El Robinson suizo/Capítulo VI

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El Robinson suizo (1864) de Johann David Wyss
traducción de M. Leal y Madrigal
Capítulo VI


CAPÍTULO VI.


Transporte de las bestias.—El tiburon.—Segundo desembarque.


Apénas alboreaba cuando sin poder contener mi impaciencia subí al alcázar del buque, y desde allí con un buen telescopio dirigí la vista hácia la tienda por si descubria á mi familia, ó de cualquier modo adivinaba lo que pudiera haberla acontecido desde la víspera. Federico me trajo un ligero desayuno, reducido á un poco de galleta, víno y jamon, y miéntras le tomábamos, volvia de vez en cuando los ojos hácia la playa. Al fin ví con placer que la tienda se entreabria, saliendo de ella mi esposa, la cual arrimada á su umbral contemplaba tambien el mar. En seguida izámos un pañuelo blanco y se calmó mi desasosiego al ver que me correspondia con la misma señal.

Tranquilo por ese lado ya no me urgia tanto la vuelta, y pensé en los pobres animales que quedaban abandonados en la nave y que perecerian infaliblemente si no me resolvia á sacarlos.

—Federico, dije á mi hijo, como no tenemos prisa, he resuelto salvar el ganado, ó al ménos todo el que se pueda.

—Si pudiéramos arreglar una balsa, sobre ella podrian pasar atándolo...

—Sería muy dificultoso, y ofrece además no pocos inconvenientes; hay que arbitrar otro recurso.

—Pues bien, por de pronto, el cerdo se puede arrojar al mar, el agua le sostendrá, y con una cuerda lo remolcarémos.

—El cerdo, pase; pero el resto del ganado, y sobretodo el asno y la vaca no pueden pasar así.

—¿Pues por qué no disponemos para cada animal un salvavidas á imitacin de los nuestros, y así nos seguirán á nado sin el menor peligro?

—Buen pensamiento, exclamé; manos á la obra.

Por via de ensayo dejámos caer al agua una oveja con dos trozos de corcho bien sujetos á ambos lados, observando ansiosos el resultado de la prueba. Por de pronto nos la figurámos perdida, pues asustada por los golpes de mar, se fué á fondo; pero á poco salió á la superficie, y comenzó á nadar que era un gusto, hasta que extenuada de fatiga, sostenida á flor de agua por el corcho, dejó de mover las patas, y sin hundirse se dejó llevar tranquilamente por las olas.

Esto me llenó de alborozo; seguro ya de poderme llevar las ovejas y las cabras, el mismo expediente me serviria para hacer lo propio con el resto del ganado. Acto continuo comenzámos á disponer los salvavidas para las demás bestias. Para el asno y la vaca, que los exigian de otra forma y tamaño, echámos mano de cuatro toneles vacíos y bien tapados, que unidos cada par con una ancha tira de lona, se los ceñímos bien á los ijares como una albarda, sujetándolos con buenas cinchas y pretales para que no se ladeasen. Dos horas empleámos en enjaezarlos de tal guisa, tocando luego el turno al ganado menor que ocupó ménos tiempo. No pudímos prescindir de reirnos al ver aquellos animales con semejantes disfraces. Lo más engorroso, y que no dejaba de ofrecer dificultad, era el echarlos al mar; pero afortunadamente nos sirvió al objeto un boquete causado por los repetidos embates de la nave contra la roca. Aprovechando esta coyuntura, aproximámos al borde al asno, y empujándole bruscamente, le precipitámos al agua. Aturdida la pobre bestia se hundió desde luego, pero sacándola á flote los toneles, y repuesta en breve de la violenta caida, queriendo imitar á la oveja, comenzó á nadar con destreza digna de encomio. La vaca, las demás ovejas y las cabras, sufrieron igual suerte, y se portaron á las mil maravillas, dirigiéndose todos hácia la playa con majestuosa gravedad. La marrana como más indócil y arisca nos dió mucho que hacer para gobernarla, y sin querer asociarse á sus compañeros de infortunio, tomó la delantera y llegó mucho ántes que ellos á la playa.

Terminada esta operacion abandonámos el buque trasladándonos á la balsa, cortando la amarra que la sujetaba, y con la precaucion que tuve de atar una cuerda bien larga á la cabeza de cada animal, nos fué facilísimo remolcarlos con buen órden, si bien mucho costó arrastrar con el sólo esfuerzo de nuestros brazos la pesadísima mole que conducíamos. Por fortuna sopló un poco el viento, y el auxilio de la vela nos llevó dulcemente hácia la costa.

