El Mayor Imposible/Acto II

De Wikisource, la biblioteca libre.
Acto I
El Mayor Imposible
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

Salen la REINA y LISARDO.
REINA:

  Ya de tu parte no ofenden,
Lisardo, tu voluntad,
si el principio es la amistad
de los hechos que se emprenden.
  Lo más tienes hecho en fin,
bien te puedes prometer
del principio, que ha de ser
alegre y dichoso fin;
  muéstrame el retrato.

LISARDO:

Aquí
viene, señora, el retrato.

REINA:

No ha sido el pincel ingrato.

LISARDO:

Ni yo al dueño.

REINA:

¿Cómo ansí?

LISARDO:

  De burlas pensé querer,
de veras la quiero ya.
 

REINA:

¿Búrlaste?

LISARDO:

Presente está
quien lo debe de saber;
  pregunta aqueste retrato
si merece esta belleza.

REINA:

 [amor] la mayor tibieza
enciende, Lisardo, el trato.

LISARDO:

  No hay cosa más de temer.

REINA:

Si solo de ser tratada
una hermosura pintada,
tal efecto puede hacer,
  tema, Lisardo, la viva,
el que comienza burlando,
que el amor más dulce y blando
tiene el alma vengativa.
  Pero a ti te está muy bien,
pues agradecen tu amor,
y a mí, Lisardo, mejor.
Para entretener, también,
  tan cansada enfermedad,
rindamos [aq]ueste necio,
que ha puesto en tanto desprecio
nuestro ingenio y libertad.
  Conozca que la mujer
es un vaso de cristal,
para el bien y para el mal.
 

LISARDO:

Sí, porque puede tener
  licor precioso y veneno.

RAMÓN:

(A REINA.)
Mire qué mal la guardó.
No, Lisardo, porque yo
darte el retrato condeno;
  mas, porque sepa Roberto
que es guardar, si tiene amor
una mujer, el mayor
imposible.

LISARDO:

Este concierto
  que habemos hecho, adivina,
y aunque he comenzado bien
[... -én]
a pagar mi amor, se inclina.
  Temo que adelante sea
más cuidadoso que agora,
que en el aviso, señora,
mal el engaño se emplea.
  Si bien de aqueste criado,
gran confianza he tenido,
pues sobre ser atrevido,
tiene un ingenio estremado.
  Con este norte navego.
 

REINA:

¿Tanto sabe?

LISARDO:

Es de manera
que, en Troya, otra vez pudiera
meter el caballo griego.

REINA:

  ¿Podrele ver?

LISARDO:

No es persona
digna de tus ojos.

REINA:

Quiero
verle, y hablarle.

LISARDO:

¡Rugero!

(Sale un PAJE.)
PAJE:

¿Señor?

LISARDO:

Advierte, y perdona,
  que es hombre vil.

REINA:

Ya lo entiendo.
 

LISARDO:

Llama a Ramón.

PAJE:

Voy por él.

REINA:

Tratemos los dos con él
el engaño que pretendo,
  que no puede resultar
daño de mi información.
Y mientras viene Ramón,
Lisardo, te quiero dar
  esta carta de mi esposo,
si es que mi esposo ha de ser
Alfonso.

LISARDO:

No hay que temer
en concierto tan dichoso
  más de aquella dilación
que causa tu enfermedad,
mas mira la brevedad
con que ha venido Ramón.

REINA:

  Pues allá podrás, despacio,
leer la carta mejor.
 

(RAMÓN y el PAJE.)
RAMÓN:

¡A mí la Reina!

PAJE:

Tu humor
corre hasta el mar de palacio,
  mas ya con su Alteza estás.

LISARDO:

Aguarda, Rugero, afuera.

REINA:

¿Sois vós Ramón?

RAMÓN:

¿Quién pudiera
ser, sino yo?

REINA:

Llegaos más,
  mucho me huelgo de veros.

RAMÓN:

¿Qué jardín, o qué edificio
soy yo?

REINA:

El mayor artificio,
desde los siglos primeros
  de la gran naturaleza,
fue el ingenio, y el más digno
de estimación.
 

RAMÓN:

Soy indigno
del favor de Vuestra Alteza,
  mas tal vez Isopo fue,
al filósofo su dueño,
de provecho; y un pequeño
ramo levantar se ve,
  sobre un muro, si él le ayuda.

REINA:

Grande artificio tuviste.
Notable principio diste
a empresa de tanta duda.
  Lisardo me lo ha contado;
el retrato tengo aquí.

RAMÓN:

Principio a esta empresa di,
con pecho determinado;
  lo demás haga, señora,
la fortuna.

REINA:

Tú has de ser
la fortuna.

RAMÓN:

Si he de hacer
algo en tu servicio agora,
  adviérteme, que aquí estoy.
 

REINA:

Rendir aquesta mujer,
hasta que lo venga a ser
de Lisardo.

RAMÓN:

Yo te doy
  palabra, que si estuviera
en su casa...

REINA:

Y no podrías
entrar por algunos días
en ella.

RAMÓN:

Yo bien pudiera,
  con una cierta invención,
donde no solo la hablara;
mas para Lisardo hallara
puerta, lugar y ocasión,
  mas es muy dificultoso.

REINA:

Dila, a ver.
 

