El Martes de Carnaval y el Miércoles de Ceniza: 03
II
El entierro de la sardina
El entierro de la sardina
Hay una calle en alguno de los barrios meridionales de esta corte, que encierra en su breve recinto más aventuras que un drama moderno, y más procesos que el archivo de la Audiencia. Esta calle, conocida harto bien de la policía civil, descuidada demasiado por la urbana, cuenta entre sus moradores cantidad considerable de profesores industriales y manufactureros, modestos paladines, músicos guitarristas, cantadores en falsete, matronas benéficas, doncellas re-catadas, viajeros berberiscos, viejas mitradas, mozos despiertos, maridos dormidos, y muchachos del común.
No sabré decir a cuántos grados longitudinales se extiende el dominio e influjo de la tal calle; pero bien podremos considerarla como centro y emporio del Madrid meridional, que se dilata (según la opinión de los más acreditados geógrafos), desde las Vistillas de San Francisco a la iglesia de San Lorenzo, comprendiendo en su extenso dominio multitud de pequeños estados más o menos independientes o feudatarios, en que varían también las leyes, usos y costumbres de sus respectivos moradores.
Ahora, pues, no es del caso fijar la estadística, ni hacer el deslinde de tan considerable agrupación de pueblos; y bastará para nuestro propósito suponernos llegados al punto capital (la calle ya referida), en la mañana del Miércoles de Ceniza del año de gracia de mil ochocientos treinta y nueve.
De contado, podemos asegurar que a la hora que corre, duerme y descansa de sus fatigas de la pasada noche el Madrid-Norte y Centro-Madrid, pero vela y pestañea en toda su actividad el Madrid-Sur; a la manera de aquel gigante de que nos habla Homero que mientras dormía con la mitad de sus ojos, velaba con la otra mitad. A este Madrid, pues, agitado y bullicioso, a este ojo del gigante despierto y animado, es adonde hoy dirigimos nuestro rumbo, al través de los vientos y a bordo de un menguado y azaroso calesín.
Fuerte cosa es que la maldita política, que todo lo invade (menos mi pluma), nos vaya empobreciendo continuamente el diccionario, o como decía el médico Bartolo, secuestrando la facultad de hablar. Si no fuera por ello, no hubiera salido la voz programa de sus modestos límites, de simple anuncio, o según la define el diccionario de la Academia «el tema que se da para un discurso o cuadro».
Pudiera yo entonces a mansalva usar aquí de esta voz, sin riesgo de alusiones de ninguna especie; mas ya que la fuerza de los usos contemporáneos nos traigan a término que sean necesarias estas continuas salvedades en el lenguaje común, debo decir en descargo de mi conciencia, que aquí sólo trato de un anuncio, o vademécum que me entregó el calesero a tiempo de darnos a la vela, y en menguado papel asqueroso y mugriento, y con trazos de pluma un sí es no es inexperta y vacilante decía:
Porgama de la solene junción y estupenda asonaa que a e celebrarse el miércoles de ceniza de esta corte, como es uso y de-bota costumbre en toa la cristiandá de estos barrios, saliendo la procisión den ca el tío Chispas el taernero, crofade mayor de la sardina con el intierro de este animal y too lo demás que aquí se relata.
Dejo sospechar al piadoso lector lo grato que para un asistente al espectáculo había de ser encontrarse a dos por tres formulado el espectáculo mismo, y tener en la mano sin ulteriores explicaciones la clave de aquella cifra. Seríalo empero todavía para muchos de mis lectores, si me contentase con estampar aquí punto por coma (o por mejor decir, sin unos y sin otras, porque de ambos carecía) el tal programa; pero en cumplimiento de mi propósito y para edificación del auditorio, habré de trasladarlo del idioma de Germania al común castellano; de los límites de letra muerta al animado espectáculo de cuadro en acción.
Esto supuesto, y supuestos también los oyentes en el punto término necesario para disfrutar de tan halagüeña vista, procederemos en la descripción por el orden siguiente.
