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El Mayor Imposible/Acto III

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El Mayor Imposible
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Sale[n] CELIA y RAMÓN.
RAMÓN:

  Siete días ha que está
Lisardo escondido aquí.

CELIA:

Mil pudiera estar ansí,
mas no si le han visto ya.

RAMÓN:

¿Quién le ha visto?

CELIA:

  Una criada.

RAMÓN:

Gran peligro.

CELIA:

Ya es forzoso
salir, haciendo animoso
llave de la misma espada.

RAMÓN:

  Fulgencio, con dos crïados
guarda la puerta de día.

CELIA:

Dile que mejor sería
echar a parte cuidados,
  pues de noche no hay remedio,
ni invención para salir.

RAMÓN:

Yo le voy Celia a decir
que el más poderoso medio
  es salir con un rebozo,
y una pistola en la mano.

CELIA:

Dile que es necio su hermano,
celoso y valiente mozo.

(Sale[n] FULGENCIO y dos criados.)
FULGENCIO:

  Pues Celia, ¿tan de mañana ?,
aunque fueras centinela.

CELIA:

La noche he pasado en vela,
que no está buena Diana.
  ¿Mandáis otra cosa?

FULGENCIO:

No.

CELIA:

Pues adiós.

FULGENCIO:

No sé qué os diga.

CRIADO 1.º:

Temor a callar me obliga,
mas sombras he visto yo.

CRIADO 2.º:

  Sombras y aun cuerpos, dirás.

FULGENCIO:

¿Cuerpos cómo, si yo he sido
el que no se ha dividido
de aquesta puerta jamas?
  Un átomo, vive el cielo,
es imposible que entrase.

CRIADO 1.º:

¿Pues hay sol que puertas pase
como amor?

FULGENCIO:

Tengo recelo,
  que este don Pedro es fingido,
mucho priva con Dïana.

CRIADO 2.º:

¿Cuál imposible no allana
este amor, siempre atrevido?

CRIADO 1.º:

  Es treta bien empleada
en un celoso cuidado.

FULGENCIO:

¿Qué es esto?

CRIADO 1.º:

¡Un hombre embozado,
con una pistola armada!

(LISARDO sale rebozado.)
LISARDO:

  Dejen libre la puerta,
pues busco la puerta sola.

FULGENCIO:

A llave de una pistola,
cualquiera hallarás abierta.

LISARDO:

  Pónganse a un lado los tres.

(Vase.)
FULGENCIO:

Salió libre.

CRIADO 1.º:

¿Hay tal maldad?

CRIADO 2.º:

¡A un noble tal libertad!

FULGENCIO:

Industria fue, no interés,
  vive Dios que en este punto
quisiera que disparara
la pistola, y me matara.

(Sale ROBERTO.)
ROBERTO:

¿Qué es esto?

FULGENCIO:

Yo estoy difunto.

ROBERTO:

  ¿Qué es esto?, ¿cómo no habláis?
¿De qué tembláis?, ¿qué tenéis?,
¿cómo no me respondéis
y turbados me miráis?
  ¿En mi casa puede haber
sucesos de tales modos,
que os enmudezcan a todos?
Acabad de enmudecer
  y habladme, que estoy en medio
de dudas y confusiones.
Mirad que las dilaciones
quitan la fuerza al remedio.
  Hablad.

FULGENCIO:

Es tan desigual
que la dilación no es grave;
que el mal que presto se sabe,
más presto llega a ser mal;
  pero él es tan grande en mí,
que hará que los labios abra,
mas dicho en una palabra:
Un hombre salió de aquí.

ROBERTO:

  ¿Un hombre, cómo?

FULGENCIO:

Embozado.

ROBERTO:

¿Pues dónde estaba?

FULGENCIO:

No sé;
de adentro salió y se fue,
de dos pistolas armado.
  «Déjenme sola la puerta,
pues busco la puerta sola»,
dijo, alzando una pistola
con que pudo abrir la puerta,
  que no hay tan fuerte petardo
como de la vida el miedo.

ROBERTO:

Muerto de escucharte quedo.
¿Hombre aquí?

FULGENCIO:

Fuerte y gallardo,
  bien armado y bien vestido.

ROBERTO:

¿pues por dónde o cuándo entró?

FULGENCIO:

Solo he visto que salió.

ROBERTO:

¡Qué gentil defensa ha sido
  desta puerta, y de mi honor!

FULGENCIO:

Un dragón y un bravo toro
tuvo el Vellocino de Oro,
y le robaron, señor.
  Acrisio tuvo encerrada
su hija, y el oro entró
donde a Perseo engendró.
Ni habrá mujer tan guardada
  de paredes de diamante,
que si tiene voluntad
no llegue con libertad
a los brazos de su amante.

