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El Robinson suizo/Capítulo XIV

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CAPÍTULO XIV.


Segundo viaje al buque.—Saqueo general.—La tortuga.—El cazabe.


Al primer canto del gallo ya estaba fuera de la hamaca, y sin despertar á los chicos bajé la escala algo inquieto, temiendo que el canguró que dejara colgado del árbol hubiese incitado á los perros á catarlo ántes que nosotros. No me engañó el presentimiento, pues al acercarme conocí por sus gruñidos que estaban en faena; en efecto, saltando pudieron alcanzar la cabeza del animal, y como buenos hermanos se la repartian guapamente. Un par de palos bien dados les hizo abandonar la presa y huir más que de paso á esconderse en lo más oscuro del establo, aullando lastimeramente.

El ruido que movieron despertó á mi esposa, que bajó alarmada, temiendo no hubiese sucedido alguna desgracia. Tranquilizóse cuando se enteró del caso, aprobando el que castigara á los que respetaban tan poco la propiedad ajena; mas, siempre buena y compasiva, la ví á poco dirigirse hácia donde estaban refugiados los pobres animales y darles algo de las sobras de la cena, como para consolarlos.

Sin reparar en eso, me puse á desollar el canguró con el mayor cuidado para no estropear su hermosa piel; dividí en seguida la carne, parte para comerla fresca, y la restante para conservarla despues de salada. Como no estaba muy ducho en el oficio de carnicero, esta tarea larga y repugnante me entretuvo hasta la hora del desayuno, llenándome de tal manera de sangre, que me ví obligado á lavarme y mudar de ropa para presentarme á la familia.

Concluido el almuerzo, anuncié la nueva expedicion que íbamos á emprender, y encargué á Federico que preparase lo conveniente para ir á Zeltheim y embarcarnos allí para hacer otra visita á la nave. Mi pobre esposa presenció los aprestos con tristeza; pero se resignó como de costumbre á lo que no podia impedir.

Cuando llegó el caso de marchar, supe que Ernesto y Santiago hacia tiempo que habian salido, y pregunté á mi esposa dónde podria hallarlos; más respondiéndome que indudablemente habrian ido á buscar patatas, cuya provision estaba á punto de acabarse, tranquilizóme algun tanto. Sin embargo, la encargué les reprendiese á la vuelta, ya por no haberme esperado, ya por alejarse de esa manera, sin contar á nadie, ni decir á dónde iban.

Despues de las despedidas, y de persuadir á mi esposa que no tuviese cuidado por mi ausencia, poniendo su confianza en el Señor, que tan bondadosamente nos había protegido hasta entónces, Federico y yo nos encaminámos hácia Zeltheim, sin más bagaje que las armas, sin las cuales no salíamos jamás. Pasado el bosque, y cerca del arroyo de Chacal, con gran sorpresa vímos salir de entre unas matas, gritando á más no poder y corriendo hácia nosotros, á Ernesto y Santiago, quienes nos confesaron que, habiendo oido hablar del proyecto de ir al buque, contaban con aquella estratagema para que los llevásemos con nosotros á la expedicion.

Los recibí con cierta severidad que los dejó desconcertados, diciéndoles:

—Si me lo hubierais pedido en Falkenhorst, quizá uno de vosotros me hubiera seguido; pero ahora es imposible; vuestra madre queda sola con Franz; y ¡cuál sería su inquietud si no volvieseis pronto! Habeis obrado muy de ligero y pagais vuestra imprudencia: con que, largo, y corriendo, llegad cuanto ántes á Falkenhorst; contaréis esta escapatoria á mamá diciéndola de mi parte, que como tendrémos mucho que hacer, lo que no he tenido valor de manifestarla al despedirme, pasarémos regularmente la noche á bordo; pero que no se inquiete, porque he tomado las precauciones convenientes.

Escucharon los dos rapaces mis palabras entre confusos y avergonzados.

—Y para que el viaje de vuelta no sea inútil, añadí, pasaréis por el campo de patatas, de las cuales llevaréis á casa cuantas quepan en los morrales, pero pronto, y sin distraeros, pues sabeis que vuestra mamá se alarma fácilmente. Llegad ántes de medio dia.

