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El Niño de Guzmán: 13

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El Niño de Guzmán
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XIII

Capítulo XIII

Terremoto



La satisfacción de don Gaspar Noroña al escuchar que su sobrino Pedro aprobaba sin dificultad alguna las cuentas de la tutela, en las cuales bien podía un observador minucioso e impertinente encontrar reparos a docenas y hasta a cientos, tuvo de allí a pocas horas contrapeso cruel.

Hallábase precisamente el Duque en un momento feliz. La entrevista con Pedro le había quitado de encima el peso de un recelo fundado; y sea por efecto de la grata impresión o por mera virtud natural, sentíase aliviado de sus achaques y dolencias, ágil y de buen humor, lo mismo que cuatro o seis años antes. Maligna satisfacción le hacía sonreírse a solas, pensando en el chasco de la víspera, más bien adivinado que conocido por las frases embozadas y desabridas de Mauricio y las desenfadadas indicaciones de la propia Bernarda. No había sabido el Duque perdonar a su primogénito la mala elección de esposa, y cada hora de sufrimiento del hijo era para el padre silencioso desquite. «Él se lo ha querido. Peor para él», repetía frotándose las manos y probando con un paseo alrededor del despacho la sanidad de sus piernas, libres del hormigueo y de la pesadez gotosa.

Las tres serían -hora en que Borromeo y Pedro emprendieron la excursión a visitar al Cristo de los enamorados- cuando entró en el despacho de su tío Rafaela, que no se había presentado a almorzar, excusándose con una intolerable jaqueca. No debía de ser supuesto el padecimiento de la señorita, pues lo delataban las azuladas y hondas ojeras, el descompuesto semblante y la nerviosa agitación. Al gritarle su tío familiarmente «acércate, mica-mona», señalando a una silla, Rafaela se sentó al lado del sillón, tomó la mano de don Gaspar y la besó con maquinal reverencia. Antes de que el Duque correspondiese a esta demostración con otra más franca, besando a su pupila en el carrillo, Rafaela se incorporó, desvió algo la silla y la acomodó frente al asiento de su tío, diciendo sin preámbulos:

-Vengo a pedirle a usted autorización para marcharme de esta casa.

Quedose el Duque como quien ve visiones. Abrió los ojos de a cuarta, la boca de a tercia, se enderezó y no supo sino exclamar:

-¿Qué mosca te ha picado? ¿Te has vuelto loca?

-No señor -contestó Rafaela con vehemencia y firmeza, pesando y destacando cada palabra-. Estoy en mi juicio. Deseo vivir sola. He cumplido veinticuatro años; mi resolución nada tiene de prematura ni de irreflexiva.

El Duque hirió el aire con las manos. Su cara se inyectó, primero de rojo, de violeta después. El golpe era tremendo: el mundo se le caía encima. Con Rafaela desaparecía en un instante todo: no sólo el lujo, sino el bienestar; no sólo el bienestar, sino la vida: al entregar forzosamente a su pupila lo que la pertenecía de derecho, no le quedaba al jefe de la casa de Noroña ni con qué pagar los réditos de sus hipotecas. ¡Había pensado tantas veces en aquel instante terrible, de consecuencias fatídicas! Pensado, sí -pero jamás había creído que llegase-. Porque don Gaspar, con su penetración superficial y maliciosa, o por mejor decir, maligna, no acertaba a descifrar el arcano del alma de Rafaela; y al verla rehusar pretendientes, apegarse cada día más al hogar y a la familia de Noroña, creía como artículo de fe en la explicación del vulgo: Gelita resignada, secretamente apasionada de Mauricio, satisfecha con verle y tenerle cerca de sí, con respirar su atmósfera, con aquella sombra y apariencia de fraternidad que a veces encubre pudorosamente la pasión. Para la psicología elemental del Duque, la causa del amor era la belleza, y de haber perdido a un novio tan guapo como Mauricio, jamás podría consolarse una mujer. ¿Ahondaremos más? Tal vez el Duque no se había confesado a sí mismo una recóndita esperanza... ¡Aquella Nardita casquivana; aquel Mauricio celoso como un Otelo! ¡Tan fácil que el día menos pensado se tirase los trastos a la cabeza el matrimonio, que carecía del lazo de unión de los hijos...! Y entonces... ¿Quién sabe? Era este quién sabe una de esas nebulosas que se forman en la conciencia del vapor de los deseos irrealizables, a los cuales, sin embargo, se aferra tenacísima la voluntad... aspiraciones doblemente violentas, por lo mismo que son inconfesables y que no se ponen jamás en contacto con el aire exterior. No, don Gaspar no reconocía que él deseaba aquello, y que no sólo lo deseaba sino que lo hubiese escudado y amparado con toda su respetabilidad social, con todo el prestigio de sus canas y su alta jerarquía, con toda la defensiva fuerza de su agudeza y su ingenio a la vez popular y patricio... No lo reconocía sino a esas contadas horas en que el hombre se mira frente a frente, con valor, con estoicismo o con cinismo absoluto... Pero la hipótesis extraña de que volviesen a enlazarse ilegalmente, ya que legalmente no había podido ser, los destinos de Mauricio y Arcángela, era el clavo ardiendo a que todos los desesperados se agarran, y el Duque, al oír las palabras de su sobrina, se vio de pronto rodeado de olas verdes, altas, amenazadoras; náufrago hundido sin remedio en el abismo de su ruina, consumada lentamente por tantos errores, despilfarros y torpezas... Y Arcángela, más resuelta después de haber formulado en alta voz su pensamiento, prosiguió:

-No tema usted que yo cometa ninguna falta, ningún acto censurable. Quiero vivir sola, para arreglarme a mi manera; pero sin hacer nada malo. Ya que por desgracia no tengo padres, aspiro a disfrutar de mi libertad, único bien que poseo. Así y todo, ya sabe usted que no soy una ingrata... Mi cariño no le faltará a usted nunca.

-Pero, miquilla -tartamudeó don Gaspar-, ¿quién te quita libertad aquí? ¿Quién te impide hacer tu santo gusto? Yo te considero como a verdadera hija... como a una reina. Manda, y serás obedecida. Pajaritos de la China que pidieses... Te estorba ese par de calamidades: ¿no te lo decía yo? Pues que se vayan a vivir ellos donde y como les dé la gana... Ya conozco que se trata de eso, golondrina mía... Claro; se te ha acabado la paciencia; no has podido resistir más... Tu situación era intolerable... Allá ellos se las compongan. Nos quedamos aquí tú, Borromeo y yo... Vamos a pasarlo divinamente.

Arcángela escuchaba a su tío, pálida, con el entrecejo fruncido y ardiente y fijo el mirar. Al final del discurso del Duque, una llamarada de indignación y de bochorno pasó por sus mejillas. ¡Ah! Desde la noche anterior se habían roto muchos velos de ilusión, quizás voluntaria, en el alma de la pupila de don Gaspar Noroña. Las súplicas de aquel viejo, los ofrecimientos de despedir a sus propios hijos por conservarla a ella, parienta lejana, una extraña en cierto modo, se aparecían a la desengañada criatura en su desnudez impúdica de codicia y de egoísmo. Su renta sostenía la casa, su dinero era el puntal del lujo y del boato que disfrutaba en sus últimos años el tutor... y por eso, nada más que por eso, temblábanle las manos y se le ponía amoratado el rostro al oír que la mina podía agotarse. Arcángela tuvo un movimiento de repulsión, de náusea moral. ¿Cómo no se le había ocurrido, en tantos años, analizar el papel que desempeñaba en aquella casa y en aquella familia? ¿Qué extraña y amarguísima lucidez, qué claridad de rayo había alumbrado sus ojos, secos por la cólera, por la vigilia entumecidos? Sintió asco, desprecio, casi odio contra el Duque, y con mayor decisión y fuerza, con la dureza del que se cree burlado y frustrado por largos años de la felicidad, de la consideración a que tenía derecho, insistió:

-Muchas gracias por todo, y usted dispense si no acepto. Mi determinación es irrevocable. La ley me autoriza. No he de estar en esta casa ni una noche más. He mandado a mi doncella que me arregle un baulillo, y salgo esta tarde para Madrid, donde buscaré vivienda y me instalaré a mi gusto. Repito que no he de hacer nada que merezca censura; sólo quiero disfrutar de mi independencia y ser dueña de mí. Se me figura que esto es bien lícito, y no me importaría que nadie se opusiese.

El Duque, ante el eco de voz y la actitud de su sobrina, comprendió que el trance era decisivo, que no había medio de evitar aquella gran catástrofe. Tambaleándose se levantó del sillón y dio algunos pasos alrededor de la mesa, aturdido, amargado de accidente. Al fin, reaccionando un poco, recobrando el habla, parose frente a su sobrina, y furioso, la interpeló:

-Al menos me dirás qué es lo que ha pasado anoche. A perro viejo no hay tus tus... Por lo de anoche quieres marcharte.