ROBERTO:

  Perdí toda la empresa,
perdí la estimación, perdí la vida.
Mi porfía confiesa
que fue de ingenio de mujer vencida.
Cesad, locos desvelos,
que harán su gusto a sombra de los celos.
  Desengaño terrible
de los que tanto por guardallas mueren.
El mayor imposible
confieso que es guardallas, si ellas quieren,
que como ellas lo sientan,
las privaciones su apetito aumentan.
  Podrá guardar el oro
el avaro entre láminas de hierro,
y el noble su decoro
si Penélope sufre su destierro,
pero si no es tan buena,
crea que es apretar puño de arena.
  Honra, quien te introdujo
del mundo en la república primera,
porque a mujer redujo
tu santa libertad, que bien pudiera
fiarla más del hombre,
con que pudiera eternizar su nombre.
  ¿Que guarde yo su celo
tan loco, y una casa con mil llaves,
y que tenga recelos
del sol, del viento y de las mismas aves,
y que en esta porfía
un hombre salga en la mitad del día?
  Miente, ¡viven los cielos!,
quien dice que mujer puede guardarse.
Los ojos y los celos,
mientras que entramos, pueden desvelarse.
Miente la honra, y miente
quien las aprieta y guarda neciamente.

(Sale DIANA.)
DIANA:

  ¿Qué es aquesto, hermano mío,
qué voces son aquestas?

ROBERTO:

¿No las sabes?
¡Gracioso desvarío!
Han entrado a mi honor con falsas llaves,
que en ti, Diana, hallaron
la cera en que las guardas estamparon.
  Si no fueras de cera,
segura estaba del honor la llave,
porque no se pudiera
en mármol imprimir.

DIANA:

¿Cosa tan grave
tratas, Roberto, a voces?

ROBERTO:

¡Qué mal la infamia en el honor conoces!
  ¿Qué hombre es este embozado
que acaba de salir de tu aposento,
de una pistola armado?

DIANA:

¿Estás loco, por dicha?

ROBERTO:

El sentimiento
podrá volverme loco.

DIANA:

Pues no lo estés para tenerme en poco,
  que estoy ya muy cansada
de sufrir tus locuras y recelos;
y una mujer honrada,
si aprietan su virtud injustos celos,
es mina que revienta
por el honor, con pólvora de afrenta.
  Quejareme, Roberto,
a la Reina y al cielo de tu agravio.

ROBERTO:

El caso descubierto,
nunca le llega a averiguar el sabio.
Yo he sido en todo necio,
y así merezco, infame, tu desprecio.
  Estoy porque esta daga
lave mi afrenta.

FULGENCIO:

Tente, señor, tente,
que no es justo que haga
tu honor oficio de marido.

DIANA:

Intente
mi muerte, que bien hace;
que Nápoles sabrá de lo que nace.
  Querrá usurpar mi dote,
querrá gozar mi hacienda, ya lo entiendo.

FULGENCIO:

Vete, no se alborote
la casa y la ciudad.

ROBERTO:

Ya más me ofendo
de que diga y entienda
que quiero aprovecharme de su hacienda.
  ¡Qué propio en las mujeres
halladas en delito, un testimonio!
Pues di, negarme quieres,
o sea libertad, o matrimonio,
que el hombre que ha salido,
tenías donde sabes escondido.

DIANA:

  Mira loco, Roberto,
que tienes enemigos, y que alguno
entraría encubierto,
y no hallando después tiempo oportuno,
salir pretendería,
como quien ya no respetaba el día;
  que si mi amante fuera,
aguardara a la noche.

FULGENCIO:

Y está llano
que de su sombra hiciera
más segura la capa de su engaño.

ROBERTO:

Hay hombres engañados;
pues sin honra quedamos, y culpados;
  en fin, que por matarme
entró aquel hombre, bien así lo creo.
Mal puedo yo engañarme,
Fulgencio, cuando dije, pues lo veo,
que por donde cabía
pintado un hombre, un vivo entrar podía.
  ¿Ya olvidas el retrato
que hallé sobre su cama? ¿Ves cumplido
mi temor?

DIANA:

Yo no trato
de dar disculpa a un hombre que ha tenido
como por burla y juego
hacer apuestas de guardar el fuego.
  Pues monasterios tiene
Nápoles, uno elige, en él me guarda.

ROBERTO:

Eso solo detiene
mi brazo, y de matarte me acobarda.
Dadme capa, y salgamos.

DIANA:

Hasta la noche, no es razón que vamos.

ROBERTO:

  Pues voy a concertalle.

DIANA:

Parte en buen hora.

ROBERTO:

Ya la noche aguardo.

CELIA:

¿Qué intentas?

DIANA:

Avisalle
de todas estas cosas a Lisardo.

CELIA:

Dársela a Dios procura,
que solo Dios la guardará segura.

(Salen la REINA y ALBANO.)
REINA:

  Por esta carta he sabido
que el Príncipe se embarcó.

ALBANO:

De Marsella supe yo
que estuvo el Rey detenido.
  con las fiestas, que el Francés
le ha hecho, como era justo.

REINA:

¿Que hay de las nuestras?

ALBANO:

Que es justo
general, pues tuyo es.
  Los arcos se han acabado,
en que el de Trajano ha sido
con mucho exceso vencido,
como se ve retratado.
  Lo que toca a las libreas,
todas están acabadas.

REINA:

Sí, pero no mis cansadas
cuartanas.

