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El Papa del mar : 1-05

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El Papa del mar

PRIMERA PARTE
LA CIUDAD DE LAS TRES LLAVES

Capítulo V
El hijo de Micer Petracco

de Vicente Blasco Ibáñez

Dejaron atrás los baluartes rosados de Aviñón y el automóvil corrió a través de la campiña por un camino orlado de álamos.

Se alejaban de la cuenca del Ródano, y el vehículo subía insensiblemente el declive de las colinas que limitan su valle fluvial. Iban hacia el nacimiento del Sorges, afluente del Ródano que se pierde cerca de Aviñón, a la célebre fontana de Vaucluse, origen de este curso acuático, siempre claro y frío.

Borja habló a la señora de Pineda del hijo de mícer Petracco, como él llamaba al gran lírico italiano. Había nacido en Arezzo por un azar de la vida política de su padre, educándose luego en la tierra papal de Aviñón.

Micer Petracco (Pietro di Parenzo) era un notario de Florencia que se vio obligado a huir de su ciudad en 1301, lo mismo que su amigo Dante. Pertenecían los dos a la facción democrática del partido güelfo, llamada de los blancos, y al triunfar los negros, o sea, la facción aristocrática, éstos quemaron sus casas, confiscaron sus bienes y los condenaron a perpetuo destierro. Muchos proscritos se juntaron en Arezzo para preparar una revolución, y en este destierro nació, tres años después, Francisco Petracco, o sea, el hijo de Petracco, nombre que se fue transformando en Petrarco y, finalmente en Petrarca.

Abandonó el notario de Florencia a Dante y sus otros compañeros de proscripción para trasladarse a la ciudad de los papas, donde eran muchos los desterrados italianos. La escasez de casas en Aviñón y la carestía de la vida le obligaron a instalarse en Carpentras, y aquí fue donde su hijo empezó sus estudios, teniendo por compañeros a varios jóvenes que alcanzaron después altos cargos en la Corte papal, sirviéndole de protectores. Su padre quiso hacer de él un hombre de leyes; pero Petrarca, entusiasmado por la literatura antigua, prefirió la gloria de ser un humanista, orgullo de sus maestros.

—Su primer amor lo concentró en la Roma antigua, ansiando verla otra vez señora del mundo. Por esto atacó a los papas de Aviñón, no obstante recibir sus mercedes. Le parecía intolerable verlos a orillas del Ródano, mientras la antigua urbe iba cayendo en ruinas, despoblada por interminables guerras feudales.

El poeta, al ser hombre, vivió en Aviñón, figurando en la Corte de los pontífices. Como muchos intelectuales de su tiempo, había recibido las órdenes menores para gozar prebendas eclesiásticas, sin los deberes del sacerdocio. Vivió siempre con la libertad de un laico, cobrando al mismo tiempo las rentas de las canonjías y beneficios con que le favorecieron los papas. Gracias a tal auxilio pudo llevar una vida no ostentosa, pero sí abundante y cómoda. Su jardín de Vaucluse y su gran biblioteca fueron los dos lujos de su existencia.

Empeñado en hacer vivir la literatura latina, copiaba él mismo o costeaba copias de los autores más célebres del pasado, llegando a reunir centenares de volúmenes, lo que resultaba inaudito en aquella época. Su amistad con el joven cardenal Orsini, antiguo camarada en la escuela de Carpentras, le permitió vivir entre los lujos y suntuosidades de los príncipes de la Iglesia.

—Fue también —siguió diciendo Borja— admirable viajero, no obstante los enormes riesgos que era preciso arrostrar en aquella época, aun en los caminos más frecuentados, pues las tropas mercenarias se dedicaban al bandidaje durante las treguas de la guerra. Dos camaradas de Petrarca murieron asesinados por bandoleros al ir de Aviñón a Roma. Papas y reyes tenían que esperar circunstancias favorables para trasladarse de un lugar a otro, y se rodeaban de tantas precauciones al emprender un viaje como si partiesen a una expedición militar.

Petrarca, que no era rico, viajó más que ningún hombre de su tiempo. Necesitaba de pronto huir de Aviñón y también de Laura, cuyo recuerdo le seguía a todas partes. Así corrió Italia, Francia y los Países Bajos. En otra ocasión visitó embarcado, la costa mediterránea de España, pasó por Gibraltar y no paró hasta Inglaterra.

