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El Criticón (Tercera parte)/Crisi XI

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CRISI UNDÉCIMA

La suegra de la Vida

Muere el hombre cuando había de comenzar a vivir, cuando más persona, cuando ya sabio y prudente, lleno de noticias y experiencias, sazonado y hecho, colmado de perfecciones, cuando era de más utilidad y autoridad a su casa y a su patria: así que nace bestia y muere muy persona. Pero no se ha de decir que murió agora, sino que acabó de morir, cuando no es otro el vivir que un ir cada día muriendo. ¡Oh ley por todas partes terrible la de la muerte!, única en no tener excepción, en no privilegiar a nadie, y debiera a los grandes hombres, a los eminentes sujetos, a los perfectos príncipes, a los consumados varones, con quienes muere la virtud, la prudencia, la valentía, el saber y tal vez toda una ciudad, un reino entero. Eternos debieran ser los ínclitos héroes, los varones famosos, que les costó tanto el llegar a aquel cenit de su grandeza. Pero sucede tan al contrario, que los que importan menos viven más, y los que mucho valen viven menos: son eternos los que no merecían vivir un día, y los insignes varones, momentáneos, pasarán como lucidos cometas. Plausible resolución fue la del rey Néstor, de quien se cuenta que habiendo consultado los oráculos acerca de los plazos de su vida y habiéndole sido respondido que aun había de vivir mil años cabales, dijo él: «Pues no hay que tratar de hacer casa.» Instando sus amigos que, no sólo casa, pero un palacio, y no sólo uno, sino muchos para todos tiempos y pasatiempos, respondió: «¿Para solos mil años de vida queréis que me ponga ahora a fabricar casa? ¿Para tan poco tiempo un palacio? ¡Eh!, que bastará una tienda o una barraca, donde me aloje de paso, que sería calificada locura tomar el vivir de asiento.» ¡Qué bien viene esto con lo que hoy se platica, pues no llegando los hombres a vivir lo más cien años y no teniendo seguro ni un día, emprenden edificios de a mil años, fabrican casas como si se hubiesen de perpetuar sobre la haz de la tierra! De éstos sería uno, sin duda, aquel que decía que aunque supiera que no había de vivir sino un año, hiciera casa; si un mes, se casara; si una semana, comprara cama y silla, y si un día sólo, hiciera olla. ¡Oh! cómo debe reírse destos necios la Muerte, discreta siquiera por lo fea, viendo que cuando ellos están levantando grandes casas, ella les está abriendo corta sepultura, según el proverbio: A casa hecha, sepultura abierta. En acomodándose uno, ella le desacomoda; acabarse de construir el palacio y acabarse la vida, todo es a un tiempo, trocándose las siete columnas del más soberbio edificio en siete pies de tierra o siete palmos de mármol, vana necedad de muchos; porque ¿qué más tiene el pudrirse entre pórfidos y mármoles que entre terrones?

Sobre esta tan llana verdad venía echando el contrapunto de un singular desengaño el Cortesano discreto con nuestros dos peregrinos en Roma. Llegaron a una gran plaza embarazada de infinito vulgo, muy puesto en expectación de alguna de sus necias maravillas, que él suele admirar mucho.

—¿Qué querrá ser esto? —preguntó Andrenio.

Y respondiéronle:

—Tened paciencia y tendréis ciencia. Así fue, que a poco rato vieron salir bailando y brincando sobre una maroma un monstruo que en la ligereza parecía un pájaro y en la temeridad un loco. Estaban los que le miraban tan pasmados cuanto él intrépido; ellos temblando de verle, y él bailando porque le viesen.

—¡Brava temeridad! —exclamó Andrenio—. Sin duda que éstos primero pierden el juicio y después el miedo. A pie lleno no llevamos segura la vida, y éste la mete en precipicios.

—¿De éste te espantas tú? —le dijo el Cortesano.

—Pues ¿de quién, si déste no?

—De ti mismo.

—¿De mí, y por qué?

—Porque es niñería esto respeto de lo que por ti pasa. ¿Sabes tú dónde tienes los pies? ¿Sabes por dónde caminas?

—Lo que yo sé es —replicó Andrenio— que no me metiera allí por donde el mundo, y éste por un vil interés se expone a tan grande riesgo.

—¡Qué bueno está eso! —le dijo el Cortesano—. ¡Oh, si tú te vieses andar, no sólo de aquel modo, sino con harto mayor peligro, qué sentirías y qué dirías!

—¿Yo?

—Sí, tú.

—¿Por qué?

—Dime, ¿no caminas cada hora y cada instante sobre el hilo de tu vida, no tan grueso ni tan firme como una maroma, sino tan delgado como el de una araña, y aun más, y andas saltando y bailando sobre él? Ahí comes, ahí duermes y ahí descansas sin cuidado ni sobresalto alguno. Créeme que todos los mortales somos volatines arriesgados sobre el delgado hilo de una frágil vida: con esta diferencia, que unos caen hoy, otros mañana. Sobre él fabrican los hombres grandes casas y grandes quimeras, levantan torres de viento y fundan todas sus esperanzas. Admíranse de ver al otro temerario andar sobre una gruesa y asegurada maroma, y no se espantan de sí mismos, que restriban sobre una, no cuerda, sino muy loca confianza de una hebra de seda; menos, sobre un cabello; aun es mucho, sobre un hilo de araña; aun es algo, sobre el de la vida, que aun es menos. De esto sí que debrían andar atónitos, aquí sí que se les habían de erizar los cabellos, y más reconociendo el abismo de infelicidades, donde los despeña el grave peso de sus muchos yerros.

—¡Salgamos, salgamos de aquí luego, al mismo punto! —gritó Andrenio.