Así lo ofrecieron con aire compungido, y ya se disponian á partir, cuando se me ocurrió decir á Federico entregase á Ernesto el reloj de plata que llevaba, para que supiesen la hora, prometiendo darle en cambio otro de oro cuando estuviésemos en el buque, donde sabía existia toda una caja llena. Este arreglo y la inesperada alegria de poseer un reloj, consoló un poco á los niños que se alejaron prometiendo cumplir fielmente cuanto les prescribiera.

Cuando los perdímos de vista continuámos la marcha, llegando en breve donde estaba amarrada la balsa de tinas: nos embarcámos, y con el auxilio de la corriente y los remos, á poco llegámos junto á los restos del buque naufragado.

Mi primer cuidado despues de afianzar la balsa, fue ocuparme en acrecentar los medios de transporte, porque las tinas eran insuficientes para contener la gran cantidad de objetos que trataba de llevarme en aquel viaje, que, segun las apariencias, me imaginaba seria el último. Sugirióme Federico una idea que aproveché: me recordó que los salvajes construian una especie de balsas ó almadías muy sólidas con troncos de árboles bien trabados, colocándolos encima de odres hechidos de aire, los cuales sostenian sobre el agua cualquier peso por grande que fuese. Verdad es que carecíamos de pellejos; pero sobraban barricas vacías, que llenas de aire y bien tapadas, podian servir lo mismo. En seguida comenzámos la tarea. Arrojámos al agua entre el casco del buque y la balsa hasta doce barricas bien tapadas y calafateadas henchidas de aire, sobre las cuales colocámos tablones horizontales y muy unidos para que formasen un plano, y otros perpendiculares al rededor formando muro para asegurar la carga, y así nos encontrámos con una gran balsa capaz de contener triple volúmen y peso que las tinas.

Necesitóse todo el dia para llevar á cabo esta construccion, apénas interrumpida para tomar un bocado de fiambre á la ligera debido á la solicitud de mi esposa que tuvo la prevencion de poner en los zurrones de caza. Cansados hasta más no poder, cuando llegó la noche nos retirámos al camarote del capitan, no sin haber recorrido ántes todo el buque y estar seguros de que no nos amenazaba ningun peligro inminente, y acostados en mullidos colchones de viento, dormímos perfectamente sin despertar hasta mucho despues de salir el sol.

Nuestro primer pensamiento al levantarnos fue dar gracias á la Providencia, que habia protegido nuestro sueño y reparado nuestras fuerzas para proseguir la comenzada tarea.

En seguida nos ocupámos en cargar la balsa. Por de pronto arramblámos con cuanto habia en la cámara que habitáramos ántes del naufragio, pensando en el gusto que tendria mi esposa en volver á poseer objetos que nos habian pertenecido. Lo mismo hicímos con el camarote del capitan en donde habíamos pasado la noche. No quedó rincon sin escondrijo del buque que no fuese escudriñado y recorrido. Puertas, ventanas, cerraduras, cofres y maletas llenas de buena ropa, que pertenecian sin duda á los oficiales del buque, todo fue declarado de buena prea, porque todo podia sernos útil con el tiempo. Aunque los pasajeros y tripulacion del buque naturalmente llevasen consigo los objetos más preciosos al trasladarse á los botes que fueron su sepultura, sin embargo, en el camarote del capitan encontré multitud de objetos preciosísimos, que aquel destinaba sin duda á los ricos colonos de la mar del Sur, en cambio de otros productos. Allí habia cajas de bisutería fina, de relojes, y otras joyas de oro y plata; talegos de moneda, y muebles de exquisito primor por su materia y hechura. Tentados estuvímos á cargar con todo eso; pero objetos de mayor interes se llevaron la preferencia. Unicamente permití á Federico tomar de una caja algunos relojes, ya para reemplazar el suyo, ya para regalarlos en tiempo oportuno á sus hermanos, y varios paquetes de cubiertos de peltre que debian acabar con el escrúpulo que tenia mi esposa de servirse de los de plata del capitan. Los cajones de herramientas del carpintero y armero del buque me parecieron más preciosos y preferibles para ser llevados, que esas brillantes bagatelas y estériles riquezas que para nada nos servian. Lo que encontrámos más precioso para nosotros, y que más me regocijó, fue una gran caja llena de arbolitos frutales de Europa esmeradamente envueltos en paja y musgo. No pude ménos de enternecerme al ver los manzanos, perales, castaños, etc., tiernos vástagos y producciones de mi amada patria, que con el favor de Dios esperaba aclimatar para que nos acompañasen en esta tierra extraña. Todo pasó á la balsa, así como algunas barras de hierro, plomo en galápagos, piedras de afilar, ruedas de carro, rejas de arado, palas y otros instrumentos de labor, y sobretodo, sacos de avena, algarroba, lentejas, cebada, trigo y otras semillas. Encontrámos tambien un pequeño molino desmontado, pero que podia muy bien armarse, pues sus piezas estaban exactamente numeradas. ¡Qué eleccion cabia entre todos estos tesoros! Dejarlos en el buque era exponerse á que desapareciesen al primer golpe de mar; cargar con todo, imposible, y así nos decidimos á abandonar todos los objetos de lujo, completando el cargamento con cuantas armas y municiones encontrámos. Unicamente añadi por remate una gran red nueva de pescar, la brújula del buque con su caja, y un soberbio cronómetro que serviria para arreglar los relojes. Federico halló tambien en un rincon un arpon con sus correderas y cuerdas correspondientes para la pesca de la ballena. Federico me pidió que le diese el arpon y una de las correderas para fijarla en la balsa de tinas, por si llegaba el caso, decia, de tener que arponear algun tiburon que se presentase. Aunque semejante encuentro no podia esperarse tan cerca de las costas, sin embargo, no quise oponerme á su capricho.