—Para hacer el elogio de la familia de Orange, que le interesaba mucho por lo que diré luego, como oranga significa naranja, la compara en uno de sus escritos con las hermosas naranjas de Murcia.

El enamorado poeta pensaba, como Homero, que sólo se disipa la propia ignorancia a fuerza de remover el cuerpo y el espíritu, yendo de un lado a otro. Fue el Viernes Santo de 1327 cuando ocurrió el suceso más importante de su existencia, al entrar él en la iglesia de Santa Clara, de Aviñón. Allí encontró a Laura de Noves, joven noble, de púdica hermosura, rubia con ojos claros. Ella y el poeta cruzaron sus miradas, y esto sirvió para unirlos el resto de su existencia.

—Esta Laura de Noves era la esposa de un rico señor de Aviñón, Hugo de Sade, ascendiente del célebre marqués de Sade el novelista monstruoso. La heroína del amor más ideal y desinteresado que se conoce aparece, por un capricho de la vida, emparentada con el más demente de los libertinos... Usted sabrá que Laura tuvo nueve hijos de su marido y fue, indiscutiblemente, una esposa fiel.

Rosaura, que le escuchaba con atención, hizo un gesto de incredulidad.

—Nunca he podido comprender eso, y creo que a todos les pasa lo que a mí. Va más allá de nuestras ideas modernas. Amarse durante tantos años, vivir los dos en la misma ciudad, ser ella una mujer casada de experiencia, libre de sus actos, y no haber nada..., ¡absolutamente nada!

La viuda sonrió, mostrando al mismo tiempo cierta confusión por la audacia de sus insinuaciones.

—No hay que olvidar —contestó Borja— el espíritu de aquel tiempo. Petrarca fue casi un contemporáneo de la época caballeresca. Su alma era semejante a la de los paladines de los relatos heroicos que corrían el mundo rompiendo lanzas por su dama y sólo obtenían de ella un guante o una cinta. Vivió en el período del amor idealista y desinteresado.

Después de hablar así, con cierto entusiasmo, el joven sonrió, casi lo mismo que su acompañante.

—Debo añadir que la vida se permite jocosas venganzas con los que pretenden sustraerse a sus mandatos. Mientras Petrarca cantaba a Laura, su dulce amiga, quejándose de sus desdenes y de su fidelidad matrimonial, sostenía relaciones materiales con una mujer de Aviñón, de la que tuvo dos hijos, Juan y Francisca. Juan siguió la carrera de su padre. Clemente Sexto le dio un canonicato en Verona (por favorecer al poeta), dispensándole la edad pues sólo tenía nueve años. Francisca vivió en Florencia al lado de Boccaccio gran amigo de Petrarca, mientras éste rodaba por el mundo o escribía en su retiro de Vaucluse.

Después de remontar el automóvil varias cuestas empezó descender perdiendo de vista sus ocupantes el valle del Ródano y el caserío de Aviñón. erizado de torres. Otro valle se extendía ahora ante ellos, con pueblecitos agazapados al pie de colinas que sustentaban restos de castillos. En el fondo, obstruyendo gran parte del horizonte, vieron la pirámide inmensa del monte Ventoso.

—Una nueva Laura se ha descubierto —continuó Borja— que parece más verosímil y aceptable que la dama casada de los nueve hijos. Fue un abate de la familia Sade quien lanzó y afirmó la versión de que Laura había sido una señora de su parentela. Otros creen que la amada del poeta fue Laura de Baux, de la familia de Orange, que vivía en un castillo cerca de Vaucluse. Se mantuvo soltera, y sus gustos literarios, su figura romántica concuerdan más con el poeta. Laura de Noves murió de la peste que tantas víctimas produjo en la ciudad papal. Laura de Baux, joven, de salud frágil, murió de consunción (nombre que daban entonces a la tisis) estando ausente su cantor. Pero sea una o sea otra, hay que agradecer la resistencia que opuso siempre a sus deseos. De haber cedido al poeta, no tendríamos ahora sus canciones de amor ni sus sonetos.

Petrarca la describía tal como la vio por primera vez, bien fuese el Viernes Santo en una iglesia de Aviñón o bien en el castillo inmediato a Vaucluse: «Más blanca y más fría que la nieve en los lugares que el sol no ha tocado en muchos años; con una cabellera rubia, al lado de la cual el oro y los topacios parecen vencidos; vistiendo larga túnica de seda verde bordada de violetas.» Cantaba fervorosamente «la iglesia donde ella ora, los bosques y las rocas que la ven pasar, el río donde baña su cuerpo».

