El Grande Oriente/XXIII

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XXIII

Poco después de este suceso las Plazas fuertes y Salas de armas encerraban un partido en ebullición. Pasada la media noche la mayor parte de los comuneros sabían que estaba acordada para el día siguiente la muerte de Vinuesa. A la madrugada, sabíanlo también los masones por su bien servido espionaje, y conmovido el Grande Oriente ante amenaza tan audaz, deliberó con calor y afán tan importante asunto. Lo que allí se dijo verase a continuación.

Camarilla constitucional. Reuníase casi siempre en el Grande Oriente, con asistencia de muchos hombres que se tenían por lumbreras, de otros que realmente lo eran y de muchos que si carecían de soberbia o de mérito, cobraban buenos sueldos en las oficinas de Reino. En la Masonería había, según los datos más verosímiles, cincuenta y dos diputados. De los ministros, la mitad por lo menos cargaban el mandil. Pocos eran entonces los hombres notables, por su talento oratorio o por su pluma, que no doblasen la cerviz ante el misterio eleusiaco, y muchos que después han figurado en los partidos reaccionarios adoraron la Acacia. Tal fue el atractivo del Orden masónico, que aun se dice trataron con él clérigos no apóstatas y un general de franciscos que después fue arzobispo Para que nada faltase, los del Arte-Real vieron en las logias a un Infante, que recibió el nombre de Dracón, con la risible particularidad de que le llamaban Bracón. Un general muy célebre era designado Bruto II. Puede dudarse que el mismo Fernando VII recibiese salario masónico; pero no que los nombres más ilustres y respetables del presente siglo, los nombres de Argüelles, Calatrava, Quintana, San Miguel, Flores Estrada, Galiano y otros figuraron en las listas de Maestros, siendo probable que todos ellos fueran Sublimes perfectos.

La camarilla, en la hora que nos es permitido asistir a ella, estaba formada por seis individuos nada más, cuyos nombres, a excepción del de Campos, deben mantenerse en secreto. Si en el trascurso de la relación son conocidos, enhorabuena; pero no se culpe al novelador de haber manoseado nombres pertenecientes a personas de distinto valor, pero todas respetables, algunas de las cuales han respirado hasta hace poco... y quizás haya alguna que respire todavía.

Los de la camarilla se reunían en la logia, pero allí estaban familiarmente y sin ceremonias de rito, como clérigos en la sacristía. De los seis, cuatro eran diputados; y de estos, dos habían sido ministros y uno lo era en aquellos días. De los dos restantes, uno casi no era masón, hallándose en la categoría de durmiente, y el otro era Campos. Atención.

Tiene la palabra un joven de treinta y tres años, alto, elegante, fino, airoso. Sus modales y su vestido eran como su estilo, la corrección misma. Su rostro morenísimo y su gran boca dábanle aspecto de fealdad; pero tenía la belleza de la expresión y un claro sello de hidalguía y caballerosidad que cautivaba. Sus ojos eran negros y vivísimos, llenos de esa luz particular que indica poderosa erección de la fantasía; sus cabellos alborotados y fuertes, algo parecidos a los de Chateaubriand, rodeaban una espaciosa y limpia y celeste frente, emblema del privilegiado artista. Era su voz grave y persuasiva, y si su estilo carecía de arrebato, tenía en cambio la serenidad más simpática y un acento que subyugaba oídos y corazones.

-Nosotros -dijo señalando a su amigo que junto a él estaba-, estamos decididos a no asociar nuestro nombre a los errores que se están cometiendo. Amamos la libertad con delirio; pero aborrecemos los excesos del populacho y la ignominiosa licencia. Antes que empujar a la Nación por este carril que la precipitará en el abismo, nos retiraremos de la política, perderemos toda influencia, perderemos nuestro propio prestigio, y entonces la vergüenza de haber contribuido a este desorden nos servirá de expiación. No se nos oculta que el absolutismo volverá, y quizás pronto, si a tiempo no se pone mano en reparar el Reino que se desquicia; y el absolutismo vendrá porque las instituciones vigentes no ofrecen condiciones de vida saludable y duradera, porque carecen de fuerza para contener en límites razonables la iniciativa popular y son incapaces de fundar nada sólido. Que el Gobierno, sabedor de la inicua amenaza de los exaltados, evite que se consume un horrendo delito; haga entender a esa gente que su destino y misión no es todavía ni será en mucho tiempo dirigir la cosa pública; establezca el imperio de la razón, de la calma, del buen sentido, y entonces variaremos de opinión. Mientras esto no suceda, la división será completa, y si hoy permanece oculta por nuestra prudencia, mañana trascenderá a las Cortes, y de las Cortes a todo el país.

