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El Criticón (Tercera parte)/Crisi X

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CRISI DÉCIMA

La rueda del Tiempo

Creyeron vanamente algunos de los filósofos antiguos que los siete errantes astros se habían repartido las siete edades del hombre, para asistirle desde el quicio de la vida hasta el umbral de la muerte. Señalábanle a cada edad su planeta, por su orden y supuesto, avisando a todo mortal se diese por entendido, ya del planeta que le presidía, ya del traste de la vida en que andaba. Cúpole, decían a la niñez la luna con nombre de Lucina, comunicándole con sus influencias sus imperfecciones, esto es, con la humedad la ternura, y con ella la facilidad y variedad, aquel mudarse a cada instante, ya llorando, ya riendo, sin saber de qué se enoja, sin saber con qué se aplaca, de cera a las impresiones, de masa a la aprensiones, pasando de las tinieblas de la ignorancia a los crepúsculos de la advertencia. Desde los diez años hasta los veinte, decían presidirle el planeta Mercurio, influyendo docilidades, con que se va adelantando ya muchacho, al paso que en la edad, en la perfección; comienza a estudiar y a deprender, cursa las escuelas, oye las facultades y va enriqueciendo el ánimo de noticias y de ciencias. Pero descarase Venus a los veinte y reina con grande tiranía hasta los treinta, haciendo cruda guerra a la juventud a sangre que hierve y a fuego en que se abrasa, y todo esto con bizarra galantería. Amanece a los treinta años el Sol, esparciendo rayos de lucimiento, con que anhela ya el hombre a lucir y valer, emprende con calor los honrosos empleos, las lucidas empresas, y cual sol de su casa y de su patria todo lo ilustra, lo fecunda y lo sazona. Embístele Marte a los cuarenta, infundiéndole valor con calor; revístese de aceros, muestra bríos, riñe, venga y pleitea. Entra a los cincuenta mandando Júpiter, influyendo soberanías; ya el hombre es señor de sus acciones, habla con autoridad, obra con señorío, no lleva bien el ser gobernado de otros, antes lo querría mandar todo, toma por sí las resoluciones, ejecuta sus dictámenes, sábese gobernar; y a esta edad, como a tan señora, la coronaron por reina de las otras, llamándola el mejor tercio de la vida. A los sesenta anochece, que no amanece, el melancólico saturnino; con humor y horror de viejo, comunícale su triste condición; y como se va acabando, querría acabar con todos, vive enfadado y enfadando, gruñendo y riñendo y a lo de perro viejo royendo lo presente y lamiendo lo pasado, remiso en sus acciones, tímido en sus ejecuciones, lánguido en el hablar, tardo en el ejecutar, ineficaz en sus empresas, escaso en su trato, asqueroso en su porte, descuidado en su traje, destituido de sentidos, falto de potencias, y a todas horas y de todas las cosas quejumbroso. Hasta los setenta es el vivir, y en los poderosos hasta los ochenta, que de ahí adelante todo es trabajo y dolor, no vivir, sino morir. Acabados los diez años de Saturno, vuelve a presidir la Luna y vuelve a niñear y a monear el hombre decrépito y caduco, con que acaba el tiempo en círculo, mordiéndose la cola la serpiente: ingenioso jeroglífico de la rueda de la humana vida.

Con esto, entró el Cortesano, no tanto a despertarles, cuanto a darles el buen día y aun el mejor de su vida, muy entretenido con la máscara del mundo, el baile y mudanzas del tiempo, el entremés de la fortuna y la farsa de toda la vida.

—¡Alto! —les dijo—, que tenemos mucho que hablar, pues deste mundo y del otro. Sacóles de casa, para más meterlos en ella, y fuelos conduciendo al más realzado de los siete collados de Roma, tan superior que no sólo pudieron señorear aquella universal corte, pero todo el mundo, con todos los siglos.

—Desde esta eminencia —les decía— solemos con mucho deporte algunos amigos, tan geniales cuan joviales, registrar todo el mundo y cuanto en él pasa, que todo corre la posta. Desde aquí atalayamos las ciudades y los reinos, las monarquías y repúblicas, ponderamos los hechos y los dichos de todos los mortales, y lo que es de más curiosidad, que no sólo vemos lo de hoy y lo de ayer, sino lo de mañana, discurriendo de todo y por todo.