—Es en el arte un precursor de la escuela de la Naturaleza, de la descripción literaria que quinientos años después adoptó el naciente romanticismo. Es Platón expresándose por medio del verso. En sus canciones habla del mundo de las aguas, de las montañas y las selvas, como un poeta moderno. La fuente de Vaucluse es para él un personaje viviente. Su amor a la Naturaleza le hizo permanecer alejado de las calles de Aviñón, en el lugar donde vamos ahora, bastándonos para el viaje menos de cien minutos de automóvil, pero que en aquel tiempo exigía casi una jornada.

Su casita junto al río Sorges, llena de libros y de recuerdos de la Roma clásica, estaba al pie de una colina rocosa, debajo del castillo del obispo de Cavaillón, señor del lugar. Más allá de su jardín poseía una pequeña isla de piedras. en la cual había aposentado a las Musas, ya que las arrojaban de todas partes. Pero las ninfas del Sorges, descendiendo de lo alto de las peñas, azotaban a las Musas con sus inundaciones. Las mil vírgenes acuáticas se vengaban de que Petrarca prefiriese a nueve solteronas viejas.

Varias veces abandonó este retiro. Al instaurar Rienzo la República romana, el poeta, entusiasmado, emprendía un viaje para reunirse con aquél. Pero antes de llegar a Roma se enteró del fracaso del tribuno y de su fuga, deteniéndose en Parma. Otra noticia más terrible vino a buscarlo en el suelo italiano. Laura había muerto, y su cuerpo, tan hermoso y casto, reposaba en una iglesia de Aviñón.

—Volvió a Vaucluse para amar un fantasma. De todo cuanto lo rodeaba: peñas. árboles y acuáticos murmullos, resurgieron imágenes y recuerdos, saliendo a su encuentro como melancólicos amigos. Otra vez abandonó su casita, el día en que, paseando por la orilla del Sorges, vio llegar un mensajero del Senado de Roma.

La vieja ciudad deseaba coronarlo en su Capitolio, con una pompa algo teatral que recordase la de los antiguos triunfos romanos. Esta gran consagración era al hombre político, al patriota elocuente, al partidario de la unidad de Italia, más que al poeta.

—Aún el mismo poeta se vio glorificado por la parte más olvidada ahora de su obra. Lo aclamaron por sus méritos de humanista, por sus poesías latinas, especialmente por su poema África, escrito en dicha lengua, o sea, por lo que nadie de nosotros lee y hace siglos está olvidado. Su Cancionero, sus Triunfos, todos sus versos italianos, de sincero apasionamiento, que parecen escritos por un lírico de nuestros días, los consideraron entonces pueril diversión de erudito, frívolos jugueteos de su imaginación entre una epístola ciceroniana y una égloga a lo Virgilio. Esto demuestra la poca consistencia de los juicios literarios. Los hombres de su época no creyeron jamás en la existencia de Laura; fue para ellos un ser fingido al que dedicaba el tonsurado Petrarca los arrebatos de un amor puramente cerebral. Iguales entretenimientos se permitían con otras damas irreales los clérigos y prelados de entonces aficionados a los versos.

Nunca quiso decir el poeta el verdadero apellido de Laura. Si sus amigos más íntimos llegaron a convencerse, finalmente, de la existencia real de ésta, fue por revelaciones fragmentarias que Petrarca les hizo, casi siempre contra su voluntad.

Empezó a rodar el automóvil por la orilla de un río pequeño, claro, verde, de profunda nitidez, como ciertos espejos antiguos. Luego se deshizo entre casas: el pueblo de Vaucluse. Al salir de nuevo a la campiña, siguiendo su marcha junto al curso fluvial, cada vez más amplio, un ruido de cascada invisible surgió del fondo del paisaje uniéndose a los murmullos de la arboleda, balanceante bajo la brisa.

Era una caída de agua que Borja llamaba discreta, pues en vez de ahogar los rumores del campo, se fundía con ellos en una concreción casi musical. Como el automóvil marchaba lentamente por el angosto camino, sin estrépito alguno, todos los ruidos aéreos, vegetables y acuáticos resultaban perceptibles para sus ocupantes. El río se deslizaba en sentido inverso, con ansiosa velocidad, cual si tirase de su curso del derrumbamiento de una lejanísima cascada. Era blanco y luciente, lo mismo que el acero, en los espacios donde estaba tocado por la luz solar; verde y profundo en los rincones de sombra, bajo la bóveda formada por los árboles y matorrales de sus riberas.