ALBANO:

Cuando tú veas
  al Rey, mi señor, aquí,
no ha de haber más accidente.

REINA:

Ya siento notablemente
recebirle, Albano, ansí,
  y tengo ya presupuesto,
de dar veinte mil ducados
a quien de aquestos cuidados
saque mi salud más presto.

ALBANO:

  ¿Quieres que se dé un pregón?

REINA:

Harasme un grande placer,
que el dinero suele hacer
milagros, si estos lo son.

ALBANO:

  Yo voy a hacer pregonar,
que a quien te diere salud
se los darás.

REINA:

En virtud
del oro, pienso sanar.

(Salen FENISO y ROBERTO.)
FENISO:

  Aquí está su Alteza.

ROBERTO:

El cielo
te guarde.

REINA:

¡Oh, Roberto amigo!,
deseaba hablar contigo:
¿Cómo te va de desvelo?
  Triste estás, ¿qué es lo que tienes?

ROBERTO:

¿Yo, señora?

REINA:

Y el negar
quiere también confesar
cuán melancólico vienes.
  Los gustos y los enojos
que los corazones toman,
como a ventana, se asoman,
Roberto amigo, a los ojos.
  ¿No te va bien de salud?

ROBERTO:

Bien de la salud me va.

REINA:

Suele faltar, cuando está
el alma con inquietud.

ROBERTO:

  Parece, pues te sonríes,
y que te burlas de mí.

REINA:

No quiero yo que de ti
y de mi amor desconfíes,
  con tan injusta sospecha.

ROBERTO:

No debe de ser muy vana,
si a las cosas de Diana
encaminas esa flecha.
  Licencia a pedirte vengo
para casalla.

REINA:

¿Con quién?

ROBERTO:

Con Feniso.

REINA:

Está muy bien.

FENISO:

Si de tu mano la tengo,
  no quiero mayor ventura.

REINA:

Feniso, dilo de veras,
que en el mundo no pudieras
hallar otra más segura.
  Yo, como quiera Dïana,
licencia os doy.

ROBERTO:

Sí querrá.

REINA:

¿Está prevenida?

ROBERTO:

Está
un poco esquiva mi hermana.

REINA:

  Pues que la quieres casar,
no quieras casar mujer.

ROBERTO:

No es muy difícil de hacer,
mas no la quiero guardar.

REINA:

  Mira aparte.

ROBERTO:

¿Qué me mandas?

REINA:

Por vida mía, ¿no sientes
algunos inconvinientes
de estos pasos en que andas?

ROBERTO:

  No es tan fácil de guardar
como pensé, y así quiero
darla a aqueste majadero;
sustituya en mi lugar,
  y entretanto esté mi hermana
en un monasterio.

REINA:

Bien.

ROBERTO:

Beso tus pies.

FENISO:

Yo también.

(Vanse.)
REINA:

No hay dificultad humana
  como la que este intentó.

FENISO:

¿Qué os dijo la Reina allí?

ROBERTO:

Que érades discreto.

FENISO:

A mí,
 (Sale LISARDO.)
siempre su Alteza me honró.<poem>

LISARDO:

Señora, pues he faltado,
esté cierta Vuestra Alteza
que no fue más en mi mano.
Entré en casa de Roberto,
como sabes.

REINA:

¿Que has entrado
donde tantos ojos velan?

LISARDO:

Supo más Mercurio que Argos.
Metidos en un vestido
Albano y yo, al fin entramos.
Era un saco, y parecimos
honra y provecho en un saco.
El arca nos encubrió,
mató Ramón, en llegando,
la luz que sacaba un paje;
al fin el arca dejamos.
Desnudámonos, y yo
me quedé, saliendo Albano.
Cenaron en un jardín,
fue Feniso convidado.
Salí de una clara fuente,
que fue alcahuete de mármol.
A las palabras de cera,
con que los dos la ablandamos.
Metiome en un oratorio...

REINA:

El que andaba en tales pasos
justo fue rezar por sí.

LISARDO:

No me acuerdo si rezamos.
A la cama de Dïana
daba la puerta; su hermano
tenía al lado la suya,
mas no hay que fiar de lados.
Hincábame de rodillas,
y toda la noche hablando
estábamos con requiebros
dulces, con secretos brazos.
No porque cosa que sea
contra su honor reservado,
en nuestras bodas sospeches,
que es nuestro amor limpio y casto.
Salía el alba envidiosa,
y ponía en paz sus rayos
en nuestras dulces porfías,
con maldiciones de entrambos.
Yo al oratorio, ella al sueño,
íbamos con tristes pasos,
dábanme allí de comer,
mil nunca vistos regalos.
Al cabo de siete días
viome una esclava, y dudando
de su lengua, al fin mujer,
temiendo a su loco hermano,
me determiné a salir,
y a un viejo y a dos crïados
puse una pistola al pecho,
y con un rebozo salgo.
Lo que ha sucedido ignoro,
pero menor daño aguardo,
que si me quedara allí.

REINA:

Discretamente has andado,
porque con eso ese necio
conozca que es fuerte caso
el guardar una mujer.

LISARDO:

¿Qué te ha dicho? ¿Estaba airado?

