.

—Antes —replicó Critilo—, para que él lo sea también, importará me siga.

Comenzaron a discurrir por aquellas ricas tiendas de la mano derecha. Leyeron un letrero que decía: Aquí se vende lo mejor y lo peor. Entraron dentro y hallaron se vendían lenguas: para callar las mejores, para mordérselas, y que se pegaban al paladar. Un poco más adelante estaba un hombre ceñando que callasen, tan lejos de pregonar su mercadería.

—¿Qué vende éste? —dijo Andrenio.

Y él al punto le puso en boca.

—Pues deste modo, ¿cómo sabremos lo que vendes?

—Sin duda —dijo Egenio— que vende el callar.

—Mercadería es bien rara y bien importante —dijo Critilo—. Yo creí se había acabado en el mundo. Ésta la deben traer de Venecia, especialmente el secreto, que acá no se coge.

¿Y quién le gasta?

—Eso estáse dicho —respondió Andrenio—, los anacoretas, los monjes (con e digo), porque ellos saben lo que vale y aprovecha.

—Pues yo creo —dijo Critilo— que los más que lo usan no son los buenos, sin[o] los malos: los deshonestos callan, las adúlteras disimulan, los asesinos punto en boca, los ladrones entran con zapato de fieltro, y así todos los malhechores. —Ni aun esos —replicó Egenio—, que está ya el mundo tan rematado que los que habían de callar hablan más y hacen gala de sus ruindades. Veréis el otro que funda su caballería en bellaquería, que no le agrada la torpeza si no es descarada; el acuchillador se precia de que sus valentías den en rostro, el lindo que se hable de sus cabellos; la otra que se descuida de sus obligaciones y sólo cuida de su cara cara, placea las galas cuando más la descomponen; el mal ladrón pretende cruz, y el otro pide el título que sea sobreescrito de sus bajezas: desde modo, todos los ruines son los más miedosos.

—Pues, señores, ¿quién compra?

—El que apaña piedras, el que hace y no dice, el que hace su negocio y Harpócrates a quien nadie reprehende.

—Sepamos el precio —dijo Critilo— que querría comprar cantidad, que no sé si lo hallaremos en otra parte.

—El precio del silencio —les respondieron— es silencio también.

—¿Cómo puede ser eso? Si lo que se vende es callar, ¿la paga cómo ha de ser callar?

—Muy bien, que un buen callar se paga con otro; éste calla porque aquél calle, y todo dicen callar, y callemos.

Pasaron a una botica cuyo letrero decía: Aquí se vende una quinta esencia de salud.

—¡Gran cosa! —dijo Critilo.

Quiso saber qué era, y dijéronle que la saliva del enemigo.

—Ésa —dijo Andrenio— llamóla yo quinta esencia de veneno, más letal que el de los basiliscos; más quisiera que me escupiera un sapo, que me picara un escorpión, que me mordiese una víbora; saliva del enemigo, ¿quién tal oyó? Si dijera del amigo fiel y verdadero, esa sí que es remedio único de males.

—¡Eh!, que no lo entendéis —dijo Egenio—. Harto más mal hace la lisonja de los amigos, aquella pasión con que todo lo hacen bueno, aquel afecto con que todo lo disimulan, hasta dar con un amigo enfermo de sus culpas en la sepultura de su perdición. Creedme que el varón sabio más se aprovecha del licor amargo del enemigo bien alambicado, pues con él saca las manchas de su honra y los borrones de su fama; aquel temor de que no lo sepan los émulos, que no se huelguen, hace a muchos contenerse a la raya de la razón.

Llamáronlos de otra tienda a gran priesa que se acababa la mercadería, y era verdad, porque era la ocasión. Y pidiendo el valor, dijeron:

—Ahora va dada, pero después no se hallará un solo cabello por un ojo de la cara, y menos la que más importa.

Gritaba otro:

—¡Daos priesa a comprar, que mientras más tardáis, más perdéis, y no podréis recuperarlo por ningún precio!

Éste redimía tiempo.

—Aquí —decía otro— se da de balde lo que vale mucho.

—¿Y qué es?