Era ya cerca de medio dia cuando se concluyó la carga de ambas embarcaciones, las cuales quedaron atestadas hasta el borde. Antes de partir, atámos sólidamente la nueva almadia á la antigua que debia remolcarla; cortámos las amarras que las retenian, desplegámos la vela, y despidiéndonos del pobre buque despojado, nos pusímos á remar penosamente hácia la costa.

Ayudados por un viento favorable que nos alivió mucho el trabajo, avanzábamos, si bien lentamente. La gran masa flotante que venía á remolque retardaba la marcha. Habiendo Federico percibido un cuerpo extraño que flotaba en la superficie del agua, me instó á que virase un poco de costado, á fin de averiguar lo que era. Con efecto, por medio del timon efectué el movimiento que él deseaba, en cuya rotacion al descorrerse la cuerda por la corredera la hizo chirriar, y la balsa recibió una fuerte sacudida, á la cual siguió otra todavía mayor.

—¡Santo Dios! exclamé ¡qué has hecho! ¡Corta por Jesucristo la cuerda, que vamos á zozobrar!

—¡Ya es mia! ¡Ya la tengo! gritaba Federico, ¡ya no se me escapará!

—Pero ¿qué hay?

—¡Qué ha de haber, papá! ¡una tortuga enorme! la he tirado el arpon, y con tan buen acierto, que la tengo cogida por el cuello. En efecto, ví brillar á lo léjos el mango del arpon así como la tortuga, que herida huia rápidamente arrastrando la balsa por medio de la cuerda, á que aquel estaba fijado. Temiendo algun peligro, acudí á la popa con ánimo de cortar la cuerda de un hachazo, y dejar á la tortuga que se fuése; pero Federico me suplicó no lo hiciera, asegurándome que no corríamos riesgo alguno, y que si llegase á haber el más mínimo, él la cortaria. Aunque con repugnancia consentí en darle gusto, pues veia nuestra embarcacion arrastrada velozmente por el animal, á quien el dolor de la herida prestaba nuevas fuerzas; pero como nos llevaba hácia la costa, lo cual era una ventaja, cuidé únicamente, por medio del timon, de conservar derecha y no se ladease la balsa, á fin de que una vuelta repentina no la volcara.