—Poco importa —dijo Critilo— dejar la consideración, si no salimos del riesgo; bien podremos olvidarle, mas no evitarle.

Volvieron ya a su posada, llamada el Mesón de la Vida. Aquí les dejó el Cortesano citados para otro gran día, si ya no les faltase la noche, que fue atención precisa. Recibióles con lisonjero agasajo su agradable huéspeda, mostrándose muy cuidadosa en su asistencia y regalo. Convidólos a la cena diciendo:

—Aunque no se vive para comer, se come para vivir.

Cerróse la noche y trataron ellos de cerrar los ojos, pasando a ciegas y a escuras la mitad de la vida. Y si dicen que el sueño es un ensayo de la muerte, yo digo que no es sino un olvido de ella. Íbanse ya encaminando al sepulcro del sueño muy descuidados y seguros, cuando llegó a embargárseles uno de los muchos pasajeros que allí se alojaban. Éste, acercándose a ellos disimulado, les dio voces a la sorda diciéndoles:

—¡Oh inconsiderados peregrinos, cómo se os conoce cuán ajenos vivís de vuestro mal y cuán ignorantes de vuestro riesgo! Decidme, ¿cómo, estando presos, tratáis de dormir a sueño suelto? No es tiempo de cerrar los ojos, sino de abrirlos al mayor peligro que os amenaza por instantes.

—Tú debes ser el que sueñas —le respondió Andrenio—. ¿Aquí peligros, en el albergue de la vida, en el mesón del sol, y tan claro y tan risueño?

—Y aun por eso mismo —respondió el Pasajero.

—¡Eh!, que no es creíble que para traiciones en tales agrados, que se escondan fierezas entre tales lindezas.

—Pues advertid que aquí donde la veis tan cortesana esta nuestra huéspeda, que es de nación troglodita, hija del más fiero caribe, aquel que se chupa los dedos tras sus propios hijos.

—¡Quita de ahí! —le replicó Andrenio—. ¿Aquí en Roma trogloditas, cómo es posible?

—¿Y es nuevo el concurrir en esta cabeza del orbe de todas sus naciones, los erizados etíopes, los greñudos sicambros, los alarbes, los sabeos y los sármatas, aquellos que llevan consigo la fuente, para socorrer la sed, en la picada vena del caballo? Sabed, pues, que esta hermosa y agradable patrona alimenta sus fierezas de nuestras humanidades.

—Es cosa de risa eso —replicó Andrenio—. Lo que yo experimento es que ella no atiende a otro que a nuestro agasajo y regalo.

—¡Oh qué engaño el vuestro! —exclamó el Pasajero—. ¿Nunca habéis visto cebar antes las engañadas aves, para cebarse en ellas después, sacándoles para esto los ojos? Pues así lo platica esta hechicera común, que no hay Alcina que la iguale. Miradla bien, reconocedla, y veréis que no es tan linda como se pinta; antes la hallaréis corta de faiciones y larga de traiciones, breve de tercios y cumplida de enredos. ¿Es posible que no habéis reparado en estos días que aquí estáis cómo han desaparecido casi todos los pasajeros que han entrado? ¿Qué se hizo aquel gallardo mancebo que tanto celebrastes de lindo, airoso, galán, rico y discreto? Ya no se ve, ni se oye. ¿Pues aquella otra peregrina de la belleza que tan bien pareció a todos? Ya no parece. Pregunto, ¿qué se hace tanto pasajero como aquí va entrando? Unos anochecen y no amanecen, y otros al contrario. Todos, todos, unos empós de otros, van desapareciendo, tan presto el cordero como el carnero, el amo como el criado, el soldado valiente y el cortesano discreto; ni al príncipe le vale su soberanía, ni al sabio su ciencia; no le aprovechan al valentón sus bríos, ni al rico sus tesoros: ninguno trae salvaguardia.

—Yo ya lo había notado —respondió Critilo—, como a la deshilada se nos iban todos desvaneciendo, y os aseguro que me ha ocasionado harto desvelo.

Aquí, arqueando las cejas y encogiéndose de hombros el Pasajero:

—Habéis de saber —les dijo— que yo, llevado de mi cuidadoso recelo, traté de escudriñar todos los rincones desta traidora posada, y he descubierto una muy afectada traición contra nuestras descuidadas vidas. Amigos, que estamos vendidos, minada tenemos la salud con pólvora sorda, armada nos está una emboscada traidora contra la felicidad más segura. Pero, para que me creáis, seguidme, que lo habéis de ver con vuestros ojos y tocar con esas manos, sin hacer el menor sentimiento, porque seríamos perdidos antes con antes. Y diciendo y haciendo, levantó una losa que estaba bajo de su mismo lecho: de modo que la asechanza estaba inmediata a su descanso. Descubrióse un boquerón espantoso y lúgubre, por donde les animó a bajar, yendo él delante; y a la luz de una disimulada linterna los fue conduciendo a unas profundas cuevas, a unos soterráneos tan inferiores que pudieran ser llamados con mucha razón infiernos. Allí les fue mostrando un espectáculo tan crudo y tan horrendo que pudiera hacer estremecer los huesos y dar diente con diente el solo imaginarlo. Porque allí vieron y conocieron todos aquellos pasajeros que habían echado menos, aunque muy desfigurados, tendidos por aquellos suelos. Estuvieron un gran rato sin poder hablar palabra, que aun para alentar les faltó el ánimo, tan muertos ellos como los que yacían.

—¿Hay tal carnicería? —dijo Andrenio, más suspirando que pronunciando—. ¿Hay tal catástrofe de bárbara impiedad? Aquél es sin duda el príncipe que vimos cuatro días ha, tan agraciado y lindo que era las delicias del mundo, tan cortejado y adorado de todos. Mirad qué solo yace, dejado y olvidado. Pereció su memoria con el ruido; que no naciéndole, luego es uno olvidado.