—El escarmiento.

—¡Gran cosa! ¿Y qué cuesta?

—Los necios le compran a su costa; los sabios, a la ajena.

—¿Dónde se vende la experiencia? —preguntó Critilo—, que también vale mucho. Y señaláronle acullá lejos en la botica de los años.

—¿Y la amistad? —preguntó Andrenio.

—Esa, señor, no se compra, aunque muchos la venden: que los amigos comprados no lo son y valen poco.

Con letras de oro decía en una: Aquí se vende todo y sin precio.

—Aquí entro yo —dijo Critilo.

Hallaron tan pobre al vendedor, que estaba desnudo, y toda la tienda desierta: no se veía cosa en ella.

—¿Cómo dice esto con el letrero?

—Muy bien —repondió el mercader.

—Pues ¿qué vendéis?

—Todo cuanto hay en el mundo.

—¿Y sin precio?

—Sí, porque con desprecio: despreciando cuando hay, seréis señor de todo. Y al contrario, el que estima las cosas no es señor dellas, sino ellas dél. Aquí el que da se queda con la cosa dada, y le vale mucho, y los que la reciben quedan muy pagados con ella. Averiguaron era la cortesía y el honrar a todo el mundo.

—¡Aquí se vende —pregonaba uno— lo que es proprio, no lo ajeno!

—¿Qué mucho es eso? —dijo Andrenio.

—Sí, es, que muchos os venderán la diligencia que no hacen, el favor que no pueden y, aunque pudieran, no le hicieran.

Fuéronse encaminando a una tienda, donde con gran cuidado los mercaderes les hicieron retirar, y con cuantos se allegaban hacían lo mismo.

—¿O vendéis, o no? —dijo Andrenio—. Nunca tal se ha visto, que el mismo mercader desvíe los compradores de su tienda. ¿Qué pretendéis con eso? Gritáronles otra vez se apartasen y que comprasen de lejos.

—¿Pues qué vendéis aquí? O es engaño, o es veneno.

—Ni uno ni otro; antes la cosa más estimada de cuantas hay, pues es la misma estimación, que en rozándose se pierde, la familiaridad la gasta y la mucha conversación la envilece.

—Según eso —dijo Critilo—, la honra de lejos, ningún profeta en su patria, y si las mismas estrellas vivieran entre nosotros, a dos días perdieran su lucimiento; por eso los pasados son estimados de los presentes, y los presentes de los venideros.

—Aquélla es una rica joyería —dijo Egenio—. Vamos allá, feriaremos algunas piedras preciosas, que ya en ellas solas se hallan las virtudes y la fineza. Entraron y hallaron en ella al discretísimo duque de Villahermosa, que estaba actualmente pidiendo al lapidario le sacase algunas de las más finas y de más estimación. Dijo que sí, que tenía algunas bien preciosas. Y cuando aguardaban todos algún valax oriental, los diamantes al tope, la esmeralda, que alegra por lo que promete, y todas por lo que dan, sacó un pedazo de azabache, tan negro y tan melancólico como él es, diciendo:

—Ésta, señor excelentísimo, es la piedra más digna de estimación de cuantas hay, ésta la de mayor valor; aquí echó la naturaleza el resto, aquí el sol, los astros y los elementos se unieron en influir fineza.

Quedaron admirados de oír tales exageraciones nuestros feriantes, pero callaban donde el discreto Duque estaba, y él les dijo:

—Señores, ¿qué es esto? ¿Éste no es un pedazo de azabache? Pues ¿qué pretende este lapidario con esto? ¿Tiénenos por indios?

—Ésta —volvió a decir el mercader— es más preciosa que el oro, más provechosa que los rubíes, más brillante que el carbunclo; ¡qué tienen que ver con ella las margaritas! ¡Esta es la piedra de las piedras!

Aquí, no pudiéndolo ya sufrir el de Villahermosa, le dijo:

—Señor mío, ¿éste no es un trozo de azabache?

—Sí, señor —respondió él.