—¡Oh lo que diera yo —decía Andrenio— por ver lo que será del mundo de aquí a unos cuantos años, en qué habrán parado los reinos, qué habrá hecho Dios de fulano y de citano, qué habrá sido de tal y de tal personaje! Lo venidero, lo venidero querría yo ver, que eso de lo presente y lo pasado cualquiera se lo sabe; hartos estamos de oírlo, cuando una vitoria, un buen suceso lo repiten y lo vuelven a cacarear los franceses en sus Gacetas, los españoles en sus Relaciones, que matan y enfadan, como lo de la vitoria naval contra Selim, que aseguran fue más el gasto que se hizo en salvas y en luminarias que lo que se ganó en ella. Y modernamente decía un discreto: «Tan enfadado me tienen estos franceses con su socorro de Arras y con tanto repertirlo, que no puedo ver las tapicerías aun en medio del invierno.»

—Pues yo te ofrezco —dijo el Cortesano— mostrarte todo lo venidero, como si lo tuvieses aquí delante.

—¡Brava arte mágica sería ésa!

—Antes no, ni es menester, cuando no hay cosa más fácil que saber lo venidero.

—¿Cómo puede ser eso, si está tan oculto y tan reservado a sola la perspicacia divina?

—Vuelvo a decir que no hay cosa más fácil ni más segura; porque has de saber que lo mismo que fue, eso es y eso será sin discrepar ni un átomo. Lo que sucedió docientos años ha, eso mismo estamos viendo agora. Y si no, aguarda.

Y echóse mano a una de las faltriqueras de la faldilla delantera y sacó una caja de cristales, celebrándolos por cosa extraordinaria.

—¿Qué más tendrán estos que los demás antojos? —decía Andrenio.

—¡Oh sí, que alcanzan mucho!

—¿Qué, tanto más que el antojo del Galileo?

—Mucho más, pues lo que está por venir, lo que sucederá de aquí a cien años. Éstos los forjaba Arquímedes para los amigos entendidos. Tomad y calzáoslos en los ojos del alma, en los interiores.

Y hiciéronlo así, sobre la faición de la prudencia.

—Mirad ahora hacia España: ¿qué veis?

—Veo —dijo Andrenio— que las mismas guerras intestinas de agora docientos años pasan del mismo modo, las rebeliones, las desdichas del un cabo al otro.

—¿Qué ves hacia Inglaterra?

—Que lo que obró un Enrico contra la iglesia ejecuta después otro peor; que si ya degollaron una reina Estuarda, hoy su nieto Carlos Estuardo. Veo en Francia que matan un Enrico y otro Enrico, y que vuelven a brotar las cabezas de la herética hidra. Veo en Suecia que lo que le sucedió a Gustavo Adolfo en Alemania le va sucediendo por los mismos filos a su sobrino en la católica Polonia.

—¿Y aquí en Roma?

—Que ha vuelto aquel siglo de oro y aquella felicidad pasada de que gozó en tiempo de los Gregorios y los Píos.

—Ahí veréis que las cosas las mismas son que fueron, sola la memoria es la que falta No acontece cosa que no haya sido, ni que se pueda decir nueva bajo del sol.

—¿Quién es aquel vejezuelo —dijo Critilo— que nunca para, que todos le siguen y él a nadie espera, ni a reyes ni a monarcas, hace su hecho y calla? ¿No lo ves tú, Andrenio?

—Sí, por señas que lleva unas alforjas, al cuello, como caminante.

—¡Oh! —dijo el Cortesano—, ése es un viejo que sabe mucho, porque ha visto mucho, y al cabo todo lo dice sin faltar a la verdad.

—¿Cabe mucho en aquellas alforjas?

—No lo creeréis, cabe una ciudad y muchas, y reinos enteros; unos lleva delante, otros atrás, y cuando se cansa vuelve las alforjas, la de atrás adelante, y revuelve todo el mundo sin saber cómo ni por qué, sino por variar. ¿Qué pensáis que es el pasarse el mando, el mudarse el señorío desta provincia en aquélla, de una nación en la otra? Es que se muda las alforjas el Tiempo: hoy está aquí el imperio, y mañana acullá, hoy van delante los que ayer iban detrás; mudóse la vanguardia en retaguardia. Así veréis que la África, que en otro tiempo era madre de prodigiosos ingenios, de un Augustino, Tertuliano, y Apuleyo, ¿quién tal creyera?, hoy está hecha un barbarismo, engendradora de alarbes. Y lo que es de mayor sentimiento, la Grecia, progenitora de los mayores ingenios, la inventora de las ciencias y las artes, la que daba leyes de discreción a todo el mundo, madre del bien decir, hoy está hecha un solecismo en poder de los bárbaros traces. Y a ese modo está trocado todo el mundo. La Italia, que mandaba a todas las demás naciones y triunfaba de todas las provincias, hoy sirve a todas: mudóse las alforjas el Tiempo.