Rompían la marcha bailando hacia atrás y abriendo paso con sendas estacas y carretillas disparadas a los pies de las viejas, hasta una docena de docenas de pícaros en agraz, fruta temprana y de grandes esperanzas, en quienes la elocuencia del foro funda su futura causa de gloria, y los caminos y canales su inmediata prosperidad.
Seguían en pos otros ciento o doscientos mozallones, ya más cariacontecidos y con diversos disfraces, cuáles de ruedos y esteras en forma de monaguillos; cuáles con cabezas postizas de carneros (figurando ir disfrazados); cuáles de encorozados y penitentes; cuáles de berberiscos y soldados romanos.
Entonaban los unos un cántico endiablado no sujeta su letra a ningún diccionario, ni su música a ningún diapasón; mojaban los otros sendos escobones en calderos de vino con que hacían un profundo asperges en la devota concurrencia, y retozaban bestialmente los de más allá disparando al aire sendos garrotazos, manotadas y pescozones. Amenizaban el conjunto de este grato episodio cuatro o seis gatazos negros atados por la cola o por las patas en la punta de un palo y enarbolados en alto a guisa de pendones; cinco docenas de esquilones de todos tamaños, movidos por robustos puños y en pugna con otros tantos collarines de campanillas y cascabeles puestos igualmente en palos o en los pacientes cuellos de los hermanos de la cofradía de San Marcos, que en unión con la otra de la Sardina celebraba igualmente tan estupenda función.
Descollaba después un gran coro de vírgenes desenvueltas, de sonrosadas mejillas, ojos rasgados, nariz chata, labio retorcido, cesto de trenzas, mantilla al hombro, brazos en jarras y colorado guardapiés. Estas tales con aventadores de esparto dirigían sus expresivos saludos a una y otra fila de concurrentes; mascaban higos o mondaban naranjas, y arrojaban las cáscaras a las narices del más inmediato; bailaban y se pinchaban con alfileres, o repicaban las castañuelas y cantaban el ¡ay, ay, ay!
Seguían luego los maestros de la ceremonia; caras rugosas y monumentales; páginas elocuentes de la humana depravación; pliego de aleluyas de la vida del hombre malo, fac simile de los caprichos de Alenza; y original, en fin, de los sainetes de Cruz.
Allí, como si dijéramos, se hallaba el núcleo del drama, el primer término del cuadro, el fondo de la cuestión principal. Allí el tío Chispas, director de la escena, ostentaba su grande inteligencia ante los taimados ojos de la Chusca, moza de siete cuartas, aventurada y resuelta, con más desenfado de acción que un molino de viento, y más sal en el cuerpo que la montaña de Cardona. Allí Juanillo (alias Vinagre) con un pañuelo en la cabeza y una manta pendiente del hombro, miraba a entrambos con ojos amenazadores, y su feroz expresión y su atezado rostro, ofrecían un fiel trasunto del celoso amante de Desdémona. Otros grupos más o menos interesantes retrataban todos los grados posibles del amor carnal, desde la primera mirada incentiva, hasta el último desdeñoso puntapié. Allí, en fin, los maridos de aquellas deidades, último término del cuadro, formaban una gruesa falange, y seguían apresurados el trote de los delanteros, todos revueltos, mansos y bravíos, como en el camino de Abroñigal.
Sostenida en hombros de los más autorizados, y en un grotesco ataúd, se elevaba una figura bamboche formada de paja y con vestido completo, el cual pelele era una vera efigies por su traje y hasta sus facciones del señor Marcos, marido y conjunta persona de la Chusca, a cuya ventana había estado expuesto de cuerpo presente en los tres días de carnes-tolendas; ofrenda dirigida por sus propias manos en obsequio del faraute de la fiesta, su predilecto y osado Chirlo, y emblema harto claro para él y para los circunstantes, y únicamente mudo para el cándido original de aquella ingeniosa mistificación.