REINA:

Disimulaba su pena,
mas ten cuidado, Lisardo,
que me ha pedido licencia,
y en efeto se la he dado
para casar a Diana
como ella quiera.

LISARDO:

Tu claro
ingenio, en esa respuesta
conozco.

REINA:

El suceso estraño
de hallar en su casa un hombre,
debe de haberle incitado
para dársela a Feniso,
puesto que quiere, entre tanto,
meterla en un monasterio.

LISARDO:

En efeto, ha confesado
que guardar una mujer
es imposible.

REINA:

El engaño
que le habéis hecho lo dice,
pues habéis juntos estado
siete días a sus ojos.

LISARDO:

Feniso vive engañado
en pretender imposibles,
como el de su loco hermano.

(Sale RAMÓN, muy alborotado.)
RAMÓN:

Deme albricias Vuestra Alteza.

REINA:

¿De qué, Ramón?

RAMÓN:

Ha llegado
el Rey, mi señor, tu esposo,
que de una posta en palacio,
él y el Almirante, agora,
se apean solos, dejando
diez leguas de aquí la gente.

REINA:

Sin prevención me han hallado.
Muerta soy, ¿hay tal traición?

LISARDO:

Cubriola un mortal desmayo.
Siéntese aquí Vuestra Alteza.

REINA:

A mi cama voy, Lisardo.
Que estoy indispuesta, di
cuando entre el Rey.

(Vase.)
LISARDO:

Caso estraño.
No tuvo razón el Rey.
Voy a recebirle.

RAMÓN:

Paso,
que no ha venido, ni agora
se sabe en Nápoles cuándo.

LISARDO:

¿No ha venido?

RAMÓN:

No ha venido,
que el ver que van pregonando
que a quien la diere salud
darán veinte mil ducados,
me obligó a dalle este susto,
porque con él es muy llano,
que se quitan las cuartanas.

LISARDO:

¿Estás sin seso?

RAMÓN:

¿No es claro
que con un susto se quitan,
y que habiéndosele dado,
ganaré aqueste dinero?

LISARDO:

¿Piensas que bufonizando
se alcanza tanta grandeza?

RAMÓN:

Mal conoces cortesanos.
Si no hay bufa, no hay pecunia.

LISARDO:

¿Qué hay de Roberto?

RAMÓN:

Que ha estado
para perder el jüicio.

LISARDO:

En efeto, ¿supo el caso?

RAMÓN:

Fulgencio se lo contó.

LISARDO:

¿Cómo a su hermana ha tratado?

RAMÓN:

Sacó la daga, y ha habido,
pasito de alzar la mano,
con algo de «tate, tate,
que ya Dios te ha perdonado»,
y acabose en un concierto.

LISARDO:

¿Cómo?

RAMÓN:

Que quede, entre tanto,
Diana en un monasterio,
la cual me dijo llorando
que a sacalla te anticipes.

LISARDO:

Voy.

RAMÓN:

Escucha, temerario.

LISARDO:

Voy, aunque mate a Fulgencio.

RAMÓN:

No harás, que tengo trazado
remedio para sacalla.

LISARDO:

Pues yo me pongo en tus manos.

RAMÓN:

Y yo en las de la fortuna.
Si con este susto sano
las cuartanas de la Reina,
que son veinte mil ducados,
seré luego don Ramón,
don Caballero, don Gazmio;
que con dineros yo he visto
ser don Ángel a don Macho.

(Vase.)
(Salen FULGENCIO y dos criados.)
FULGENCIO:

  Perdiendo estoy el juicio.

CRIADO 1.º:

Todos sin juicio estamos.

CRIADO 2.º:

De ninguna suerte hallamos
señal, Fulgencio, de indicio.

FULGENCIO:

  ¿pues por dónde pudo entrar?

CRIADO 1.º:

Que era invisible sospecho.

FULGENCIO:

Si estas paredes le han hecho,
como a espíritu lugar,
  bien pudo entrar; mas si no,
perderé el seso, Florelo.

CRIADO 2.º:

Roberto está sin consuelo.

FULGENCIO:

Me admiro que no mató
  hoy alguno de nosotros.

CRIADO 1.º:

¿Dónde hallaremos disculpa?

FULGENCIO:

A mí me ha de dar la culpa
con razón, que no a vosotros;
  pero mientras que la lleva
al monasterio, he de ser
pilar desta puerta, y ver
si hay sol que a entrarla se atreva.

CRIADO 1.º:

  Todos te acompañaremos.

FULGENCIO:

Diana es esta. Ojo alerta.

(Sale[n] CELIA y DIANA.)
CELIA:

Los tres están a la puerta.

DIANA:

Poco remedio tenemos.
¿Qué hay, Fulgencio?

FULGENCIO:

  Defender
la entrada a tu deshonor.

(Sale RAMÓN.)
RAMÓN:

¿Está en casa mi señor?

FULGENCIO:

¿Es don Pedro?

RAMÓN:

¿Quién ha de ser?

FULGENCIO:

  No está en casa.

RAMÓN:

Lo que quiero,
a mi señora diré.
Oye aparte.