Ufanos con la hazaña vogábamos rodeados de nuestra escolta flotante, cuya marcha regular superaba á nuestras esperanzas. Sentados al pié del mástil y despues de tomar un corto refrigerio, miéntras Federico se divertia con el mono que ya empezaba á familiarizarse con él, inquieto porque desde hacia largo rato no divisaba á ninguno de los mios, asestaba con frecuencia el anteojo á la playa. De pronto me distrajo una fuerte exclamacion de Federico:

—¡Papá, papá, estamos perdidos! ¡Un pescado muy grande viene hácia nosotros y está ya casi encima!

Aunque el susto hizo palidecer el rostro de mi hijo, sin embargo al pronunciar esas palabras ya empuñaba la escopeta.


Fritz disparó contra el Tiburon.

—¡Cómo perdidos! le contesté. Prepárate, y serenidad sobretodo.

Al propio tiempo dirigí mi carabina cargada con algunas posta al punto que designara el niño, y ambos nos dispusímos á recibir al enemigo, cuando vímos pasar como un rayo y casi á flor de agua un desaforado tiburon, que en ménos que se dice se avalanzó á una de las ovejas que encontró más inmediata. Descerrajóle entónces Federico tan certero tiro, que las balas le partieron el cráneo, y el cetáceo se ladeó á nuestra izquierda, dejando un largo rastro de sangre descubriendo su vientre blanco, lo cual nos indicó hallarse herido de muerte.

—Creo que ya tiene lo bastante el compadre, dijo Federico orgulloso de la hazaña.

—Y por cierto que es tanto más de apreciar tu destreza, cuanto que ordinariamente ese animal es de mucha vida y poco asustadizo, y á veces son necesarios muchos tiros para rematarle.

Sin embargo, por lo que pudiera suceder cargámos de nuevo las armas, dispuestos á cualquier evento; pero á poco, bien que la corriente se lo llevase, ó que se sumergiese del todo, el tiburon no volvió á parecer. Eché mano al timon, y ayudados de un viento favorable, terminámos felizmente la travesía, abordando la costa en punto cómodo para que el ganado pudiera tomar tierra fácilmente, como lo hizo en cuanto solté las cuerdas que lo retenian.

Estábamos quitándole los salvavidas; la noche se venía encima, y mi inquietud se aumentaba por no ver aun á mi familia á pesar de lo adelantado de la hora, cuando de repente hirió mis oídos un gozoso clamoreo, nuncio de la llegada de mis hijos, que seguidos de su madre me rodearon abrazándome. Calmada algun tanto la primera explosion de alegría, y despues de contestar á un sin número de preguntas, llamó sobretodo la atencion de mi esposa el extraño aparejo con que estaban rebujadas las bestias.

—Aunque me hubiera devanado los sesos, dijo mi esposa, para encontrar un medio de traer el ganado hasta aquí, jamás hubiera dado con semejante invencion.

—Pues ya lo ves, la dije, y lo mejor es que Federico es el autor del pensamiento; á él se debe todo.

Un tierno abrazo á su hijo fue la contestacion á estas palabras. Su corazon maternal gozaba en aquel momento, satisfecha de tener tal primogénito.

Miéntras alijábamos la carga y se desembarcaban todas nuestras riquezas, Ernesto y los demás niños se dirigieron á la balsa, asombrados á su vista del mástil, de la vela y sobretodo de la bandera. Santiago, que no acertaba á estar mucho tiempo en una parte, nos dejó luego, y encaminándose donde estaba el ganado, acabó de desembarazar las bestias de sus estorbos, viéndonos obligados para el intratable cerdo de valernos de los perros que lo redujeron á la obediencia, sujetándole por las orejas. Aun permanecia el asno ataviado con su extraño aparejo; pero no pudiendo el chico por su falta de fuerzas y poca estatura soltar las correas que sujetaban el aparato, tomó por buen expediente saltar sobre el burro, y arrellanándose entre los toneles, arreándole á más no poder, se presentó ante nosotros cabalgando en esta forma. No pude disimular la risa al ver esta escena grotesca; pero como consideré poco grato para el pobre animal tan intempestivo ejercicio, acerquéme para ayudar á apearse á mi hijo. Entónces fue cuando por primera vez observé que llevaba un cinto de cuero que sujetaba dos pistolas.

—¡Ave María! ¿Quién te ha equipado así? le pregunté. Pareces un contrabandista.

—Mi propia industria, contestó con aire satisfecho. Y no es esto sólo: ¡repara en los perros, papá!