Se detuvo el vehículo, por no poder ir más allá, junto a la puerta rústica de un restaurante al aire libre, entre el camino y la orilla. Esta lengua de tierra con verdes cenadores, mesas y asientos de junco ostentaba un rótulo en su entrada: El jardín de Petrarca. También existía junto a dicha puerta una especie de bazar portátil, cuyos objetos estaban adornados, invariablemente, con la misma cabeza que figuraba en muchas fotografías y tarjetas postales; perfil narigudo y majestuoso, tocado con capuchón de punta colgante y corona de laureles: el poeta, rey de este lugar.

Echaron pie a tierra, para seguir su marcha por un sendero que ascendía entre matorrales. Aquí empezaba la subida a la fontana de Vaucluse. Claudio explicó que en épocas de nivel ordinario surge el río en dicho lugar. Las aguas nacen en mansos surtidores circundados de espumas. Su nivel es el mismo de la fuente de Vaucluse cuando ésta tiene sus aguas bajas e inmóviles.

Continuaron ascendiendo entre grupos de vegetación, siempre verde y fresca por una perpetua humedad. Fueron quedando debajo de ellos y a sus espaldas los nacimientos ordinarios del río. Ahora avanzaban junto a un cauce en rudo declive, completamente seco, con montones caóticos de rocas. Servía de lecho a la cascada de Vaucluse, cuando la fuente sube de nivel y se desborda en tumulto, hasta llegar al sitio donde empieza en tiempos de sequía el curso normal del Sorges. Estas rocas negras, cubiertas de líquenes, las encontraba Borja parecidas a dorsos de elefantes hundidos en el cauce del torrente. Entre los peñascos oscuros se extendían como mallas de una red los blancos arabescos del sedimento calizo depositado por las aguas.

Se vieron de pronto sobre el borde superior de la fontana, laguna casi redonda en el fondo de un embudo de piedra. Este agujero enorme tenía a un lado de la arista del derramamiento de la cascada, ahora en seco, y en el opuesto, una montaña vertical, semejante al acantilado de una costa. Dicha pared de roca, siempre en la penumbra, desde el agua adormecida abajo hasta las inmediaciones de la cresta terminal, sólo tenía en su parte más alta un ribete de piedra gris, dorada por el sol. Parecía recta a primera vista, pero en realidad formaba un ángulo entrante, y sobre los intersticios de sus rocas habían nacido algunas higueras, al azar de los vientos cargados de gérmenes.

En el fondo del embudo la sombra era eterna. Se espesaba y aclaraba al ocultarse o surgir el sol; pero hasta en las horas de mayor luz mantenía su color de crepúsculo tranquilo. La fuente parecía un ojo azul, aureolado de verde en sus orillas, donde el agua resultaba menos profunda. Borja la apreció como una pupila inmóvil de la Tierra, guardadora de igual misterio que la Esfinge, el Himalaya o los ríos padres, Ganges y Nilo.

Silencio profundo. Únicamente sonaban lejanísimos los cantos del Sorges al escaparse al mismo nivel de estas aguas hundidas y muertas. El círculo acuático se hallaba ahora a veinte metros de profundidad, bajándose hasta él por la cuenca de piedra en declive.

Arrojó el joven varios fragmentos de roca a este redondel azul. Sonaba a continuación un ruido amortiguado como si el silencio absorbiese las vibraciones del choque en vez de agrandarlas. Luego descendía la piedra, habiendo perdido la mayor parte de su gravedad, balanceándose como un péndulo, llevada de un lado a otro, cual si no pudiera abrirse paso en el espesor de las aguas sin fondo.

Comparó Borja este embudo líquido con el globo de un ojo humano y el nervio visual que lo prolonga. El ojo era la superficie circular, y después de ella existía una especie de tubo gigantesco, un desaguadero hundiéndose oblicuamente en la corteza terrestre, sin que nadie conociese su término. Las gentes del país contaban que objetos arrojados en fuentes de Suiza habían resurgido a la luz por este conducto subterráneo. Era, indudablemente, la boca de escape de un río que se deslizaba siempre oculto, centenares de kilómetros. Al experimentar una crecida se elevaba con vertiginosa rapidez, lo mismo que una caldera hirviente, cayendo rocas abajo en forma de cascada para agigantar más allá el caudal del tranquilo Sorges.