RAMÓN:

Este Roberto
está tan desvanecido
de que tiene parentesco
con el famoso Almirante
de Aragón, el casamiento
que tratas con don Alonso,
ya de Castilla heredero,
ha hecho comunicarse
con mas amor estos reinos,
Si me diesen seis caballos
de España, a fingir me atrevo,
con otros tantos crïados
que los llevasen del diestro,
que de España los envía
el Almirante a Roberto.
Haré que digan las cartas
que, porque noticia tengo
del modo de su crianza,
me manda quedar con ellos.
Si quedo en casa, señora,
como lo tengo por cierto,
yo daré puerta a Lisardo.
 

REINA:

¡Qué notable fingimiento!
Haz prevenir seis caballos.

RAMÓN:

Manda que vengan cubiertos
de ricas mantas.

LISARDO:

La firma
del Almirante, que tengo
en cartas suyas,
será fácil, a lo que yo creo
de contrahacer.

RAMÓN:

¿Eso dudas?
Con lo poco que yo entiendo,
te la pintaré de molde.

REINA:

Si sales con este enredo,
seis mil escudos te mando.

RAMÓN:

Seis mil años el gobierno
de Nápoles y Aragón
tengas, y de Alfonso el bueno,
tantos hijos de los hijos,
tantos nietos de los nietos,
tantos biznietos, que lleguen
tus choznos al Sacro Imperio
de Roma y Constantinopla.
 

REINA:

De médico, darte quiero
salario, que mis cuartanas
no tienen remedio en ellos,
y de ti esperan salud,
pues contigo me entretengo.

RAMÓN:

Si yo soy médico tuyo,
dos higas para Galeno,
seis para Avicena y diez
para Hipócrates.

(Vase la REINA.)
LISARDO:

Yo pienso,
Ramón, que también mi amor
tendrá remedio en tu ingenio.

RAMÓN:

Dame el pulso.

LISARDO:

Estoy perdido.

RAMÓN:

Sangrarte mañana quiero,
de aquestas desconfianzas;
que en purgándote de celos,
quedarás como un halcón.
 

LISARDO:

Muero de amor.

RAMÓN:

Y yo, muero
de amor, de seis mil ducados.

LISARDO:

¡Ay!, que burlando y riendo,
suele amor salir llorando.

RAMÓN:

Yo quemaré mis enredos,
si se escapare mujer
de los tiros del dinero.

(Vanse.)
(Sale[n] CELIA y DIANA.)
CELIA:

  ¿Que te halló el retrato?

DIANA:

Sí,
de que estoy perdiendo el seso.

CELIA:

Que ha destruido, confieso,
tus intentos.
 

DIANA:

¡Ay de mí!
  Pero no piense mi hermano,
tan fácilmente, vencer
un ingenio de mujer,
porque es pensamiento vano.
  Que antes el número incierto
dirá de su arena el mar,
y al cielo podrá contar
todas sus luces Roberto,
  a los árboles, las ramas,
y a las ramas, verdes hojas,
a quien ama, las congojas,
y al fuego sus vivas llamas,
  que impida el aventurarme
a ser mujer de Lisardo,
porque si yo no me guardo,
¿quién puede, Celia, guardarme?

CELIA:

  ¿Pues qué remedio ha de haber,
si su retrato te halló?

DIANA:

¿Y para qué quiero yo
el ingenio de mujer?
 

CELIA:

  Si le halló en la almohada
de tu cama, ¿le podrás
negar, señora, que estás
de Lisardo enamorada?

DIANA:

  Sí, que al instante escribí
a un criado de Lisardo,
el remedio que ya aguardo.

CELIA:

¿Remedio?

DIANA:

Digo que sí,
  y que ha de quedar mi hermano,
desengañado y contento.

CELIA:

Sin duda, tu entendimiento
excede al límite humano.
  Él viene.

DIANA:

Y con él, Fulgencio.

(Vanse.)

 

(Sale[n] ROBERTO y FULGENCIO.)
ROBERTO:

Mi daño se declaró.

FULGENCIO:

Nunca el honor se perdió
a la sombra del silencio.

ROBERTO:

  En la cama de mi hermana,
un retrato de Lisardo;
¡cómo en matar me acobardo,
mujer tan loca y liviana!

FULGENCIO:

  ¿Qué más pudieras decir,
si al mismo Lisardo hallaras?

ROBERTO:

Pues Fulgencio, ¡en qué reparas,
siendo tan justo inferir
  el deshonor que recibo!,
pues si en su cama he hallado
hoy a Lisardo pintado,
mañana le hallaré vivo.

FULGENCIO:

  No fue la dificultad,
donde el honor se asegura,
guardarle de una pintura.
 

ROBERTO:

¿Pues de quién?

FULGENCIO:

De la verdad.

ROBERTO:

  Todo es justo que me asombre,
y advierte en su falso trato
que por donde entró un retrato,
podrá entrar después un hombre.
  ¡Qué bien mi casa guardaste,
qué bien la fié de ti!

FULGENCIO:

Échame la culpa a mí
de lo que no me mandaste.
  Tu casa es cosa muy llana,
que cuidadoso guardé,
pero no te aseguré
la voluntad de tu hermana.
  ¿Cómo puedo yo guardar
una tan libre potencia,
ni a un alma hacer resistencia,
para que no pueda amar?
  ¿Qué hombre has hallado aquí?
 

ROBERTO:

Si mi casa se guardara,
ni aun este retrato entrara,
y más a donde hoy le vi.
¿Por dónde entro?

FULGENCIO:

  Yo que sé.
En las ciudades cercadas
de almenas, lanzas y espadas,
entrar un pliego se ve,
  tirado con una flecha.
Con flecha le tirarían
ese retrato.

ROBERTO:

Sí harían,
pues fue a la cama derecha.
  Pues vive Dios, que a tener
sangre.

