Ir al contenido

El Niño de Guzmán: 04

De Wikisource, la biblioteca libre.
El Niño de Guzmán
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo IV

Capítulo IV

Regreso de las contrabandistas



La conmemoración del augusto muerto cerró la discusión sobre el Niño, y otra cuestión más actual volvió a agitarse. Los ojos de Mauricio seguían clavados en la esfera del reloj, y no ciertamente por admirar sus auténticas cinceladuras del Imperio. Marcaba las dos y diez y ocho... Y Borromeo, sintiendo renovarse el prurito de atormentar, antes calmado por su efusión al hablar del primo Pedro, insinuó como al descuido:

-Pero, Mauricio, ¿qué le pasará a tu señora? ¿Rusia y otras potencias extranjeras la tendrán cautiva en Biarritz?

-No seas plomo -respondió alzando los hombros el mayor-. Ya poco tardará tu futura, tu Gelita. Nadie te la roba...

-Y si alguien quisiese robármela -replicó Borromeo-, no creas que perdería horas en tirar al blanco... ¿Sabe usted, Tranquilo, un hecho curioso? En las salas de tiro suelen comparar cartones... Y el record pertenece, no a los galanes buscarruidos, sino a los maridos celosos.

Mauricio crispó los labios, contrajo la frente. El ataque era directo. Aun creía percibir el olorcillo a pólvora quemada de que impregnan la ropa los ejercicios a que había dedicado hora y media, según reciente costumbre... El despecho le dictó una réplica brutal.

-Estás mal informado, hermano... Tú no sabes lo que es un marido celoso, y... es natural que no lo sepas. ¡Si casi te sostengo que no los hay! El que lo fuese con fundamento y no hiciese lo que debe hacerse... sería, no ya un celoso, un bellaco, ahí veras tú, nada más que un bellaco... Esos cartones no pertenecerán a maridos celosos, criatura, sino a hombres prevenidos que, sin tener celos, se preparan a no consentir que los demás insinúen siquiera que los tienen...

La copa de agua que Borromeo alzaba se inclinó, y unas gotas cayeron sobre el mantel. Hubo en la mesa otro silencio tormentoso, difícil. Don Servando echó por los cerros de Úbeda, a trueque de variar de asunto.

-Duque, este Jerez tan fragante me parece una cara conocida... ¡Bah! ¡Tonto de mí! Pero si debe de ser Niño de Guzmán... De las bodegas del sobrino...

-Por cierto, y de la cosecha del año que murió el pobre Rey... ¡Cómo pasa el tiempo! Ya es un Jerez rancio... No hay otro como el Niño de Guzmán, de la célebre solera Carcamala... la más veneranda de las soleras andaluzas. El Jerez acabado de fermentar y trasegado a la Carcamala, echa canas en el acto... Esto es néctar... Con sherry por el estilo Pedro, puede darse tono en Inglaterra -añadió el Duque poniendo al trasluz la copita muselina llena de líquido topacio.

Chasqueaba la lengua Tranquilo y pedía más Jerez, con la libertad propia de un almuerzo en que no había otras faldas sino las del capellán, cuando estremeció los vidrios el rodar de un coche; se oyó bullicio en el vestíbulo, taconeo fuerte en la escalera, risas en la antesala, puertas empujadas con vivacidad, y dos señoras hicieron irrupción en el comedor. Mauricio se levantó de un salto, los convidados se deshicieron en saludos y bienvenidas; Tranquilo, galante, cedió su presidencia a la más bajita de las dos damas, que vino así a quedar a la derecha de su esposo, pues las recién llegadas eran Bernarda Zárate, condesa de Lobatilla y Rafaela Seriñó Zurita, pupila y sobrina no muy cercana de don Gaspar -para sus amigos, Narda y Arcangelita, o Gelita, más sucintamente.

No por tomar asiento cesó su alborozo; venían de evidente buen temple, y lo traían de fuera, como las brisas del primer mes del verano traen el olor de las abiertas flores. «¿Pero no les hacemos a ustedes tilín?», parecía decir con su actitud y sus parleros ojos claros, la rubia Narda. Antes de separarse dirigió a cada uno de los presentes una retrechería zalamera, zarpadita de gata blanca de aterciopelada piel. Echó a su suegro un beso volado; hizo a don Servando un gestecillo truhanesco, remozador; sonrió, como sonreiría un camarada en sport, a Leoncio Boltaña; y hasta a don Domingo, el clérigo mudo, le lanzó un «felices, Padre capellán», que animó un instante vagamente aquella faz de yeso. Pero la caricia verdadera de la actitud y de la voz, la coquetería suprema, reservola Narda ¡quién lo duda!, para su marido. Halagüeña dulzura ablandaba su voz cuando susurró:

-Hola, Mauricio mío... ¿Qué tal lo has pasado? ¡Si vieses qué mal se almuerza en Irún! Por caridad, vas a darme una tacita de té, servida por ti, azucarada por ti...