—Aquel otro —decía Critilo— es aquel ruidoso campión conducidor de huestes valerosas. Mirad agora qué desacompañado yace y solo, el que antes hacía temblar el mundo con su valor, agora nos hace temblar a nosotros con horror, y el que triunfó de tanto enemigo ya es trofeo de tanto gusano.

—Contemplad —les decía el Pasajero— qué fiera y qué fea está aquella tan hermosa. Convirtióse su florido mayo en un erizado diciembre. ¡Cuántos por ver esta cara perdieron el ver la de Dios y gozar del cielo!

—Amigo —decía Andrenio—, dinos por tu vida quién ejecuta semejantes atrocidades. ¿Son acaso ladrones que por robarles el oro les quitan la preciosa vida? Pero más malicia indica el estar tan desfigurados, medio comidos algunos y aun roídas las entrañas. Aquí alguna cruel Medea se oculta, que así desmiembra sus hermanos, alguna infernal Meguera, que ya poco es troglodita.

—¿No os decía yo? —ponderaba el Pasajero—. ¡Celebrad agora el cortés agasajo de vuestra agradable patrona!

—Pues aún no acabo yo de creer —dijo Andrenio— que una fiereza tan atroz quepa en tal agrado, tal crueldad en tal beldad; ni es posible que una patrona tan humana nos sea tan traidora.

—Señores míos, esto pasa en su misma casa, aquí lo estamos viendo y lamentando. Ved agora quién lo ejecuta; por lo menos ella lo consiente. Éste es el dejo de su cortejo, éste el paradero de su agasajo y éste el remate de su hospedaje. Mirad qué caro se paga, atended en qué paran las paredes entoldadas de sedas, el servicio de plata, las doradas y mullidas camas, el convite y el regalo.

Esto estaban viendo, y no creyéndolo, cuando de repente se hizo bien de sentir un horrible sonido, un espantoso estruendo, como de muchas campanas, que doblaban el espanto. Correspondíale otro lastimero ruido de suspiros y lamentos. Quisieron nuestros peregrinos echar a huir y meterse en salvo, mas no pudieron, porque ya comenzaban a entrar de dos en dos funestos enlutados, con sus capuces tendidos, que no se les divisaba el gesto. Traían antorchas amarillas en las manos, no tanto para alumbrar los muertos cuanto para dar luz de desengaño a los vivos, que la han bien menester. Retiráronse a un rincón los espantados peregrinos sin osar hablar palabra, con que dieron más lugar a la atención para ver lo que pasaba y oír lo que decían, aunque muy bajo, dos de aquellos enlutados que les cayeron más cerca.

—¡Qué brava fiereza —decía el uno— la de esta cruel tirana! Al fin hembra, que todos los mayores males lo son: la hambre, la guerra, la peste, las arpías, las sirenas, las furias y las parcas.

—Sí —respondía el otro—, pero ninguna como ésta, que si las demás persiguen y atormentan, no es con tal exceso. Si una calamidad os quita la hacienda, déjaos la salud; si la otra la salud, déjaos la vida; si ésta os priva de la dignidad, déjaos los amigos para el consuelo; si aquélla os roba la libertad, déjaos la esperanza. De modo que ninguna de las desdichas apura del todo: todas operan algo para el consuelo. Esta sola, peor de cuantas hay, todo lo barre, con todo acaba de una vez, con la hacienda, con la patria, amigos, deudos, hermanos, padres, contento, salud y vida: enemiga mayor del género humano, asesina de todos.

—Bástale —dijo el otro— ser peor que cuñada, pero que madrastra, pues suegra de la vida: ¿qué otro puede ser la Muerte?

Mas al nombrarla, ella como tan ruin, acudió luego. Comenzaron a entrar los de su séquito, que es grande, unos que la preceden y otros que la siguen. Estaban espantados nuestros peregrinos, callando como unos muertos, y cuando esperaban ver entrar en fúnebre pompa tropas de fantasmas, catervas de visiones, ejércitos de trasgos, multitud de larvas y un escuadrón de funestos monstruos, vieron muy al contrario muchos ministros suyos muy colorados, gruesos y lucidos; no sólo no tristes, pero muy risueños y placenteros, cantando y bailando con brava chanza y bureo. Fuéronse partiendo por todo aquel teatro soterráneo, con que comenzaron ya a respirar nuestros peregrinos; y aun habiendo cobrado ánimo, Andrenio se fue acercando a uno de ellos que le pareció de mejor humor y de buen gusto:

—Señor mío —le dijo—, ¿qué buena gente es ésta?

Miróselo él y viéndole algo encogido le dijo:

—Acaba ya de desenvolverte, que aun en el palacio de la Muerte no conviene ser el mozo vergonzoso; más vale tener un punto, y aun dos, de entremetido. Sabrás que éste es el cortejo de la reina de todo el mundo, mi señora la Muerte, que ahí cerca viene. Nosotros somos sus más crueles verdugos.

—No lo parecéis —replicó Critilo, desencogiéndose también— pues veniste de fiesta y de placer, cantando y riendo. Yo siempre creí que los asesinos suyos eran tan fieros como crueles, intratables y ásperos, consumidores y consumidos, de tan mala catadura como ella.

—Ésos —respondió él, doblando la risa— eran los del tiempo antiguo. Ya no se usan, todo está muy trocado. Nosotros la asistimos ahora.

—¿Y quién eres tú? —le preguntó Andrenio.

—Yo soy, no lo creeréis, un hartazgo, y aun por eso tan cariharto.

—¿Y aquel otro?

—Es un convitón. Éste de mi otro lado es un almuerzo, el de más allá un merendón, la otra una fiambrera, aquélla las buenas cenas que han muerto a tantos.