Pero la que fue gran vista y espectáculo de mucho gusto, fue una gran rueda que bajaba por toda la redondez de la tierra, desde el oriente al ocaso de la Ocasión. Veíanse en ella todas cuantas cosas hay, ha habido y habrá en el mundo, con tal disposición que la una mitad se veía clara y exentamente sobre el horizonte, y la otra estaba hundida acullá abajo, que nada de ella se veía; pero iba rodando sin cesar, dando vueltas al modo de una grúa en que se metió el Tiempo, y saltando de la grada de un día en la del otro, la hacía rodar, y con ella todas las cosas; salían unas de nuevo y escondíanse otras de viejo, y volvían a salir al cabo de tiempo. De modo que siempre eran las mismas, sólo que unas pasaban, otras habían pasado y volvían a tener vez. Hasta las aguas, al cabo de los años mil, volvían a correr por donde solían, aunque no serían por los ojos; que ésas más presto vuelven, que hay mucho que llorar.

—Aquí hay mucho que ver —dijo Critilo.

—Y que notar —el Cortesano—, Bien lo podéis tomar de propósito. Atended cómo va pasando todo en la rueda de la vicisitud: unas cosas van, otras vienen; vuelven las monarquías y revuélvense también, que no hay cosa que tenga estado, todo es subida y declinación.

Veíanse acullá al un cabo de la rueda, y que ya habían pasado, unos hombres y unos príncipes parcos, que no pobres, pródigos de su sangre y guardadores de la hacienda; vestían de lana, y la sabían cardar, crujían mangas de seda los días de fiesta por gran gala, y todo el año la malla.

—¿Quiénes son aquellos —preguntó Critilo— que cuanto más llanos mejor parecen?

—Aquéllos fueron —respondió él Cortesano— los que conquistaron los reinos. Nota bien, que allí hallarás un don Jaime de Aragón, un don Fernando el Santo de Castilla y un don Alfonso Enríquez de Portugal. Mira qué pobres de gala y qué ricos de fama; hicieron muy bien su papel, pues llenaron las historias de sus hazañas y metiéronse en el vestuario común de las mortajas, pero no en olvido.

Al mismo tiempo, por la contraria banda de la rueda salían otros, y muy otros, ricos, bizarros, y suntuosos, rozando sedas, arrastrando telas y gozando de lo que sus antepasados les ganaron. Pero iban éstos pasando también su carrera, y hundíanse al cabo, después de hundirlo todo, y volvían a salir aquellos primeros, volviendo a juego las materias. Y con esta alternación procedían las cosas humanas, al fin temporales.

—¿Hay tal variedad? —ponderaba Andrenio—. ¿Y siempre ha sido desta suerte?

—Siempre —decía el Cortesano—, y esto en cada provincia, en cada reino. Vuelve la cabeza atrás y mira qué moderados entraron en España los primeros godos, un Ataulfo, Sisenando, hasta el rey Wamba; sucede al cabo el delicioso Rodrigo y da al traste con la más florida monarquía. Va pasando la rueda y vuelve otra vez el valor con la parsimonia en el famoso Pelayo, restaurase poco a poco lo que se perdió tan aprisa. Descaece otra vez, pero resucita en el rey don Fernando el Católico. Y así se van alternando las ganancias y las pérdidas, las dichas y las desdichas.

—¡Oh lo que son de ver —decía Critilo— aquellos primeros vestidos de paño, ya los segundos de brocado, aquéllos crujiendo acero y éstos seda, arreados aquéllos en el alma y desnudos en el cuerpo, adornados éstos de galas y desnudos de hazañas, faltos de noticias y sobrados de delicias!

Escondíanse unas mujeres y señoras, y aun princesas, con las ruecas en la cinta refilando el huso, y salían otras con abanicos costosos de varillas de diamantes, fuelles de su vanidad; aquéllas con sus manguitos de paño, estas otras de martas nada piadosas y muy suyas aquéllas exprimidas de talle, estas otras más huecas que campanas, y no obstante esto aquéllas sonaban mejor.

—Por eso digo yo —ponderaba Critilo— que siempre lo pasado fue mejor.

Alargaba el cuello Andrenio, mirando hacia el oriente de la rueda, y preguntóle el Cortesano:

—¿Qué buscas, qué echas de menos?

Y él:

—Miraba si volvía a salir aquel plausible rey don Pedro de Aragón, llamado bastón de franceses, que con ellos solos fue cruel. ¡Oh cómo que despicaría a España! ¡Qué coscorrones pegaría! ¡Cómo que les abajaría las crestas a los galos! Pero mudóse las alforjas el Tiempo.

