El Grande Oriente/XXII

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XXII

Mientras esto ocurría, todo Madrid se alarmaba con una estupenda noticia. Por todos los barrios, por todos los clubs, por todos los círculos corría una noticia, que muchos suponían increíble, por lo disparatada, y otros aceptaban con resignación como una nueva prueba de los desaciertos y traiciones del Ministerio. El fiscal de la causa formada contra Vinuesa no pedía para este más que diez años de presidio. El pueblo irritado, a quien habían hecho creer que la muerte del arcediano no era bastante castigo para las culpas de este, vio en los diez años de presidio una pena tan suave, que más que pena le parecía recompensa. De los demás conspiradores absolutistas nada se decía aún; mas era probable que recibirían en pago de sus infamias algunos años de encierro, es decir, confites.

No es preciso indicar que en todo Madrid, y principalmente en los barrios bajos era un Evangelio la opinión de que había corrido mucho dinero para absolver a los malhechores, y los más listos decían:

-¿Pues qué?, el Rey no podía dejar perecer a sus amigos.

En esto se equivocaban, porque Fernando se distinguía de todos los malvados por un funesto sistema de abandonar cobardemente a cuantos le habían servido, y aun gozarse de un modo incalificable en la desgracia de ellos, como lo prueban, entre otras muchas cosas, las célebres palabras que pronunció ante los guardias fugitivos y vencidos el 7 de Julio. La verdadera causa de la lenidad relativa del fiscal y más tarde del juez, fue que el Ministerio y los masones habían llegado a comprender cuán bárbara y soez era la excitación vengativa del populacho, a pesar de haberla excitado ellos mismos en Febrero y Marzo, y quisieron rendir homenaje a la humanidad y la justicia, evitando un sacrificio inútil. Hemos llamado lenidad a la pena anunciada, porque con respecto al furioso ardor de la canalla lo parecía; pero en rigor de justicia era una atrocidad, que sólo tiene disculpa en las infames transacciones a que obligan los yerros políticos.

En los comuneros la noticia fue chispa arrojada a la mina. La fortaleza reventó y una explosión de salvajismo, de barbarie, de odio y necedad atronó la Plaza de armas. Los honrados y los inocentes, que no eran los menos bajo el estandarte de Padilla, hacían coro a los malvados, por la solidaridad que entre todos reinaba. Eran los primeros envueltos en el torbellino, y sin saberlo, estaban tan locos como los demás, mejor dicho, los honrados y los inocentes eran los verdaderos locos, porque los perversos conservaban bajo la borrachera de venganza su nefanda razón. Pero en realidad, la noticia de la blandura del juez, más les agradaba que les afligía. Servíales de pretexto para poner en ejercicio su ideal de barbaridades, atropellos y desafueros, y de admirable tema para gritar contra el Gobierno, llenándoles de befa y escarnio. Acogieron, pues, el suceso con el frenesí del beodo a quien dan aguardiente, y se hartaron de furia, de exaltación política, poniéndose como demonios en la sesión que celebraron la noche de la noticia.

Romero Alpuente, a quien respetaban, no pudo presidir la sesión, porque le fue imposible sofocar el tumulto. Regato emitía con su habitual tono de importancia las opiniones más furibundas. Mejía sudaba gritando, y con el rostro encendido, gesticulaba sin poder conseguir que le oyeran. Pelumbres daba golpes en los bancos con un bastón semejante a la lava de Hércules. D. Patricio, renunciando a ser oído por toda la Asamblea, pronunciaba, ora frases áticas, ora apóstrofes demostenianos en un pequeño grupo que se formó a su lado. En suma, la Plaza de Armas más que guarnición regular, parecía un ejército indisciplinado, un manicomio insurrecto o un infierno en que fuese ley la libertad individual para hacer diabluras. Cada cual pedía una cosa distinta, y es incomprensible que no se rompieran la cabeza unos a otros, único medio y fórmula de conciliar todas las opiniones.

Era que comúnmente la Asamblea en pleno no resolvía nunca nada, siendo más bien doctrinales, digámoslo así, sus sesiones que ejecutivas. La alta dirección de la Comunería estaba, como la de los masones, en un pequeño consejo, en cuyo seno ha llegado la hora de que nos introduzcamos osadamente. Hemos presentado en otro libro la camarilla de Palacio Tócales ahora su vez a las camarillas populares, poderes igualmente misteriosos y perturbadores, y la dificultad de nuestro trabajo aumenta, porque las camarillas eran dos: la del populacho o de los exaltados, y la de los constitucionales o moderados. Procedamos con método.