-Y se formará el partido anillero o de los amigos de la Constitución -dijo un viejo alto y flaco, nervioso y lleno de vivacidad, que respondía entre masones al nombre de Coriolano, y era célebre por un folleto contra los absolutistas y varios escritos de Economía política-. Esta nueva escuela será funesta. Tendremos al fin tantos partidos como hombres, y no habrá un solo individuo que se resigne a pensar como los demás.

-La Sociedad de los amigos de la Constitución -dijo el compañero del primer orador que junto a él se sentaba-, responde a la necesidad imperiosa de establecer un término medio entre las antiguas leyes, que viven encarnadas en el país, y los principios liberales. ¿Por qué no hemos de decirlo? Yo, por lo menos, tengo mi ideal en la Carta francesa, con las dos Cámaras y el voto absoluto.

Oyose un murmullo de desaprobación.

-Condenemos igualmente -dijo con gravedad el de los cabellos alborotados y la boca grande-, toda clase de reuniones como esta, que o sirven para fomentar el jacobinismo y ofrecer un secreto peligroso a las intrigas y a las ambiciones, o no sirven para nada.

-Estamos disputando sobre si nos hemos de dividir más todavía, mientras una cuestión palpitante, fundada en una alarma quizás falsa, reclama nuestra atención. Este asunto no tiene espera. Nos está llamando, y nosotros le volvemos la espalda para discutir sobre si debemos ponernos un anillo en el dedo o un triangulillo de latón en el ojal.

El que esto dijo era un hombre de más de cuarenta años, moreno como el anterior, de facciones bastas y gruesos labios. Su cuerpo era fuerte y algo pesado; carecía de soltura, gracia y flexibilidad; pero en cambio parecía poseedor de una gran energía. Lástima que esta energía, circunscrita al entendimiento y al estro poético, no trascendiese a la voluntad.

Completaban su persona cabeza admirable, abultada y lobulosa; ojos grandes y hermosos; una frente a la cual no faltaba sino el laurel para ser olímpica; expresión grave y tono sentencioso en la voz. Allí dentro le llamaban Pelayo.

-Es verdad, es verdad -dijeron los demás-. A la cuestión.

-Los comuneros han decidido sacrificar a D. Matías Vinuesa -manifestó Campos, que parecía secretario de la Junta.

-Causa horror el ver que estas atrocidades se cometan; pero causa más horror aún que se anuncien -afirmó el que oímos al principio de la sesión.

-Yo no lo creo -dijo el poeta-. Los que se ocupan en propagar alarmas han escogido esta para el día de mañana. Reconozco que el pueblo está irritado...

-Con razón -manifestó Coriolano-. La sentencia del juez es capaz de sublevar al pueblo más generoso. ¿Por qué se vocifera tanto contra el populacho, cuando sus excesos no son más que el rechazo, digámoslo así, de las osadías de los absolutistas? No, no está el mal en la canalla, que es honrada y generosa: no morirá la libertad en manos del pueblo, sino en manos de los que quieren establecer una transacción imposible con el despotismo.

Coriolano, que se había expresado con energía, miró a los dos anilleros. Estos callaban, aunque uno de ellos era gran retórico.

-No disculpo ni disculparé a los exaltados que protestan contra la sentencia del juez -dijo Pelayo con calor-, pero téngase presente que ha tiempo quedan impunes los mayores atentados y crímenes de los absolutistas. Dicen que Vinuesa es tonto; yo no lo creo. Su plan indica maquiavelismo, y por lo menos las intenciones de este clérigo han sido perversas. Ganar y corromper la tropa, sublevar al pueblo, sorprender a los principales diputados y a las primeras autoridades, sacrificarlas inmediatamente a la seguridad y a la venganza del partido conspirador y alzar sobre la sangre de aquellas víctimas el pendón de la tiranía y de la intolerancia; estos son los proyectos contenidos en los atroces papeles de Vinuesa. Convicto y aun confeso el miserable preso, no debe librarse de la suerte rigurosa a que se exponen siempre los que traman semejantes atentados contra la existencia de un Gobierno establecido. El juez que ha despachado esta causa ha dicho públicamente que cualquiera de los cargos que obraban contra el reo era capital, y que por consecuencia era imposible salvarle. ¿A qué este cambio repentino? ¿Por qué con tales antecedentes, Vinuesa no ha sido condenado más que a diez años de presidio? Semejante condescendencia ha llamado justamente la atención pública. Hasta se asegura que la Audiencia en vez de agravar la pena la suavizará más. Dícese que han mediado presentes a los cuales la integridad del juez ha resistido con nobleza y con honor; pero que después han intervenido ciertos recados imperiosos de Palacio, a cuyas fulminantes amenazas no ha podido sustraerse el magistrado, haciéndole blandear desgraciadamente en su fallo