Iba dando sin parar la vuelta la rueda y volteando con ella cuanto hay. Salía una ciudad con sus casas de tierra y los palacios a piedra y lodo; paseaban sus calles en carros los caballeros, el mismo Ñuño Rasura; que las damas, como tan recatadas, ni eran vistas ni oídas: cuando mucho, salían a alguna romería, que no se nombraban las ramerías. Más colorada se volvía entonces una mujer de ver un hombre que agora de ver un ejército; y es de advertir que entonces no había otro color que el de la vergüenza y el blanco de la inocencia. Parecían de otra especie, porque eran muy calladas, no andariegas, honestas, hacendosas: al fin, mujeres para todo y no como agora para nada. Pero daba la vuelta la rueda, hundíase aquella ciudad y al cabo de tiempo volvía a salir otra, digo la misma, pero tan otra que no la conocían.

—¿Qué ciudad es ésta? —preguntó Andrenio.

—La misma —respondió el Cortesano.

—¿Cómo puede ser eso, si estas casas agora son de mármoles y de jaspes, con tanto dorado balcón en vez de los de palo? ¿Qué tienen que ver estas tiendas con aquellas otras de docientos años atrás? Allí, señor cortesano, no había guantes de ámbar, sino de lana, no tahalíes bordados de oro, sino una correa, no sombreros de castor, ni por sueño: cuando mucho, bonetillos o monteras; manguitos de a ciento de a ocho, ¿quién tal dijo?, fuera herejía: no sino de paño, y abanicos de paja, y esos llevaba la señora y la condesa, que aun no había duquesas, y la misma reina doña Costanza, y por mucha gala, que costaba cuatro maravedís; y no, como agora de garapiña y de rapiña francesa. Con un real compraba entonces un hombre sombrero, zapatos, medias, guantes y aun le sobraban algunos maravedises. Las que aquí son telas de oro y brocados, allí eran bureles, y por cosa muy preciosa se hallaba algún contra y para mantos a las ricas fembras en el día de su boda, que por eso se llamaron de velarse. Las que allí eran carretillas, aquí son coches y carrozas; las que angarillas, son sillas de mano tachonadas. Aquí no se ve ruar el carretón de Laínez tirado de sola una bestia, que no había entonces tantas. Las calles hierven de mujeres tan descocadas cuan escotadas, cuando allí si se les veía una muñeca era ya perderse todo y ser ellas unas perdidas. Muchos de estrados y cojines, y no se ve una almohadilla; sin hacer hacienda, antes deshaciéndolas y acabando con las casas.

—Pues te aseguro —dijo el Cortesano— que es la misma ciudad, aunque tan otra de lo que fue, tan mudada, que no la conocerían sus primeros habitadores: mira lo que hace y deshace el tiempo.

—¡Válgame el Cielo! —dijo Critilo—. Y ¿qué dijeran, si volvieran hoy a Roma los Camilos y Dentatos, si el buen Sancho Minaya a Toledo, si Gracián Ramírez a Madrid, Laín Calvo a Burgos, el Conde Alperche a Zaragoza y Garci Pérez a Sevilla? ¿Si pasearan por estas calles y las hallaran ocupadas de coches y de carrozas, si vieran estas tiendas y esta perdición?

Volteaba la rueda y escondíase el buen Tiempo, y todo lo bueno con él, aquellos hombres buenos y llanos, sin artificio ni embeleco, tan sencillos en el vestido como en el ánimo, sin pliegues en las capas y sin dobleces en el alma, con el pecho desabrochado mostrando el corazón, la conciencia a ojo, con el alma en la palma, y por eso vitoriosa: hombres, al fin, del tiempo antiguo, y con todo eso muy ricos y sobrados, desaliñados y nunca más bien puestos; que cuando los hombres eran más sencillos, aseguran que había más doblones. Escondíanse aquéllos y salían otros, antípodas suyos en todo, embusteros, mentirosos, falsos y faltos, que se corrían de que les llamasen buenos hombres, más pequeños de cuerpo y también de alma, y con ser todos palabras, no tenían palabra; mucho de cumplimiento y nada de verdad, mucho de circunstancia y nada de sustancia, gente de poca ciencia y de menos conciencia.

—Éstos —decía Critilo— yo juraría que no son hombres.

—¿Pues qué?

—Sombras de aquéllos que van delante: medio hombres, pues no tienen entereza. ¡Oh cuándo volverán aquellos primeros, agigantados hijos de la fama!

