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El Gíbaro/Escena XIV

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


ESCENA XIV.


UN DESENGAÑO



I.


n un lugar de mi patria, de cuyo nombre me acuerdo, mas no lo quiero decir, vivian dos compadres, entre los cuales mediaban, además del parentesco espiritual, las mas íntimas relaciones de amistad: mercader el uno, y labrador el otro, habian logrado con su trabajo llegar á la clase de personas notables de la poblacion; en la tienda del primero se reunia el Juez, el Sr. Cura, el Comandante, el Médico; en una palabra, lo principal del pueblo, y hablaban cada noche un par de horas, cuando no venian á impedirlo algun espediente, administracion de sacramentos, asuntos del servicio, enfermo, ó cosa de este jaez, ó cuando la inteligencia cordial de las potencias no estaba interrumpida; cosa no muy difícil, y en ciertas ocasiones muy frecuente.

Casados hacia algunos años con dos hermanas, tenian los compadres su traviesa y robusta prole, que no era numerosa, pues que no pasaban de dos los hijos de cada uno. Acercábanse estos á la edad en que era preciso comenzara su enseñanza, y los padres habian discutido mas de una vez sobre este punto, el unico quizá en que nunca pudieron convenir. Decia el mercader que á los muchachos era preciso hacerles estudiar, y darles una carrera que les pusiera al abrigo de los reveses de la fortuna, tal como la Jurisprudencia ó la Medicina: y pretendia el labrador, que un padre no debia enseñar á su hijo mas de lo que él mismo sabia, porque si con aquellos conocimientos pudo el primero reunir un capital, bastaban al segundo para conservarlo.

En prueba de lo acertado de opiniones tan diversas alegaban cada uno por su parte infinidad de razones, y no siempre lo hicieron con la calma necesaria para no llegar á punto de agriarse y romper una intimidad útil á entrambos. Una noche, en que se reunieron las personas de costumbre en la tienda del mercader, recayó la conversacion sobre una escuela nuevamente abierta en el pueblo; y de aquí tomaron hincapié los compadres para atacarse mutuamente con la esperanza de convencerse. Eligieron por juez al Sr. Cura, por testigos á los demás, y comenzó el mercader de este modo.

—Yo, Señores, tengo dos hijos, que quisiera, como es natural, que fueran un modelo de honradez y saber, y quisiera además que vivieran siempre felices: para lograr esto no perdonaré sacrificio, por costoso que me sea; y como pienso que de ningun modo llegaré á alcanzarlo sino dándoles toda la instruccion necesaria para hacer de ellos unos hombres de carrera, quiero empezar por enviarlos á la escuela, con la firme resolucion de no parar desde ahora hasta que el mayorcito sea abogado y el otro médico. Tal es mi intencion, que creo muy recta y no dudo que merecerá el voto de Vds.

Entre las muchas razones que me han decidido á seguir este camino, es la principal la seguridad que tengo de que dando á mis hijos una carrera, les pongo á cubierto de las desgracias que pueden ocurrir á todo el que vive con la renta de un patrimonio espuesto siempre á perderse. Satisface tambien mi orgullo de padre la idea de que mis hijos lleguen un dia á ocupar un puesto en la sociedad, que la modesta instruccion de sus antepasados no les permitia ambicionar: en efecto, ¿qué hay mas grato para un pobre anciano que oir por todas partes elogios del saber de sus hijos, ver que se les cuenta en el número de las personas ilustradas, y encontrar una madre que debe á uno de ellos la vida de su hijo ó á un inocente á quien salvó el otro de un severo é inmerecido castigo? Bien cerca tenemos al hijo de nuestro vecino D. Antonio: que diga este que está presente, sino se le caia la baba el dia que le vió llegar de la Península, despues de diez años de ausencia, hecho todo un hombre, y con toda su ciencia y sus barbas tan cariñoso y tan complaciente con su padre; que diga lo que esperimentó el dia que fuimos juntos á la Audiencia á oir como se esplicaba el nuevo abogado: me parece que lo estoy viendo amarillo como la cera y saliéndosele el corazon por la boca, hasta que el fuego del orador y la admiracion del público y de los mismos jueces le convencieron de que su hijo estaba haciendo una brillante defensa. Que diga, que diga por cuanto no hubiera cambiado los momentos en que desde su rincon oia las felicitaciones dirigidas á su hijo, y sobre todo aquel en que pudo estrecharle contra su pecho vertiendo lágrimas de puro gozo. ¡Ah! por un momento como aquel sacrificaria yo la mitad de mi vida; inútil es querer disuadirme de mi propósito, cuanto se me diga no hará mas que afirmarme mas y mas en él: no comprendo como mi compadre no se hace cargo de estas reflecsiones, y encuentra salidas que apreciarán Vds. en lo poquísimo que valen.