—Pues ¿para qué tan exorbitantes encarecimientos? ¿De qué sirve esta piedra en el mundo? ¿Qué virtudes le han hallado hasta hoy? Ella no vale para alegrar la vista como las brillantes y transparentes, ni aprovecha para la salud, porque no alegra como la esmeralda, ni conforta como el diamante, ni purifica como el zafir; no es contraveneno como el bezar, ni facilita el parto como la del águila, ni quita dolor alguno. Pues ¿de qué sirve sino para hacer juguetes de niños?

—¡Oh señor! —dijo el lapidario—, perdone vuestra excelencia, que no es sino para hombres, y muy hombres, porque es la piedra filosofal, que enseña la mayor sabiduría y en una palabra muestra a vivir, que es lo que más importa.

—¿De qué modo?

—Echando una higa a todo el mundo y no dándosele nada de cuanto hay, no perdiendo el comer ni el sueño, no siendo tontos: y eso es vivir como un rey, que es lo que aun no se sabe.

—Dádmela acá —dijo el duque—, que la he de vincular en mí casa.

—¡Aquí se vende —gritaba uno— un remedio único para cuantos males hay!

Acudía tanta gente, que no cabían de pies, aunque sí de cabezas. Llegó impaciente Andrenio y pidió le diesen de la mercadería presto.

—Sí, señor —le respondieron—, que se conoce bien la habéis menester: tened paciencia.

Volvió de allí a poco a instar le diesen lo que pedía.

—Pues, señor —le dijo el mercader—, ¿ya no se os ha dado?

—¿Cómo dado?

—Sí, que yo le he visto por mis ojos —dijo otro.

Enfurecíase Andrenio negando.

—Dice verdad, aunque no tiene razón —respondió el merca der—, que aunque se le han dado, él no la ha tomado: tened espera.

Iba cargando la gente, y el amo les dijo:

—Señores, servíos de despejar y dar lugar a los que vienen, pues ya tenéis recado.

—¿Qué es esto —replicó Andrenio—, burlaisos de nosotros? ¡Qué linda flema, por cierto! Dadnos lo que pedimos y nos iremos. —Señor mío —dijo el mercader—, andad con Dios, que ya os han dado recado, y aun dos veces.

—¿A mí?

—Sí, a vos.

—No me han dicho sino que tuviese paciencia.

—¡Oh qué lindo! —dijo el mercader, dando una gran risada—, pues, señor mío, ésa es la preciosa mercadería, ésa es la que prestamos y ésa es el remedio único para cuantos males hay; y quien no la tuviere, desde el rey hasta el roque, vayase del mundo: tanto valí cuanto sufrí.

—Aquí lo que se vende —decía otro—, no hay bastante oro ni plata en el mundo para comprarlo.

—Pues ¿quién feriará?

—Quien no la pierda —respondieron.

—¿Y qué cosa es?

—La libertad: gran cosa aquello de no depender de voluntad ajena, y más de un necio, de un modorro, que no hay tormento como la imposición de hombres sobre las cabezas.

Entró un feriante en una tienda y díjole al mercader le vendiese sus orejas. Riéronlo mucho todos, si no Egenio, que dijo:

—Es lo primero que se ha de comprar; no hay mercadería más importante; y pues habemos feriado lenguas para no hablar, compremos aquí orejas para no oír y unas espaldas de ganapán o molinero.

Hasta el mismo vender hallaron se feriaba, porque saber uno vender sus cosas vale mucho, que ya no se estiman por lo que son, sino por lo que parecen; los más de los hombres ven y oyen con ojos y oídos prestados, viven de información de ajeno gusto y juicio.

Repararon mucho en que todos los famosos hombres del mundo, el mismo Alejandro en persona, que lo era, los dos Césares Julio y Augusto, y otros deste porte, y de los modernos el invicto señor don Juan de Austria, frecuentaban mucho una botica en que no había letrero. Llevólos a ella su mucha curiosidad. Preguntaron a unos y a otros qué era lo que allí se vendía, y nadie lo confesaba; creció más su deseo. Advirtieron que los sabios y entendidos eran los mercaderes.

—Aquí gran misterio hay —dijo Critilo.