Arcángela reunió todo su valor, y erguida y rencorosa pronunció lentamente:

-Es cierto. Me voy por lo de anoche. Debí hacerlo mucho antes, y así no hubiese llegado el caso...

El Duque cerró los puños. ¡De qué buena gana los dejaría caer como mazas de acero, en golpe mortal, sobre la cabeza vacía y hermosa de su primogénito! Porque don Gaspar no acusaba a Nardita, la cual ya sabemos que era así, sino a Mauricio, al funesto Mauricio, causa de la decadencia y ya inminente desastre de la casa ducal. Lo acaecido anoche -y que el Duque no se explicaba bien, ni acaso podría explicárselo nunca por falta del dato principal, las secretas esperanzas de Arcángela, el lugar que Pedro ocupaba en la imaginación y en el alma de su pupila-, ¿qué era en resumen?: una consecuencia de aquel desastroso matrimonio, último golpe a la estirpe de los Noroñas... Sin embargo, el Duque, con el pueril afán que sentimos por conocer la hechura del arma que nos hiere, se acercó a su pupila, cruzó las manos y preguntó ya en tono suplicante:

-Pero, ¿qué Satanás ha sido lo de anoche? No lo puedo entender... Sí, lo entiendo; gracias de Narda... ¡Ya sabes que no tiene atadero! ¡Haz con ella como se debe hacer con los insensatos, con los dementes, hija mía!

Arcángela, que encontraba dificultad en articular, movió la cabeza enérgicamente, negando. No quería perder su vigor y su resolución, y sentía que iba quebrantándola aquella escena penosa y humillante. La piedad, el mismo rubor que la infundía la conducta del Duque la turbaban, robándola el ánimo para llevar a efecto su determinación. En el trastorno inmenso de su espíritu, en la desolación de su alma, sólo prevalecía un deseo; un impulso maquinal e instintivo: el de huir. No sabía que Pedro también iba a poner en práctica el mismo recurso desesperado: creía, al contrario, que el primo volvería, que acaso se estableciese allí como familiar comensal, y que le vería al lado de Narda, mirándola de aquella manera, hablándola con aquel tono de voz. Las quejas que no proferían los labios, atropellábanse en el corazón y en la mente, hirviendo a borbotones -lava encendida, devoradora-. «¿Quedarme yo aquí? Nunca. No es por celos; no me digno tenerlos de esa mujer. Lo que no quiero es que otra vez me hagan representar el papel de... Me sofoca la rabia. Si Pedro ha formado de mí el concepto más horrible... ¡será natural...! Me ha visto con el disfraz ignominioso... No, no me quedaría aquí ni atada con cadenas de hierro».

El Duque ensayó otro recurso.

-¿No piensas lo que darás que decir? Reflexiona, Arcángela, por Dios... Mira que se va a alzar una tempestad de cuentos, de historietas, de mentiras. Tu misma reputación padecerá. Yo por ti lo digo, ¡principalmente por ti!

-¡Mi reputación! -contestó amargamente Arcángela, con ironía desdeñosa-. ¡Buen caso hacían anoche de mi reputación! Maledicencia más o menos... Le juro a usted que me es perfectamente igual. Mi conciencia está tranquila... Cuanto usted me diga es tiempo perdido. Lo he pensado. Estas resoluciones no hay que dejarlas enfriar; en frío cuestan más y hasta se prestan a más comentarios. A la gente cuéntela usted lo que quiera... Que tengo asuntos; que desde ahora yo misma dirigiré mis negocios... y que me ha sido indispensable marchar a Madrid para arreglar ciertos detalles. Invente usted... -añadió con tedio-. A mí me tiene sin cuidado. Lo pondría en carteles. Que hablen. Ya callarán. Adiós, tío; hasta Madrid. Me voy en el tren de las seis...

Y dando la vuelta, Arcángela empujó la mampara y desapareció. El Duque se quedó de mármol. ¡Era cosa hecha! Le abandonaba el dinero -la sangre social, el aceite con que brilla y arde la lámpara-; se marchaban las dulzuras, las comodidades de la vida, el descanso de los años caducos; ¡todo, todo! A pique estuvo don Gaspar de caer sollozando de rodillas, pero ya Arcángela había traspuesto la mampara, y se alejaban sus firmes pasos. En aquellas olas verdes y fieras que momentos antes creía ver el Duque rugiendo a su alrededor, hundíase la casa de la Sagrada entera, con fragor de barco al cual se traga la vorágine.