—Dejad —decía el Cortesano—, que aún volverán a tener vez

—Sí, pero qué tarde, si se ha de acabar primero la mala semilla destos. De lo que gustaba mucho Andrenio, y tanto que no pudo contener la risa, era de ver rodar los trajes y dar vueltas los usos, y más mirando hacia España, donde no hay cosa estable en esto del vestir. A cada tumbo de la rueda se mudaban, y siempre de malo en peor, con mucho gasto y figurería. Un día salían con unos sombreros anchos y bajos, que parecían gorras; al otro día, otros amorrionados que parecían capacetes; luego otros pequeños y puntiagudos, que parecían alhajas de títeres y hacían bravas figuras. Pasaban estos y sucedían otros chatos y anchos con dos dedos de falda que parecían bacinillas y aun olían mal; mas al otro día los dejaban y salían con otros tan altos que parecían orinales. Quebrábanse estos también y sacaban los gaviones con una vara de copa y otra de falda. Ya pequeños, ya tan grandes que se pudieran hacer dos, de cada uno, de los primeros. Y es lo bueno que los que hacían más ridiculas figuras se burlaban de los pasados, diciendo que parecían figurillas; mas luego, los que se seguían les llamaban a ellos figurones. Fue de modo que en poco rato que lo estuvieron mirando contaron más de una docena de formas diferentes de solos sombreros. ¿Qué sería de todo el demás traje? Las capas, ya eran tan largas y prolijas que parecían ir fajados en ellas, ya tan cortas y tan bien criadas que cuando sus amos estaban sentados, ellas se quedaban en pie. Dejo las calzas, ya afolladas, ya botargas, los zapatos, ya romos, ya puntiagudos.

—¡Qué cosa tan graciosa! —decía Andrenio—. Señores, ¿quién inventa estos trajes, quién saca estos usos?

—Ahí me digas tú, que hay bien que reír; porque has de saber que llega un gotoso que tiene necesidad de llevar el pie holgado, y cálzase un zapato romo y ancho por su comodidad, diciendo: «¿Qué importa que el mundo sea ancho, si mi zapato es estrecho?» Los otros que lo ven, luego lo apetecen, y dan todos en llevar zapatos romos y parecer gotosos y patituertos. Si una mujer pequeña hubo menester ayudarse de chapines, añadiendo de corcho lo que le faltaba de persona, luego todas las otras dan en llevarlos, aunque sean más crecidas que la Giralda de Sevilla o la Torre Nueva de Zaragoza. Llega en esto una muy estirada en todo que no necesita dellos, antes la hacen embarazo, dales del pie y gusta de irse en zapato; luego todas las otras la quieren imitar, aunque sean unas enanas, valiéndose de la ocasión para más soltura y para parecer niñas. La otra flamenca dio en ir escotada, vendiendo el alabastro, y quiérenla seguir las de Guinea, feriando el azabache, que en unas y en otras es una gran frialdad y un traje muy desharrapado. Y es de advertir que el peor y más deshonesto es el que dura más. Pero para que riáis de buen gusto, mirad aquella ristra de mujeres que van una tras otra en la rueda del Tiempo. La primera lleva aquel desproporcionado tocado que llamaron «almirante» y lo inventó una calva; la otra que se sigue lo trocó por la arandela que hizo brava misión; sucede la otra con el bobo, que fue su más propio traje; trocóle ya la que viene detrás por el trenzado, no mendigando un pelo ajeno a su belleza; la quinta en orden lo dejó para las mozas de cántaro y echó el cabello atrás en una crecida cola; la sexta inventó el moño, desmintiendo lo pelado; la séptima se echó un gobelete al tozuelo, echando allá cuanto la pudiesen decir; la octava va con una trenza a la jineta a tuerto y a derecho; la nona con asa de cántaro, y pudiera de cantarilla. Desta suerte va variando y desvariando hasta que vuelvan a su primera impertinencia.

Pero lo que fue, no ya de reír, sino de sentir, que siempre se va todo empeorando. Pues es cosa cierta que con lo que gasta hoy una mujer, se vestía antes todo un pueblo. Más plata echa hoy en relumbrones una cortesana, que había en toda España antes que se descubrieran las Indias. No conocían las perlas aquellas primeras señoras, pero éranlo ellas en la fineza. Los hombres eran de oro y se vestían de paño; agora son asco y rozan damasco. Y después que hay tantos diamantes, ni hay fineza ni firmeza.

—Hasta en el hablar hay su novedad cada día, pues el lenguaje de hoy ha docientos años parece algarabía. Y si no, leed esos fueros de Aragón, esas Partidas de Castilla, que ya no hay quien las entienda. Escuchad un rato aquellos que van pasando uno tras otro en la rueda del Tiempo.

Atendieron y oyeron que el primero decía fillo, el segundo fijo. el tercero hijo, y [el] cuarto ya decía gixo a lo andaluz, y el quinto de otro modo, sino que no lo percibieron.

—¿Qué es esto? —decía Andrenio—. Señores, ¿en qué ha de parar tanto variar? Pues ¿no era muy buena aquella primera palabra fillo y más suave, más conforme a su original, que es el latín?