Llegóse a uno y muy en secreto le pidió qué era lo que allí se vendía. Respondióle:

—No se vende, sino que se da por gran precio.

—¿Qué cosa es?

—Aquel inestimable licor que hace inmortales a los hombres, y entre tantos millares como ha habido y habrá los hace conocidos, quedando los demás sepultados en el perpetuo olvido, como si nunca hubiera habido tales hombres en el mundo.

—¡Preciosísima cosa! —exclamaron todos—. ¡Oh qué buen gusto tuvieron Francisco Primero de Francia, Matías Corvino y otros! Decidnos, señor, ¿no habría para nosotros siquiera una gota?

—Sí la habrá, con que deis otra.

—¿Otra de qué?

—De sudor propio, que tanto cuanto uno suda y trabaja, tanto se le da de fama y de inmortalidad.

Pudo bien Critilo feriarla, y así les dieron una redomilla de aquel eterno licor. Miróla con curiosidad, y cuando creyó sería alguna confección de estrellas o alguna quinta esencia del lucimiento del sol, de trozos de cielo alambicados, halló era una poca tinta mezclada con aceite; quiso arrojarla, pero Egenio le dijo:

—No hagas tal, y advierte que el aceite de las vigilias de los estudiosos y la tinta de los escritores, juntándose con el sudor de los varones hazañosos y tal vez con la sangre de las heridas, fabrican la inmortalidad de su fama. Desta suerte la tinta de Homero hizo inmortal a Aquiles, la de Virgilio a Augusto, la propia a César, la de Horacio a Mecenas, la del Jovio al Gran Capitán, la de Pedro Mateo a Enrique Cuarto de Francia.

—Pues ¿cómo todos no procuran una excelencia como ésta?

—Porque no todos tienen esa dicha ni ese conocimiento.

Vendía Tales Milesio obras sin palabras y decía que los hechos son varones y las palabras hembras. Horacio carecía especialmente de ignorancia y aseguraba ser la sabiduría primera. Pitaco, aquel otro sabio de la Grecia, andaba poniendo precios a todo, y muy moderados, igualando las balanzas, y en todas partes encargaba su ne quid nimis. Estaban muchos leyendo un gran letrero en una tienda que decía: Aquí se vende el bien a mal precio. Entraban pocos.

—No os espantéis —dijo Egenio—, que es mercadería poco estimada en el mundo.

—Entre los sabios —decía el mercader—, que vuelven bien por mal, y negocian con eso cuanto quieren.

—Aquí hoy no se fía —decía otro— ni aun del mayor amigo, porque mañana será enemigo.

—Ni se porfía —decía otro.

Y aquí entraban poquísimos valencianos, como ni en las del secreto. Había al fin una tienda común donde de todas las demás acudían a saber el valor y la estimación de todas las cosas. Y el modo de apreciarlas era bien raro, porque era hacerlas piezas, arrojarlas en un pozo, quemarlas, y al fin perderlas; y esto hacían aun de las más preciosas, como la salud, la hacienda, la honra, y en una palabra, cuanto vale.

—¿Esto es dar valor? —dijo Andrenio.

—Señor, sí —le respondieron—, que hasta que se pierden las cosas no se conoce lo que valen.

Pasaron ya a la otra acera desta gran feria de la vida humana a instancias de Andrenio y despechos de Critilo, pero muchas veces los sabios yerran para que no revienten los necios. Había también muchas tiendas, pero muy diferentes, correspondiendo en emulación una desta parte a la de la otra. Y así, decía en la primera un letrero: Aquí se vende el que compra.

—Primera necedad —dijo Critilo.

—¡No sea maldad! —replicó Egenio.

Iba ya a entrar Andrenio, y detúvole diciendo:

—¿Dónde vas?, que vas vendido.

Miraron de lejos y vieron cómo se vendían unos a otros, hasta los mayores amigos. Decía en otra: Aquí se vende lo que se da. Unos decían eran mercaderes, otros que presentes destos tiempos.

—Sin duda —dijo Andrenio— que aquí se da tarde, que es tanto como no dar.