FULGENCIO:

Di alguna quimera.

ROBERTO:

Que el retrato, la vertiera.

FULGENCIO:

¿Es tu hermana tu mujer?
 

ROBERTO:

  Vilísimos hombres son
hermanos, padres, parientes
que sufren.

FULGENCIO:

No los afrentes
con tu mala condición.

ROBERTO:

  Que sufren tales agravios
porque en llegando a marido...
Me taparé los oídos
y me tapare los labios.

(Sale DIANA a escuchar.)
DIANA:

  ¿Has dicho ya cuanto sabes?

ROBERTO:

¿Tú estás aquí?

DIANA:

Y estoy aquí.

ROBERTO:

Desdichado soy.
[... -í]

DIANA:

No suelen los hombres graves
  hablar de su honor ansí.
 

ROBERTO:

¿Pues cómo?

DIANA:

Con más cordura,
porque es vidrio y se aventura,
ya entiendes.

ROBERTO:

Si es vidrio en ti,
  yo le doy por ya quebrado.

DIANA:

Yo no, que Celia me dio
este retrato que halló,
y que en mi cama es hallado,
  que si sospechoso fuera,
claro está que le guardara
después que me levantara.

ROBERTO:

¿Pues cómo, o de qué manera
  Celia, se le pudo hallar?

CELIA:

Viniendo de misa ayer,
mirando al suelo, por ser
más recatada en mirar.
 

FULGENCIO:

  Espera, que por la calle
suena un pregón.

DIANA:

El retrato
pregonan.

CELIA:

Y no es ingrato
su dueño, que quien le halle
  promete cuarenta escudos.

FULGENCIO:

Roberto, cosas de honor,
por señas es lo mejor
tratallas, como los mudos;
  dame el retrato, que quiero
certificarme de todo.

(Vase y lleva el retrato.)
ROBERTO:

Ve, Fulgencio, y haz de modo
que te asegures primero.

CELIA:

  Manda que me den a mí
los cuarenta escudos.
 

ROBERTO:

Fuera
bajeza.

CELIA:

Yo la tuviera
por grandeza para mí.

ROBERTO:

  En hallazgo de mi honor
quiero darte esta cadena.

CELIA:

Ya me has quitado la pena
con darme hallazgo mejor.

ROBERTO:

  Hoy a mi hermana traeré
una joya de diamantes
y de celos semejantes.
El perdón le pidiré;
  que si supieses, Diana,
lo que me importa guardarte,
disculparías en parte
mis celos.
 

DIANA:

Yo soy tu hermana,
  ¿para qué guardas me pones?,
porque si has de ser casado,
quedarás mal enseñado
en mayores ocasiones.
  Nunca enseñes a querer,
con despertar los dormidos,
que es en celos mal pedidos
la mejor mujer, mujer.
  Que si al paso les allana
el aviso y la tercera,
la más diamante es de cera,
y la mas cuerda, de lana.
  Los femeniles antojos,
nos destruyen advertidos,
que vemos por los oídos
mas veces que por los ojos.
  Que algún necio que profana
la virtud de nuestro pecho,
a puros celos ha hecho
la más honesta liviana.
  ¿Qué pueden celos hacer,
no siendo ocasión forzosa,
loca la más virtuosa,
y la de más ser, sin ser.
 

ROBERTO:

  Dïana, perdón te pido,
y de tu honor satisfecho,
del agravio que te hecho,
mil veces perdón te pido.
  Tomaré enmienda bastante
en la vergüenza que tengo.

(Sale FULGENCIO.)
FULGENCIO:

Satisfecho, señor, vengo,
cuanto me ha sido importante,
  las señas todas me dio
de la pintura un hidalgo,
sin que discrepase en algo,
y el hallazgo me ofreció,
  mas dije que en esta casa
no se toma por hallar
retratos.

ROBERTO:

Puédole dar,
Fulgencio, de lo que pasa.

FULGENCIO:

  Y tú a mí mucho mejor.

ROBERTO:

¿Cómo?
 

FULGENCIO:

A la puerta te aguarda,
del gallardo aragonés,
un presente y una carta.

ROBERTO:

¿Del Almirante?

FULGENCIO:

Del mismo.

ROBERTO:

¿Presente?

FULGENCIO:

El mejor de España.

ROBERTO:

¿De qué suerte?
 

FULGENCIO:

Seis caballos,
que cualquiera dellos basta
a dar a Córdoba honor.
Bien puedes mandar mañana
que te empiedren el azaguán,
que al son de los frenos tascan,
llevan el compás los pies.
Con tanto concierto danzan
las armas del Almirante.
Las aragonesas barras
traen bordadas de tela,
sobre cubiertas de grana.
Trae un bayo cabos negros,
la clin en cintas de nácar,
que aunque es encarecimiento,
puede invidialle una dama.
Corto de cuello, un rosillo,
fuego por los ojos lanza,
y un castaño con bufidos,
parece que al toro llama.
Dos rucios; son tan iguales
que no harán en una entrada
en España diferencia.
Digo en sus juegos de cañas.
Bizarro, muerde un overo
el bocado con tal gala,
que me obligó a descubrille
por las cubiertas las ancas.
Todos, en fin, son de suerte
que en el carro de la fama,
perdieron de ir solamente
por ser de colores varias.
Da licencia al que los trae
para que te dé las cartas.
 

ROBERTO:

Entre mil veces, Fulgencio.

(Entra RAMÓN, galán.)
RAMÓN:

Dadme esos pies.