Cansados de arrojar piedras, se sentaron en dos rocas sueltas, donde empezaba el declive del embudo, teniendo a sus pies la charca sin fondo. Sentíanse intimidados por la soledad del lugar, por el agua misteriosa que parecía surgir de una arteria rota del planeta, por la sombra y el silencio. Borja admiró esta penumbra milenaria. Tal vez las paredes de la cascada, ahora en seco, no las había tocado nunca el sol. Era una sombra que databa del principio del mundo en su forma presente.

Ella había mostrado cierto miedo al sentarse. Un paso en falso, el deslizamiento de una piedra, podía hacerlos caer a los dos en la sima acuática, y aunque tuvieran la suerte de quedarse en uno de los salientes sumergidos, que eran a modo de pequeñas playas cubiertas de piedrecitas, debía resultar terrible el contacto con aquella agua frígida, jamás caldeada por el sol. Luego quedó en muda contemplación, dejándose ganar por el augusto silencio.

Borja también permaneció abstraído ante el gran redondel azul, que cautivada su mirada con el mismo poder mágico del fuego en las noches invernales. Rosaura se había sentado detrás de su amigo, obedeciendo las indicaciones de éste dictadas por una galante precaución. De tal modo, si resbalaba, le serviría el joven de sostén. Al volverse de pronto hacia ella, hizo Borja un gesto de asombro, y luego sonrió. ¡Ah mujer!... Había abierto su cartera de mano para mirarse en un espejito; se arreglaba los rizos caídos sobre sus orejas, avanzaba la boca, frunciendo en forma de redondel, para renovar con un lápiz rojo la pintura de sus labios.

Terminado este acicalamiento se levantó del pedrusco. Sentía frío; pesaban sobre ella el silencio feroz y la penumbra de este lugar, que parecía de un mundo todavía sin habitantes. El le dio una mano, ayudándola a descender entre arboledas charoladas por eterna frescura, con hiedras exuberantes en torno a sus troncos o extendiendo sobre la tierra su oscuro follaje. Animados por la soledad, se imaginaban que este sendero les pertenecía y el último en pasar por él había sido el enamorado solitario de Vaucluse, seis siglos antes.

Rosaura sabía algo de Petrarca gracias a ciertas noticias fragmentarias y a las explicaciones de su acompañante; pero este viaje le había proporcionado una repentina admiración por el poeta, y juraba dedicarse a la lectura de sus libros, aún de aquellos escritos en latín, completamente olvidados, según Borja.

—¡Sentirse amada idealmente! —dijo pensativa—. Un hombre que se contentase con besar la mano y no exigiera materialidades, que muchas veces nos resultan molestas e inoportunas... ¡Verse adorada sin interés, con una pasión casta y sincera!...

—Pero usted olvida —interrumpió el joven— los hijos que tuvo el poeta y los hijos que tuvo también Laura de Noves con su marido, si es que verdaderamente fue ella.

—No importa; esos obstáculos valen menos que usted se imagina, y no resultan incompatibles con el enamoramiento de que le hablo. Ustedes los hombres sólo buscan... eso. Sin ello no conciben el amor. Las mujeres pensamos de otra manera. Somos menos sensuales que ustedes se figuran, y, en cambio, aspiramos a muchas cosas que ustedes no comprenden.

Entraron en El jardín de Petrarca, y el dueño acudió presuroso, abandonando la conversación con el chófer de Rosaura, un español que estaba a su servicio desde que ella llegó a Europa.

Recordó Borja las descripciones de Petrarca sobre la abundancia de la caza y la pesca en su retiro campestre. Truchas y perdices figuraban con frecuencia en su mesa rústica. El dueño del restaurante que consideraba la fama del poeta como algo anexo a la gloria de su establecimiento, contestó con gesto triste:

—Eso fue en aquella época. Las truchas hace siglos que desaparecieron; pero les serviré unos cangrejos a la americana, que todos encuentran excelentes, y las perdices serán sustituidas por un pollo tiernísimo.