—No será sino que se pide lo que se da —replicó Critilo—, que es muy caro lo que cuesta la vergüenza de pedir, y mucho más el exponerse a un no quiero. Pero Egenio averiguó eran dádivas del villano mundo.

—¡Oh qué mala mercadería! —gritaba uno a una puerta. Y con todo eso, no cesaban de entrar a porfía; y los que salían, todos decían:

—¡Oh maldita hacienda! Si no la tenéis causa deseo, si la tenéis cuidado, si la perdéis tristeza.

Pero advirtieron había otra botica llena de redomas vacías, cajas desiertas, y con todo eso, muy embarazada de gente y de ruido. A este reclamo acudió luego Andrenio, preguntó qué se vendía allí, porque no se veía cosa, y respondiéronle que viento, aire, y aun menos.

—¿Y hay quien lo compre?

—Y quien gasta en ello todas sus rentas. Aquella caja está llena de lisonjas, que se pagan muy bien; en aquella redoma hay palabras que se estiman mucho; aquel bote es de favores, de que se pagan no Pocos; aquella arca grande está rellena de mentiras, que se despachan harto mejor que las verdades, y más las que se pueden mantener por tres días y en tempo de guerra, dice el italiano, bugía como terra.

—¿Hay tal cosa? —ponderaba Critilo—. ¡Que haya quien compre el aire y se pague dél!

—¿Deso os espantáis? —le dijeron—. Pues en el mundo ¿qué hay sino viento? El mismo hombre, quitadle el aire y veréis lo que queda. Aun menos que aire se vende aquí, y muy bien que se paga.

Vieron que actualmente estaba un boquirrubio dando muchas y muy ricas joyas, galas y regalos, que siempre andan juntos, a un demonio de una fea por quien andaba perdido. Y preguntando qué le agradaba en ella, respondió que el airecillo.

—De modo, señor mío —dijo Critilo—, ¿qué aún no llega a ser aire y enciende tanto fuego?

Estaba otro dando largos ducados porque le matasen un contrario.

—Señor, ¿qué os ha hecho?

—No ha llegado a tanto; hame dicho de suerte que por una palabrilla…

—¿Y era afrentosa?

—No, pero el airecillo con que lo dijo me ofendió mucho.

—¡De modo, que aún no llega a ser aire lo que os cuesta tan caro a vos y a él! Gastaba un gran príncipe sus rentas en truhanes y bufones, y decía que gustaba mucho de sus gracias y donaires. Desta suerte se vendían tan caros puntillos de honra, el modillo, el airecillo y el donaire. Pero lo que les espantó mucho fue ver una mujer tan fiera que pasaba plaza de furia infernal y de arpía en arañar a cuantos llegaban a su tienda, y gritaba:

—¿Quién compra, quién compra pesares, quebraderos de cabeza, quita sueños, rejalgares, malas comidas y peores cenas?

Entraban ejércitos enteros, y era lo malo que haciendo alarde; y salían pasando crujía; y los que vivos, que eran bien pocos, salían corriendo sangre, más acribillados de heridas que un marqués del Borro. Y con verlos, no cesaban de entrar los que de nuevo venían. Estábase Critilo espantado mirando tal atrocidad, y díjole Egenio:

—Sabe que cuantos males hay le ponen algún cebillo al hombre para pescarle: la codicia oro, la lujuria deleites, la soberbia honras, la gula comidas, la pereza descansos; sólo la ira no da sino golpes, heridas y muertes, y con todo eso, tantos y tontos la compran tan cara.

Pregonaba uno:

—¡Aquí se venden esposas!

Llegaban unos y otros, preguntando si eran de hierro o mujeres.

—Todo es uno, que todas son prisiones.

—¿Y el precio?

—De balde, y aun menos.

—¿Cómo puede ser menos?

—Sí, pues se paga porque las lleven.

—Sospechosa mercadería: ¿mujeres y pregonadas? —ponderó uno—. Ésa no llevaré yo; la mujer, ni vista ni conocida.

—Pero también será desconocida.

Llegó uno y pidió la más hermosa. Diéronsela a precio de gran dolor de cabeza, y añadió el casamentero:

—El primer día os parecerá bien a vos; todos los demás, a los otros.