En efecto, observé que los alanos estaban armados con carlancas hechas del mismo cuero que el cinto.

—Está muy bien, dije, y mejor aun, si tú sólo has sido el autor y ejecutor de la obra.

—Yo, yo lo he sido todo; yo he arreglado la piel; únicamente mamá me ha ayudado á coserla.

—Esa es más negra. ¿Y de dónde has sacado la piel, el hilo y las agujas?

—El chacal de Federico ha suministrado la tela, dijo á la sazon mi esposa; en cuanto á las agujas é hilo, puedes contar que á una buena ama de gobierno nunca le faltan avíos de coser. A vosotros como hombres no se os ocurren sino cosas grandes y de bulto; las mujeres cuidamos más de las pequeñas, que no porque lo sean dejan de ser útiles y prestar gran servicio en circunstancias dadas como esta. Hé aquí por qué he guardado un laberinto de cosas en ese saco, que habeis dado en llamar encantado, y al que tendréis que recurrir no pocas veces.

Alabé como era justo la destreza del flamante curtidor, y no ménos la gran prevision de mi esposa; y notando que Federico sentia el mal uso que en su concepto se habia hecho del chacal destrozando su piel, reprendile por el mal humor que tan sin razon mostraba, y que no podia disimular, con lo cual se serenó algun tanto.

—Es preciso, dije, echar al agua el cadáver de esa fiera que nos está ya apestando.

—El que tan bien ha sabido desollarle que se encargue de esa tarea, repuso Federico algo picado.

—¿Te parece contestacion digna de mi hijo mayor? le dije á media voz.

Al fin me comprendió, y con aire placentero y resuelto exclamó:

—Verdad es que Santiago y el chacal nos están apestando; pero miéntras esté con nosotros, que se quite de encima esa prenda propia de un contrabandista ó salteador, y yo con gusto le ayudaré á arrojar al mar los restos de mi pobre chacal.

Esta decision puso fin á la contienda, y me dió ocasion para estrechar la mano á mi hijo, como para demostrarle la satisfaccion que me causaba el dominio que comenzaba á tener sobre sí mismo.

Al acercarnos á la tienda reparé que nada habia preparado para cenar, y así encargué á Federico que fuése á buscar un jamon de Maguncia. Semejante órden en la situacion en que nos encontrábamos pareció una broma que hizo reir á todos; pero se quedaron estupefactos cuando le vieron volver cargado con un soberbio jamon fiambre de Westfalia, que no habia más que pedir. Imponderable fue el júbilo de mis hijos por semejante aparicion.

—Qué bueno es, exclamó entónces mi esposa; pero mejor será aguardar algo más y freir un poco. En el ínterin aquí tengo algunas docenas de huevos, que si son de tortuga, como asegura Ernesto, saldrá una famosa tortilla, pues manteca no falta, gracias á Dios.

—¿Y qué huevos de tortuga son esos? pregunté admirado.

—Sí, papá, contestó Ernesto; si no lo son, al ménos tienen todos sus caractéres; los hemos encontrado á la orilla del mar soterrados en la arena en la excursion de esta mañana.

—¡Es un nuevo tesoro! ¿Y cuándo y cómo se ha hecho ese descubrimiento?

—Larga sería ahora la historia, contestó mi esposa; despues la referiré minuciosamente, si deseas oirla.

—Pues bien, da prisa á la tortilla y al jamon, y quedará la historia para los postres. En tanto, para entretener el hambre, dije á los niños, acabemos de sacar de una vez el cargamento de la balsa.

Con la ayuda de todos la faena quedó pronto terminada, y cada cosa ocupó su lugar. Se acabaron de reunir los animales, se les quitaron las trabas, y volvímos por fin al hogar, donde nos aguardaba la tortilla más soberbia que podia figurarse. Un tonel vacío sirvió de mesa. No faltaron cucharas, tenedores, cuchillos, servilletas y vasos de cristal. A la tortilla se siguieron unas buenas magras de jamon asadas á la parrilla, y con la galleta fresca, manteca salada y queso de Holanda se arregló una deliciosa cena, á la que dió complemento una botella de vino de Canarias procedente de la despensa del capitan.

Interin saboreábamos la cena, los perros, gallinas, palomos, ovejas, cabras, todos los animales, en fin, nos rodeaban, disputándose las migajas del opíparo festin, en tanto que los gansos y los patos se refocilaban en el arroyo con los cangrejos y otros mariscos que pescaban.

Al finalizar los postres y despues de haber contado nuestras propias aventuras, recordé á mi esposa su promesa, y tras una breve pausa comenzó su relacion de esta manera.