Camarilla del populacho. -No tenía local fijo. Reuníase algunas veces en un departamento reservado del café de Lorencini; otras, en el mismo local de la Asamblea o en casa de Regato. La reunión de ella que nosotros vamos a presenciar no fue celebrada en ninguno de estos parajes, sino en una taberna de la calle de la Estrella. De los veinte diputados comuneros no asistió ninguno; de los periodistas, sólo Mejía; de los que tenían cargos oficiales en la Asamblea de Padilla, sólo Regato; de los viejos, sólo D. Patricio Sarmiento; pero no faltaba ni uno siquiera de los amigos de Timoteo Pelumbres, ni tampoco la pandilla de milicianos nacionales, en la cual alzaba el gallo con altanera superioridad Pujitos. Sumaban entre todos once personas, y para poder discutir con más libertad, Regato mandó al tabernero que cerrase, luego que todos estuvieron dentro, y cuando el vino empezó a hacer su oficio para que las lenguas pudiesen desempeñar mejor el suyo.

-Queridos compañeros -dijo Regato-, estamos perdidos.

Esta frase hábil produjo la sensación apetecida.

-Perdidos, porque el Gobierno nos va a meter el diente, y los hombres gordos de nuestro partido se esconden en su casa llenos de miedo.

-Romero Alpuente -dijo uno-, tiembla como una gallina mojada.

-Desde que se ha dicho que el Gobierno va a pegar, nuestros diputados ya están buscando vendas.

-Está visto que para reclutar gente valerosa -dijo Regato, a quien agradaba mucho la veneración con que era oído-, no hay que contar con la gente de lengua y pluma. ¡Pobre pueblo, siempre sudando por gobernar como manda la ley de Dios, y siempre engañado por tanto pillo! Está visto que mientras el pueblo no diga: «pues quiero y esto ha de ser», y lo haga como lo dice, no tendremos libertad.

-Pero cuando el pueblo quiere portarse como quien es -manifestó Pelumbres-, vienen los futraques, llenos de jabón y pomada, y sacan los catecismos de la política para decirnos cosas lelas y de mil flores... con lo cual se acaba todo, y en buenas palabras resulta que somos unos zopencos y ellos unos Salomones. Nosotros trabajamos y ellos comen.

-Señores -repitió Regato dando un suspiro-, estamos perdidos. El Gobierno, viendo que no servimos para nada, (y no me vuelvo atrás...) que no servimos para nada, va a pegar, pero a pegar muy fuerte.

Breve silencio siguió a estas palabras.

-Los palos serán para el que los aguante, que yo...

-Los palos serán para todos -afirmó Regato en el tono de la mayor competencia-. Yo sé de buena tinta lo que trama el Gobierno; lo sé todo, y pues venimos aquí para ver cómo nos defendemos, lo voy a decir.

-El Gobierno va a cerrar los cafés.

-Y a reformar la Milicia Nacional de modo que no entren sino los que él quiera.

-Y a corregir la Constitución.

-Y a poner dos Congresos: uno como el que está, y otro de clérigos, obispos, generales, marqueses, camaristas y toda la recua de alabarderos, persas y serviles.

-Y a suprimir todos los periódicos -indicó Pujitos, dando a entender de este modo sus aficiones literarias.

-Y a mandar a Riego a Filipinas.

-Todo eso y mucho más hará el Gobierno -dijo Regato-; pero como a quien más aborrece es a los buenos patriotas, empezará su obra acogotando a los buenos patriotas, que somos nosotros.

-Nosotros -repitieron algunos.

-Y pasando la mano por el lomo a los serviles, que serán los mandarines de mañana. ¿Qué significa la libertad de Vinuesa?

-¿La libertad?

-La libertad, sí. Para los bobos, eso de los diez años de presidio significa... diez años de presidio; pero para nosotros, que somos tan listos y vemos un mosquito en la punta de una torre, esa pena no es más que la absolución del cura.

-Es lo mismo que yo pensaba.

-Le sacan de la cárcel; hacen la pamema de llevarle a Ceuta; métenle en cualquier convento, donde habrá abundancia de buenas magras, pollos con tomate, gran trago de vino y muchachas bonitas; dicen luego que se ha escapado, y al poco tiempo, indulto. Tras el indulto viene la canonjía y tras la canonjía la mitra.

-Pues estamos bien -dijo uno con impaciencia, golpeando el suelo con su bastón-. Protesto.

-Protesto yo también -exclamó Pelumbres.

-Si la Sociedad de los Comuneros, que empezó con tan buen pie, no saca ahora la cabeza, ¿para qué sirve?