DIANA:

Ya no sé,
Ramón, si vivo o si muero.

RAMÓN:

  Lisardo queda en la calle;
que le han dado libertad
la noche y la escuridad.

DIANA:

Dile que se vaya y calle,
  que no es posible salir.

RAMÓN:

¿Cómo no? Vete a poner
tu manto, que has de poder,
o aquí tengo de morir.

DIANA:

  Por armas será imposible.
Di que locuras no intente.

RAMÓN:

Si yo entretengo esta gente,
¿no saldrás?

DIANA:

¿Cómo es posible,
  sin que ellos me puedan ver?

RAMÓN:

Cúbrete, haz como digo.

DIANA:

Voy, que por él y contigo
hoy me tengo de perder.

(Va[n]se DIANA y CELIA.)
FULGENCIO:

  ¿Qué recado de Roberto
es aqueste que le has dado?

RAMÓN:

Que el monasterio ha buscado,
y hecho también el concierto.
  Pero dejando esto ansí:
¿Habéis visto una sortija?,
que no hay cosa que me aflija
tanto agora.

FULGENCIO:

¿Es de uña?

RAMÓN:

Sí,
  es de una de la gran bestia,
porque el mal de corazón,
en la mejor ocasión
me da terrible molestia.

FULGENCIO:

  ¿Que en fin es esto verdad
y que hay gran bestia?

RAMÓN:

Pues no,
como esas he visto yo.

FULGENCIO:

¿Pues cómo son?

RAMÓN:

Escuchad:
  Compónese aquesta uña
de un casado socarrón,
que es en casa tomajón,
cuando es su mujer garduña.
  Hácese también de necios,
que sin mirar sus agravios,
de los más doctos y sabios
hacen notables desprecios.
  Hácese de mal nacidos,
que se suben a grandezas,
donde sus mismas bajezas
descalabran sus oídos.
  Hácese de pretendientes,
que son de la corte estraños,
y están gastando sus años
en cosas impertinentes.
  Hácese de mil probetos,
que de contar se sustentan,
las vanaglorias que cuentan
a los señores discretos.
  Hácese del que muy grave
su lengua ignora, y la niega,
hablando la lengua griega,
donde ninguno la sabe.
  Hácese de los poetas,
que a hurtos y rempujones
dan a luz cuatro traiciones
adúlteras e imperfetas.
  Hácese de algunas viejas,
que con mil años pretenden
muchachos, a quien les venden
mayorazgos por lantejas;
  mas, ¡ay!, que me ha dado el mal;
¡tenedme, asidme que muero!

FULGENCIO:

¡Qué espetáculo tan fiero!

CRIADO 1.º:

Cayó a tierra.

CRIADO 2.º:

Está mortal.

CRIADO 1.º:

  ¿Sabes las palabras?

FULGENCIO:

Sí.

CRIADO 1.º:

  Llega y dilas al oído.

(Bájanse a decille las palabras.)
(Sale[n] CELIA y DIANA, con mantos.)
CELIA:

Agora, que agora salgas

DIANA:

te avisa, amor, que me valgas,
te tengo bien merecido.

(Salen por detrás dellos.)
CRIADO 2.º:

  Vuélveselas a decir,
¿no ves que brama y patea?

RAMÓN:

¡Ay!

CRIADO 1.º:

Hablo.

FULGENCIO:

No hay mal que sea
tan semejante al morir,
  que santas palabras son
estas, y de gran virtud.

RAMÓN:

Si queréis darme salud,
alegradme el corazón.

FULGENCIO:

  ¿Queréis algunas tabletas?

RAMÓN:

No, sino cuarenta tragos
de vino.

FULGENCIO:

Cuatro cuartagos,
o postas con estafetas,
  no beben más a un pilón.
Pues es de noche, cerremos
la puerta, y con vino haremos
que se alegre el corazón.

(Vanse todos y dice solo LISARDO.)
LISARDO:

  Noche siempre serena, cuyo velo
y silencio tomó el amor por capa.
Nema del cielo, de sus ojos tapa,
madre del sueño, el hurto y el recelo;
si alguna vez amaste, pues del suelo
al cielo, nadie del amor se escapa,
con esa escuridad los ojos tapa
a las estrellas, que lo son del cielo.
Aunque celos te den sus resplandores,
deja, luna, salir mi luz querida,
que bien sabe de amor quien tuvo amores.
La noche se verá del sol vestida,
tendrá la sombra luz, perlas las flores,
mi pena gloria y mi esperanza vida.

(Salen DIANA y CELIA.)
DIANA:

  ¿Si es aquel que se pasea?

CELIA:

Mucho lo parece el talle.

LISARDO:

Gente parece en la calle.
Quiera amor que mi luz sea.

DIANA:

  ¡Ah, gentil hombre!

LISARDO:

¿Quién va?,
que a mi perdida esperanza,
mi loca desconfianza,
dándole veneno está.
  Aunque esa voz y ese talle
aseguran mi deseo,
que el sol de mis ojos veo
en el cielo desta calle.
¿Sois vós, mi bien?

DIANA:

  ¿Quién pudiera,
sino yo, ser tan dichosa?