Interrumpió este meloso cuchicheo don Gaspar, que poniéndose la diestra delante de los ojos, a guisa de pantalla, exclamó enfáticamente dirigiéndose a las dos jóvenes:

-¡Pero, micas-monas! -(solía llamarlas así)-. ¡Cómo venís! Me deslumbráis.

Lucían, en efecto, aquellos trajes de exagerada elegancia con que las hemos conocido en la estación de Irún. Narda, de seda color agua marina, con larga estola flotante de encaje rojizo, y orlado de oleaje espumoso de plumas verdes el tocado de paja de Manila; Gelita, con su cotilla naranja bordada de turquesas y su sombrero azul, colores favorables a su trigueña tez.

-Venimos de Carnaval -confesó Gelita-. Por eso nos reíamos al subir la escalera. «¿Qué dirán?», pensábamos nosotras. «¡Vaya un pergeño para camino!».

-Bueno dejaréis a Biarritz... ¡Cómo tendrá el cuerpo la franchuta!

-Loca la hemos vuelto a la pobre madame Panache... -asintió Narda-. Ya no sabía cómo echarnos. Todo se le volvía: «Donc, madame la comtesse...». ¿Te acuerdas, Gelita? El último día, cuando bajábamos la escalera, la oímos que decía dejándose caer en la butaca: «Ouf! J’en ai plein le dos!».

-Y no hay más remedio que marearla así -exclamó Gelita-, porque, mientras conserva la sangre fría, no se hace carrera de ella. Esta coraza que veis... si no son los pases de muleta de Narda, me cuesta cuarenta duros más.

-Anda, que tú eres una infeliz... O sueltas redondamente lo que te piden, o te largas resignada, pian pianino...

-La verdad -reconoció Gelita-, me cansa tanto regateo, tanta triquiñuela... Si no fuese por los Mirovitch y los Santa Elvira, que nos acompañaron y nos llevaron en coche al Refuge, a ver las monjas cartujas... ¡La francesa dirá que la mareábamos, pero yo traigo una jaqueca...! Luego, venir de esta facha así, en ferrocarril... Borromeo, hijo, ¿me prestarás una dosis de antipirina?

-¿Qué antipirina? -respondió el mal configurado, que desde la aparición de Gelita había cambiado de aspecto, y mostraba no disimulado regocijo-. Ya nadie usa eso; es muy dañoso... Si continúa te daré otra cosa mejor, la lactofenina... Pero, ¿por qué os vinisteis así, de máscara?

-¡Bonita pregunta! Para aprovechar el viaje...

-¿Aprovechar? -repitió Borromeo.

-¡Qué pasmarotes! No entienden... -gorjeó alegremente Narda.

-No lo dirá usted por mí -advirtió Colmenar-. Yo soy un sabueso de la frontera, la he cruzado más veces que canas peino, y sé lo que aprovechar significa. Aprovechar... es pasar por alto todo el taller de madame Panache...

Un guiño adorable de la Lobatilla dio la razón al ex-viajante en conspiraciones.

-El caso es que parecíamos mascarones..., ¡si es que no parecíamos otra cosa peor...! Nos miraban... ¡Jesús, y cómo nos miraban! Hasta los carabineros...

La algazara de la concurrencia, en general, se redobló con este detalle; sólo Mauricio, nervioso, atormentó su barba de seda y arrugó la frente, y Borromeo hizo un gesto de contrariedad.

-¿Te acuerdas, Arcángela -prosiguió la loquilla recreándose calaverescamente en su aventura- de aquel inglesito de la estación de Irún? Vamos, que aquél... nos tragaba con los ojos.

-Hija del alma -objetó tranquilamente Gelita-, el pobre muchacho nos miraba con envidia, porque el registro le hacía perder el tren, y mientras a él le estaban armando un tinglado de adeudo que espantaba, nosotras paseábamos nuestro contrabando y llegábamos a tiempo... ¡Bonita idea formaría de nosotras!

-Perdió el tren porque quiso, ¡el mentecato!

-No; seamos justos... Por conducirse decentemente.