ROBERTO:

Mucho errara
a quien los brazos merece,
que son las puertas del alma.
¿Venís bueno?

RAMÓN:

Y muy honrado
de serviros.

ROBERTO:

¿Cómo os llaman?

RAMÓN:

Don Pedro.

ROBERTO:

Señor don Pedro,
esta es vuestra propia casa.

RAMÓN:

Esta es del Almirante,
mi señor.
 

ROBERTO:

Quiero besarla.

RAMÓN:

Leed mientras voy a dar
un recado a vuestra hermana,
dadme señora los pies.

DIANA:

Seáis bien venido.

RAMÓN:

Madama,
yo no sé las cortesías,
ni desta tierra la usanza.
El Almirante me dio
en esta pequeña caja
cierta joya.

DIANA:

Celia, escucha;
escucha, Celia.

CELIA:

¿Qué mandas?

DIANA:

¿No es este el francés que trajo
los retratos?
 

CELIA:

Calla,
que te engañan los deseos.

ROBERTO:

Oí desta carta, Diana:

(Lee la carta.)

Mientras nos vemos en Nápoles, primo y señor mío (que ya se queda aprestando el Príncipe, mi señor), envío a V[uestra] Señoría esos caballos, suplicándole no tenga a servicio el enviárselos, sino el llevárselos don Pedro, mi caballerizo, para que se los gobierne, a quien suplico honre en su casa; que es hidalgo, que lo merece. Dios guarde a V[uestra] Señoría.

El almirante de Nápoles
  mucha razón ha tenido
mi primo, de encarecer
al que los viene a traer.

DIANA:

La mayor merced ha sido.

RAMÓN:

  Soy muy vuestro servidor.

ROBERTO:

Con tu licencia los quiero

DIANA:

ver yo, aunque mujer, espero
el verlos después mejor.
 

ROBERTO:

  ¿Cómo?

DIANA:

Porque irás en ellos.

ROBERTO:

Favor como tuyo voy
delante a fe de quien soy,
que he de estar loco con ellos.

(Vanse RAMÓN y ROBERTO.)
DIANA:

  Mientras los caballos mira
Roberto, al fin caballero,
mirar mis diamantes quiero.
¡Ay!, ¿qué es esto?

CELIA:

¿Qué te admira?

DIANA:

  Solo aquí viene un papel.

CELIA:

¿Papel solo?
 

DIANA:

Abrirle quiero,
que si no me engaño, espero
mayores joyas en él.

(Lee el papel.)

Diana hermosa, las asperezas de tu celoso hermano (más dirigidas a sustentar su opinión, que procurar tu remedio), me obligan a solicitar con industria lo que fuera imposible de otra suerte; a tu retrato di lugar en el alma, y para hablarte hice que ese astuto criado mío, fingiese venir de España con ese presente; dale la orden que te parezca más a proposito, que yo para ser tuyo pondré mi vida a tantos peligros como la fortuna quisiere, hasta que seas mía.
Lisardo.

  ¡Ay, Celia!, bien sospeché
cuando el hombre conocí.

CELIA:

Mucho aventura por ti.

DIANA:

Amor el primero fue
  que dio principio al engaño.
Turbada estoy.

CELIA:

Con razón.

DIANA:

No nace mi confusión,
Celia, de tener mi daño.
 

CELIA:

  ¿Pues de qué?

DIANA:

De no saber
si es cierta la voluntad
de Lisardo.

CELIA:

El ser verdad,
lo da el peligro a entender.

DIANA:

  Si nace de una porfía,
este amor, no será amor.

CELIA:

Mucho ofende tu valor
tal desconfianza.

DIANA:

Es mía.

CELIA:

  ¿Tú quiéresle bien?

DIANA:

Le adoro.
 

CELIA:

Pues cual tan necia mujer,
no sabe hacerse querer,
sin perder de su decoro,
  ¿no has visto un esgrimidor,
que una herida imaginada
tienta la contraria espada
para acertarla mejor?
  ¿Y no has visto al que torea,
o acometer sin mirar
por dónde podrá sacar
el caballo que desea
  que salga libre del toro?
Pues tal, señora, ha de ser
con el hombre la mujer,
para guardar su decoro.
  Tiéntale la voluntad,
antes de entregarle el alma,
que más llana que la palma,
conocerás la verdad.

DIANA:

  Luego los hombres, ¿no saben
fingir?
 

CELIA:

La mujer discreta
no da lugar a esa treta,
para que después se alaben
  quien no sabe enamorar.
Tuviera yo tu hermosura,
que yo hiciera a la más dura
piedra en cera transformar.
  Que muchos hombres llegaron
con ánimo de fingir
que no aciertan a salir
de donde burlando entraron.

(Sale RAMÓN.)
RAMÓN:

  ¿Puédote seguro hablar?

DIANA:

La carta, Ramón, lei.
Lisardo me pide aquí,
por esta invención, lugar
  para verme con secreto;
pero yo confusa estoy.

RAMÓN:

Si yo el remedio te doy,
¿tendrá su esperanza efeto?
 

DIANA:

  ¿Qué remedio puedes darme?

RAMÓN:

¿Ya no estoy en casa?

DIANA:

Sí.

RAMÓN:

Yo hallaré puerta.

DIANA:

Es ansí,
mas será para matarme,
  que está mi hermano advertido,
y apenas entra criado
sin ser mil veces mirado
y otras mil reconocido.

RAMÓN:

  Pues esa ha de ser la gala,
y esta noche te ha de ver.

DIANA:

Como si al anochecer,
desde la cuadra a la sala,
  está hecho centinela,
hasta que me acueste yo.