Pocos minutos habrian transcurrido cuando la conductora que nos remolcaba cambió de direccion, como para engolfarse en alta mar, lo cual no nos tenia cuenta; y como el viento soplaba hácia la tierra tendí la vela, y á su vez arrastrada la tortuga por la balsa no pudo resistir su impulso, y tomó de nuevo el rumbo hácia la playa. Atravesámos entónces la corriente, y bogando un poco á la izquierda fuímos á abordar en sitio donde afortunadamente no habia escollo alguno. Cansada la tortuga de nadar, se paró junto á la costa. Arrojéme al agua, y con el hacha que llevaba terminé de un golpe la angustia de la pobre bestia, que tan milagrosamente nos habia conducido á buen puerto. Corté en seguida la cuerda, y quedámos dueños absolutos del animal que tan buen servicio nos prestara.

Loco de alegría Federico, anunció nuestra llegada con un arcabuzazo al aire en señal de triunfo para avisarlo á nuestra gente. Todos acudieron en seguida, sorprendidos y asombrados al vernos desembarcar en aquel punto con tantas riquezas, y más aun por la gran tortuga que no cesaban de contemplar.

Cuando todos se enteraron del modo singular con que se habia efectuado el viaje, la admiracion creció de punto dando lugar á un sin número de preguntas, que Federico se encargó de satisfacer.

Despues de haber recibido las felicitaciones de la familia, encargué á mi mujer y á los niños que sin perder momento fuésen á buscar el trineo para trasladar cuanto ántes una parte de la carga. Se llevó consigo los dos pequeños mi esposa, con intencion de uncir ella misma el asno y la vaca; y como la marea menguaba, aguardé á que dejara en seco las balsas, para amarrarlas sólidamente á la orilla por medio de unos cables sujetos á dos pesados lingotes de plomo, que á costa de grandísimos esfuerzos logré desembarcar de la almadía. Esta amarra me pareció por el momento suficiente para impedir que cualquiera alteracion del mar ó fuerte marea se tragara de un golpe tesoros con tanto afan adquiridos.

En cuanto llegó el trineo, se cargó primeramente en él la gran tortuga, que no pesaba ménos de trescientas libras, y luego algunos otros objetos de poco peso, como colchones, cajas pequeñas, etc., acompañando todos alegremente este primer convoy hasta Falkenhorst. Durante esta corta travesía, los niños no cesaron de hacer preguntas acerca de lo que traíamos, y con especialidad sobre el contenido de las cajas de bisutería y alhajas preciosas que se quedaron en el buque. Cuando se persuadieron que habíamos preferido á estas otras cosas de infinito ménos valor, pero de mayor utilidad real y positiva, Santiago sintió que Federico no hubiera tomado siquiera algunas tabaqueras de oro y plata para las semillas que empezaba á coleccionar, y Franz añadió:

—¡Si al ménos me hubieras traido algun dinero, de tantos talegos como dices que habia, para comprar cuando venga la feria turrones y pan de higos!

Todos se rieron del pobre niño, y él mismo hizo lo propio, cuando cayó en la inocentada que se le habia escapado.

Al llegar á nuestra vivienda me ocupé como lo más urgente en separar la tortuga de su concha. Para facilitar la tarea, la volví boca arriba, y á fuerza de precauciones logré separar enteros el caparazon del peto. Corté entónces la carne que podia bastar á una comida, encargando á mi esposa que la cociese simplemente sin más condimento que sal; las patas, entrañas, cola y cabeza se dieron á los perros, y el resto de la carne se destinó para conservarla en salmuera.

Mi esposa, que no conocia este manjar, queria quitar toda la grasa verdosa y trasparente de que estaba llena la carne, por repugnarla su aspecto; pero me opuse manifestándola que era justamente lo más delicado y exquisito, como lo veria por experiencia. Creyóme, y se fué á la cocina con Franz para arreglarlo todo.

—Y ahora, dije á los niños, ¿qué harémos de esta gran concha?

—¿Me la da V., papá, para convertirla en un barquito que haré andar por el arroyo? ¡Qué bonito estará!

—Si me la dieran á mí, dijo Ernesto, la haria servir de rodela para defender mi cuerpo en caso de que nos atacasen los salvajes.

—Todos echais la cuenta sin la huéspeda, añadió Federico, y nadie se acuerda de que en buena ley el despojo de la tortuga pertenece exclusivamente al que la ha muerto.

—Y tienes razon, hijo mio, le respondí, tuyo es. ¿Y en qué piensas emplearlo?

—Para pilon de una fuente que tengo ideada construir cerca del arroyo y de nuestra habitacion para que mamá tenga el agua cerca siempre clara y cristalina.