-Para nada, Sánchez, para nada -repuso un hombre que era tratante en cueros-. Dende que oí discursos y vi papeles y toma la palabra, daca la palabra, se me cayeron las alas del corazón... ¡botijos!, yo no sirvo para esto.

-Es muy posible que el Gobierno tenga la alevosa intención de indultar a Vinuesa y aun darle una mitra -dijo con gravedad un individuo de aspecto decente, furibundo patriota cándido que tenía dos tiendas y un buen nombre que no hace al caso-; yo creo cuanto ha dicho el amigo Regato, porque el Gobierno es en la superficie liberal y en el fondo absolutista.

-Si Riego estuviera en Madrid, otro gallo nos cantara, amigos -indicó Regato-. Yo de mí sé decir que si tuviera dos docenas, dos docenas nada más de buenos patriotas, intentaría cualquier sublimidad.

-Cualquier hazaña épica, digna de perpetuarse en mármoles -dijo D. Patricio-. Sr. Regato, manifieste usted con claridad su pensamiento. ¿Se trata de que Madrid se levante en masa y arroje del gobierno a ese Ministerio, y convoque otras Cortes, y le caliente las orejas al Rey neto?

-Eso es difícil hoy; pero no lo será dentro de seis meses, cuando estemos mejor organizados y se multipliquen las Casas fuertes de los regimientos y se reciba el dinero que nos han prometido de América. Contentémonos ahora con dar una prueba de nuestro mucho poder, de lo que somos y lo que valemos, para que tiemble el cobarde tirano y nos tengan miedo los mandarines.

-Ved aquí, amigos míos -dijo Sarmiento-, cómo admirablemente concuerda con mi opinión la del Sr. Regato. Siempre he sostenido la necesidad de elevar la voz para que nos oigan, de alzarnos sobre las puntas de los pies para que nos vean, de presentarnos en todas partes para que nos toquen, mientras llega la hora sublime de los bofetones.

-Yo no entiendo de estas máquinas sutiles -manifestó, con la ingenuidad de la barbarie, el llamado Sánchez, que era miliciano y había sido primero cortador de carne y después empleado en cárceles-. Yo lo que sé es que si conviene dar porrazo se dé porrazo. No hay más que dos políticas: dar y recibir.

-En lenguaje sencillo -dijo Mejía-, ha expresado Sánchez la idea de que mientras no se puede realizar una insurrección que dé la victoria al pueblo, se hagan manifestaciones patrióticas con objeto de que se nos considere como un elemento importante, capaz de cualquier cosa en el Gobierno o en la oposición.

-A eso iba -indicó Regato con acento magistral-. En pocas palabras, señores; el Gobierno dice blanco, pues nosotros decimos negro; el Gobierno quiere coles, nosotros lechugas; el Gobierno dice por aquí no se va, nosotros decimos, por ahí iremos.

-El Gobierno dice, no más clubs, nosotros respondemos vengan clubs.

-El Gobierno quiere poca Milicia, nosotros mucha Milicia.

-El Gobierno perdona a los absolutistas, pues condenémosles nosotros.

-Condenémosles, caballeros -gritó el tratante en corambres-. ¡Botijos! Si nosotros no hacemos la justicia, ¿quién la va a hacer?

Dando golpecitos en la mesa con el fondo del vaso, después de beberse el contenido, entonó esta canción:

Ay le le, que toma que toma,
ay le le, que daca que daca,
ya no bastan las razones,
apelemos a la estaca.

-El ciudadano D. Bruno ha tocado el punto más delicado de la política actual -dijo Regato-. El pueblo, señores, no debe consentir la impunidad de quien ha trabajado y trabaja aún en contra del pueblo.

-¡Botijos!... no.

-De ninguna manera.

-Consentirlo sería gravísimo desacierto -afirmó Sarmiento.

-Como me llamo Pelumbres, tan cierto es que todo el día he estado pensando en que debíamos hacer justicia, porque podemos y debemos hacerla. Y si el pueblo no es soberano para esto, ¿para qué lo es?

-A fe de Mejía, sostengo que cuando los jueces son inmorales y corrompidos, el pueblo no tiene más remedio que echársela de juez.

-Pues con una palabra basta -afirmó el tratante en pellejos.

-Es preciso sacar a Vinuesa de la cárcel antes que le indulten.

-Y ahorcarle -dijo Sánchez, apretándose su propia garganta.

-En la plazuela de la Cebada.

-En la plaza de Palacio, delante del balcón de Su Majestad -gruñó Pelumbres.

-Admirable y sensata idea -dijo Regato-; pero me parece irrealizable. No es preciso que se lleven las cosas a ese extremo de perfección.