Almorzaron en la misma orilla del Sorges, sirviendo de coro a su conversación una caída de agua próxima que refrescaba al pasar el vivero de los cangrejos. Sobre el mantel blanco y rosado quedó erguida una botella del vino más famoso del país, el Château—neuf—du—Pape, grueso, generoso, de gran fuerza alcohólica. Al deslizarse con roce aterciopelado por el paladar del imaginativo Borja, le hizo ver una gran capa pontifical de púrpura oscura, bordada de múltiples flores en realce, toda ella majestuosa y flexible a la vez, adaptándose al cuerpo con envolvente caricia. Rosaura, seducida por el murmullo de las aguas y la frescura de la sombra, después de su reciente viaje desde París, a lo largo de monótonas y polvorientas carreteras, envidió el retiro de Petrarca, juzgándolo un lugar paradisíaco.

——Siento la tentación de construir una casita aquí. Viviría lejos del mundo, no escribiría versos, pues soy una pobre ignorante; pero le aseguro que sabría paladear tan bien como el poeta las bellezas de este sitio. ¡Qué feliz debió de ser al lado de este río pensando en su Laura!...

Hizo Borja un gesto de incredulidad. ¡Si las buenas épocas pudiesen durar eternamente!... Mas los años pasan, y con ellos la juventud y la voluntad de vivir. El hermoso panorama de Vaucluse fue ensombreciéndose para Petrarca. Repetidas veces volvió a él, encontrándolo en cada viaje más triste, más solitario. Laura ya no era más que un fantasma. Sus amigos y protectores de Aviñón habían muerto o se habían alejado. Hasta un vecino del pueblo que le servía de doméstico largos años, y sin saber leer manejaba sus libros, ayudándole por instinto en las eruditas rebuscas, moría también.

—Su hija vivía en Florencia y lo llamaba. Su hijo Juan le había dado muchos disgustos con los escándalos de su juventud licenciosa, acabando por morir prematuramente. Además, los papas de Aviñón se decidían a trasladarse a Roma, realizando al fin el ideal patriótico al que había dedicado Petrarca la mayor parte de su existencia... Y abandonó Vaucluse para siempre, instalándose en la italiana Arqua por que tenía cierta semejanza con este lugar a causa de sus aguas y sus arboledas. Había dejado aquí su amor, su juventud, la mejor parte de su vida: aquí había escrito sus obras más famosas.

Para olvidar su vejez, se dedicaba ardientemente al trabajo, llegando a emplear hasta cinco secretarios a un mismo tiempo en su retiro de Arqua. Y una tarde, como el soldado que muere en pie apoyado en su lanza, lo encontraron inánime en su biblioteca, caído sobre un libro. Tal vez en esta agonía rápida y solitaria, su último pensamiento fue para Vaucluse y su célebre fontana.

Rosaura le hizo callar con exagerada indignación:

—Borja. ¡por Dios!, no hable de la muerte. Deje vivo a Petrarca. Los poetas no deben morir. Y vivamos nosotros también, gozando la hermosura de la hora presente, en absoluto olvido de lo que pueda venir luego.

Comieron con una alegría de vagabundos que encuentran una posada en su camino. El propietario del Jardín de Petrarca saludó confuso al oír los elogios que una señora tan elegante dedicaba a su pobre cocina. Borja miró con asombro la botella de Château—neuf. Ya estaba vacía, y aún no les habían servido el pollo asado. Pidió otra, a pesar de la risueña protesta de su acompañante.

—No, Claudio; sea usted prudente. Este vino es muy fuerte y nos va a embriagar.

El dueño del restaurante, confiando el servicio a dos muchachas, empezó a conversar con el chófer, que comía en una mesa lejana, oculta por unos árboles.

—Es una gran señora —le dijo el español— ¡Y tan generosa, tan sencilla con los de su casa!...

Dulcemente turbados por el ambiente y el vino de los pontífices, miraban Rosaura y Claudio alrededor de ellos, cual si quisieran fijar para siempre en su memoria las bellezas del rumoroso paisaje. Más allá del rectángulo de sombra proyectado por un toldo a rayas trazaban los árboles sobre el asfalto del suelo manchas inquietas de oro, luminoso. Todos ellos habían sido invadidos por las plantas trepadoras, manteniendo sus troncos ocultos bajo un forro vegetal. Se inclinaban sobre el río, que era azul en su parte media y verde en las orillas, por el reflejo de los apretados matorrales.