—¿Y aquel adamado y galán?

—Es un mal francés.

—¿Y aquellas otras tan lindas?

—Son unas búas, y así de los que veis, que ya los más de los mortales se mueren por lo que les mata, y apetecen lo que les acarrea la muerte. Antes moría un hombre de una pesadumbre, de un despecho, de un cansancio; pero ya han dado mucho en la cuenta, no los matan ya pesares ni acaban penas. ¿Quién creerá que aquella tan blanca como está allí es una leche de almendras y que no pocos mueren de ella? Otra cosa te sé decir, que ya los menos son los que matan los asesinos de la Muerte, y los más los que ellos mismos se matan; ellos se la toman por sus manos. Veis allí los desórdenes, asesinos de la juventud: aquel tan agradable es un jarro de agua fría, aquellos otros tan bellos son los soles de España, los serenísimos de Italia, las lunas de Valencia, los dolores de Francia, toda ella linda gente.

No paraban de entrar achaques, y sin saberse por dónde, aunque por todas partes, y decía Andrenio:

—Hartazgo mío, ¿por dónde entran éstos?

—¿Por dónde? Muerte no venga, que achaque no falta. Pero atended, que entra ya ella misma, si no en persona, en sombra y en huesos.

—¿En qué lo conoces?

—En que comienzan a entrar ya los médicos, que son los inmediatos a ella, los más ciertos ministros, los que la traen infaliblemente.

—No me dejes, Hartazgo mío, que querría dármelo de curiosidad; demás que estoy ya temblando aquel su mal gesto.

—Pues advierte que no le tiene ni malo ni bueno, para proceder más descarada.

—¿Con qué ojos nos mirará?

—Con ningunos, que no tiene miramiento.

—¡Qué mala cara nos hará!

—Antes no la hace, sino que la deshace.

—Hablemos bajo, no nos oiga.

—No hay que temer, que a nadie escucha, ni oye razón ni querella.

Entró finalmente la tan temida reina, ostentando aquel su tan extraño aspecto a media cara; de tal suerte, que era de flores la una mitad y la otra de espinas, la una de carne blanda y la otra de huesos; muy colorada aquélla y fresca, que parecía de cosas entreveradas de jazmines, muy seca y muy marchita ésta; con tal variedad que, al punto que la vieron, dijo Andrenio:

—¡Qué cosa tan fea!

Y Critilo:

—¡Qué cosa tan bella!

—¡Qué monstruo!

—¡Qué prodigio!

—De negro viene vestida.

—No, sino de verde.

—Ella parece madrastra.

—No, sino esposa.

—¡Qué desapacible!

—¡Qué agradable!

—¡Qué pobre!

—¡Qué rica!

—¡Qué triste!

—¡Qué risueña!

—Es —dijo el ministro que estaba en medio de ambos— que la miráis por diferentes lados, y así hace diferentes visos, causando diferentes efectos y afectos. Cada día sucede lo mismo, que a los ricos les parece intolerable y a los pobres llevadera, para los buenos viene vestida de verde y para los malos de negro, para los poderosos no hay cosa más triste, ni para los desdichados más alegre. ¿No habéis visto tal vez un modo de pinturas que si las miráis por un lado, os parece un ángel, y si por el otro un demonio? Pues así es la Muerte. Haceros heis a su mala cara dentro de breve rato, que la más mala no espanta en haciéndose a ella.

—Muchos años serán menester —replicó Andrenio.

Sentóse ya en aquel trono de cadáveres, en una silla de costillas mondas, con brazos de canillas secas y descarnadas, sitial de esqueletos, y por cojines calaveras, bajo un deslucido dosel de tres o cuatro mortajas, con goteras de lágrimas y randas al aire de suspiros, como triunfando de soberanías, de bellezas, de valentías, de riquezas, de discreciones y de todo cuanto vale y se estima. Luego que estuvo de asiento, trató de tomar residencia a sus ministros, comenzando por el valido. Y cuando la imaginaran terrible fiera, horrenda y espantosa, al fin de residencia la experimentaron, al revés, gustosa, placentera y entretenida y muy de recreo; cuando aguardaban que arrojase en cada palabra un rayo, oyeron una y otra chanza; y en vez de una envenenada saeta en cada razón, comenzó un lindo humor a entretenerse desta suerte:

—Venid acá, Pesares —decía—, y no os me alleguéis muy cerca; más allá, más de lejos: ¿cómo os va de matar necios? Y vosotros, Cuidados, ¿cómo os va de asesinar simples? Salid acá, Penas, ¿cómo [os] va de degollar inocentes?

—Muy mal, señora —la respondieron—, que ya todos caen en la cuenta de no caer ni en la cama, cuanto menos en la sepultura. No se usa ya el morir de tontos, todo va a la malicia.

—Apartaos, pues, vosotros mata bobos, y salid acá vosotros, mata locos.

Saltó al punto la Guerra con sus asaltos y choques.

—¡Oh amiga mía! —la dijo—, ¿cómo te va de degollar centenares de millares de franceses en España y de españoles en Francia? Que si se sacase la cuenta de los que han muerto las gacetas francesas y relaciones españolas, llegaría sin duda a docientos mil españoles cada año y otros tantos franceses, pues no viene relación que no traiga veinte y treinta mil degollados.

—Es engaño, señora, que no mueren peleando al cabo del año ocho mil de ambas partes. Mienten las relaciones y mucho más las gacetas.

—¿Cómo no, cuando yo veo que de todos cuantos van a la campaña no vuelve ninguno? ¿Qué se hacen?

—¿Qué? Mueren de hambre, señora, de enfermedades, de mal pasar, de necesidad, de desnudez y de desdichas.