-Siempre han de achacarse todos los yerros a la incorregible mano oculta -dijo con desabrimiento el retórico.

-¡Siempre se han de achacar al populacho!-exclamó colérico el que respondía al nombre de Coriolano-.La plebe es causa de todo. La Corte y el Rey no hacen más que rezar. Con tan admirable sistema de crítica, resulta infaliblemente que la Constitución es detestable y que debe convertirse en Carta.

-El populacho y la Corte -afirmó el retórico- son igualmente culpables. Pero si se encomienda al primero el castigo de la última, esta vencerá.

-Eso es lo que no sabemos -repuso con inquietud y cierta excitación el economista-. Por de pronto, tenemos que, según lo que acaba de decir nuestro discreto amigo, la irritación del pueblo contra Vinuesa y contra el juez Arias está justificada.

-Braman de cólera los genios impacientes -sostuvo Pelayo- al contemplar semejante impunidad, y hasta los más templados prevén y lloran las tristes consecuencias que necesariamente ha de producir... Pero no puedo creer que un partido popular haya acordado fría y villanamente el sacrificio del reo. Tanta bajeza es inverosímil.

-Es cierta -dijo Campos, que hasta entonces, reconociendo su inferioridad, había permanecido mudo-. La Asamblea comunera es un volcán que vomita sangre.

-Pero ¿no queda duda de que han acordado eso?

-No queda duda. Lo sé por los espías que tengo allí.

-Si el Gobierno se hace cómplice de iniquidad tan grande -dijo con honrada convicción el de los alborotados cabellos-, merece la execración del género humano.

Uno que hasta entonces no había pronunciado palabra adelantó su cuerpo hacia la mesa, tirando de la silla, y habló de este modo:

-No puedo callar después de lo que he oído. Se quiere que el Ministerio lo hago todo, y nadie le ayuda, nadie, señores, cuando tiene que defenderse contra la oposición de moderados y exaltados, y contra las conspiraciones de absolutistas y comuneros, que se dan la mano para trastornar al país. Pero el Gobierno no merecerá la execración del género humano. ¿Acaso es él quien ha alentado las conspiraciones de los serviles? Si ha habido cohecho en el asunto de la causa de Vinuesa, la venalidad estaba consumada antes del 4 de Marzo en que entramos nosotros. No podemos estar mudando jueces todos los días.

-No se trata de mudar jueces; se trata de impedir que una gavilla de asesinos deshonre la revolución.

-¡Patrañas! Señores, es preciso acostumbrarse a no ver asesinos en todas partes.

El que esto decía era un hombre casi anciano, masón, bastante listo y de mucha práctica en los negocios administrativos. ¿Por qué ocultar su nombre, que por sí se vela bastante con su propia oscuridad? Era don Mateo Valdemoro, ministro de la Gobernación. En la hora de la madrugada en que le vemos, quedábale sólo un día de poltrona.

-Yo creo que hay por lo menos exageración -dijo Pelayo.

-Aunque sea exageración, deben tomarse precauciones -indicó Campos.

-Pero, señores, es ridículo que por una alarma necia, llenemos las calles de artillería -indicó el ministro, creyendo que emitía una idea feliz-. Parecería una provocación, y lo que no es más que una alarma insignificante, podría trocarse en formidable motín. Nada me mortifica tanto como la idea, muy generalizada, de que el Gobierno simpatiza con Vinuesa, con el Abuelo y con los demás absolutistas presos.

-¿Entonces el plan del Gobierno es cruzarse de brazos y dejar hacer? -preguntó con severidad el literato.