RAMÓN:

¿Es tu hermano lince?
 

DIANA:

No,
pero está avisado, y vela.

RAMÓN:

  ¿No hay jardín en esta casa?

DIANA:

Y con una hermosa fuente.

RAMÓN:

Pues haz que en ese jardín,
contigo esta noche cene,
que yo después de cenar,
haré que conmigo juegue,
o se entretenga algún rato;
mientras, levantarte puedes
a hablar con Lisardo.

DIANA:

¿Estás
loco?

RAMÓN:

Lo que digo entiende,
que yo te pondré a Lisardo
entre yedras o laureles.

DIANA:

La fuente tiene unos arcos
de arrayán en las paredes,
pero es imposible entrar.
Lisardo, que él mismo tiene
las llaves, o aquel Fulgencio,
que es su alcaide, o su tiniente.
 

RAMÓN:

Vestido de ganapán,
haré que Lisardo entre,
con licencia de Fulgencio,
si la noche lo concede,
con un arca de mi ropa.

DIANA:

Sí, ¿pero no ves que tiene
de salir luego?

RAMÓN:

Es verdad,
pero el mismo engaño es ese;
porque dentro de un vestido
han de venir dos, de suerte
que un cuerpo solo parezca,
que el arca forzosamente
los cubrirá desde alto,
y luego que me la dejen
en mi aposento, saldrá
el nombre que con él fuere,
y quedarase Lisardo
para que después le lleve
al jardín donde te hable,
antes que Roberto llegue.
 

DIANA:

¿Dos hombres en uno?

RAMÓN:

Sí.

DIANA:

¿Y si sacan luz cuando entren?

RAMÓN:

Haré yo que con el paje,
quien trae el arca tropiece
porque le mate la luz.

DIANA:

Qué temor.

RAMÓN:

No ama quien teme.

DIANA:

Ahora bien, esto es amor,
el de noche se entretiene
con dos criados que cantan.

RAMÓN:

Pues haz que al jardín los lleve,
que será linda ocasión.

DIANA:

Habla a mi Lisardo.
 

RAMÓN:

Tenme
por hombre, que has de ser suya,
y él tu esclavo eternamente,
o no ha de haber en el mundo
noche encubridora siempre,
transformaciones de Ovidio,
jardines, yedras y fuentes,
arcas, ganapanes, llaves,
celos, necios y alcahuetes.

DIANA:

Llévale esta banda.

RAMÓN:

Muestra.

DIANA:

Di que del color se acuerde.

RAMÓN:

Plega a Dios que a posesión
tales esperanzas lleguen.

(Vanse.)

 

(Salen LISARDO y ALBANO.)
LISARDO:

  Agravio hiciera a la amistad, Albano,
que los dos profesamos tan estrecha,
si no os dijera la verdad.

ALBANO:

En vano
vuestro silencio me causó sospecha,
bien sé que amor, dulcísimo tirano,
pasó vuestra alma con dorada flecha,
que siempre esta pasión es conocida
en la nueva mudanza de la vida.
  De los amigos, y aun de sí, pretende
quien ama retirarse y, apartado,
de quien más se fiaba se defiende;
consejo solo trata su cuidado,
la compañía y la amistad le ofende,
hasta el punto que sabe que es amado,
que entonces el placer mismo le obliga
a que le aumente, comunique y diga.
 

LISARDO:

  Albano, yo no amé por accidente,
a Diana amé por elección, Albano;
la Reina, melancólica y doliente,
autora fue de lo que pierdo o gano.
Por dalla gusto amé, mas nadie intente
amar, que tiene la ocasión en vano;
la puerta abierta, amor para la entrada,
y los sucesos al salir cerrada.
  Tal vez, al parecer la blanca aurora,
sale serena, y llueve al medio día.
Tal vez que parda y descontenta llora,
con más rayos el sol después envía;
y así, tal vez, de burlas se enamora
quien de su engaño y libertad confía,
y así mi engaño, Albano, me parece
sale con sol, con agua, me anochece.

ALBANO:

  De la correspondencia, el amor nace.

LISARDO:

Ansí lo dijo a Venus cierta diosa.

ALBANO:

Luego si os ama a quien amáis, no os hace
agravio amor.

LISARDO:

La condición celosa
de Roberto me mata.
 

ALBANO:

Aunque me trace
guardar su hermana, es imposible cosa,
que del principio que me habéis contado,
ya he visto su locura en su cuidado;
  mirad si con la vida y con la hacienda
os puedo yo servir.

LISARDO:

Beso os las manos.
La Reina, que me manda que esto emprenda,
hará los pasos al camino llanos,
por lo demás, cuando el peligro entienda
amenazar mis pensamientos vanos,
mi vida fiaré de vuestra espada.

ALBANO:

No os doy la mía, que os la tengo dada.

(Sale RAMÓN.)
RAMÓN:

  ¿Habíate de hallar?

LISARDO:

¿Dónde vas necio?

RAMÓN:

¿Podrete hablar?

LISARDO:

El alma misma fío
de Albano.

RAMÓN:

Y con razón.
 

LISARDO:

No tiene precio
un leal amigo.

RAMÓN:

Y un señor tan mío.
Los caballos llevé, que harán desprecio
a los del sol, por el invierno frío,
que es cuando sacan para el tiempo iguales
paramentos de granas orientales.
  La carta recibió, diome aposento,
di la tuya a Diana, y quiere hablarte.

LISARDO:

¿Habla[r]me?

RAMÓN:

Aquesta noche.