—¡Eh, que todo es uno para mí! —dijo la Muerte—. ¿Ellos, al cabo, no perecen todos, sea de pelear, sea de no pelear, sea de lo que fuere? ¿Sabéis lo que me parece?: que la campaña es como la casa de juego, que todo el dinero se hunde en ella, ya en barajas, ya en baratos, en luces y en refrescos. ¡Oh buen príncipe aquel, y grande amigo mío, que acorralaba veinte mil españoles en una plaza y los hacía perecer todos de hambre, sin dejarles echar mano a la espada! Si eso hicieran, no había para comenzar de toda Francia: que a los españoles no les han faltado sino cabos chocadores, no soldados avanzadores. ¡Pues aquel otro que hizo perecer más de otros tantos a vista del enemigo, todos de hambre y de desdicha de jefes! Pero quítame de delante, anda de ahí, Guerra mal nacida y peor ejercitada, pues sin pelear, cuando el ejército se denominó del ejercicio.

—Yo sí, señora, que mato y asuelo y destruyo en estos tiempos todo el mundo.

—¿Quién eres tú?

—¿Pues no me conoces? ¿Ahora sales con eso, cuando yo creí que estaba en tu valimento?

—No doy en la cuenta.

—Yo soy la Peste que todo lo barro y todo lo ando, paseándome por toda la Europa, sin perdonar la saludable España, afligida de guerras y calamidades; que allá va el mal donde más hay. Y todo esto no basta para castigo de su soberbia.

Saltó al punto un tropel de entremetidos, diciendo:

—¿Qué dices, qué blasonas tú? ¿No sabes que toda esta matanza a nosotros se nos debe?

—¿Quiénes sois vosotros?

—¿Quiénes? Los Contagios.

—Pues ¿en qué os diferenciáis de las Pestes?

—¿Cómo en qué? Díganlo los médicos, o si no, dígalo mi compañero, que es más simple que yo.

—Lo que sé es que mientras los ignorantes médicos andan disputando sobre si es peste o es contagio, ya ha perecido más de la mitad de una ciudad; y al cabo, toda su disputa viene a parar en que la que al principio, o por crédito o por incredulidad, se tuvo por contagio, después al echar de las sisas o gabelas fue peste confirmada y aun pestilencia incurable de las bolsas. Al fin, vosotros, Pestes o Contagios, sus alcahuetes, quitáosme de delante, que no hacéis cosa a derechas; pues sólo las habéis con los pobres desdichados y desvalidos, no atreviéndoos a los ricos y poderosos, que todos ellos se os escapan con aquellas tres alas de las tres eles: luego, lejos y largo tiempo, esto es, luego en el huir, lejos en el vivir y largo tiempo en volver. De modo que no sois sino mata desdichados, aceptadores de personas, y no ministros fieles de la divina justicia. —Yo sí, señora, que soy el verdugo de los ricos, la que no perdono a los poderosos.

—¿Quién eres tú que pareces la fénix entre los males?

—Yo —dijo— soy la Gota, que no sólo no perdono a los poderosos, pero me encarnizo en los príncipes y los mayores monarcas.

—¡Gentil partida! —dijo la Muerte—. Tú, no sólo no les quitas la vida, pero dicen que se les alargas veinte o treinta años más desde que comienzas. Y lo que se ve es que están muy bien hallados contigo, sirviéndoles de arbitrio de su poltronería y de alcahueta de su ocio y su regalo. Sepan que yo tengo que hacer reforma de malos ministros y desterrarlos a todos por inútiles y ociosos donde hay médicos. Y he de comenzar por aquella gran follona la Cuartana, por quien jamás dobla campana, que no sirve sino de hacer regalones los hombres agotando el vino blanco y encareciendo las perdices. Mirad qué cara de hipócrita: ella come bien y bebe mejor, y sin hacerme servicio alguno pide premio, después de muchas ayudas de costa. ¡Hola! mis valientes, los matantes, ¿dónde andáis? Dolores de costado, tabardillos y detenciones de orina, andad luego y acabá con estos ricos, con estos poderosos que se burlan de las pestes y se ríen de la gota y hacen fisga de la cuartana y jaqueca.

Rehusaban ellos la ejecución del mandato y no se movían.

—¿Qué es esto? —dijo la Muerte—, Parece que teméis la empresa: ¿de cuándo acá?

—Señora —la respondieron—, mándanos matar cien pobres antes que un rico, docientos desdichados antes que un próspero, aunque sea Colona. Porque demás de que son muy dificultosos de asesinar éstos, nos concitamos el odio universal de todos los otros.

—¡Oh qué bueno está eso! —ponderó la Muerte—. ¿Y agora estamos en eso? Si en eso reparamos, nada valdremos. Ora yo os quiero contar al propósito y al ejemplo; y demos este rato de treguas a los mortales, que no hay suspensión de mis flechas como un rato de olvido, cuando la memoria de la muerte toda la vida desazona. Habéis de saber que cuando yo vine al mundo (hablo de mucho tiempo, allá en mi noviciado), aunque entré con vara alta y como plenipotenciaria de Dios, confieso que tuve algún horror al matar y que anduve en contemplaciones a los principios si mataré éste, no sino aquél, si el rico, si el poderoso, si la hermosa, no sino la fea, si el mozo gallardo, si el viejo. Pero al fin, ya me resolví con harto dolor de mi corazón, aunque dicen que no le tengo, ni entrañas y que soy dura: ¿qué mucho, si soy toda huesos?

