El Gíbaro/Escena XVII
Dos caminantes atravesaban este valle en una noche de enero á las dos de la madrugada: el uno, jóven de veinte años, de cabello y ojos muy negros y relucientes, tez morena y con aquel tinte amarillento tan general en los criollos descendientes de europeos sin mezcla de otra raza, montaba un hermoso caballo negro, cuyas orejas pequeñas y móviles seguian de continuo la direccion del menor ruido causado por el aire, ó de cualquier objeto en el cual se reflejaba la luz dudosa de la luna menguante que acababa de salir. El otro, mulato bronceado, de formas atléticas, y vestido con sombrero de paja y camisa y pantalon de tela blanca, iba sobre un alazan, que sino igualaba en la casta al caballo de su jóven amo, llevaba no poca carga sin dar la menor señal de flaqueza.
—Jacinto, dijo el primero de estos dos personajes, parece que vas cabeceando procura tenerte firme, que caerás si te descuidas.
—Es verdad, niño, pero tambien lo es que tengo motivo para ir dando el piojo: hace cuatro noches que apenas duermo.
—Tampoco he dormido yo, y sin embargo me mantengo firme.
—¡Ah! cuando yo tenia la edad de su merced no me dormia aunque pasara quince malas noches; pero aquel era otro tiempo, ahora tengo veinte años mas, y no puedo llevar mucho huevos de punta.
—Tienes razon, aquel era otro tiempo, contesto el jóven en tono de mofa: ¡qué buena pieza serias entonces! ¿cuántas muchachas tenias enredadas?
—Ninguna, niño, en mi vida he querido á nadie, mas que á Juana mi mujer, la criandera de su merced, y me alegro mucho de ello; porque ella me ha querido y me quiere lo que nadie puede pensar.
—Sí, buena pieza, ya lo sé, y tampoco ignoro que, en el año que yo nací, tuvo mi padre que casaros por lo mucho que os habiais querido antes de estar autorizados para ello.
—Vamos, niño, su merced siempre ha de ser el mismo: ¿quién hubiera dicho cuando lo paseábamos de noche en brazos porque no cesaba de llorar, que habia de ser después tan amigo de reirse á costa del prójimo.
—¿Con que entonces no te echaba pullas?...
—La cruz de Nazareno te caiga debajo, y te levante un millon de leguas mas arriba de las estrellas, gritó el mulato, interrumpiendo á su amo.
En este instante comenzaban á bajar una pendiente, habiendo dejado algunos pasos atrás, y á la izquierda del camino, una cruz de madera, que hacia años estaba en aquel sitio clavada en tierra. El mulato se habia quitado su sombrero, y rezaba temblando de miedo.
¿Empiezas ya con tus majaderías? dijo el jóven fingiendo estar enfadado ¿A qué vienen esos gritos?
—Niño, no son majaderías; he oido cantar al pájaro malo.
—Calla, tonto, ¿qué mas pájaro malo que tú?
—La cruz de Nazareno te caiga debajo, repitió de nuevo el esclavo; añadiéndo despues: ¿Y ahora lo ve su merced? ¿ha cantado ó no?
En efecto, tres gritos lejanos, al parecer de un ave nocturna, llegaron á los oidos de los viajeros.
—Y bien, contestó el jóven á su interlocutor, ¿qué tenemos con eso? si ha cantado, contéstale tú con una copla de cadenas, de aquellas que sabes improvisar.
—Parece imposible que se burle su merced de esas cosas que á mí me dan tanto miedo.
—Y tambien lo parece que un hombre como tú, que rinde á un toro por los cuernos , que se ha echado á un rio crecido por salvar á quien no conocia, y que ha reñido con tres negros cimarrones á la vez, tenga temor por esos cuentos de viejas.
—No son cuentos de viejas, niño; y la prueba de esto es esa cruz que hemos pasado ahora.
—¿Y qué tiene que ver la cruz con el pájaro malo?
—Si su merced supiera lo que significa esa cruz, y porque se puso en donde está, no me haria esa pregunta.
—Yo no sé mas, sino que en el mismo sitio mataron á uno y, como es costumbre, han puesto una cruz para que los caminantes rueguen á Dios por su alma.
—Pues hay mas que eso.
—Vaya, veo que quieres contarme un cuento, que de todo tendrá menos de verdadero.