LISARDO:

Tal contento
a peso de oro intentaré pagarte,
mas paréceme loco atrevimiento
a tan grande peligro aventurarme.

RAMÓN:

Más te parecerá después de visto.

LISARDO:

¿Qué manzanas hespéridas conquisto?,
  ¿qué reservado Vellocino de oro?,
¿qué nuevo mar, que nunca sufrió nave?,
¿qué dragón fiero?, ¿qué encantado toro?
 

RAMÓN:

Artes de Medea; vencellos sabe.
Mientras guarda el avaro su tesoro,
forja el ladrón la cautelosa llave.
Los dos habéis de entrar.

LISARDO:

¿Los dos?

RAMÓN:

De todo
sabréis, despacio, en nuestra casa el modo.
  Lisardo ha de quedar, y saldrá Albano,
pero no os detengáis, que ya la frente
inclina el Sol al húmedo occeano,
y oro y púrpura baña el occidente.

LISARDO:

Albano amigo, no hay peligro humano
que si me ayudas tú, mi amor no intente.

ALBANO:

Mil vidas perderé.

RAMÓN:

Seguidme.

LISARDO:

¿Dónde?

RAMÓN:

La noche calla, y el callar responde.

(Vase.)

 

(Salen ROBERTO, DIANA, FENISO y músicos.)
ROBERTO:

  Pues mi hermana me convida,
bien os puedo convidar,
y porque os pueda obligar,
quiero que lo mismo os pida.

FENISO:

Si de honrar me sois servida,
la cena, señora, aceto.

DIANA:

Convidado tan discreto
reciba la voluntad,
que siempre la brevedad
fue causa de algún defeto.

FENISO:

  Hallaréis tantos en mí,
que solos se echan de ver
que no tengáis que temer.

DIANA:

No me respondáis ansí,
sino entretened aquí
la conversación un rato,
mientras de serviros trato.

FENISO:

Hacerme merced diréis,
a que nunca me hallaréis
desobligado, ni ingrato.

DIANA:

  Yo voy con vuestra licencia.

(Vase.)

 

FENISO:

Volved, hermosa Dïana,
que luna tan soberana
suplirá del sol la ausencia,
y mirad que es la presencia
daba tal vida a las flores
que esforzaban sus colores,
y esta fuente natural,
sobre jaspes de cristal,
cantaba versos de amores.
  No será, amigo Roberto,
lisonja aquesta alabanza,
si a los méritos alcanza
de su valor claro y cierto,
y del que os tiene hoy, advierto
que os ha de hacer muy dichoso.
 

ROBERTO:

Antes estoy temeroso
de mi fortuna en tenella;
que cuanto es dichosa y bella,
estoy yo necio y dichoso.
  Y pues que llega ocasión,
y sois mi mayor amigo,
sabed que son mi castigo
su hermosura y discreción.
Aquella proposición
que hice en la junta pasada,
me tiene el alma turbada,
pues dije que puede ser
el guardar una mujer,
aunque esté determinada.
  Y no sé si es mi temor,
que cuidado semejante
no hay sombra que no me espante,
que es muy medroso el honor.
Pienso que la tiene amor
Lisardo, pero no puedo
hacer más que tener miedo
y guardarla neciamente,
pues hasta la vulgar gente
sabe que obligado quedo.
 

FENISO:

  Tenéis razón de tener
pena de lo prometido,
que ya la fama ha corrido,
y os han de intentar vencer.
El guardar una mujer
tiene mil peligros claros,
pero quiero aconsejaros
que la caséis; con que cesa
toda la propuesta empresa,
y nadie podrá culparos.

ROBERTO:

  ¿Con quién os parece a vós
de los que en la corte están?

FENISO:

Si no muy rico y galán,
yo soy muy noble, por Dios,
y siendo amigos los dos,
me daréis vuestro cuidado.

ROBERTO:

Yo lo doy por concertado,
y vós os la guardaréis.

FENISO:

La mano.

ROBERTO:

Aquí la tenéis,
que es más que quedar firmado.
 

(Sale FULGENCIO.)
FULGENCIO:

  Don Pedro llama a la puerta
con un hombre, que cargado
viene de un cofre.

ROBERTO:

¿No ha estado
la puerta hasta agora abierta?

FULGENCIO:

  No, señor, ni se abrirá
sin tu licencia.

ROBERTO:

Abrir puedes,
con que asegurado quedes,
y salga el hombre,

FULGENCIO:

Sí hará,
  que hasta que vuelva a salir,
me pienso a la puerta estar.

ROBERTO:

Pues acabad de cerrar,
que no ha de volverse a abrir.

FULGENCIO:

  Yo voy.
 

ROBERTO:

Cuidado, Fulgencio.

FULGENCIO:

Ya está todo prevenido.

ROBERTO:

Aun es temprano.

(Sale DIANA.)
DIANA:

He querido
que en este mudo silencio,
  las voces de dos crïados
ayuden a los cristales
desta fuente.

FENISO:

Y serán tales,
que puedan ser envidiados
  de las aves que estarán
entre esas ramas oyendo
lo que mañana diciendo
por esas selvas irán.
  ¿Hay algo nuevo?

MÚSICO:

Una historia
famosa.
 

FENISO:

¿Es de buena mano?

MÚSICO:

Cierto poeta temprano
que escribe por vanagloria
  nos la dio por fruta nueva.

DIANA:

Celia.

CELIA:

Señora.

DIANA:

Ni un punto
te muevas de aquí.

FENISO:

Pregunto:
¿Hay amante que se eleva
  en alta contemplación?,
¿hay ojos negros o verdes?