Determiné comenzar por un mozo rollizo y bello como un pino de oro, destos que hacen burla de mis tiros; parecióme que no haría tanta falta en el mundo ni en su casa como un hombre de gobierno hecho y derecho. Encaréle mi arco, que aún no usaba de guadaña ni la conocía; confieso que me temblaba el brazo, que no sé cómo me acerté el tiro, pero al fin él quedó tendido en aquel suelo, y al mismo punto se levantó todo el mundo contra mí, clamando y diciendo: «¡Oh cruel! ¡Oh bárbara Muerte! Mirad quién ha asesinado: a un mancebo, el más lindo que ahora comenzaba a vivir, en lo más florido de su edad. ¡Qué esperanzas ha cortado, qué belleza ha malogrado la traidora! Aguardara a que se sazonara, y no cogiera el fruto en agraz y en una edad tan peligrosa. ¡Oh mal lograda juventud!» Llorábanle sus padres, lamentábanse sus amigos, suspiraban muchas apasionadas, hizo duelo a toda una ciudad. De verdad que quedé confusa y aun arrepentida de lo hecho. Estuve algunos días sin osar matar ni parecer, pero, al fin, él pasó por muerto para ciento y un año. Viendo esto, traté de mudar de rumbo, encaré el arco contra un viejo de cien años. «A éste sí, decía yo, que no le plañiera nadie, antes todos se holgaran», que a todos los tenía cansados con tanto reñir y dar consejos. A él mismo pienso haberle hecho favor, que vivía muriendo; que si la muerte para los mozos es naufragio, para los viejos tomar puerto. Flechéle un catarro que le acabó en dos días. Y cuando creí que nadie me condenara la acción, antes bien todos me la aplaudieran, y aun la agradecieran, sucedió tan al contrario, que todos a una voz comenzaron a malearla y a decir mil males de mí, tratándome, si antes de cruel, agora de necia, la que así mataba un varón tan esencial a la república. «Éstos, decían, con sus canas honran las comunidades y con sus consejos las mantienen. Agora había de comenzar a vivir éste, lleno de virtud, hombre de conciencia y de experiencia. Estos agobiados son los puntales del bien común.» Quedé, cuando oí esto, de todo punto acobardada, sin saber a quién llevarme: mal si al mozo, peor si al anciano. Tuve mi reconsejo y determiné encarar el arco contra una dama moza y hermosa. «Esta vez sí, decía, que he acertado el tiro, que nadie me hará cargo», porque ésta era una desvanecida, traía en continuo desvelo a sus padres y con ojeriza a los ajenos, la que volvía locos (digo, más de lo que lo estaban) a los mozos, tenía inquieto todo el pueblo; por ella eran las cuchilladas, el ruido de noche, sin dejar dormir a los vecinos, trayendo sobresaltada la justicia; y para ella es ya favor, cuando fuera venganza el dejarla llegar a vieja y fea. Al fin, yo la encaré unas viruelas que, ayudadas de un fiero garrotillo, en cuatro días la ahogaron. Mas aquí fue el alarido común, aquí la conjuración universal contra mis tiros. No quedó persona que no murmurase, grandes y pequeños, echándome a centenares las maldiciones. «¿Hay tan mal gusto, decían, como el desta muerte? ¿Hay semejante necedad, que una sola hermosa que había en el pueblo ésa se la haya llevado, habiendo cien feas en que pudiera escoger, y nos hubiera hecho lisonja en quitárnoslas de delante?» Concitaban más el odio contra mí sus padres, que llorándola noche y día, decían: «¡La mejor hija, la que más estimábamos, la más bien vista, que ya se estaba casada! Llevárase la tuerta, la coja, la corcovada; aquéllas serán eternas como vajilla quebrada.» Impacientes, los amantes me acuchillaran si pudieran: «¿Hay tal crueldad, que no la enterneciesen aquellas dos mitades del sol en sus dos ojos y ni la lisonjeasen aquellos dos floridos meses de sus dos mejillas, aquel oriente de perlas de su boca y aquella madre de soles de su frente, coronada de los rayos de sus rizos? Ello ha sido envidia o tiranía. Quedé aturdida desta vez, quise hacer el arco mil astillas. Mas no podía dejar de hacer mi oficio: los hombres a vivir y yo a matar. Volví la hoja y maté una fea. «Veamos agora, decía, si callará esta gente, si estaréis contentos.» Pero ¡quién tal creyera! Fue peor, porque comenzaron a decir: «¿Hay tal impiedad? ¿Haytal fiereza? ¡No bastaba que la desfavoreció la naturaleza, sino que la desdicha la persiguiese! No se diga ya ventura de fea.» Clamaban sus padres: «¡La más querida, decían, el gobierno de la casa, que estas otras lindas no tratan sino de engalanarse, mirarse al espejo y que las miren!» «¡Qué entendida!, decían los galanes. ¡Qué discreta!» Asegúroos que no sabía ya qué hacerme. Maté un pobre, pareciéndome le hacía mercedes, según vivía de laceriado. Ni por ésas, antes bien, todos contra mí. «Señor, decían, que matara un ricazo, harto de gozar del mundo, pase; ¡pero un pobrecillo, que no había visto un día bueno, gran crueldad!» «Calla, dije, que yo me enmendaré, yo mataré antes de muchas horas un poderoso.» Y así lo ejecuté. Mas fue lo mismo que amotinar todo el mundo contra mí, que tenía infinitos parientes, otros tantos amigos, muchos criados y a todos dependientes. Maté un sabio y pensé perderme, porque los otros fulminaron discursos y aun sátiras contra mí. Maté después un gran necio y salióme peor, que tenía muchos camaradas y comenzaron a darme valientes mazadas. «¿Señores, en qué ha de parar esto, decía yo, qué he de hacer, a quién he de matar?» Determiné consultar primero los tiros con aquellos mismos en quienes se habían de ejecutar y que ellos mismos se escogiesen el modo y el cuándo. Pero fue echarlo más a perder, porque a ninguno le venía bien, ni hallaban el modo ni el día: para holgarse y entretenerse, eso sí; pero para morir, de ningún modo. «Déjame, decían, concluir con estas cuentas; agora estoy muy ocupado.» «¡Oh qué mala sazón! Querría acomodar mis hijos, concertar mis cosas.» De modo que no hallaban la ocasión ni cuando mozos ni cuando viejos, ni cuando ricos ni cuando pobres: tanto, que llegué a un viejo decrépito y le pregunté si era hora, y respondióme que no, hasta el año siguiente. Y lo mismo dijo otro, que no hay hombre por viejo que esté, que no piense que puede vivir otro año. Viendo que ni esto me salía, di en otro arbitrio, y fue de no matar sino a los que me llamasen y me deseasen, para hacer yo crédito y ellos vanidad. Pero no hubo hombre que tal hiciese. Uno sólo me envió a llamar tres o cuatro veces. Híceme de rogar, para ver si la misma privación le causaría apetito, y cuando llegué, me dijo: «No te he llamado para mí, sino para mi mujer.» Mas ella, que tal oyó, enfurecida dijo: «Yo me tengo lengua para llamarla cuando la hubiere menester. ¿Quién le mete a él en eso? ¡Mirad qué caritativo marido!» Así que ninguno me buscaba para sí, sino para otro: las nueras para las suegras, las mujeres para los mandos, los herederos para los que poseían la hacienda, los pretendientes para los que gozaban de los cargos, pegándome bravas burlas, haciéndome todos ir y venir, que no hay mejor deuda ni más mala paga. Al fin, viéndome puesta en semejante confusión con los mortales y que no podía averiguarme con ellos, mal si mato al viejo, peor si al mozo, si la fea, si la hermosa, si el pobre, si el rico, si el ignorante, si el sabio: «Gente de la maldición, decía, ¿a quién he de matar? Concertaos, veamos qué ha de ser. Vosotros sois mortales, yo matante: yo he de hacer mi oficio.» Viendo, pues, que no había otro expediente ni modo de ajustarnos, arrojé el arco y así de la guadaña, cerré los ojos y apreté los puños y comencé a segar todo parejo, verde y seco, crudo y maduro, ya en flor, ya en grano, a roso y a velloso, cortando a la par rosas y retamas, de donde diere. «¡Veamos agora si estaréis contentos!» Con este modo de proceder me hallé bien, que el poco mal espanta y el mucho amansa. Con él me he quedado, así prosigo, y digan lo que dijeren, murmuren cuanto quisieren, que ellos me lo pagarán: digan ellos, que yo haré. Y así habéis de hacer vosotros. En confirmación de esto, llamó uno de aquellos sus fieros ministros y diole un apretado orden a un desorden: que fuese y asesinase un poderoso que de nada hacía caso. Comenzó a embarazarse el verdugo y aun hacerse de pencas.