—Sí.

—Pues ¿por qué la dejaron?

—No más de por mudar, sucediendo lo mismo en las palabras que en los sombreros. Estos de agora tienen por bárbaros a los que aquel lenguaje, como si los venideros no hubiesen de vengarlos a aquellos y reírse destos.

Púsose de puntillas Critilo, desojándose hacia el oriente de la rueda.

—¿Qué atiendes con tanto ahínco? —le preguntó el Cortesano.

—Estoy mirando si vuelven a salir aquellos Quintos tan famosos y plausibles en el mundo, un don Fernando el Quinto, un Carlos Quinto y un Pío Quinto.

—¡Ojalá que eso fuese y que saliese un don Felipe el Quinto en España! Y cómo que vendrá nacido. ¡Qué gran rey había de ser copiando en sí todo el valor y el saber de sus pasados! Pero lo que noto es que antes vuelven a salir los males que los bienes: tardar, éstos lo que se avanzan aquéllos.

—¡Oh, sí! —dijo el Cortesano—, detiénense y mucho en volver los siglos de oro, y adelántanse los de plomo y de hierro. Son las calamidades más ciertas en repetir que las prosperidades. Así como el mal humor de una terciana y una cuartana tienen su día fijo, su hora sabida, sin discrepar un punto, y el buen humor, la alegría, el contento, no le tienen ni repiten a la hora: las guerras, las rebeliones no discrepan un lustro, las pestes ni un año, las secas no pierden vez, vuelven las hambres, las mortandades, las desdichas por sus pasos contados.

—Pues si eso es así —dijo Andrenio—, ¿no se les podía tomar el pulso a las mudanzas y el tino a la vicisitud de la rueda, para prevenir los remedios a los venideros males y saberlos desviar?

—Ya se podría —respondió el Cortesano—, pero como fenecieron aquéllos que entonces vivían y suceden otros de nuevo sin recuerdo de los daños, sin experiencia de los inconvenientes, no queda lugar al escarmiento. Vinieron unos noveleros, amigos de mudanzas peligrosas, que no probaron de las calamidades de la guerra, atrepellaron con la rica y abundante paz, y después murieron suspirando por ella. Con todo, ya hay algunos de bueno y sano juicio, prudentes consejeros, que huelen de lejos las tempestades, las pronostican, las dicen y aun las vocean; pero no son escuchados: que el principio de los males es quitarnos el cielo el inestimable don del consejo. Sacan los cuerdos por discurso cierto las desdichas que amenazan: en viendo en una república la desolación de costumbres, pronostican la disolución de provincias; en reconociendo caída la virtud, atinan la caída de las monarquías. Grítanlo a quien tiene atapados los oídos. Y así veréis que de tiempo a tiempo se pierde todo para volverse otra vez a ganar todo. Pero buen ánimo, que todas las cosas vuelven a tener día, lo bueno y lo malo, las dichas y las desventuras, las ganancias y las pérdidas, los cautiverios y los triunfos, los buenos y los malos años.

—Sí —dijo Andrenio—, pero ¿qué me importa a mí que hayan de suceder después las felicidades, si a mí me cogen de medio a medio todas las calamidades? Eso es decir que para mí se hicieron las penas, y para otros los contentos.

—Buen remedio, ser prudente, abrir el ojo y dar ya en la cuenta. ¡Ea, alégrate!, que aún volverá la virtud a ser estimada, la sabiduría a estar muy valida, la verdad amada y todo lo bueno en su triunfo.

—Y cuando será eso —suspiró Critilo— ya estaremos nosotros acabados y aun consumidos. ¡Oh quién viera aquellos hombres con sus sayos y aquellas mujeres con sus cofias y sus ruecas, que desde que se arrimaron los husos, no se usa cosa buena! ¿Cuándo volverá la reina doña Isabel la Católica a enviar recados?: «Decidle a doña Fulana que se venga esta tarde a pasarla conmigo y que se traiga su rueca, y a la condesa que venga con su almohadilla» ¿Cuándo oiremos al otro rey excusarse en las Cortes que no había comido gallina, y decía la verdad, y que una que comió un jueves había sido presentada? Y al otro, que si las mangas del jubón eran de seda, pero el cuerpo de tela. ¡Oh cuánto me holgaría ver salir aquellos siglos de oro y no de lodo y basura, aquellos varones de diamantes y no de claveques, aquellas hembras de margaritas y sin perlas, las Hermesindas y Jimenas, con que no faltan Urracas, aquellos hombres de bien, que ya no sólo no corren pero ni dan un paso, de Tasso lenguaje, pero de buena lengua, de pocas razones, y de mucha razón, de mucha sustancia y poca circunstancia, gente de apoyo y no de tramoya y de sola apariencia, que no hay cosa más contraria a la verdad que la verisimilitud! ¿Qué soldados eran aquellos de acullá, vestidos de pieles y calzados de cuero, que repetían de fieras?