MÚSICO:

Tiempo en preguntarlo pierdes;
cena y oirás la canción,

ROBERTO:

  Dïana.

DIANA:

Señor.
 

ROBERTO:

Escucha.

DIANA:

¿Qué quieres?

ROBERTO:

Que estés con gusto;
que darle a Feniso es justo.

DIANA:

¿Por qué razón?

ROBERTO:

Porque es mucha,
  habiendo de ser...

DIANA:

¿Qué más?

ROBERTO:

¿Diré tu marido?

DIANA:

No.

ROBERTO:

Pues palabra he dado yo
de que su mujer serás.

DIANA:

  ¿Tan apriesa?

ROBERTO:

Esto ha de ser.

DIANA:

Entra, Roberto, a cenar,
que te debes de cansar
de guardar una mujer.

(Vanse los dos.)

 

CELIA:

  Lisardo tarda, no creo
que ha de ser posible entrar,
que suele amor mal lograr
de un alma el justo deseo,
  mas Fulgencio viene aquí.

(Sale[n] FULGENCIO y ALBANO, en hábito de ganapán.)
FULGENCIO:

¿Dejastes el arca ya?

ALBANO:

Ya a donde ha de estar está,
que no fue poco.

FULGENCIO:

Es ansí.

ALBANO:

  ¿Cómo andáis con tal cuidado?

FULGENCIO:

Tiene Roberto enemigos.
 

ALBANO:

¿Hombre de tantos amigos,
se encierra tan recatado?
  A la fe debe de ser
la hermosura de su hermana,
y teme, como es Diana,
que salga al anochecer.
  Pues advertidle por mí
de que os dijo un ganapán,
de los que en la plaza están,
y que un arca trujo aquí,
  que no se canse en tener
un cuidado tan terrible,
porque el mayor imposible
es guardar una mujer.

FULGENCIO:

  Salid nora mala allá.
Ved cuál anda nuestro honor.

(Vanse los dos, y salen LISARDO y RAMÓN.)
LISARDO:

¿Fuese?

RAMÓN:

Ya se fue, señor.

LISARDO:

¿Está aquí Celia?
 

RAMÓN:

Aquí está.

CELIA:

  Cansada estoy de esperarte.

LISARDO:

De milagro, entrado habemos
Albano y yo.

CELIA:

Ya le lleva
con gran cuidado Fulgencio.

LISARDO:

¿Cenan ya?

CELIA:

Cenando están.
y para entretenimiento,
o para mayor rüido,
Diana venir ha hecho
dos músicos.

LISARDO:

¿Dónde dice
que he de estar?

CELIA:

En este hueco
de los arcos de esta fuente.
 

LISARDO:

Celia, desnudarme quiero,
que no me ha de ver Diana
en el hábito que vengo.
Toma, Ramón, este sayo.

CELIA:

¿Qué traes debajo?

LISARDO:

Un peto
de armas, y en un tahalí
dos pistolas.

CELIA:

Como cuerdo.

LISARDO:

Dame, Ramón, esa espada,
que pues prevenido vengo
y enamorado, en tus manos
dejo, fortuna, el suceso.
Aquí me escondo.

RAMÓN:

Y yo me entretengo
contigo.

CELIA:

Temo quererte.
 

RAMÓN:

Y yo que me quieras temo.

CELIA:

¿Por qué?

RAMÓN:

Porque soy amando
favorecido tan tierno,
que no hay nieve al sol, que forme
tantos puros arroyuelos;
persona soy que una noche
dije a un gato mil requiebros,
porque en un balcón movía
la cola sobre unos tiestos.
Para mí, cualquier mujer,
como me diga: «yo os quiero»,
acabose, muerto soy.

CELIA:

Pues no es bueno amar tan presto.

RAMÓN:

Yo no puedo más.

CELIA:

Pues yo,
loco hombre quiero, y los puercos,
gruñidores y bellacos.

RAMÓN:

Pues a una artesa por ellos.
 

(Sale[n] ROBERTO, DIANA, FENISO y músicos.)
ROBERTO:

Sacadnos sillas aquí.

FENISO:

Corre aquí más fresco el viento,
porque estas fuentes le dan
las perlas que va esparciendo.

DIANA:

Cantad algo.

MÚSICO:

Una letrilla,
aunque no es nueva, diremos.

ROBERTO:

¿Quién está aquí?

RAMÓN:

Yo, señor.

ROBERTO:

¿Don Pedro?

RAMÓN:

El mismo.

ROBERTO:

¡Oh, don Pedro!,
¿trujistes vuestros vestidos?
 

RAMÓN:

En mi aposento los tengo;
que me ha costado, señor,
trabajo, y mucho, el traellos.

ROBERTO:

¿Habéis cenado?

RAMÓN:

A eso voy.

ROBERTO:

¿Los caballos están buenos?

RAMÓN:

Todos están boca abajo.

ROBERTO:

Créolo.

RAMÓN:

Es caso muy cierto.

ROBERTO:

¿Tiene humor?

RAMÓN:

Y hartos humores.

ROBERTO:

Va de letra.
 

MÚSICO:

Estad atento:

«Madre, la mi madre,
guardas me ponéis,
que si yo no me guardo
mal me guardaréis».

ROBERTO:

  Necia letra.

DIANA:

Antes discreta.

ROBERTO:

¿Por qué?

DIANA:

Porque la mujer
no puede guarda tener
más conforme y más discreta.

ROBERTO:

  ¿Pues no la puede guardar
un hombre?