—Bien ideado, hijo mio, eres el único que ha pensado en el bien general, y no en tu interes ó diversion particular. Pierde cuidado, yo mismo te ayudaré á hacer la fuente, cuando encontremos la arcilla que se necesita para construirla, la cual debe de existir por ahí cerca.

—¡Ya la tenemos, papá! exclamó Santiago, yo la descubrí ayer, y por cierto que al pisarla se me fuéron los piés y caí cuan largo era.

—Y yo, papá, tambien he hecho otro descubrimiento, dijo Ernesto, todavía más interesante segun creo. He encontrado unas raíces que se parecen á los nabos; la planta más tiene aspecto de arbusto que de yerba. Aun no me he atrevido á probarlas, á pesar de haberlas visto comer á la marrana con mucha ansia.

—Has obrado cuerdamente, hijo mio, respondí, porque hay plantas que, sin ser venenosas para el puerco, pudieran ser nocivas para el hombre. Pero veamos ese hallazgo.

Examiné unas cuantas de aquellas raíces cuya forma y color las asemejaba á las remolachas.

—¡Qué fortuna, hijos mios! exclamé. Si la ciencia no me engaña en esta ocasion, creo que se ha alcanzado un descubrimiento de la mayor importancia, que unido al de las patatas, nos preservará para siempre de padecer hambre. Esta raíz, querido Ernesto, es la yuca, con la que en las Indias se hace una preparacion llamada cazabe. Comida en su estado natural como sale de la tierra, la yuca es un veneno y de los más activos; pero cuando por medio de la presion despide el jugo ponzoñoso que contiene, queda una fécula farinácea tan nutritiva como sustanciosa y agradable al paladar. De esto nos ocuparémos más tarde; lo que ahora urge es acabar de almacenar las provisiones y trasladar los demas efectos que quedan.

Volvímos con el trineo ó rastras á la playa para traer un segundo cargamento ántes de finalizar la tarde, miéntras mi esposa aderezaba la cena.

Por el camino Federico, á quien no se le olvidaba la tortuga, me preguntó algunos detalles sobre ese crustáceo, y por lo que yo sabía, y podia juzgar del que cogiéramos, informéle que no podíamos sacarle la escama trasparente conocida por concha, que tanto sirve para los objetos lujosos de arte, y que tan precioso producto se debia á otra especia de tortuga llamada carey, cuya carne no se comia.

Llegados donde seguian amarradas las dos balsas, trasladámos desde estas al trineo las cajas y paquetes que contenian nuestros propios efectos, los cajones de herramientas, ruedas de carro, rejas de arado, y otros objetos, sin olvidar el molino que creí de utilidad inmediata, despues del descubrimiento, presunto al ménos, de la yuca. Terminado el cargamento, regresámos con él á casa ya casi de noche; una cena exquisita nos estaba aguardando. Sentámonos á la mesa; la carne de tortuga asada y aliñada con su misma grasa nos pareció deliciosa, y las patatas cocidas y humeantes sustituyeron al pan. A los postres, mi esposa me dijo sonriéndose:

—¡Cuánto has trabajado, amigo mio, en estos dias! es preciso que te dé algo para reanimar tus fuerzas.

Se levantó en seguida y se dirigió á un rincon oscuro y fresco en busca de una botella y copas pequeñas que llenó hasta el borde de un vino de color de ámbar que á todos nos hizo catar. Era vino de Málaga, del más exquisito, descubrimiento que habia hecho la víspera paseándose por la playa, en la que halló medio enterrado en la arena un barril bien cerrado, que rodando con la ayuda de Ernesto, pudo trasladar al pié de nuestra morada aérea y guardarle en sitio fresco. Madre é hijo guardaron el secreto para darme el placer de la sorpresa.

El precioso néctar reanimó de tal manera nuestras fuerzas, que ántes de acostarnos pensé en trasladar á la habitacion los colchones de viento que se habian traido; se izaron por medio de la polea, y mi esposa, que subió la primera escala, los colocó sobre las hamacas. Dímos gracias á Dios por los beneficios de este dia, y acostados en blandos lechos pronto nos cerró los ojos un sueño reparador y benéfico.