Escarmentado otro, pidió la más fea.

—Vos la pagaréis con un continuo enfado.

Convidábanle a un mozo que tomase esposa, y respondió:

—Aún es temprano.

Y un viejo:

—Ya es tarde.

Otro que se picaba de discreción pidió una que fuese entendida. Bascáronle una feísima, toda huesos y que todos le hablaban.

—Venga una, señor mío, que sea mi igual en todo —dijo un cuerdo—, porque la mujer, me aseguran es la otra mitad del hombre y que realmente antes eran una misma cosa entrambos, mas que Dios los separó porque no se acordaban de su divina providencia: y que ésta es la causa de aquella tan vehemente propensión que tiene el hombre a la mujer, buscando su otra mitad.

—Casi tiene razón —dijeron—, pero es cosa dificultosa hallarle a cada uno su otra mitad: todas andan barajadas comúnmente; la del colérico damos al flemático, la del triste al alegre, la del hermoso al feo, y tal vez la del mozo de veinte años al caduco de setenta, ocasión de que los más viven arrepentidos.

—Pues eso, señor casamentero —dijo Critilo—, no tiene disculpa, que bien conocida es la desigualdad de quince años a setenta.

—¡Qué queréis! Ellos se ciegan y lo quieren así.

—Pero ellas ¿cómo pasan por eso?

—Es, señor, que son niñas y desean ser mujeres, y si ellos caducan, ellas niñean. El mal es que, en no teniendo mocos, no gustan de gargajos; mas eso no tiene remedio. Tomad ésta conforme lo deseáis.

Miróla y halló que en todo era dos o tres puntos más corta; en la edad, en la calidad, en la riqueza, en todo; y reclamando no era tan ajustada como deseaba:

—Llevadla —dijo—, que con el tiempo vendrá a ajustarse; que de otra manera pasaría y sería mucho peor. Y tened cuidado de no darla todo lo necesario, porque, en teniéndolo, querrá lo superfluo.

Fue alabado mucho uno que, diciéndole viese la que había de ser su mujer, respondió que él no se casaba por los ojos, sino por los oídos. Y así llevó en dote la buena fama. Convidáronlos a la casa del Buen Gusto, donde había convitón.

—Será casa de gula —dijo Andrenio.

—Sí será —respondió Critilo—, pero los que entran parecen comedores, y los que salen, comidos.

Vieron cosas raras. Había sentado un gran señor rodeado de gentilhombres, enanos, entremetidos, truhanes, valientes y lisonjeros, que parecía el arca de las sabandijas. Comió bien, pero echáronle la cuenta muy larga, porque dijeron comía cien mil ducados de renta; él, sin réplica, pasaba por ello. Reparó Critilo y dijo:

—¿Cómo puede ser esto? No ha comido la centésima parte de lo que dicen.

—Es verdad —dijo Egenio— que no los come, sino éstos que le van alrededor.

—Pues, según eso, no digan que tiene el Duque cien mil de renta, sino mil, y los demás de dolor de cabeza.

Había bravos papasales, otros que papaban viento y decían que engordaban, pero al cabo de todo paraba en aire. Todo se lo tragaban algunos, y otros todo se lo bebían; muchos tragaban saliva, y los más mordían cebolla; y al cabo, todos los que comían quedaban comidos hasta de los gusanos.

En todas estas tiendas no feriaron cosa de provecho; sí, en las otras de mano derecha, preciosos bienes, verdades de finísimos quilates, y sobre todo a sí mismos: que el sabio, consigo y Dios, tiene lo que basta. Desta suerte, salieron de la feria hablando cómo les había ido. Egenio, ya otro, porque rico, trató de volver a su alojamiento, que en esta vida no hay casa propia. Critilo y Andrenio se encaminaron a pasar los puertos de la edad varonil en Aragón, de quien decía aquel su famoso rey que en naciendo fue asortado para dar tantos Santiagos, para ser conquistador de tantos reinos, comparando las naciones de España a las edades, que los aragoneses eran los varones.