DIANA:

Roberto, sí;
mas si ella se guarda así,
¿quién la puede conquistar?
 

ROBERTO:

  Yo sé que a cierta mujer
pretenden, y que aunque quiera,
no podrá hacer de manera
que llegue a más de querer.

DIANA:

  Pues yo sé de otra guardada
que está gozando su amante,
y está el celoso delante.

ROBERTO:

Toda esta cifra me agrada,
  Feniso, porque es por ti.

FENISO:

¿Por mí?

ROBERTO:

Sí.

FENISO:

Dichoso yo.

DIANA:

Fuentes, decildes que no,
ya vuestra sombra que sí.

FENISO:

  ¿Que merezco tanto bien?
 

DIANA:

Tanto, que no hay bien mayor.

FENISO:

Fuentes, cantadme favor
en vuestras aguas también.

DIANA:

  Fuentes que bañáis la cara
con vuestro blando rocío,
de aquel amado bien mío,
mi fe corre a vós más clara.
  Estas nuevas le llevad.

FENISO:

Árboles deste jardín,
decid que aquí puso fin
la mayor felicidad,
  porque aquí como Medoro,
podré escribir mi ventura,
si en esta corteza dura
es digna de tal tesoro.
  Con esto y vuestra licencia
me voy, que parece tarde.

ROBERTO:

Yo os acompaño a la puerta,
que es fuerza tomar las llaves.

FENISO:

Por eso os daré lugar.
El cielo, señor, os guarde.

(Vanse,

 

y queda[n] CELIA y DIANA.)
DIANA:

Y a vós os haga dichoso.
¡Hola!, dejadme un instante.
Cierra la puerta al jardín,
Celia, que quiero bañarme.

CELIA:

Ya, señora, está cerrada.

DIANA:

Mármoles, pórfidos, jaspes,
que al cristal de aquesta fuente
le servís de eterno engaste,
dadme el bien que me tenéis.
 

(Sale LISARDO.)
LISARDO:

No pidas, señora, que hablen
las piedras, sino las almas,
que escuchan palabras tales.
Quien te ha dicho que es porfía
el venir a enamorarte,
miente, que no es sino amor,
que de tu hermosura nace.
No eres tú para elecciones,
ni para burlas diamantes,
sino la cosa más bella,
más regalada y suave
que dio la naturaleza
con milagro semejante,
dando a un cuerpo cristalino
por alma dichosa un ángel.
Verdad es, Diana hermosa,
como la Reina lo sabe,
que tu hermano dio en decir
que tiene por cosa fácil
el guardar una mujer;
mas que no pudo obligarme
aquesto solo a quererte,
porque muchos años antes
eras tú dueño del alma
que agora ha venido a darte.
La Reina quiere, Dïana,
que te sirva, y esto baste
para saber que no puedo,
cuando quisiera burlarme.
De veras te adoro y quiero,
no dudes de que te cases
conmigo y de que la Reina
ha de abonar mis verdades,
haciéndonos mil mercedes.
¿Qué respondes?
 

DIANA:

Que me pagues
tan grande amor, señor mío,
pues siendo el alma tan grande
como sujeto infinito,
apenas en ella cabe.
Que de burlas o de veras
hables en mi amor,
en que yo tenga otro dueño,
aunque mil vidas me falten.
A grande peligro estás,
puesto que he visto que traes
armas, en defensa tuya.

LISARDO:

Por ser tú Venus, soy Marte.
¿Qué hará tu hermano?

DIANA:

No sé,
pienso que querrá encerrarme
luego que cierre las puertas,
y que aguarda que me lave.
 

LISARDO:

Pues ¿dónde podré yo estar
para que esta noche pase
larga y pesada sin ti?

DIANA:

Si tú quisieses jurarme
que estarás donde yo puedo
ponerte, y donde descanses,
sin dar por dicha ocasión
a que mi hermano nos mate,
bien sé yo dónde estarás.

LISARDO:

¿Dónde?

DIANA:

Un oratorio cae
junto a mi cama, y en él
serás esta noche imagen.

LISARDO:

A lo menos, bien podré
decir que de amor soy mártir.

DIANA:

Pero no te has de mover,
que sus celos desiguales
han hecho que, junto a mí,
tenga su cama.
 

LISARDO:

Si hablarte
puedo, cuando esté durmiendo,
pues como en efeto baje
la voz, no hay de qué temer
que podamos despertalle.
Mi bien, el partido acepto.

DIANA:

Podrás y podré fïarme,
pues te ha de obligar el miedo
a que hables quedo, o que calles.

LISARDO:

Tú, en efeto, ya eres mía.

DIANA:

No será la muerte parte
para apartarme de ti.
¿Tú, mi bien, podrás dejarme?

LISARDO:

Primero, el mayor amigo
con una traición me mate,
o del enojado cielo,
rayos el pecho me pasen,
cuando de sus altos polos,
en confusas tempestades,
del lazo eterno parece
que procuran desatarse.
 

DIANA:

Celia.

CELIA:

Señora.

DIANA:

Detrás
de esos verdes arrayanes
te desnuda, que Lisardo
quiero que seguro pase,
porque es el mejor remedio,
con tus vestidos, delante
de Roberto.

LISARDO:

Hablas de veras.

DIANA:

Como esos enredos hace
una mujer a un celoso.

LISARDO:

Al fin no podrá guardarse
si ella no quiere guardarse.

DIANA:

Si ella no quiere guardarse,
no hay imposible mayor;
y al que de guardalla trate,
sobre la puerta le escribe:
«Necedad de necedades».