—Cualquiera que oiga á mi compadre, dijo el labrador, creerá que solo por espíritu de oposicion, ó por falta de cariño á mis hijos, me opongo á su modo de pensar; pero no es así, como verán Vds. por lo que voy á decirles.

Mi padre, que en esto era de mi mismo parecer, contestaba cuando yo le pedia que me enviase á la escuela con los hijos de sus amigos: Zapatero, á tus zapatos, queriendo darnos á entender que los labradores debíamos aprender á trabajar la tierra, y no otras cosas que nos distrajesen de aquel ejercicio útil, aunque penoso. Jamás fui á la escuela, aprendí a leer y firmar con un vecino nuestro los domingos despues de volver de misa, y los dias no festivos los pasaba en el campo con los peones: mis juegos, despues de concluido el trabajo, eran siempre inocentes y sin otra compañía que la de los muchachos que se criaban en casa; el tayta se divertia mirándonos retozar en el batey, y gozaba al verme crecer tan robusto y trabajador.

De esta suerte llegué á hombre, teniendo gran cariño á mi pueblo, porque ni sabia, ni me importaba saber lo que pasaba en los demás; siendo muy obediente á mi padre, porque nunca conocí otra ley que su voluntad, y sabiendo despues conservar un capital, que un señorito educado de otra suerte hubiera malbaratado en poco tiempo; sin haber impedido mi falta de instruccion el que haya cumplido con varios cargos, como el de regidor, que ahora desempeño á satisfaccion de todo el pueblo.

¿Qué hubiera sucedido si mi padre me hubiera hecho estudiar para médico ó abogado? Que si no hubiera tenido pleitos ó enfermos, lo que muchas veces sucede, por mas que se sepa, me hubiera ido comiendo mi caudal, y sabe Dios como me encontraria ahora. Verdad es que no sé poner bien un escrito, que si tuviera que hablar al General ó al Obispo, lo haria muy mal, porque en mi vida las he visto mas gordas; pero en cambio sé trabajar, y entiendo lo bastante para gobernar mi casa.

No me vengan con muchachos que á los doce años saben mas que su padre á los cincuenta, que esplican en un momento como esta toda la tierra, y que hablan tan bien como un predicador; pregúntenles Vds. si saben de que clase es el terreno de su estancia; qué hay que hacer para sembrar y cosechar una tala, y miren si sus manos de mujer podrán nunca manejar la reja del arado. Frescos estaríamos si los labradores fueran de esa clase de señores; no hay duda que ayunaríamos todo el año. Nada, nada, yo quiero que mis hijos sigan el mismo camino que yo, que aprendan á trabajar, que el oficio de caballero es mucho mas fácil, y que no se rian de mí porque sepan mas de lo que yo alcanzo.

Díganme Vds. si despues de haberme escuchado se ha desvanecido toda aquella tramolla de mi compadre, que no parece estar satisfecho, pues que le veo sonreir. Vamos, Señor cura, ¿cuál de los dos tiene razon? Aguardo con impaciencia el que V. hable para ver como convence á ese hombre, que tiene la cabeza mas dura que un granadilla.

