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El Niño de Guzmán: 02

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El Niño de Guzmán
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo II

Capítulo II

Personal



El hotel nuevecito, flamante, de los duques de la Sagrada -que representan dentro de la grandeza española la preclara estirpe de los Noroñas y Sahagunes, enlazada con la no menos ínclita de los Cachupines de Laredo, ya linajudos en tiempo de Miguel de Cervantes Saavedra- no se eleva en la misma Concha de San Sebastián, sino pueblo afuera, camino de la residencia regia de Miramar -gozando de aires puros y de grato silencio semicampestre-. «Siempre me encontrarán cerca de la monarquía», suele decir el Duque, aficionado a discretear y a jugar del vocablo, sobre todo cuando no le rendían los años ni le abrumaban los achaques. Tiene el hotel delante su verja negra y oro, cerrando una escalinata; su jardín de canastillas de grass, con las indispensables musas y las eternas coníferas, bien regadas y charoladitas; a la derecha del jardín las cuadras y cocheras, de estilo británico, amplias, suntuosas; a la izquierda un invernáculo reducido, de plantas de hoja rara, pintorreada y velluda, que el jefe de comedor saquea para armar sus centros de mesa, y la camarera mayor para poblar las jardineras de los tocadores.

Interiormente, la mansión ducal -sin lujo asiático ni maciza suntuosidad- es coquetona, atractiva, decorada con acierto y gusto. Ha madrugado allí la moda de las telas claras, de colorido armonioso, y de los mobiliarios blancos y ligeros; la proscripción del bibelot barato y el buen sentido de la colocación agradable y de las líneas graciosas, sin exageradas pretensiones artísticas. Hay una sala Luis XV, un gabinete María Antonieta, una galería y un comedor Imperio -todo sencillo, caracterizado únicamente por algunos muebles fielmente reproducidos, pero que no aspiran a engañar a ningún conocedor, y por la discreta elección de adornos y cortinajes-. Diríase que han querido los Sagrada desquitarse durante la época del veraneo del empaque y tiesura señoril de su caserón en la Corte. Verdad que el mobiliario del caserón proviene de los padres y abuelos del Duque, mientras el cuco hotel de San Sebastián se ha arreglado a gusto de su nuera, la joven y mundana condesa de Lobatilla.

Sentados a la mesa sorprendemos a los varones de la familia de la Sagrada y a varios íntimos comensales; las señoras faltan; se almuerza sin ellas. Ocupa la presidencia el Duque, don Gaspar María de Noroña Sahagún Mendoza y Zurita de los Canes, acentuado tipo español, cabeza goyesca, de manolo de 1808, que guarnecen pobladas patillas grises; de enarcadas cejas, nada alegre de ojos, fisonomía grave, semitriste, de las que tan frecuente es encontrar en hombres chuscos y donairosos en la conversación, que subrayan el chiste y la bufonada con una seriedad imperturbable y no celebran jamás sus propias ocurrencias. A la diestra del Duque se sienta, en ausencia de su pupila Rafaela Seriñó, el capellán, don Domingo, a quien el Duque llama don Cuotidiano -porque la misa es diaria en el exiguo oratorio del hotel-. A no ser por los latines del santo sacrificio, y los de la bendición y acción de gracias a las horas de comer, las ondas sonoras del aire ignorarían la existencia de don Cuotidiano, «la menor cantidad de capellán posible» en opinión de la nuera del Duque, que no dejaba de añadir: «el bello ideal del capellán, por consiguiente».

En la presidencia frontera se arrellana la oronda humanidad de don Servando Tranquilo, eminencia política un tanto borrosa en punto a principios, y en cambio perfectamente definida tocante a personales aspiraciones. Los historiadores venideros se darán de calabazadas si pretenden inquirir qué representó don Servando en la existencia de la patria, desde 1885 a 1897, y por qué esa patria manirrota y bonachona le prodigó cuantos honores, distinciones y cargos bien retribuidos pueden simultáneamente recaer en un ciudadano. Amaga ahora su cuello el borrego de oro, conquistado harto más descansadamente que ganó Jasón el vellocino de la Cólquida, y don Servando espera a que pase el animalito para meterlo en el redil. El atracón de brevas -la fiase es del Duque- no altera las plácidas digestiones de Tranquilo. «Con las brevas, vino bebas», murmuraba don Gaspar al servirse el rancio Borgoña. Y Tranquilo, recogiendo la alusión plácidamente, respondía: «Mire usted, aunque sea sin vino... las brevas no hacen mal estómago».

A la siniestra de don Servando, el segundón, de la Sagrada, Carlos Borromeo, en quien ha recaído por cesión del primogénito el título de vizconde de la Gentileza, título muy viejo en linaje, muy histórico en Andalucía, pero... La cabeza de Borromeo Noroña, sentado y todo, apenas llega a los hombros del corpulento don Servando; su rostro, caricatura del moreno y castizo semblante paternal, es verdoso, consumido, y tiene ese sello de ansiedad que se observa en los gibosos; la deformación de su pecho y su espalda es bastante visible. Borromeo tiene, a pesar de todo, dos cosas buenas: los ojos, árabes, de terciopelo, y las manos largas, inteligentes, de marfil.