—¿De qué temes? —le dijo—. ¿A éste hallas dificultad en chocar con él?

—No, señora, que éstos el primer día están malos, el segundo mejores, el tercero no es nada, y al cuarto mueren.

—Pues ¿qué? ¿Los muchos remedios qué se han de hacer?

—Menos, que antes ésos nos ayudan atropellándose unos a otros, sin dejarles obrar los segundos a los primeros, por lo mal sufrido del enfermo, hecho a su gusto y imperio.

—¿Recelas las muchas plegarias y oraciones que se han de mandar hacer por él?

—Tampoco, que tienen estos poco obligado al cielo en salud. Y aunque se manden enterrar tal vez con un hábito bendito, no por eso los deja de conocer el diablo.

—Pues ¿en qué reparas? ¿En el odio que te has de conciliar, por tener muchos parientes y dependentes?

—Eso es lo de menos; antes bien, no hay tiro más acreditado y que mejor nos salga que el que se emplea en uno destos, porque son los puercos de la casa del mundo, que el día que los matan, ellos gruñen y los demás se ríen, ellos gritan y los demás se alegran; porque aquel día todos tienen que comer, los parientes heredan, los sacristanes repican, aunque dicen que doblan, los mercaderes venden sus bayetas, los sastres las cosen y hurtan, los lacayos las arrastran, páganse las deudas, danse limosnas a los pobres. De suerte que a todos viene bien: lloran de cumplimiento y ríen de contento.

—¿Recelas el descrédito?

—De ningún modo, porque antes éstos vuelven por nosotros, diciendo todos que él se ha muerto, él se tiene la culpa: era un desreglado, no sólo en salud, pero aun enfermo: enjaguábase cien veces, variando tazas, el día de la mayor fiebre; tenía en un salón doce camas, pegada la una con la otra, y íbase revolcando por todas ellas del un lado al otro y volviendo a deshacer la rueda en el mayor crecimiento. Viven apriesa y así acaban presto.

—Pues ¿en qué reparáis?

—Yo te lo diré: reparo, señora —y dijo esto con notable sentimiento y aun con lágrimas— en que, con todo lo que matamos, hacemos más riza que provecho, pues no enmiendan sus vidas los mortales ni corrigen sus vicios; antes, se experimenta que hay más pecados después de una gran peste y aun en medio della, que antes. Luego hallé una ciudad de rameras, y en lugar de una que pereció, acuden cuatro y cinco. Matamos a unos y a otros, y ninguno de los que quedan se da por entendido. Si muere el joven, dice el viejo: «Éstos son unos desreglados, fíanse en sus robusteces, atropellan con todo: no hay que espantar. Nosotros sí que vivimos, que nos sabemos conservar: caemos de maduros. De aquí es que mueren más mozos que viejos. Toda la dificultad está en pasar de los treinta; que de ahí adelante es un hombre eterno.» Al contrario discurren los mozos cuando muere el viejo: «¿Qué se podía esperar déste? Bien logrado va; todos como él: De lo que ha vivido me admiro.» Si muere el rico, se consuela el pobre: «Estos son voraces, comen bien, cenan mejor, hasta reventar, no hacen ejercicio, no digieren, no consumen los malos humores, no trabajan, no sudan como nosotros.» Pero si muere el pobre, dice el rico: «Estos desdichados comen poco y mal alimento, andan desharrapados, duermen por los suelos: ¿qué mucho? Para ellos se hicieron los contagios, y faltaron las medicinas.» Si muere el poderoso, luego dicen que de pesares; si el príncipe, de veneno; si el docto, trabajaba de cabeza; si el letrado, tenía muchos negocios; si el estudiante, estudiaba mucho, viviera un poco más y supiera un poco menos; si el soldado, llevaba jugada la vida: ¡como si él la llevase ganada!; si el sano, fíase en la salud; si el enfermizo, estábase dicho. Desta suerte, todos tratan y piensan vivir ellos lo que los otros dejan. Ninguno escarmienta ni se da por entendido.