LISARDO:

Agora sí, luz hermosa,
que estoy en mi propria esfera,
  pero volved a correr
la cortina de ese manto,
que resplandeciendo tanto,
causaréis que os puedan ver.
  ¿Cómo habéis, mi bien, hallado
camino al poder salir?

DIANA:

Andando os quiero decir
mi fortuna, y mi cuidado,
  y la invención de Ramón.

LISARDO:

¿Templó su ingenio mi dicha?

CELIA:

No ha sido escrita, ni dicha,
tan ingeniosa invención.

LISARDO:

  A Celia todo se acierta,
cuando lo quieren los hados.

CELIA:

Tres linces dejó burlados,
casi al umbral de la puerta.

DIANA:

  Ni en los hados hay poder,
ni en el ingenio mejor,
sino en tenerte yo amor,
y en querer una mujer.

LISARDO:

  A tantos favores, calle
mi amor.

(Salen FENISO y ROBERTO.)
FENISO:

Que lleves, te aviso,
silencio.

ROBERTO:

Gente, Feniso,
sale de mi misma calle.

FENISO:

  Un hombre con dos mujeres
me parece.

ROBERTO:

¿Quién va?

LISARDO:

Un hombre
con su mujer.

ROBERTO:

Diga el nombre.

DIANA:

¡Ay, Dios!

CELIA:

Desdichada eres.

LISARDO:

  ¿Sois justicia?

ROBERTO:

Ni aun piedad.

LISARDO:

¿Sois Roberto?

ROBERTO:

¿Sois Lisardo?

LISARDO:

El mismo.

DIANA:

Mi muerte aguardo.

ROBERTO:

Pues Lisardo, perdonad,
  que el no haberos conocido,
me dio aqueste atrevimiento.

FENISO:

Con el mismo pensamiento
fui yo, Lisardo, atrevido.
  [...éis]

LISARDO:

Disculpado estáis, Feniso.

ROBERTO:

Ya que tenemos aviso,
y nuestra amistad sabéis,
  dad licencia, que los dos
os vamos acompañando,
porque no vuelva a topar
otro atrevido con vós.

LISARDO:

  Estas damas son casadas
y voy con algún temor,
que un celoso, aunque es error,
las quiere tener guardadas,
  y por si a caso me sigue,
gran merced recibiré
que me acompañéis, que sé
que me busca y me persigue,
  y aun que viene acompañado.

FENISO:

Los dos iremos con vós,
y venga para los dos
todo un escuadrón armado.

ROBERTO:

  Señoras, no os receléis
de Lisardo, soy amigo.

LISARDO:

Venid, Roberto, conmigo.
Dejaldas, no las habléis,
  que temo que este celoso
me busque en esta ocasión,
y en casa sabréis quién son,
pues vengo a ser tan dichoso
  que vós nos acompañéis.

ROBERTO:

Serviros, Lisardo, es justo.

LISARDO:

No puedo decir el gusto
que en esta ocasión me hacéis.

ROBERTO:

  Qué diferentes que son
las cosas, Feniso amigo,
de lo que piensa consigo
la propria imaginación.
  ¿Veis aquí como Lisardo
quiere en otra parte bien?

FENISO:

Pues así se hará más bien
el casamiento que aguardo.

ROBERTO:

  Vamos.

FENISO:

Adelante pasa.

LISARDO:

Brava amistad.

ROBERTO:

Justa prueba.

LISARDO:

Vive Dios, que me la lleva
el hermanito a mi casa.

(Vanse.)
(Salen la REINA y ALBANO.)
REINA:

  Sin duda me curó con aquel susto,
pues era hoy de mi accidente el día;
y como todos veis, no me ha venido.

ALBANO:

El médico, sin duda, el susto ha sido.
Ganó Ramón los veinte mil ducados.

REINA:

No puedo encarecer lo que le debo,
pues por él, con salud, espero al Príncipe.
¡Hola!, buscalde luego.

ALBANO:

Vaya presto
por Ramón, un soldado de la guarda.

REINA:

Advierte, Albano, que pagarle quiero
burla con burla, aunque después es justo
pagalle el bien, pero primero el susto.

SOLDADO:

Aquí está Ramón, en la antecámara.

RAMÓN:

¿Qué me manda, señora, Vuestra Alteza?

REINA:

Dame los brazos, álzate del suelo.

RAMÓN:

Será, señora, levantarme al cielo.

REINA:

No he sentido, Ramón, más accidente.

RAMÓN:

Gracias a Dios, que tu Avicena he sido,
y que como se ha visto, yo he sabido
más que todos tus médicos.

REINA:

Yo creo
que el médico mejor es el deseo,
y pues del tuyo quedo satisfecha,
¡hola!, dalde la cédula, que es justo
cobre Ramón los veinte mil ducados.

RAMÓN:

Veinte mil años viva Vuestra Alteza,
sirviendo de laureola su cabeza,
las águilas doradas de su imperio.

REINA:

Toda está de mi letra, ¿qué la miras?
Bien la puedes leer.

