Ir al contenido

El Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza: 02

De Wikisource, la biblioteca libre.

II
El Miércoles de Ceniza


Suena cercano el monótono clamor de una modesta campana que llama a los fieles a la ceremonia religiosa que va a empezar en el templo. Cruzan desapercibidas por delante de sus puertas las bulliciosas parejas, los elegantes carruajes, sin que apenas ninguno de aquellos dichosos mortales se dignen parar un instante su imaginación en el saludable aviso envuelto en el sonido de aquella campana... Alguno, sin embargo, o más dichoso o más prudente, recoge animoso su inspiración, y deseoso de aprovecharla, pisa los sagrados umbrales, y entra en el templo en el momento mismo en que va a principiarse la sagrada ceremonia...

¡Qué apacible tranquilidad, qué solemne reposo bajo aquellas santas y encumbradas bóvedas! ¡Qué misterioso silencio en la piadosa concurrencia! ¡Qué noble sencillez en el sacrificio santo! ¡Qué contraste, en fin, sublime y majestuoso, con el cansado bullicio, con el mentido aparato de la mansión de la locura!... Los fieles concurrentes no son muchos en verdad; pero tampoco el templo se halla tan desocupado como era de temer de las escenas de la pasada noche... Refléjase en los semblantes ya la tranquilidad de una conciencia pura, ya la tregua religiosa de un profundo dolor; ora la rápida luz de una esperanza; ora la animada expresión de un ardiente y noble deseo...

¡Vosotros, pintores apasionados de las debilidades humanas, pretendidos moralistas modernos, novelistas y dramaturgos, escritores de conveniencia, que os atrevéis a fulminar el dardo envenenado de vuestra pluma contra la sociedad entera pretendiendo negar hasta la existencia de la virtud...! ¿La habéis buscado acaso en el sagrado recinto de la religión; en el modesto hogar del tierno padre de familias; en el taller del artesano; en el lecho hospitalario del infeliz? ¿O acaso desdeñando indiferentes estos cuadros, reflejáis sólo en vuestra imaginación y vuestras obras, los que os presentan vuestros dorados salones, vuestros impúdicos gabinetes, vuestras inmundas orgías, vuestros embriagantes cafés?... ¿Y pretendéis ser pintores de la naturaleza, cuando sólo la contempláis por su aspecto repugnante?... ¿Creéis conocer al hombre, cuando sólo pintáis sus excepciones? ¿Os atrevéis a retratar a la sociedad, cuando sólo hacéis vuestros retratos o el de vuestros semejantes? Temeridad, por cierto, sería la de aquel que pretendiera juzgar de la impureza de las aguas de un majestuoso río, por las escorias y el légamo que sobrenadan en su superficie, sin reparar que allá en el fondo de su lecho, y entre las menudas arenas, corre tranquilo y gusta de permanecer escondido lo más puro y limpio de su raudal.

Concluido el santo sacrificio, el sacerdote baja las gradas del altar, y pronunciando las sublimes palabras del rito, va imprimiendo en todas las frentes la señal del polvo en que algún día han de ser convertidas. Ni un suspiro, ni una lágrima, aparecen a tan fúnebre aviso en aquellos semblantes, en que sólo se ven retratadas la conformidad y la esperanza; y tan apacible alegría, contraste sublime con la triste señal, sin duda sorprendería a aquel desgraciado que no siente en su pecho el bálsamo consolador de la religión.

Entre los varios grupos interesantes que se ofrecen a la vista por todo el templo, uno sobre todos llama la atención en este momento... Un venerable anciano, cuya blanca cabellera se confunde naturalmente con la mancha de la ceniza que lleva en la frente, trabaja y se afana ayudado de su muleta, para incorporarse y ponerse en pie... Sus débiles esfuerzos serían insuficientes si no contase con otro auxiliar más poderoso... Una figura angelical de mujer, en cuyas hermosas facciones se pinta toda la pureza de un corazón tierno e inocente, corre a sostener al impedido, y confundir sus blanquísimas manos con las secas y arrugadas del anciano. Mírala éste lleno de gratitud, y sus lágrimas de ternura parecen dar nuevas fuerzas a la tierna criatura, que prestando sus débiles hombros al pobre viejo, le conduce lentamente hasta la puerta del templo entregándole al mismo tiempo una moneda, única que en su bolsillo existe...

Aquella joven era su hija, aquella moneda el premio mezquino del trabajo de su costura en toda la noche anterior... ¡Y aquella noche había sido la noche última del Carnaval!... Y los alegres libertinos que regresaban de los bailes, al pasar por la puerta del templo, y viendo salir de él a aquella modesta beldad, se detienen un momento sorprendidos de su hermosura, y calmadas sus risas por un involuntario respeto, míranse mutuamente prorrumpiendo en esta exclamación: «¡Qué diablos! ¡y creíamos que habían estado en el baile todas las hermosas de Madrid!»