Aturdido como el buey por el mazazo mortal, dio el Duque una vuelta sobre sí mismo. Cuando pudo recobrar la conciencia de la feísima y dura realidad, una cólera desmedida se alzó en su alma; un impulso de odio violento, homicida casi, le movió a desear tener allí a Mauricio, para desahogar en él la ira que le sofocaba; a Mauricio, verdadero culpado del desastre, por su imperdonable error. ¡Si no hubiese traído a su hogar tal esposa; si ella no hubiese provocado la noche anterior un incidente cuyos detalles exactos aún desconocía el Duque, pero cuyos resultados tocaba, Rafaela no pensaría en apartarse de su tutor, y este seguiría disfrutando la manteca y la miel del pingüe caudalazo, que en horas de optimismo había llegado a considerar propio!

Lanzose don Gaspar al botón eléctrico, lo oprimió con violencia... Un criado apareció, correcto e impasible.

-Que baje el señor Conde... A prisa, que venga...

Cuando se abrió la mampara dando paso a Mauricio Lobatilla, el padre y el hijo, al pronto, no supieron qué decirse. Cruzado de brazos el Duque, miró a su primogénito fijamente, reprimiendo las ganas de abofetearle. Y Mauricio, ante la mirada paternal, fue poco a poco bajando los ojos y palideciendo más de lo que estaba, que ya era bastante... La actitud del padre la traducía el desdichado hijo según la ley de su pasión: creía que el Duque le pedía cuentas de honor, solicitando explicaciones del extraño suceso de la víspera. Acalladas, pero no dormidas, las sospechas; aturdido aún por las emociones de una reconciliación en que los sentidos envolvieron en red de fuego al discurso, Mauricio se sintió tan aplastado, que cruzó las manos con angustia, para implorar de don Gaspar el silencio. Y don Gaspar, hecho un áspid, escupió al rostro de su hijo cláusulas despreciativas.

-¡Majadero! Te luciste... Alégrate... Por las... ¡genialidades! de tu mujer, Rafaela se larga... Ve buscando empleo de modelo en el taller de algún pintor, que es lo único para que sirves... ¡No nos queda ni para comer, entérate!

Mauricio, atolondrado, dio dos o tres pasos... Lo único que en la marcha de Rafaela veía aquel maniático pasional, no era el quebranto de la fortuna, la necesidad apremiante, la ruina cierta... No... Rafaela, al partir, le decía con elocuencia y claridad meridiana: «No quiero autorizar lo que autoricé anoche... Doy ejemplo de lo que debe hacerse en estos casos...». Y, rendido, debilitado por las sensaciones de muy diferente género que venía experimentando hacía algunas horas; física y moralmente vencido, el desventurado avanzó, abriendo los brazos para arrojarse en los de su padre. Estaba entregado, más débil que niño o mujer; sus ojos se humedecían, sus labios palpitaban para pedir perdón, compasión, el consuelo apiadado, aunque inútil, que se busca en las horas supremas. El Duque, adivinando sus intenciones, hirviendo en furor, se preparaba sañudo a rechazarle y a reiterar la injuria a tiempo que, empujada de nuevo la mampara, hizo irrupción en el aposento don Servando Tranquilo -a quien ni poco ni mucho le cuadraba su apellido entonces-. Venía desencajado, corriendo, encasquetado el sombrero, la respiración congojosa, y sólo acertó a balbucear, ahogándose:

-¿No saben ustedes? ¿No saben ustedes? Ahora mismo... ¡un extraordinario...!

-¿Qué pasa? ¿Qué trae usted? -preguntaron a la vez el padre y el Hijo.

-Un extraordinario... ¡Le han matado...! ¡Le han matado...!

-¿A quién?

El glorioso nombre, tartamudeado por el personaje, despertó en Mauricio, sacándole de la absorción en el drama de sus celos, de su amor y de su honra... Y el Duque, llevándose las manos al cuello, rompiendo con sobrehumano esfuerzo la corbata, cayó recostado en el pecho de su primogénito. La sorpresa, el terror, el golpe de la noticia, produjeron el abrazo involuntario de dos generaciones.