-Vamos, don Servando, ¿no tengo razón? ¡Un cuitado de un inglés que se empeña en declarar nuevo lo que iba a pasar como usado!

-Merecía su suerte por badulaque el inglés -declaró risueño el personaje político.

-Pues ni era inglés -afirmó Gelita- ni le creo badulaque, con permiso de usted, don Servando... ¿Manda o no manda la ley que se paguen los derechos? ¿Es bonito pasar matute? No me convenzo. Yo estuve por apretarle la mano a aquel caballero cumplido y decirle: «Muy bien; si todo el mundo fuese como usted...».

-¡Adiós, Cabriñana! -dijo Narda rebosando risa-. ¡Mire usted que puritanismos con el Estado! El que roba a un ladrón... Lo que dirían los empleados al ver la terquedad del inglés: ¿te gusta pagar y perder el tren? Pues, monín, paga y pierde...

Borromeo, entretanto, había preparado a Gelita, amén del medicamento una taza de té, y a pretexto de que la tomase en paz, se llevó a la joven desde el comedor a la galería que dominaba el jardín y formaba una reducida estufa, sostenida por columnitas jónicas y decorada con guirnaldas de dorado laurel, palmas y rosetas egipcias. Una vez allí, puesta la taza sobre un velador, al amparo de un ligero biombo de bambú, el segundón de Noroña aplicó un dedo sobre sus labios, y sacó del bolsillo ancha cartera, de la cartera una fotografía. Los ojos obscuros y dulces de la trigueña brillaron; sus mejillas se encendieron, su pecho se agitó.

-¿Es el retrato?

-¡Vaya! Por fin... ¡De París me lo envía, nena! ¡Y espero pronto al original! Me lo da el corazón... ¿Y esa jaqueca?

Gelita avanzó, se inclinó sobre el hombro de Borromeo para mirar la tarjeta... Un grito leve se abogó en su garganta...

-¡El de Irún...! ¡El de la estación! ¡María Santísima! -balbuceó, aturdida de sorpresa.

-¿De veras? ¿Estás segura? -articuló Borromeo, no menos atónito.

-¡Vaya!, ¡el mismo... el mismo! Ya ves tú... ya ves si me fijé en él. ¡Es el que perdió el tren, el que nos miraba!

-¿Y te fue simpático, nenita mía...?

Carmín más vivo tiñó las morenas mejillas, y el corazoncico, bajo la cotilla de terciopelo de bizantinos recamos, brincó un poco... Borromeo y Arcángela permanecieron así, uno frente al otro, irradiando un mismo afán, un mismo deseo: su mutua sonrisa misteriosa fue como enérgica seña recomendando cautela suma. Gelita cogió aprisa la taza de té y se quemó con la primer cucharada...

Mientras en la galería se conspiraba, otra escena íntima y curiosa se representaba en el comedor. Los convidados, ya de pie, decididos a fumar, dejaban solo a Mauricio, ocupado en servir a su esposa. Al principio lo hizo con material cortesía, pero con cierta bronca esquivez; así que Bernarda, aprovechando el momento, se le acercó, rozándole casi, embriagándole con el sutil aroma de su ropa, acariciándole las sienes con el plumaje aéreo de su capotita y el imperceptible y suave flotar de sus ricillos rubios, ligero movimiento de despecho del marido delató la victoria de la mujer. La mirada de Mauricio se enturbió; la respiración se hizo afanosa: todo indicó que actuaba el poderoso filtro. Cuando, al inclinar la tetera de plata repujada, el chorro de la cálida infusión cayó en la taza de porcelana china, los dedos del rendido Mauricio buscaron los de Narda, y eléctrico roce fijó e inmovilizó las dos palmas estrechamente unidas, como palmas de enamorados que por primera vez logran una caricia furtiva, deleitándose en prolongar el apretón, olvidándose de todo. Los rayos de las pupilas también se confundieron: el varón no se cansaba de detallar la seductora figura de la mujer, y esta, a su vez, subyugada, se complacía en aquella notable hermosura varonil. No había ternura ni piedad en las ojeadas que se cruzaban como floretes deseosos de herir la carne; había sólo, en Narda, delectación, que por ser conyugal era lícita, y en Mauricio una especie de extravío, forma del amor violento cuando no lo sanciona el alma y cuando los celos lo encienden con su tizón infernal...

Don Servando dio un codazo a Boltaña, diciendo: «¡Qué idilio!». Y el hípico se encogió de hombros, con desdén de persona superior a ciertas debilidades: «Lo de siempre... lo de siempre... Pues Mauricio estaba furioso...».