—Señores, dijo el Sacerdote, á mi entender los dos estan animados del mejor deseo, en los dos se conoce el cuidado de un buen padre por el porvenir de sus hijos, y no puedo menos que felicitar á entrambos por ese anhelo santo y noble que manifiestan; sin embargo, espero aprovecharán algunas observaciones que les haré en obsequio de esos mismos hijos que tanto aman, y en cumplimiento de un deber que me impone mi carácter de guia y pastor de mis feligreses: observaciones que son el fruto de la esperiencia de no pocos años empleados en predicar el Evangelio en diversas regiones de la tierra y de algunos estudios hechos con el fin de ser útil á mi rebaño.

Ante todo he notado que al hablar de la felicidad, decia el uno que consistia en el mayor grado de instruccion, y el otro en no tener mas de la que recibieron nuestros padres; esto no es ecsacto en ninguna manera, pues todos los dias vemos en las dos clases hombres muy desgraciados, al lado de otros que se creen muy dichosos. La tranquilidad de la conciencia es la única dicha de esta vida, el hombre que puede acostarse por la noche diciendo: «en todo el dia no he hecho nada de que deba avergonzarme ante los ojos de Dios, que estan ahora fijos sobre mí, » aquel es el hombre feliz, y como esto nos lo enseña el Evangelio, es preciso ante todo conocer sus preceptos, siempre sublimes, siempre divinos, siempre en armonía con nuestro ser: de aquí la necesidad de una buena educacion moral que sirva de base á todas las demás; mientras se olvide esta, puede un hombre ser rico, sabio, poderoso; pero nunca feliz.

Debe no descuidarse tampoco la educacion física, que dá á nuestro cuerpo el vigor necesario á la practica de las virtudes, y que alargando nuestra ecsistencia, alarga tambien el tiempo que podemos emplear en honra de Dios y ayuda de nuestros semejantes; un alma grande no puede á veces mostrarse tal por la flaqueza del cuerpo. ¿Cómo podria la Religion estenderse desde los hielos del polo hasta el fuego de los trópicos sin hombres llenos de fé y al mismo tiempo capaces de resistir al rigor de tan opuestos climas? Pero dejemos estas dos clases de educacion, de que nada han dicho los Sres., y pasemos á la intelectual, que parece ser su caballo de batalla, y tampoco han sido mis amigos muy ecsactos al apreciarla, pues que el uno la rechaza completamente, y el otro la reduce á los estrechos límites de las carreras científicas; examinemos las razones de uno y otro por el mismo órden en que las han espuesto.

Resalta en lo dicho por el primero el error trascendental de querer imponer á dos niños que apenas tienen uso de razon la pesadísima carga de una profesion elegida por su padre antes de la época en que pudieran ellos inclinarse á alguna que fuese de su gusto; error muy grave, que inutilizaria las mejores disposiciones que quizá tengan para otros ramos del saber, y que haria un médico ó un abogado medianos cuando mas, del que debió ser un gran agricultor ó ingeniero. Dése á un niño la enseñanza primaria, y mientras la recibe obsérvense atenta y cuidadosamente sus acciones, márquense bien los rasgos de su carácter, y no tardará en conocerse su inclinacion. A esto puede argüirse, que no todos los padres tienen la penetracion y conocimientos necesarios para hacer este delicado ecsámen: enhorabuena; pero ¿acaso falta á quien consultar en este caso? ¿No hay un cura en la poblacion que repita las palabras del Redentor, dejad que los niños se acerquen á mi? Y ¿acercándose estos para oir de la boca del pastor la doctrina del divi

no Maestro, podrán ocultar por mucho tiempo sus nacientes virtudes ó flaquezas al que emplea su vida en alentar las primeras y corregir perdonando las segundas? Consúltese á un amigo en quien se reconozca superioridad, mas nunca se imponga, á costa de penosos sacrificios, un deber á aquel que no pudo aceptarlo. La celebridad no se adquiere por el rango de la profesion, sino por la altura á que llega el hombre en cualquiera de ellas: el nombre de algunos modestos artesanos á pasado á la posteridad, mientras ha perecido, ó mejor nunca vivió, el de muchos Doctores y Licenciados.