Un peñasco en mitad de la corriente cortaba su alborotado curso, haciéndolo derrumbarse en caídas espumosas por ambos lados de su negra masa. Estos raudales entonaban una melopea interminable, que servía de fondo armonioso a las otras voces de la Naturaleza. Al recobrar más abajo su transparencia, se formaban en el agua nítida pequeños remolinos, semejantes a flores de cristal. También surgían de su fondo enjambres de burbujas blancas, volando cual si fuesen mariposas del río. En los remansos desaparecía el lecho bajo masas de plantas acuáticas con hojas verdes y prolongadas, iguales a las del laurel.

Borja se creyó galvanizado por una energía extraordinaria, sintiendo al mismo tiempo la comezón de la inquietud. Estaban solos. Su compañera parecía otra mujer, con los ojos muy brillantes, la risa de tono varonil y una confianza descuidada en sus palabras, cual si los dos perteneciesen al mismo sexo. Cierta dualidad interior, surgida siempre en los momentos críticos de su existencia, le hacía dudar. Una voz que él solo podía oír le daba consejos: «Vas a hacer una tontería. Vas a perder una amistad agradable. Te avergonzarás al darte cuenta de tu acción ridícula.»

De pronto se vio cogiendo por encima de la mesa una mano de Rosaura e intentando besarla.

—¡No, Borja! —protestó ella, súbitamente grave—. No sea niño. Va usted a hablarme de amor, de la felicidad de vivir aquí juntos..., ¡música conocidísima!, lo que podría decirme el último necio del mundo en que vivo... ¡Y usted se cree un hombre de talento!... Suelte mi mano. Un beso en la mano no significa nada; me los dan a cientos como saludo, lo mismo que a las otras mujeres. Pero aquí no lo tolero. Aquí significa otra cosa.

Y sacó su mano con rudo tirón de entre las dos que la acariciaban.

—Usted no me creerá —contestó él humildemente— y, sin embargo, todo lo que se diga ahora no puede ser más cierto. ¿Se imagina que sólo nos conocemos desde que la vi en Madrid?... Error; yo la conozco desde que empecé a pensar. La he visto siempre, la he estado esperando toda mi vida, y ahora que al fin cruza usted mi camino, se burla de mi admiración, me cree uno de tantos que la habrán buscado únicamente por el deslumbramiento de su belleza.

Ella rió de la seriedad con que el joven profería tales palabras.

—Tome su café, Claudio —dijo maternalmente—. Pasemos tranquilos este día tan hermoso. No crea que me ofenderé si deja de hacerme la corte. Al contrario: deseo que hablemos como dos buenos amigos. Tráteme lo mismo que si fuese un camarada.

Pero Borja, enardecido por sus propias palabras, no pudo tranquilizarse.

—¡Cuánto ha tardado usted en llegar! —prosiguió—. La conozco mejor que usted misma. Eternamente será joven, y, sin embargo, tiene miles y miles de años. Es tan antigua como el mundo, tan remota como la vida.

Aquí Rosaura empezó a reír y le hizo un saludo irónico.

—¡Qué galanterías tan nuevas! Vieja..., antigua..., miles de años... Muchas gracias; es usted muy amable.

El joven continuó, como si hablase para sí mismo :

—La he visto en los libros, en los cuadros, en todo lo que soñaron los hombres para concretar la suprema hermosura. Usted es Venus, es Helena, es la gracia y la tentación que embellecen la vida. Usted no envejecerá nunca; tiene la inmortalidad de los dioses.

Ella agitó su cabeza con graciosos movimientos de aprobación.

—Eso está mejor. Se ha enmendado usted y dice cosas más agradables. Puede seguir...

Una música vulgar, alegre, de ritmo frívolo, rasgó de pronto el rumoroso coro de las aguas y las hojas. El Jardín de Petrarca poseía un piano eléctrico, como todos los merenderos establecidos en las inmediaciones de las ciudades, y su dueño creyó llegado el momento de hacerlo funcionar al ver que sus dos únicos clientes habían terminado el almuerzo.

Los pies de Rosaura empezaron a moverse al compás de esta música regocijada y mediocre, golpeando el suelo con sus altos tacones.

—Vamos a bailar —dijo.

Y Borja se vio danzando en el espacio asfaltado, junto a una orilla del río de Petrarca. En su brazo derecho se apoyaba con abandono voluptuoso el talle de la criolla. Esta había echado su busto atrás, como si temiese algún atrevimiento de su danzarín. Al mismo tiempo le complacía la posibilidad del peligro, por el gusto de rechazarlo.