Al otro lado de Tranquilo, el mayor, sucesor en el Ducado: Mauricio, conde de Lobatilla. La raza ibérica no es muy escultural de formas, ni muy pura; africana en su origen, no ha recibido acaso -hay que irse con tiento en tan arduas cuestiones- bastantes elementos indoeuropeos para descollar por hermosa, y sólo excepcionalmente produce un ejemplar comparable al primogénito de Noroña Sahagún. «Estampa así, ni el caballo de bronce», afirmaba el Duque. Proporcionada la estatura, el rostro tan simpático que hacía perdonar algo más imperdonable que los defectos -a saber, la excesiva corrección y pureza de las facciones-; los cabos, de intenso y rico tono castaño obscuro, abundantes, a maravilla dispuestos y como trazados por mano de diestro pintor, en arcos de cejas y pestañas, en arranques y picos vigorosos y delicados a la vez, de barba y pelo; la palidez mate, blanca en la frente, azulada en las sienes, casi dorada en las mejillas; el tronco revelando, aun bajo la vestimenta de nuestro siglo, que parece discurrida adrede para encubrir imperfecciones y tapar grotescas formas, rara perfección y viril gallardía; todo este conjunto de prendas físicas que había debido hacer de Mauricio, a los veinticinco, un guapísimo joven, hacía ahora, a los treinta y cuatro, algo más interesante aún: una figura de novela, expresiva, con huellas de un sentimiento profundo, que así podía ser pasión como desengaño. Estas señales de combate interior quitan a un rostro hermoso la vulgaridad, lo afinan, lo alumbran con luz sentimental, lo elevan a lo sublime. Además, Mauricio, calumniado por su incorregible padre, que le comparaba a un corcel, y de metal, no era un buen mozo basto; poseía también la nativa distinción, el aire, el señorío; y cuando en alguna arcaica ceremonia de las órdenes cruzaba el templo, arrastrando su blanco planto de santiaguista, tocada la cabeza con el romántico birrete, lo que en otros parecía grotesco disfraz o traje de ópera, en él era como legítima restitución de ambiente, como fondo natural de la apuesta y aristocrática figura. Cualquier movimiento de Mauricio -su modo de dejar el cigarro en el cenicero- decía a gritos: «Soy bien nacido; tengo quinientos años de raza».

Ver juntos a los dos hermanos, Mauricio y Borromeo, hacía presentir un drama, de esos que tienen por escenario el corazón -si es que en el corazón radican efectivamente los sentimientos de cariño, y los de odio por consecuencia-. Sin saber lo que luchaba en los espíritus, los cuerpos contrastaban de tan violento modo, que era trágico. Hermanos tales no podían vivir bajo el mismo techo, sin que la continua herida del amor propio vertiese negra sangre. Dos circunstancias hicieron imposible que se cerrase un momento: las inconsideradas agudezas del Duque y la malhadada coincidencia del título que Borromeo llevaba. Don Gaspar era capaz de esgrimir el puñalico de su ingenio contra sí mismo, y no sabía envainarlo para no traspasar a Borromeo; el estribillo de sus crueles humoradas, era el retruécano basado en el título. «Gentileza, pareces un mochuelo... Gentileza, a ver si puedes enderezarte...». ¡Si se supiese lo que encierran las breves sílabas de un nombre! ¡Si se conociese el alcance mortal de la ironía que va envuelta en su sonido! Por borrar para siempre del aire el rastro fugacísimo de aquel vocablo que era una mueca, una sardónica burla -¡Gentileza!- daría Borromeo toda su sangre, la mitad de los años que aún le quedaban de arrastrar la vida... Hay gente que sería buena, tierna, generosa, sensata, si no hubiese oído nunca resonar ciertas risas. La risa destila veneno de áspides.

Dos comensales más; un amigote de Mauricio, Leoncio Boltaña -a quien un cronista de provincia calificó, incurriendo en bárbaro galicismo, de hombre de caballo-, y Celso Colmenar, familiarísimo del Duque. ¿Quién no conoce a ambos en el Madrid ocioso, y en esa prolongación estival de Madrid, que el mismo cronista designa con el nombre de bella Easo? Boltaña es el doctor admirable en cuestiones ecuestres, Colmenar el doctor irrefragable en puntos de tauromaquia. No obstante, la privanza de Colmenar en casa de Noroña no se deriva del placer que sentía el Duque, inteligentísimo también en cuanto se refiere a la fiesta nacional, al ocupar su contrabarrera en tan sabia compañía. Origen más alto y trascendental tiene, hay que reconocerlo; remóntase a tiempos anteriores a la Restauración, en que el taurófilo iba y venía a París con misiones y encargos reservados, que le daban entrada franca en las más inaccesibles mansiones de la grandeza. Si Colmenar nació o no nació en las pajas; si su madre ejercía el oficio de pupilera; si su padre era un honrado veterinario; si él mismo, en los albores de su colaboración a la historia de España, llevaba aún los dedos pringados de vender butifarra, en una tienda de ultramarinos... puntos son que ni quitan ni ponen. Hoy Colmenar pisa las alfombras de Palacio, es gentilhombre de casa y boca, y se sabe de memoria las precocísimas espontaneidades del gracioso reyecito, lo mismo que antes repetía y comentaba las felices salidas y los oportunos juicios del malogrado monarca a quien había servido activamente en la penumbra. Para un almuerzo de confianza, otros convidados menos agradables que Colmenar se han visto. Como que estaba al tanto de la vida y milagros de toda la corte no celestial, y de bastantes menudencias político-chismográficas. Un solo defectillo se advierte en Colmenar, defecto que al aire libre no molesta, pero que, bajo techado, es un castigo. «La verdad -exclama el Duque así que Colmenar vuelve la espalda-, a este no digo yo que no le hiciese gentilhombre de casa; pero de boca... ¡como primero no fuese a dragársela y a limpiarse los fondos con el mejor dentista...!». Y apenas Colmenar aparece, ya está don Gaspar sacando del bolsillo un amplio pañuelo con gotas de Rimmel, y ofreciendo al taurófilo una fuerte pastilla de menta, en tono coercitivo.