—Buen remedio —dijo la Muerte—, matar de todo y por un parejo, mozos y viejos, ricos y pobres, sanos y enfermos, para que viendo el rico que no solos mueren los pobres, y el mozo que no solos los viejos, escarmienten todos y cada uno tema. Con eso no echarán el perro muerto a la puerta del vecino ni se apelarán al otro reloj, como el que está cenando capones en víspera de ayuno. Por eso yo doy bravos saltos de la choza al alcázar y de la barraca al homenaje.

—Señora, yo no sé ya qué hacerme —dijo un mal carado ministro—, no sé de qué valerme contra un cierto sujeto, que ha muchos años que ando tras acabarle, y él bueno que bueno.

—Si eso es, no le acabarás.

—Ni bastan con él pesares, desdichas, malas nuevas, pérdidas grandes, muertes de hijos y parientes: siempre vivo que vivo.

—¿Es italiano? —preguntó la Muerte—. Porque eso sólo le basta, que saben vivir.

—No, señora, que si eso fuera no me cansara.

—¿Es necio? Porque esos antes matan que mueren.

—No lo creo, que harto sabe quien sabe vivir. Él no trata sino de holgarse; no hay fiesta que no goce, paseo en que no se halle, comedia que no vea, prado que no desfrutase, ni día bueno que no le logre: ¿cómo puede ser necio?

—Sea lo que fuere —concluyó la Muerte—, no hay tal cosa como echarle un médico, o un par para más asegurarlo. Mirad (decía), ministros míos, no os canséis, no pongáis estudio en matar los muy sanos y robustos, los valientes, que la misma confianza los engaña. En quien habéis de poner todo el cuidado y conato es en matar un achacoso, un enfermizo, un podrido, uno destos que cenan huevos. Ahí está toda la dificultad, porque éstos cada día acaban y cada día resucitan. Y así veréis que mientras acaba de acabar uno destos, mueren ciento de los muy robustos, y llevan traza de acabar con todos.

Despachaba dos esbirros, un Ahito a matar un pobre y una Inedia a un rico. Replicaron ellos que llevaban encontrados los frenos:

—¡Eh, que no los entendéis! —les dijo—. ¿No habéis oído, cuando enferma el pobre, decir a todos que es de hambre, y unos y otros le envían y hacen que comer y le embuten, con que viene a morir de repleción? Al contrario, al rico, luego dicen que es de ahito, que todo su mal es de tragar, con que le quitan el comer y viene a morir de hambre.

Iban llegando ministros de la cruda reina de vanas partes, y decíale:

—¿De dónde venís? ¿Dónde habéis andado?

Y respondían las Mutaciones, de Roma; los Letargos, de España. las Apoplejías, de Alemania; las Disenterías, de Francia; los Dolores de costado, de Inglaterra; los Romadizos, de Suecia; los Contagios, de Constantinopla, y la Sarna, de Pamplona.

—¿Y en la Isla Pestilente, quién ha estado?

—Ella es tal, que todos la habemos huido; que dicen se llamó asi, más por sus moradores que por sus males.

—Pues alto, id allá todos juntos y no me dejéis extranjero a vida.

—¿Y también los prelados?

—Mejor, que no tienen el vulgar remedio.

Esto estaban viendo y oyendo, no en sueños ni por imaginación fantástica, sino muy en desvelo y muy de veras, olvidados de sí mismos, cuando ceñó la Muerte a una Decrepitud y la dijo:

—Llégate ahí y emprende de buen ánimo, que yo acometo cara a cara a los viejos, si a traición a los jóvenes, y acaba ya con esos dos pasajeros de la vida y su peregrinación tan prolija, que tienen ya enfadado y cansado a todo el mundo. Vinieron a Roma en busca de la Felicidad y habrán encontrado la Desdicha.

—Aquí perecemos sin remedio —iba a decir Andrenio, pero helósele la voz en la garganta y aun las lágrimas en los párpados, asiéndose fuertemente de su conducidor peregrino.

—¡Buen ánimo! —le dijo éste—, y mayor en el más apretado trance, que no faltará remedio.

—¿De qué suerte —replicó—, si dicen que para todo le hay sino para la muerte?

—Engañóse quien tal dijo, que también le hay, yo lo sé, y nos ha de valer agora.

—¿Cuál será ése? —instó Critilo—. ¿Es acaso el valer poco, el servir de nada en el mundo, el ser suegro necio, el desearnos la muerte los otros por la expectativa o el dejarla nosotros por alivio, el cargarnos de maldiciones, el ser desdichados?

—Nada, nada de todo eso.

—¿Pues qué será?

—Remedio para no morir.

—Ya muero por saberlo y por probarlo.

—Tiempo tendremos, que el morir de viejos no suele ser tan de repente.

Este único remedio, tan plausible cuan deseado, será el asunto de nuestra ultima crisi.