Envidiable es la dicha de un padre que ve honradas sus canas con la buena reputacion de su hijo, y hasta cierto punto seria disculpable en él el sentimiento de orgullo de que se halla poseido, sino hubiera espuesto á un estravío los talentos de ese mismo hijo que tanto le complace ver brillar: en una palabra; el hijo debe elegir y el padre guiar, y nada mas que guiar.

La idea de que la instruccion no debe adelantar en una familia, sino trasmitirse igual de unos en otros descendientes, es fatal para los mismos, y aun mas para el país; hace algunos años que bastaba saber muy poco para vivir y hacerse rico; ¿sucederá lo mismo en adelante? No por cierto, y voy á demostrarlo.

Hace treinta ó cuarenta años que las necesidades eran infinitamente menores que en el dia: bastaban á un propietario una chaqueta y unos zapatos para ir completamente equipado; un vestido de sarasa era un vestido de baile, unos pendientes se heredaban, y una mantilla duraba toda la vida: aumentóse la poblacion, se repartió mas la propiedad, abriéronse caminos, y todo cambió de aspecto; el hacendado que ganaba treinta y gastaba diez, se vió obligado á gastar cuarenta, y necesariamente se arruinó, ó tuvo que recurrir á nuevos medios de cultivar y elaborar los frutos de su hacienda; y aquí tienen Vds. porque antes era una gran cosa el tener un trapiche de tambor movido por bueyes, y ahora vemos en la Isla emplearse hasta el vapor en los ingenios de azúcar. Los adelantos de este ramo de la agricultura alcanzarán en breve á todos los demás, y llegarémos á ver que se emplean para la cosecha del café, algodon, etc. medios que se comienzan ya á ensayar con buen écsito: el que conozca y sepa utilizar estos medios tendrá sobre el que ignore su ecsistencia ó los crea inútiles, la ventaja de obtener mejores resultados en menos tiempo y con menor trabajo; de lo cual resulta que la agricultura, en vez de ser rutinaria, será, como debe ser, un ejercicio noble y que requiera su instruccion particular.

Ocúrrense desde luego las preguntas siguientes, que puede hacer un labrador: ¿Y dónde recibirán los jóvenes esa instruccion sin apartarlos de nuestro lado? ¿Todos los labradores debemos desterrar á nuestros hijos por cierto número de años, para que vuelvan despues llenos de teorías y sin la costumbre del trabajo? La contestacion es siguiente: si los labradores supieran leer tendrian aficion á la lectura, y leyendo hubieran hallado el modo de salvar esos inconvenientes. No hay escuelas de agricultura en el país, es cierto: y ¿porqué no las hay? porque los labradores, contentándose con saber gobernar á su manera su casa y reduciéndose á su pueblo sin cuidarse do lo que pasa en los demás, han fomentado el egoismo, que es la muerte de todo progreso; porque, encerrados en tan estrechos límites, no han pensado en reunirse á los comerciantes y á los industriales y artesanos para pedir al Gobierno la creacion de establecimientos de esta clase de enseñanzas, muy mas útiles al país que la rutina, que con algunas escepciones, es la pauta que en él se sigue todavía.

No teman los padres que sus hijos les tengan en menos siendo mas instruidos; no se descuide la educacion moral, y los conocimientos adquiridos despues y fundados en ella formarán hombres útiles á su patria, y que siempre bendigan al autor de sus dias. En resumen no olvidar jamás un padre cuando piense en sus hijos estas palabras:

Educacion moral.

Educacion física.

Educacion intelectual.

Libertad en la eleccion de carrera.