RAMÓN:

Con tu licencia,
leeré tanta merced en tu presencia:

(Lee la cédula.)
«Por las obligaciones en que Ramón me ha puesto, quitándome las cuartanas, aunque con un susto tan grande que me pudiera costar la vida, mando que se le den y paguen veinte mil ducados, librados en los bancos de Flandes, de lo que hubiere procedido de las naves que allí se pierden. La Reina.»

A los bancos de Flandes me remites.

REINA:

¿No te parece buena la libranza?

RAMÓN:

¿Pues quién la ha de pagar allí, los peces?

REINA:

¿Pues quebraron jamás aquellos bancos?

RAMÓN:

A lindo tesorero me despachas,
pero pues prometer son viejas tachas,
ya que rompes señora tu palabra,
manda darme salario, por lo menos,
de médico de cámara en tu casa,
que un oficio real es de tal crédito,
que ganaré en un año dos millones,
curando mal de madre, y sabañones.

(Sale LISARDO.)
LISARDO:

Agora sí que me darás albricias.
Parece que Ramón fue su pronóstico,
porque de una galera que venía,
cortando el mar como nevado cisne,
vestida de mil flámulas bordadas,
con las armas de Nápoles, y suyas,
con el gran Almirante salió el Príncipe,
y en dos caballos a palacio vienen,
tanto deseo de tus brazos tienen.

REINA:

Ya no tengo accidente que me quites.

RAMÓN:

Mas, que Dios te le dé, pues me remites
a los bancos de Flandes mi libranza,
donde será, por dicha, tesorero
algún lobo marino, o ballenato.

REINA:

Ya, Lisardo, no puedo recibille,
que así viniese el Rey con escribille,
que me hiciese merced de entrar despacio.

LISARDO:

Yo pienso que su Alteza está en palacio.

(Salen el PRÍNCIPE DE ARAGÓN, el ALMIRANTE, y todo el acompañamiento.)
PRÍNCIPE:

  Deme los pies Vuestra Alteza.

REINA:

¿Señor?

PRÍNCIPE:

Con razón, estoy
humillado a vuestra grandeza,
porque seáis desde hoy
corona de mi cabeza.

REINA:

  Si el agravio lugar diera,
de aquestos brazos hiciera
a vuestros hombros corona.

PRÍNCIPE:

El amor mi prisa abona,
que despacio amor no fuera.

ALMIRANTE:

  Bien dice el Rey mi señor,
y pues Vuestra Alteza sabe,
que despacio no hay amor,
aquí el enojo se acabe,
y hacelde aqueste favor.

REINA:

  A vós, Almirante, sí;
mis brazos están aquí.

ALMIRANTE:

Eso no, ni vós querréis,
que mientras no se los deis,
no se han de emplear en mí.

REINA:

  Ahora bien, Rey y señor,
yo me rindo.

PRÍNCIPE:

Y yo de suerte,
a vuestro heroico valor,
que a penas podrá la muerte
desatar mi justo amor.

REINA:

  Siéntese aquí Vuestra Alteza;
sabré como viene.

PRÍNCIPE:

Ha sido
un infierno de aspereza
el camino que he traído
hasta ver a Vuestra Alteza.
  No sé qué os diga del mar.
Que no pudieran llegar
las galeras, sé deciros,
a no ayudar mis suspiros,
las velas al navegar.
  Y todo aquesto crecía.
Escribirme que tenía
poca salud Vuestra Alteza.

REINA:

Desconfianza y tristeza
de su falta me afligía,
  pero quiere amor que os deba
mi salud, pues con el susto
de venir vós, fue la nueva
mi médico, y el más justo.

RAMÓN:

Muy bien la paga lo prueba,
  pues los veinte mil ducados
presto serán aceptados.

ALBANO:

¿Dónde?

RAMÓN:

En los bancos de Flandes,
que aunque tienen los pies grandes,
ha días que están quebrados.

LISARDO:

  Este es mucho atrevimento
para estar aquí su Alteza.

ROBERTO:

Pues sino estuviera aquí,
villano vil, ¿no os hubiera
sacado el alma?

LISARDO:

Mentís.

REINA:

¿Qué es eso?

LISARDO:

Locas soberbias
de Roberto.

PRÍNCIPE:

Pues aquí
descomponéis la obediencia
y el respeto que debéis
a mi señora la Reina,
ya que no me le tengáis.

ROBERTO:

A los pies de Vuestra Alteza
pido justicia.

LISARDO:

Y yo pido
que jüez de los dos seas,
en el caso de que agora
Roberto de mí se queja.

PRÍNCIPE:

Digo que yo lo seré,
como vós me deis licencia.

REINA:

Si habéis vós de ser juez
para que esta audiencia tenga
todas las partes que es justo
y el pleito mejor se entienda,
yo quiero ser relator.

PRÍNCIPE:

Pues comience Vuestra Alteza.