-No puedo aconsejar tranquilo la muerte de un hombre -afirmó Sarmiento con gravedad-; pero hay sacrificios necesarios, indispensables, y el cura de Tamajón debe morir. También hay en la cárcel de la Corona un dichoso Gil de la Cuadra, ex-vecino mío, que es uno de los servilones más furibundos, y un conspirador terrible.

-Gil de la Cuadra -dijo Regato haciendo memoria-. ¡Ah!, ya. Le protege Salvador Monsalud, después de haberle enamorado a su mujer, como me consta. Váyase lo uno por lo otro.

-El traidor Monsalud se dirá de aquí en adelante -indicó Pelumbres-. Ese canalla, después de entrar en nuestra sociedad ha admitido un destino del Gobierno.

-En la cárcel de la Corona precisamente -indicó Mejía-. No lo hubiera creído. Puesto de confianza, señores. Aquí hay gato encerrado.

-Tengo a Monsalud por una persona decente -dijo D. Patricio-. Es amigo mío y no le creo capaz de servir a los masones. Le he oído hablar pestes de esos señores.

-Sea lo que fuere -dijo Sánchez-, ello es que antes de meter semejantes tipos en nuestra sociedad, debiéramos pensarlo mucho.

-Es justa la censura, aunque confieso que yo le presenté -dijo Regato-; pero no hay motivo para desconfiar de tal joven. Tengo motivos para creer que puedo dominarle en un momento dado. Ese hombre será mío cuando yo quiera. En vez de importarnos que esté empleado en la cárcel, debemos felicitarnos de ello. Sacaremos partido de esta circunstancia.

-¡Re-botijos!... ¡Si está en mi lugar y en el puesto de que me echaron hace dos meses esos mamones!... ¿pues no ha de importarme? Es un caballerito a quien tengo atravesado aquí.

-Dejemos esta cuestión mezquina, señores, y volvamos a lo principal -dijo Regato-. ¿Hay aquí gente de valor?

-Basta y sobra; pero si se quiere cosa mayor, con dar la voz en ciertos barrios se tendrá toda la gente que se quiera.

-Sr. D. Bruno, ¿se puede ir a donde se quiera?

-Al cabo del mundo. Digan hora y lugar y allá estaremos todos. No saldrá tan mal como la noche de los embajadores del Ruso y el Turco.

-Mañana... mañana... -dijo Regato meditando-. ¿Cuál será la mejor hora?

-Por la noche.

-No, por el día.

-A las doce del día -gritó el más decente de todos-. No se trata de ninguna traición, sino de una obra de justicia.

-¡Excelente idea! A las doce del día.

-Coram populo -murmuró Sarmiento.

-¡Botijos!, a las doce en punto.

-Y ahora -dijo Regato levantándose-, a prepararse. La cosa puede ser sencilla si el Gobierno deja a la Milicia en la guardia de la cárcel. Pero si pone tropa...

-Si se atreve a poner tropa, entonces...

-Que ponga tropa -gritó Pelumbres dando un puñetazo-, y se hará justicia a la tropa.

Eso es, justicia a la tropa.

Porque no es más que justicia.

-Esta noche hay otra vez Asamblea, señores -dijo Regato con misterio-. Mucho cuidado con los caballeros comuneros de corbatín almidonado y palabrejas cultas. Dirán, como esta noche, que estamos locos.

-¿Se guardará secreto?

-Hasta donde se pueda; pero hay que reclutar gente, mucha gente.

-¡A la Fortaleza, a la Fortaleza!

-En la Fortaleza hay espías y traidores que todo se lo cuentan al Gobierno.

-Si el Gobierno lo sabe, mejor -vociferó Pelumbres-. ¿Qué apostamos a que voy a Palacio y se lo digo yo mesmo al Rey?

Una carcajada general acogió estas palabras.

-Las cosas claras. Se va a hacer justicia. Yo lo digo a todo el que me quiera oír. ¡Muera Tamajón!

-¡Muera Tamajón! -repitieron todos menos Regato.

Este con voz apagada y razones conciliatorias quiso aplacar a sus amigos; pero estaban muy encariñados con la idea emitida por el dos veces gato, para dejársela quitar. Hay que pensarlo mucho antes de arrojar la piltrafa a esta especie de carnívoros; pero una vez arrojada, el que aspire a quitársela se expone a recibir un mordisco o arañazo. Así lo comprendió el fundador de la Comunería. Cuando los individuos de su alto Consejo salieron a la calle rumiando el sangriento manjar que les había puesto en la boca, el cobarde Regato se asustó un poco; pero aún tenía seguridades de no ser sospechoso, y entre Pelumbres y D. Bruno marchó resueltamente a la Asamblea, que aún estaba abierta.