—Todo el pueblo sabe la historia de la muerte de Gregorio Rodriguez, que tiene mucho de verdad, y es extraño que su merced no la sepa.
—Me alegro mucho de no saberla, porque así te la oiré contar, y entretendrémos un rato el camino.
—Pues señor, comenzó Jacinto, habia en el barrio de la Jagua un mozo de unos veinte años, llamado Gregorio, ó Goyo, hijo de Atanasio Rodriguez, uno de los que fueron á buscar á los Ingleses al puente de Martin Peña, con aquel tremendo Diaz, que dicen los desafiaba encaramado sobre uno de los pedazos que de dicho puente habian quedado cuando lo volaron los sitiadores. Este tal Goyo era alto, grueso á proporcion, y tenia mas fuerza que una yunta de bueyes: nadie podia aguantar su genio; á los doce años hirió á un hermano suyo, y á los diez y ocho levantó la mano á su padre, que aunque hubiera sido para él un extraño, no merecia semejante injuria, porque todos le teníamos por el hombre mejor del mundo. El pobre viejo sufrió con mucha paciencia los golpes de su hijo, y cuando se vió libre de él, arrodillándose en medio del soberado levantó las manos al cielo diciendo: ¡Dios mio! perdona á ese muchacho, que no sabe lo que acaba de hacer conmigo.
Pasaron de esto algunos meses, y el padre y el hijo parecian olvidados de lance tan desgradable; pero como la justicia de Dios habia de cumplirse, éteme que una tarde sale mi mozo con otro camarada suyo para ir á bailar á Furabo: llegaron á la casa del baile, y allí estuvieron hasta las tres de la madrugada sin que nada les sucediese. Al salir se juntaron con otro conocido de su mismo barrio, y tomaron el camino conversando alegremente: un poco antes de llegar al pueblo de Caguas, que habian de atravesar, oyeron cantar al pájaro malo. El endiablado de Goyo se echó á reir, y gritó: »Mira, mal avechucho, ven mañana á casa por cuatro granos de sal; y no faltes, que te espero.» En este momento la sombra del pájaro se pintó en el suelo delante de él; y á pesar de que queria hacerse el guapo, le dió un temblor tan fuerte, que apenas podia dar un paso. Los otros dos, que tenian tanto miedo como él, le echaron en cara su locura en desafiar al poder del malo; mas él, recobrando su malvado valor, echó por aquella boca mil pestes sobre todo lo que nos enseña la doctrina cristiana.
Al siguiente dia, al mudar una res que nunca habia topado, recibió de ella una cornada, que le hizo ir muy alto, rompiéndose al caer una pierna. Su pobre padre le asistió con el mayor agrado durante los muchos dias que estuvo de peligro, y pasó las noches en vela, rogándole en vano que se confesase y comulgase.
Apenas curado, volvió á su antigua vida de vicioso y mal hijo: salia de su casa sin volver á veces en tres ó cuatro dias, y cuando se le acababa el dinero y no tenia que jugar, robaba á algun vecino ó á su mismo padre lo que podia, para seguir en tan perjudicial entretenimiento. Llegó, por fin un dia en que nada quedaba al viejo, y entonces le abandonó, dejándole solo, pues que su hermano habia muerto poco antes; se fue á vivir con uno que no tenia otro oficio que el robo, y cometió en su compañía tantos crímenes, que la justicia le echó mano y fué sentenciado á cuatro años de presidio.
Cumplida la condena, volvió, mas holgazan y mas picaro que antes, á unirse á su compañero y comenzaron de nuevo sus fechorías. Una noche asesinaron, por robarle treinta pesos, á un infeliz que volvia de la Ciudad, donde habia vendido su pequeña cosecha de café; el crimen quedó sin castigo porque nadie supo quien lo cometió.
A los pocos dias se habló de otro robo de mas consideracion, y no pasaron muchos despues de este último, cuando se encontró una mañana en el Barrio de Culebras el cadaver del compañero de Goyo cosido á puñaladas, y no faltó quien dijera que el matador era nuestro mocito de la Jagua, que despues del suceso gastaba y se divertia, sin que ninguno supiera su oficio.