—Ésos eran los almugábares, la milicia del rey don Jaime y de su valeroso hijo; no como los capitanes de agora, vestidos de tafetán, dando cuchilladas de seda.

—Aguarda, ¿qué varas eran aquéllas tan macizas y tan firmes?

—Las de la justicia del buen tiempo: gruesas, pero no groseras, que no se torcían a cualquier viento ni se doblaban aunque las cargasen del metal pesado, aunque colgasen de ellas un bolsón de doblones.

—¡Qué diferentes —decía Andrenio— destas otras tan delgadas, al fin juncos, que ceden al soplo del favor y se inclinan por poco que les cuelguen, a un par de capones, a cualquier pluma! ¿Quién es aquel que habla ronco?

—Pues a fe que no es ronca, sino bien clara, su fama. Aquél es el plausible alcalde Ronquillo, blasón de la justicia.

—¿Y aquel otro que todo lo averigua?

—Ese es el proverbio, por quien decía el rey Católico, a cualquiera escándalo que sucedía: «Vaya y averigüelo Vargas.» Todo lo aclaraba y nada confundía, con que también ha tenido en estos tiempos la justicia sus Quiñones.

Cansábanse ya ellos de ver, pero no la rueda de dar vueltas, y a cada tumbo se trastornaba el mundo. Caían las casas más ilustres y levantábanse otras muy obscuras, con que los decendientes de los reyes andaban tras los bueyes, trocándose el cetro en aguijada, y tal vez en un cepillo. Al contrario, los lacayos subían a Belengabores y Taicosamas. Vieron un nieto de un herrador muy puesto a la jineta, y otro muy a caballo, rodeado de pajes aquél cuyo abuelo iba tal vez lleno de pajas. Decantábase la rueda y comenzaban a bambalear las torres y los homenajes, caían los alcázares y empinábanse los aduares, y al cabo de años los nobles eran villanos.

—¿Quién es aquel —decía Andrenio— que vive en la casa solar de los condes de Tal?

—Un Homero que, haciendo mala harina, hizo muchos ducados; de modo que valen más sus salvados que la harina de muchos nobles.

—¿Y en aquella otra de los duques de Cual?

—Un otro que vendió mal y las compró bien.

—Pues ¿es posible —ponderaba Critilo— que no se contente ya la desvergonzada vanidad de éstos con levantar sus casas de nuevo, sino que quieren hollar las más antiguas y las que eran de mejor solar?

Salían unos ingenios noveleros con unos discursos viejos, opiniones rancias, pero bien alcoholadas con lindo lenguaje, y vendíanlas por invención suya, y de verdad que lo era. Engañaban luego a cuatro pedantes; mas llegaban los varones sabios y leídos, y decían: —¿Ésta no es la dotrina de aquellos antiguos? En un rincón del Tostado se hallará sazonado y cocido todo lo que éstos blasonan por crudo y valiente pensar. Lo que éstos hacen no es más que sacarlo de aquella letra gótica y estamparlo en la romana, más legible, mudando la cuadrada en redonda, echando un papel blanco y nuevo, y con esto cátalo aquí concepto nuevo. A fe que estos ecos que son de aquella lira, y que este tomo es de toma. Lo mismo que en la cátedra sucedía en el pulpito con notable variedad, que en el breve rato que se asomaron a ver la rueda notaron una docena de varios modos de orar. Dejaron la sustancial ponderación del sagrado texto y dieron en alegorías frías, metáforas cansadas, haciendo soles y águilas los santos, inares las virtudes, teniendo toda una hora ocupado el auditorio pensando en una ave o una flor. Dejaron esto y dieron en descripciones y pinturillas. Llegó a estar muy valida la humanidad, mezclando lo sagrado con lo profano, y comenzaba el otro afectado su sermón por un lugar de Séneca, como si no hubiera San Pablo: ya con trazas, ya sin ellas, ya discursos atados, ya desatados, ya uniendo, ya postulando, ya echándolo todo en frasecillas y modillos de decir, rascando la picazón de las orejas de cuatro impertinentillos bachilleres, dejando la sólida y sustancial doctrina y aquel verdadero modo de predicar del boca de oro y de la ambrosía dulcísima y del néctar provechoso del gran prelado de Milán.

—Cortesano mío —decía Andrenio—, ¿volverá al mundo otro Alejandro Magno, un Trajano y el gran Teodosio? ¡Gran cosa sería!