Era ella la que dirigía los movimientos de su compañero. Amaba el baile. En París frecuentaba los tes donde se danza, y Claudio se había mantenido casi siempre en tales fiestas como un lejano y tranquilo curioso.

Se dejó conducir por esta mujer, que le parecía de esencia superior. Así debieron de guiar las antiguas diosas a los pobres mortales cuando se dignaban descender hasta sus brazos.

Otra vez resurgió en él aquella audacia que era motivo de remordimiento y vergüenza para una segunda mitad de su vida interior. Como si experimentase un desvanecimiento, bajó la cabeza, besando tímidamente la blanca carne del cuello femenino que dejaba visible el escote.

—¡No; eso, no! —dijo Rosaura, librando su cintura del brazo varonil—. Se acabó el baile. Es usted un niño incorregible, con el que no se puede vivir tranquila.

Luego, como si se arrepintiese de la voz irritada con que había dicho tales palabras, añadió sonriendo:

—Tendré que escribirle a la hija del señor Bustamante, para que sepa cómo es en realidad su futuro esposo.

Este recuerdo hizo más daño a Claudio que todas las protestas de la dama. Perdió en un momento la dulce turbación de su embriaguez: lo vio todo de un color lívido. El paisaje quedó velado por densa bruma.

Ella acabó por sentir lástima ante su desaliento.

—No sea inocente. Reconocerá usted que una mujer como yo, completamente libre y que lleva una existencia algo... movida, no va a estar esperando a que usted llegue, como dice usted que me ha estado esperando a mí. Créame: nadie espera a nadie; es el azar el que lo arregla todo. Para que me deje en paz y continuemos siendo amigos, le diré que en mi vida de viuda existe un hombre..., un hombre que muchos conocen. Tal vez usted lo conoce también, y el deseo de sustituirlo es el que le impulsa a tales audacias, que ofenderían a otras mujeres menos conocedoras de la vida que yo.

La última suposición de Rosaura ofendió a Borja, al mismo tiempo que le sorprendía dolorosamente. El ignoraba la existencia de tal hombre; él no quería sustituir a nadie; él la amaba sin preocuparse de su historia.

—Está bien; no vuelva a hablarme de su amor... Me extraña que no conozca este episodio de mi existencia cuando tanto se han preocupado de él, sin necesidad, mis amistades de París y de otras partes... Seamos como esos camaradas que se estiman mucho, viven lo mismo que hermanos y respetan mutuamente sus secretos.

A partir de este momento, la conversación entre los dos fue triste y lenta. En vano ella pretendió alegrar a Borja con sus risas y sus correteos. Quiso embarcarse en una lancha automóvil llamada La bella Laura, que hacía pequeñas excursiones por el Sorges. El dueño del restaurante explicó que su motor lo estaba reparando un mecánico de Aviñón.

—Entonces, vámonos —dijo, haciendo señas a su chófer, sentado ya en el pescante del automóvil, frente a la portada del restaurante—. Usted, Petrarca mío, está de mal humor, y conviene que pierda de vista un paisaje hermoso que ahora parece detestar. En Aviñón será usted otro. Me contará cosas interesantes de su compatriota Luna y de la pelea entre los papas, con otras historias completamente nuevas para mí.

Volvieron a la ciudad por el mismo camino. Borja permaneció silencioso al principio, o contestó con breves palabras a las preguntas de su compañera. Luego, como si la proximidad del cuerpo adorable sentado junto a él, con el que le ponían en íntimo contacto los vaivenes del vehículo, resucitase las vehemencias de su deseo, volvió a hablar de aquél amor que él consideraba sobrehumano, revistiéndolo de fantasías históricas y literarias.

Venus Lilit le contestó gravemente, mostrando en su tono algo agresivo un propósito de terminar para siempre con tales peticiones :

—¡Ah español! ¿Es que una mujer no puede ir a ninguna parte con un hombre sin que éste le hable de amor, exigiendo ser correspondido, lo mismo que un sultán que ha puesto sus ojos en una odalisca? ¿Es imposible que vivan en plácida tranquilidad, como dos amigos?... Le hablo muy seriamente, Claudio. Ha sido para mí una suerte encontrarlo en Aviñón. Me cuenta usted cosas muy interesantes; su conversación me hace olvidar otras preocupaciones; pero si continúa molestándome con esas tonterías de niño caprichoso, mañana a primera hora me marcho a la Costa Azul..., y no me verá más.


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