REINA:

Los días que el accidente
de que he estado tan enferma,
señor, me dejaban libre,
di en hacer una academia,
escogiendo en mis criados
los de más nobleza y ciencia.
Referíanse epigramas,
que hay excelentes poetas;
cantábanse mil canciones,
y en diferentes materias,
argüían los más doctos.
Ofreciose un día, entre ellas,
tratar de los imposibles;
dijeron cosas diversas,
y resolviose Lisardo,
que el mayor de todos era
el guardar una mujer,
no señor mala ni buena,
sino mujer con amor,
y que guardar no se quiera.
Roberto lo contradijo,
diciendo que humanas fuerzas,
ni todo el poder del oro
de ningún efeto fueran
para mujer que él guardara.
No sé si en aquesto acierta.
Tiene Roberto una hermana,
hermosa, como discreta,
y por todo estremo hermosa.
Quiso, para hacer la prueba,
enamoralla Lisardo,
lo que ha resultado queda
agora en sus confesiones.

ROBERTO:

Señora, no fue ofendellas
decir que pueden guardarse;
y si fue mi empresa necia,
¿por qué Lisardo tenía
de hacer con tanta insolencia
la prueba en mi propia hermana?

LISARDO:

Porque enamorarme della
me podía estar muy bien,
conociendo tu nobleza,
cuando tú más la guardabas.
Ramón entró a hablar con ella,
que ese es criado mío,
y no el don Pedro que piensas,
y en hábito de francés,
le dio mi retrato en muestra
de mi amor, y trujo el suyo;
después, fingiéndose que era
crïado del Almirante,
de cuyo deudo te precias,
te llevó los seis caballos,
con su firma contrahecha.
Con esto quedó en tu casa,
y supo meterme en ella,
cuando a Fulgencio tenías
por alcaide de la puerta.
Todo lo demás es cosa
que mi señora la Reina
sabe, y que no es para aquí.

ROBERTO:

Lisardo, de tus quimeras
fundadas en que yo dije
sola una palabra necia,
ninguna cosa he sentido,
sino que tanto supieras,
que sacaras a Dïana
de mi casa con afrenta,
y teniéndola casada
con Feniso, nos hicieras
hasta tu casa una noche,
acompañarte con ella.
Y aunque es verdad, que conozco
que como una mujer quiera,
hará que el proprio celoso,
como el ejemplo lo enseña,
la acompañe a su galán.
Mi sangre y clara nobleza
me pide justa venganza,
y ansí suplico a su Alteza
me otorgue campo contigo,
y que el Almirante sea
como deudo mi padrino.

ALMIRANTE:

Y es justo que se conceda
a caballero tan noble,
y que si hay quien lo defienda,
seamos dos para dos.

ALBANO:

Cuando esto lícito sea,
bien puede V[uestra] Señoría
constando de mi nobleza,
midir mi espada en el campo.

FENISO:

Por mucho, Albano, que seas
no igualas al Almirante,
a mí me toca esta afrenta.
Salga Lisardo a Roberto,
y yo a ti.

ALBANO:

Pues ansí queda.

REINA:

No queda muy bien ansí,
ni con tan sangrientas veras
se han de acabar los principios
de una burla tan discreta.

ROBERTO:

No tratéis, señora, paces,
que haréis que el reino se pierda,
pues me ha robado a mi hermana
Lisardo, en común afrenta
del Almirante, y mis deudos.

LISARDO:

No es hurto el que se confiesa,
y deposita al juez.

ROBERTO:

¿Cómo si a tu casa misma
me la hiciste acompañar?

LISARDO:

En apartándote della,
la truje a palacio, y tiene
el hurto de que te quejas,
su Alteza, con mucho honor,
a quien pido que la vuelva,
pero casada, conmigo,
porque tu amistad merezca,
que por la cruz de mi espada
que palabra descompuesta,
cuanto más obra, no ha sido
de su honor, ni el tuyo ofensa.

ROBERTO:

Con esto estoy satisfecho,
manda que vayan por ella.

REINA:

Vayan luego por Dïana.

(Va ALBANO.)
RAMÓN:

Entretanto, es bien que adviertas,
¡oh, generoso español!,
[...éa]
con el susto que he contado,
y para que yo le tenga,
me da en los bancos de Flandes
esta libranza.

PRÍNCIPE:

¿Es su letra?

RAMÓN:

Sí, señor.

PRÍNCIPE:

Pues yo la acepto,
que quiero pagar sus deudas.

RAMÓN:

Vivas mil años.

ALBANO:

Aquí
viene Diana.

LISARDO:

Y tan bella
como el sol.

DIANA:

Dame tus pies,
para que de hoy más me tengas,
Rey mi señor, por tu esclava.

PRÍNCIPE:

Parece que en tu belleza
traes el ramo de paz,
que tantos pleitos concierta.
Ya es tu marido Lisardo,
y yo, con la Reina bella,
tus padrinos.

DIANA:

Tantas honras,
¿quién, sino vós, las hiciera?

PRÍNCIPE:

Abrácense luego todos,
y en dulce correspondencia,
se aumente amor.

RAMÓN:

Yo, señores,
tengo de abrazar a Celia,
que estoy con ella casado,
porque en el mundo se entienda
que si no quieren guardarse
dueñas, doncellas y viejas,
es imposible guardarse.

LISARDO:

Y aquí acaba la comedia
del imposible mayor,
nadie a probarle se atreva.