—No sé qué me diga —le respondió— que de uno déstos hay para cien siglos, y mientras sale un Augusto ruedan cuatro Nerones, cinco Calígulas, ocho Heliogábalos, y mientras un Ciro diez Sardanápalos. Sale una vez un Gran Capitán y bullen después cien capitanejos, con que se ha de mudar cada año de jefe. He aquí que para conquistar a todo Nápoles bastó el gran Gonzalo Fernández y para Portugal un duque de Alba, para la una India Fernando Cortés, y para la otra Alburquerque; y hoy para restaurar un palmo de tierra, no han sido bastantes doce cabos. Llevóse de carrera Calvo Octavo a Nápoles, y con otra vista que dio el desposeído Fernando, con cuatro naves vacías, lo volvió a cobrar. De un Santiago cogió el rey Católico a Granada, y su nieto Carlos Quinto toda la Alemania.

—¡Oh, señor! —replicó Critilo—, no hay que admirar, que iban los mismos reyes en persona, no en substituto, que hay una gran diferencia de pelear el amo o el criado. Asegúroos que no hay batería de cañones reforzados como una ojeada de un rey.

—Tras de una reina doña Blanca —proseguía el Cortesano—, salen cien negras. Mas hoy en otra española vuelve a florecer aquélla, y en una católica Cristina de Suecia renace hoy la emperatriz Elena. Más os digo, que vuelve a salir el mismo Alejandro: ya le veo y le reverencio, no gentil, sino muy christiano; no profano, sino santo; no tirano de las provincias, sino padre de todo el mundo, conquistándole para el cielo. Pasad un lienzo — les dijo— por esos cristales, y si fuere el de la mortaja, mejor, quedarán más limpios del polvo apegadizo de la tierra, y mirad otro rato hacia el cielo. Realzaron la vista, y en virtud de aquella diáfana perspicacidad divisaron cosas en que jamás habían reparado: vieron una gran multitud de hilos, y muy sutiles, que los iban devanando los celestes tornos y sacándolos de cada uno de los mortales como de un ovillo.

—¡Qué delgado hilan los cielos! —decía Andrenio.

—Esos son —respondió el Cortesano— los hilos de nuestras vidas. Notad qué cosa tan delicada y de qué dependemos todos.

Era mucho de ver cuáles andaban los hombres rodando y saltando como si fueran otros tantos ovillos, sin parar un instante, al paso que las celestiales esferas les iban sacando la sustancia y consumiendo la vida hasta dejarlos de todo punto apurados y deshechos, de tal suerte que no venía a quedar en cada uno sino un pedazo de trapo de una pobre mortaja, que en esto viene a parar todo. De unos tiraban hebras de seda fina; de otros, hilos de oro; y de otros, de cáñamo y estopa.

—Sin duda que aquellos de oro y de plata —dijo Andrenio— serán de los ricos.

—Engáñaste.

—¿De los nobles?

—Tampoco.

—¿De los príncipes?

—No discurres bien.

—¿No son los hilos de las vidas?

—Sí.

—Pues según fueren ellas, así serán ellos.

—Noble hay que sacan dél hilo de estopa, y plebeyo que sacan dél hilo de plata y aun de oro.

Allí se acababa uno, acullá otro, faltábale muy poco a éste cuando comenzaba aquél: que lo que la naturaleza va hilando de la vida, el cielo lo va devanando, y quitándonos los días con sus vueltas; y cuando los mortales andan más diligentes y más solícitos, saltando y brincando, entonces se van más deshaciendo.

—Pero ¡qué a lo callado, qué a las sordas, nos van urdiendo la muerte —ponderaba Critilo— cuando nos van devanando la vida! Engañóse sin duda aquel otro filósofo en decir que, al moverse esas celestes esferas de esos once cielos, hacen una suavísima música, un muy sonoro ruido. Ojalá que eso fuera, que nos despertaran de nuestro sueño fuera un citarnos a cada instante de remate; no fuera música para entretenernos, sino un recuerdo para desengañarnos.

Miráronse ya a sí mismos y vieron lo poco que les faltaba por devanar, que fue materia de harto desengaño para Critilo, si para Andrenio de melancolía.

—Esto bastará por agora —les dijo el Cortesano—, y bajemos a comer, no diga el otro simple letor: «¿De qué pasan estos hombres, que nunca se introducen comiendo ni cenando, sino filosofando?»

Acertaron a pasar por una plaza, la de mayor concurso, que sería sin duda la Navona, donde hallaron un numeroso pueblo dividido en enjambres de susurro, aguardando alguno de sus espectáculos vulgares, que el Cortesano al verle realzó con su moral observación y ellos con especial desengaño. Pero qué espanta vulgo fuese éste, nos lo afianza declarar la siguiente crisi.