Igualdad de las profesiones respecto de su utilidad.

Vigilancia continua, sobre todo en los primeros pasos de la juventud.

Firmeza y abnegacion.

—Señor Cura, dijo el Mercader, ¡cuánto me alegro de haber oido á V. ! desde ahora me pongo en sus manos y le confio el porvenir de mis hijos.

—Pues yo, añadió el labrador, me mantengo en mis trece sin que sea ofender ánadie.

—Nada de eso; otro dia veré si logro convencer á V. que por hoy harto he logrado, y cuando no, no será culpa de mi voluntad, sino de mi poco saber.

Despidiéronse, y cada uno se retiró á su casa, pensando en lo que habia dicho el prudente sacerdote.

II.

Pasaron veinte años con la rapidez que pasan en nuestra vida; la tienda del mercader no era ya un espacio reducido, con aparador mezquino, y mostrador comparable con él, como cuando la conferencia de los dos compadres y el Sr. Cura; sino un lujoso y completo depósito de toda clase de géneros, junto al cual habia grandes almacenes de granos y azúcar: cinco dependientes no bastaban para desempeñar el trabajo diario, y muchas veces no salian del escritorio hasta entrada la noche; un jóven de veinte y seis años, vestido con camisa de fina tela, pantalon blanco y chaqueta del mismo color, estaba repasando á la luz de un velon puesto sobre su pupitre la factura de un cargamento, que habia llegado aquel dia en un buque de la casa, y un anciano lo miraba sonriéndose de cuando en cuando, con una espresion de cariño y complacencia imposibles de pintar; paseábase procurando hacer el menor ruido posible á fin de no distraer al jóven, y deteníase á veces cerca de él como aguardando á que concluyera para decirle alguna cosa. Por último llegó este al término de su lectura, tomó algunas notas, guardó los papeles que tenia en la mano dentro de un cajon, y se dirigió al anciano, que dándole una palmadita en el hombro le dijo:

—Vamos, hijo: has empezado hoy á trabajar á las cinco de la mañana, y concluyes á las ocho de la noche sin haber tenido apenas tiempo de comer: eso es demasiado.

—Tanto mejor, así descanso ahora con mas gusto: ¡si supiera V. el negocio que hemos hecho hoy! ¿A qué no acierta V. cuanto nos vale?

—¡Que sé yo, hijo mio! ya no me atrevo á echar cálculos de esta clase, desde que me pasó aquel chasco cuando quise pronosticar lo que nos valdria el negocio de la casa de Hamburgo.

—Efectivamente, no se equivocó V. mucho.

—No ¡friolera!, contestó el anciano riendo, dije que ganaríamos seiscientos pesos, y ganamos, segun me habias asegurado antes, once mil; pero dejémonos de cálculos, que bastantes tienes tú que hacer cada dia, y hablemos de otra cosa. ¿Ha venido el Sr. cura? porque yo he pasado toda la tarde fuera cumpliendo con la obligacion de pasearme que tú me has impuesto.

—No señor, no ha venido: y á propósito de obligaciones, ¿sabe V., señor desobediente, que tengo que echarle un regaño? ¿Cómo es que ayer se me fué V. al desembarcadero?

—Hombre, eso es muy sencillo; habia que llevar un recado á los que descargaban la fragata, y los dependientes estaban todos ocupados; con que cogí mi sombrero y me fuí paseando hasta allá.

—Muy bien, se fué V. paseando al medio dia y con un sol que derretia las piedras hasta la playa que hay mas de un cuarto de legua.

—Eso no me hace nada.

—Pues á mí mucho, porque es faltar á nuestros tratados, y ya sabe V. lo inflecsible que soy en este punto. ¿No tiene V. bastante trabajo en cuidar de su jardin?