-El Gobierno castigará los desmanes.

-¿Qué desmanes?

-Los que se cometan; pero no hará alarde de despotismo, no provocará al pueblo.

-Porque le tiene miedo.

-No tiene miedo, sino prudencia. La excitación que existe contra Vinuesa es natural y lógica. Si acuchillamos al pueblo, porque no simpatiza con los absolutistas, pasaremos por serviles, y nuestro lema es Constitución.

-Yo sigo creyendo que no habrá nada -dijo Pelayo, hombre que en su gran talento, tenía la más patriarcal buena fe-. Repito que el pueblo es bueno.

-Si no le instigaran los tunantes...

-Es más -añadió el ministro-. Si acuchillamos al pueblo, daremos un gustazo a la Corte, Vinuesa estará libre dentro de dos meses, y las cárceles llenas de liberales.

-Pues ahorquen ustedes a Vinuesa -dijo con la mayor viveza el retórico-. Esto sería lógico. Lo absurdo es absolverle y permitir las horribles venganzas del populacho.

-Siempre el populacho... es decir, el gato -indicó Coriolano.

-Si ahorcamos a Vinuesa, exacerbaremos a los serviles y a la Corte -dijo el ministro en tono de perspicacia-. Prudencia por un lado y por otro, es lo que conviene. ¿No es sistema de ustedes contemporizar con todos?

El de los erizados pelos, es decir el retórico o el literato, a quien esta pregunta se dirigía, estuvo un momento sin saber qué contestar.

-Sí, contemporizar -repuso al fin-, establecer un equilibrio perfecto, dando la mano a unos y a otros; pero no a los infames, no a los asesinos.

-Estamos juzgando un suceso que no ha pasado todavía ni pasará probablemente -dijo Pelayo-. ¿A qué hablar de asesinos? Yo defiendo y defenderé siempre al pueblo. Si alguna vez asesina, hácelo con el puñal que le entregan los de arriba.

-Sea de oro, sea de hierro, lo que importa es que no haya puñal -objetó el retórico-. En una palabra, señores, estamos reunidos para acordar si se debe impulsar al Gobierno a tomar una medida enérgica.

-¡Una provocación!... Yo opino como el ministro -manifestó Pelayo-. El pueblo es bueno, es generoso; pero no debe ser provocado.

-Pues preparémonos a que sea nuestro dueño -dijo el que había demostrado más seso-. Señores -añadió levantándose-, mi compañero y yo nos retiramos para no volver más aquí.

El viejo economista tiró al retórico de los faldones de su levita, diciéndole con buen humor:

-Señor cartista: no nos deje usted tan despiadadamente. Somos amigos y zanjaremos nuestras diferencias de familia. Discutamos.

-Me parece que se ha discutido bastante. ¿No ha llegado aún la ocasión de hacer algo?

Aquel hombre que tan bien se expresaba, demostrando tener en su espíritu el instinto de la eficacia política, era de voluntad flaca, como los demás. La sensatez de sus ideas era un fenómeno comprendido dentro de la serena esfera de las aptitudes literarias, y al expresarse con tanta cordura, hablaba su talento, no esa facultad prodigiosa en que se confunden perspicacia y acción, conformando al hombre político. La misma perplejidad que tanto combatía le contaminó cuando fue ministro. Amaba la Carta; pero cuando pudo ocuparse de ella con éxito, pensaba demasiado en la de Horacio a los Pisones.

-Todo puede arreglarse -dijo Pelayo-. Por sí o por no, y aunque hay en esto mucho de ponderación, creo que se debe quitar la guardia de milicianos que está en la cárcel de la Corona, y reemplazarla con tropa de línea.

-Eso me parece una necesidad imperiosa -añadió Campos, atreviéndose, contra su costumbre, a algo más que callar y tomar lo que le dieran.

-Al menos eso probaría cierta prudencia en el Gobierno -dijo el de la Carta deteniéndose, mas sin volver a sentarse.

-No, la verdadera prudencia -objetó Valdemoro-, consiste en no poner ni quitar ninguna guardia, porque eso sería origen de sospechas, hablillas, escándalos y seguramente de disturbios graves.

-Adiós, señores -dijo el simpático y cortés joven de treinta y tres años.

-Mudar la guardia me parece una provocación -repitió el ministro consultando fríamente el rostro de los tres que a su lado quedaban.

