El Discreto/Realce XII
Realce XII
Carta al doctor don Juan Orencio de Lastanosa, canónigo de la Santa Iglesia de Huesca, singular amigo del autor[2]
Si yo creyera, a lo vulgar, que había Fortuna, también creyera, amigo canónigo y señor, que su casa era la casa con dos puertas, muy diferentes la una de la otra, y encontradas en todo; porque la una está fabricada de piedras blancas, dignas de la más dichosa urna en el mejor día, y la otra, su contraria, de piedras negras, que en su deslucimiento agüeran su infelicidad; majestuosamente alegre aquélla, y ésta lúgubremente humilde. Allí asisten el Contento, el Descanso, la Honra, la Hartura y las Riquezas, con todo género de Felicidad. Aquí la Tristeza, el Trabajo, la Hambre, el Desprecio y la Pobreza, con todo el linaje de la Desdicha. Por el tanto, la una se llama del Placer y la otra del Pesar. Todos los mortales frecuentan esta casa, y entran por una de estas dos puertas, pero es ley inviolable, y que con sumo rigor se observa, que el que entra por la una haya de salir por la otra, de modo que ninguno puede salir por la que entró, sino por la contraria: el que entró por el Placer sale siempre por el Pesar, y el que entró por el Pesar sale siempre por el Placer.
Desaire común es de afortunados tener muy felices las entradas y muy trágicas las salidas. El mismo aplauso de los principios hace más ruidoso el murmullo de los fines. No está el punto en el vulgar consentimiento de una entrada, que esas todas las tienen plausibles, pero sí en el sentimiento[3] general de una salida, que son raros los deseados.
¡Oh, cuántos soles hemos visto entrambos nacer con risa del aurora y también nuestra, y sepultarse después con llanto del ocaso! Saludáronlos al amanecer las lisonjeras aves con sus cantos, al fin quiebros, y despidiéronlos, al ponerse, nocturnos pájaros con sus aúllos.
Todas las fachadas de los cargos son ostentosas, mas las espaldas humildes. Corónanse de vítores las entradas de las dignidades, y de maldiciones las salidas. ¡Qué aplaudido comienza un mando, ya por el vulgar gusto del mudar, ya por la concebida esperanza de los favores particulares y de los aciertos comunes! Pero ¡qué callado fina, que aun el silencio le sería favorable aclamación!
¡Qué adorado, o de la esperanza o del temor, entra un valimiento, si él mismo no se desmintiera a la mitad de la dicción dividida!,[4] que, aunque se varíe en privanza, no puede escapar al principio o al fin de una pronosticada infelicidad. Todos los fines son desvíos, y todos los cargos paran en cargos[5], si no de la justicia, de la vengada murmuración. Transfórmase el contento del comenzar en muchos descontentos al acabar. Aunque no haya otro azar más que el ponerse, que aun en un sol es caer, ocasiona desvíos: oscurécese el esplendor y resfríase el afecto. Pocas veces acompaña la felicidad a los que salen, ni dura la aclamación hasta los fines; lo que se muestra de cumplida con los que vienen, de descortés con los que van.
Hasta las amistades se traban con el gusto y se pierden con la quiebra. Súbese volando al favor y bájase de él rodando;[6] y comúnmente en todos los empleos y aun estados, se suele entrar por la puerta del Contento y de la Dicha, y se sale por la del Disgusto y de la Desdicha.
Gala viste de extremos la Fortuna, y hace gala de igualar; los pechos cubre de blanco, y de negro las espaldas, que el no esperarlas es dar en el blanco.[7] ¡Oh, gran extremo de la prudencia la atención a los extremos, al acabar bien, poniendo más la mira en la felicidad de la salida que en el aplauso de la entrada! Que no gobierna el despierto Palinuro[8] su bajel por la proa, sino por la popa; allí asiste al gobernalle[9] en el viaje de la vida.
Tienen algunos muy felices los principios en todo, y aun plausibles. Entran en un cargo con aceptación, llegan a un puesto con aplauso, comienzan una amistad con favor; todo comenzar es con felicidad. Pero suelen tener estos tales comúnmente muy trágicos los fines, y los dejos muy amargos; quédase para la postre toda la infelicidad, como en vaso de purga la amargura.
Gran regla de comenzar y de acabar dio el romano cuando dijo que todas las dignidades y los cargos los había conseguido antes de desearlos, y todos los había dejado antes que otros los deseasen.[10] Más es esto que lo primero, aunque todo mucho; aquello fue favor de la suerte, esto otro fue asunto de una singular prudencia. Es tal vez castigo de la intemperancia la desdicha, y gran gloria la del anticiparse. Consuelo es de sabios haber dejado las cosas antes que ellas los dejasen, y consejo el prevenirlas.
Puédese regular también la dicha acompañándola con el buen modo hasta el buen dejo, y conservándola en la gracia de las gentes con tal arte que la común aclamación del entrar se convierta en universal sentimiento del salir.
Nunca se ha de acabar con rompimiento, ya sea amistad, ya sea favor, empleo o cargo; que toda quiebra ofende la reputación, demás de la pena que causa.
Pocos de los afortunados se escaparon de los finales reveses de la fortuna, que suele tener malos dejos la gran dicha. Sí aquellos que, con tiempo,[11] los retiró, o la misma suerte o la cordura. A otros, a los héroes, previno el mismo cielo de remedio, realzando misterioso su fin, como en Moisés desaparecido y en Elías arrebatado,[12] haciendo triunfo del fenecer. Aun allá en la fabulosa gentilidad un Rómulo dudosamente acabó, transformándose la malicia de los senadores en misterio, que le ocasionó mayor veneración.[13]
Otros, aunque eminentes y aun héroes, borraron, como el dragón, con la infelicidad de sus fines la gloria de sus hazañas.[14] Hiló Hércules, hecho Parca de su propia inmortalidad, y puso, no colofón, sino colón a sus proezas, que así se usa. Materia fue de sentimiento a los valerosos y de desengaño a los sabios.[15]
Sola la virtud es la Fénix, que, cuando parece que acaba, entonces renace, y eterniza en veneración lo que comenzó por aplauso.[16]