—Sí un trabajo ímprobo; se me antojó decir un dia que me gustaban mucho las flores, y ¿qué hiciste? encargas á los corresponsales, que tienes en las cuatro partes del mundo, un millon de plantas diversas; viene luego tu hermano, que es tan perillan como tú, y en un abrir y cerrar de ojos convierte el corral en un paraíso, donde paso dos ó tres horas cada mañana tronchando flores, porque no hay ni una yerba que arrancar, tal es el cuidado del jardinero.

En este momento llegó el Sr. Cura, apoyado en un grueso baston, adminículo que le era ya preciso, pues llevaba veinte años sobre los cincuenta que tenia cuando tan buenos consejos habia dado á los dos compadres: el mercader los siguió conforme ofreciera en aquella época, y no tuvo motivo de arrepentirse, pues los dos niños de entonces eran el comerciante rico que conoce el lector, y el hacendado que habia dirigido la obra del jardin. Apenas pasaron entre los tres los cumplimientos de estilo, llegó el labrador á quien no pudieron convencer las razones del buen Sacerdote. Venia cabizbajo, y su rostro espresaba un acerbo dolor.

—¡Ah! Señor Cura! ¡Cuánto deseaba hallar á V. para que me consolara! ¡Vengo loco... creo que mi cabeza se trastorna.!

—Vamos á mi casa, y allí veremos si puede dar á V. un consuelo este pobre viejo, que ya pertenece mas al otro que á este mundo.

—No se moleste V. señor Cura; lo que tengo que decir no es un secreto para mi compadre y mi ahijado, ¡Oh! añadió lo que á mi me pasa no es mas que un castigo del cielo por haber desoido la voz de un ministro del Altísimo ¡Qué desgraciado soy!

¿Recuerdan Vds., continuó dirigiéndose al señor Cura y al otro anciano, lo que pasó en este mismo lugar hace veinte años? Yo, terco é imbécil, me reí de mi compadre que dió á sus hijos una enseñanza acomodada á su inclinacion, y dejé á los mios en la mas completa ignorancia: aquellos son la envidia de todo el pueblo, y yo no recibo sino pesares, que acabarán pronto con mi vida: mis hijos no se acompañan con personas decentes, porque dicen que todos se les rien en la cara; no trabajan en el campo, alegando que se revientan y no ganan un maravedí; al paso que nuestro vecino, el hijo de mi compadre, con quien estan reñidos sin motivo, gana cuanto quiere, sin molestarse, porque labra la tierra de un modo que ellos ignoran; se entregan al juego y á otros vicios, que les enseñan sus malas compañías; cuando pretendo reprenderles, me contestan que yo tengo la culpa, porque no les enseñé á trabajar de un modo que no tuvieran que matarse; y si les digo que imiten la conducta de mi ahijado y de su hermano, me responden que eso será cuando yo imite la de mi compadre y no crie hijos tan rústicos como ellos.

Esta tarde misma he tenido en casa una escena terrible: me trajeron al menor de ellos de una casa de juego, donde habia tenido una disputa, con una grande herida en la cabeza; y el otro me dijo

hecho una furia, cuando yo estaba lleno de mortal congoja: V. responderá á Dios si mi hermano muere, y yo me iré de mi tierra, á servir de soldado en un país donde me maten pronto de un balazo para acabar con una vida que me es insoportable ... ¡Qué haré, Dios mio, qué haré! Las palabras de mi hijo, que me acusa de haber causado la desgracia y quizá la muerte de su hermano, me desgarran el alma. ¿A quién acudir en tal conflicto?

—A la Religion, que cura todos los males del alma, dijo el sacerdote con acento sublime. Voy á mi casa y dentro de una hora estaré en la de V. ¿Encontraré allí á su hijo mayor?

—Sí señor ; porque no se mueve del lado del herido, y llora y se desespera tanto como yo.

—Bien, iré; y con la ayuda de Dios daré otra direccion á las inclinaciones de aquellas almas excelentes aunque algo viciadas.

—¡Ojalá no sea demasiado tarde, esclamó el padre infeliz y cayó desmayado en una silla.