Ninguno dijo nada.

-Si se hace con maña y habilidad -dijo Pelayo-, quizás no.

-Señores -manifestó el ministro con la inquietud propia del que se ve abrumado de responsabilidad-. Es muy fácil resolver todas esas cuestiones fuera del Gobierno, y cuando uno se mete tranquilamente en su casa sin dar cuenta a Dios ni al Diablo de lo que hace. Ustedes hablan, como los libros, un lenguaje discreto; pero la práctica, señores, la práctica es cosa muy distinta. ¡Mudar una guardia! Parece la cosa más sencilla del mundo dicho así, como si se tratara de mudarse una camisa; pero los que estamos dentro del Gobierno vemos las cosas de su tamaño. Repito que mudar mañana la guardia es pegar fuego a una hoguera. El Gobierno trabajará; el Gobierno tiene algunas influencias en las clases populares; aún puede contar con algunos comuneros que le sirven... No pasará nada, respondo de que no pasará nada.

-Mi compañero y yo -dijo el retórico dispuesto a retirarse definitivamente-, apreciamos la buena voluntad del Gobierno; creemos que sus intenciones no pueden ser mejores; pero no podemos seguir asintiendo en esta junta secreta a los actos de debilidad y a la indeterminación que caracteriza a la política presente. En las Cortes evitaremos todo lo posible la escisión, pero nuestra conciencia nos impide continuar aquí. Está probado que la Sociedad a que hemos pertenecido estorba toda política formal, y es un aliciente para las ambiciones, para los disturbios populares, y aun para las sediciones del ejército. Hace tiempo que deseamos la ruptura; hoy se nos presenta una ocasión y la aprovechamos. Gobiernen ustedes en armonía misteriosa con los manejos de la Corte, porque las dos políticas contrarias que bajo tierra y en la oscuridad funcionan luchando, se acuerdan en una cosa, en hacer polvo y ruinas de la grandeza y poderío del Reino. Inspiren ustedes al Gobierno y a las Cortes, dominándoles por medio de la amenazadora extensión de estas Sociedades, y haciéndose pagar su protección con los destinos, las fajas, las mitras, las cruces que aquí se reparten. Yo renuncio a los beneficios y a la responsabilidad de esta labor oscura y funesta. Adiós, amigos míos; la diferencia de opiniones no entibia la amistad de toda la vida, la amistad de Cádiz en los días de gloria, la amistad del Peñón de la Gomera en los días terribles. ¡Quiera Dios que no volvamos a abrazarnos en los presidios de África!

Dicho esto se retiraron. ¡Ay! Desgraciadamente para España, en aquellos hombres no había más que talento y honradez; el talento de pensar discretamente y la honradez que consiste en no engañar a nadie. Faltábales esa inspiración vigorosa de la voluntad, que es la potente fuerza creadora de los grandes actos. Los que salían, a pesar de su sensato hablar, eran tan niños como los que se quedaban en el Grande Oriente. Entre todos juntos y fundiéndolos a todos, a pesar de la aptitud versificante y poética de algunos, no se habría podido obtener el brazo izquierdo de un Bonaparte, ni de un Cisneros, ni de un Washington, ni siquiera de un Cromwell o un Robespierre. ¡Extraña ineptitud ocasionada por la servidumbre! En la uña del dedo meñique de una mujer, Isabel la Católica, había más energía política, más potencia gobernadora que en todos los poetas, economistas, oradores, periodistas, abogados y retóricos españoles del siglo XIX.

¿Qué resolvió el Grande Oriente, después de la escisión? Cosas graves. Mudar algunos mandos militares, negar dos canonjías, recomendar a los pueblos la elección de dos diputados masones, adjudicar tres subastas, escribir las bases de una transacción contra los comuneros, leer algunas cartas que hablaban de conspiración, enterarse de las confidencias hechas por empleados de Palacio, subvencionar un periódico, adjudicar trece destinos a otros tantos masones, dar una pensión a la viuda de un perseguido a causa del Sistema, echar tierra sobre un expediente de contrabando, etc.

¿Cuál de las dos camarillas es más responsable ante la historia, la del populacho o la de los hombres leídos? No es fácil contestar. La primera, en medio de su barbarie, había resuelto algo en el asunto del día; la segunda, a pesar de su ilustración, no había resuelto nada.