En la boca del pelele, y casi sin que nadie lo echase de ver, una mísera sardina iba destinada a la fatal huesa, sucediendo en esta fiesta como en otras más importantes en que la multitud de accesorios cubren y hacen olvidar el objeto principal.
Precedían, seguían, o esperaban a tan regia comitiva en todos los puntos de la fiesta, diversos Coros o estaciones, por lo regular delante de los puestos de licores o de las calderas de buñuelos, en estos términos.
Las que envuelven cigarros en la fábrica del Portillo de Embajadores.
Las que pasean entre dos luces desde la Red de San Luis a la plazuela de Santa Ana, dedicadas al comercio por menor.
Las que hacían de Madre España, y de Virtudes teologales, y de Diosas del Olimpo en las funciones de la Jura.
Las que venden rábanos en verano, o avellanas en feria, o naranjas en primavera, o castañas en invierno.
Las que vinieron de su pueblo a servir a un amo, y acabó su humildad por servir a muchos, barro frágil de Alcorcón, sujeto a golpes y quebraduras.
Todos los que asisten al encierro del domingo; los que pueblan la cuerda de la plaza, los que venden bollos o truecan por vino agua de naranja o café.
Los que hicieron el paseo de Recoletos, o prestaron iguales servicios al Estado en puentes y calzadas.
Los que forman las diversas comisiones de industria de esta capital; comisión de pañuelos; comisión de relojes; comisión de cuarenta horas; comisión de posadas y forasteros.
Los que juegan a la barra en las tapias de Chamberí, o cantan amores a las ninfas del Manzanares, o cobran el barato en la Virgen del Puerto, o venden caballos en el portillo de Lavapiés.
Todos los estropeados de los ojos o piernas, que los tienen buenos para huir de San Bernardino, o los que rascan guitarras a las puertas del jubileo, o sanan de sus accidentes epilépticos a la vista de un alguacil.
Todos los que venden fósforos y libritos de papel en la Puerta del Sol y sus adyacentes.
Los que cargan arena en los altos de San Isidro, o juegan a las aleluyas en la pradera de los Guardias.
Los que arrojan carretillas o garbanzos de pega a las faldas de las mujeres, o apalean los perros, o cogen la fruta de los puestos y echan a correr.
Los que vocean por las calles «el papel que ha salido nuevo», o acompañan a los héroes en sus triunfos y a los reos en su suplicio; órganos destemplados de la pública opinión, fuelles del aura popular.
Todas estas y otras muchas clases que sería harto prolijo enumerar, alternaban confusamente con los enjaezados caballos, las campanillentas calesas, los perros aulladores, máscaras espantosas, fuegos y petardos disparados al viento.
En tan amable desorden y con la progresión que es consiguiente al continuo trasiego del mosto desde las botas a los estómagos, descendió la imponente comitiva hacia la puente toledana, siguiendo a lo largo por las frondosas orillas del Canal, y dándosele una higa, así de la elegante capital que dejaba a la espalda, como del fúnebre cementerio que miraba a su frente.
La burlesca y profana parodia se verificó en fin con toda solemnidad; ni se economizaron los cánticos burlescos, ni las religiosas ceremonias; el mísero pececillo quedó sepultado, cerca del tercer molino, en una profunda huesa y dentro de una caja de turrón; el pelele tío Marcos ardió ostentosamente encima de una elevada pira; y creciendo con las sombras de la noche el bullicio y la embriaguez, agitáronse más y más los ánimos, callaron las lenguas, hablaron los garrotes, y para que nada faltase a la propiedad de aquellas profanas exequias, diversos combatientes a la luz de las llamas se entregaban mutuamente a la más encarnizada pelea...
A la mañana siguiente la gente se agrupaba a mirar por la reja que hay debajo de la escalerilla del hospital... Dos cadáveres mutilados y desconocidos, expuestos hasta que algún pasajero pudiese declarar sus nombres y la causa de su muerte... ¡Sus nombres!... ¡la causa de su muerte!... la Chusca lo sabía; y todo el barrio, menos el tío Marcos, los adivinó.