Al cabo de algun tiempo se le acabó el dinero y no sus vicios; salió una noche de una casa de este barrio que pasamos ahora, en la cual habia perdido lo poco que le quedaba, y pensó matar á otro jugador que habia ganado mucho. Para lograr su intento, se colocó en el lugar donde ahora está la cruz de palo, y allí aguardó cerca de dos horas, hasta que el paso de un caballo le advirtió la proximidad de su nueva víctima. Ya el otro subia la cuestecita.... no le faltaba mucho...... Goyo tenia el machete empuñado con la mano derecha, y con la zurda aflojaba dentro de la vaina el cuchillo que llevava á la pretina, iba á adelantar hacia el camino, y.... El pájaro malo cantó sobre su cabeza.
—La cruz de Nazareno te caiga debajo, dijo el jugador afortunado; y de repente, viendo un bulto á la orilla del camino, paró el caballo, y añadió:— Camarada, apártese un poquito mas lejos, ó diga que es lo que quiere.
—Que me entregues el dinero que nos has robado esta noche con tus trampas.
—Pues, amigo, venga por él y se lo daré, que desde aquí no puedo tirarlo.
—Allá voy, y despachemos pronto. Diciendo esto saltó la zanja, y se adelantó hasta muy cerca del que le aguardaba, al parecer resignado á dejarse robar; levantó el machete, y ya iba á descargar el golpe terrible, cuando se oyó un tiro; la bala de una pistola disparada por el jugador atravesó el pecho de Goyo, y el canto del pájaro malo respondió desde lejos al grito que dió este al caer en medio del camino bañado en sangre.
Quiso Dios que el cura del pueblo, que volvia de una administracion, acertase á pasar por aquel sitio y viendo un hombre en el suelo, se acercó á él con el fin de ausiliarle, si estaba enfermo, ó apartarle á un lado, si otra causa menos lastimera le obligaba á guardar semejante postura. Se apeó de su caballo, y al poner la mano sobre aquel cuerpo le halló todo mojado, latia muy poco el corazon y la respiracion apenas se sentia. Con mucho trabajo logró incorporarle, ayudado por el hombre que le acompañaba; mas no pasó un minuto despues de esto cuando el herido, volviendo en sí, despues de un profundo gemido dijo:
—¡Ah! ¿quién es la buena alma que me socorre y me vuelve á la vida?
—Es Dios, contestó el Sacerdote, que ha traido aquí al mas indigno de sus ministros para recibir de V. la confesion de sus culpas, y ausiliarle con el fin de lograr la salvacion de su alma, y volver si es posible la salud al cuerpo.
—¡Oh padre! lo último es imposible, porque estoy muy mal herido, y conozco que se me va acabando por momentos la poca vida que me queda; y lo primero es igualmente desesperado, porque soy un infame y mi vida es un tejido de crímenes.
—Hijo mio, confia en la divina Providencia, abre tu corazon á un ser infinitamente misericordioso, confiesa y arrepiéntete de tus culpas, que Dios las perdonará.
—¿Es posible padre? ¿Dios perdona á hombres como yo que merezco arder en el infierno? El bueno del Señor cura le predicó tanto y tan al alma, que al último se decidió, é iba á comenzar el Yo pecador; pero el canto del pájaro malo le anudó la garganta y no pudo articular ni una palabra.
—Vamos, hijo, ¿porqué tardas tanto? le dijo el Sacerdote.
—Padre, ¿ha oido V. ese pájaro que acaba de cantar?
—Sí, hijo; ¿ pero porqué dices eso?
—Porque ese pájaro es el diablo, que quiere llevarse mi alma.
—¡Calla desgraciado! ¿Es posible que en el momento de morir tengas esa preocupacion?
—El moribundo, vencido de nuevo por la persuasion del ministro del altar, dijo con voz clara sus culpas, y apenas absuelto murió en los brazos del confesor.
Desde entonces hay esa cruz en el paraje que ha visto su merced, y en el cual nos ha cantado esta noche el pájaro malo.
— Y bien, ¿qué tiene que ver la muerte de Gregorio Rodriguez con que sea verdad que existe ese pájaro malo?
Mucho, Señor, si no hubiera aquel mozo desafiado á este, como hizo, ofreciéndole cuatro granos de sal, no hubiera seguido siempre mal guia do por el mismo; yo al menos así lo veo.
—Y yo veo que tú eres un simple, pues no conoces que ese pájaro es uno cualquiera, y que el hombre que cumple con Dios y sus semejantes está muy seguro de que no le harán obrar mal todos los pájaros buenos y malos de la tierra.
Aquí terminó la conversacion de los viajeros, que siguieron callados su camino.