El Robinson suizo/Capítulo XLI

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El Robinson suizo (1864) de Johann David Wyss
traducción de M. Leal y Madrigal
Capítulo XLI


CAPÍTULO LXI.


Viaje al desfiladero.—El cabiai.—El ondatra.—El gato de algalia y el almizcle.—La canela.


La mitad de mi proyecto estaba ya realizado: faltaba la exploracion de las cercanías de la granja, donde temia existiese el nido del boa, y por si no me equivocaba propuse á todo evento fortificar las entradas de la montaña para resguardarnos de las visitas de tan perjudiciales vecinos. La expedicion proyectada con este objeto obtuvo la aprobacion general y se hicieron los preparativos con el mayor ardor. Como se trataba de una ausencia de quince dias á lo ménos, tuvímos que acopiar abundantes municiones de boca y guerra. Recompúsose la tienda de campaña y el carro se cargó con cuanto creímos oportuno y necesario. De todos los viajes que hasta entónces se habian emprendido este fue el que nos ocupó más seriamente.

Llegada la hora de la partida, la buena madre se instaló en el carro; Santiago y Franz montaron en la pacífica yunta que iba á su lanza, y á la delantera la vaca; Federico, caballero en el onagro, se colocó á la cabeza á cosa de cincuenta pasos para reconocer el camino, miéntras que Ernesto y yo, caminando á pié tranquilamente, escoltábamos el vehículo. Este modo de caminar pausado acomodaba más á mi pequeño sabio que no la equitacion ó el carro, porque así podia dar rienda suelta á la conversacion y á las discusiones científicas á que se prestaban los varios objetos que se encontraban al paso. Los perros flanqueaban el convoy, y Rápido, que este era el nombre del onagrillo, brincaba alegremente á nuestro al rededor.

Las recientes huellas del boa, ya medio borradas por el viento, nos fuéron guiando hasta la alameda de Falkenhorst. Todo lo encontrámos en buen órden. La sementera y los vergeles prosperaban dando las mejores esperanzas de abundante cosecha. Las cabras y las ovejas nos recibieron cordialmente, acudiendo á saborear unos cuantos puñados de sal con que las regalámos. Pero esto sólo fue de paso, pues urgia llegar temprano á la granja del lago, objeto del viaje, para tener lugar de recoger la cantidad suficiente de algodon para los lechos que debíamos ocupar aquella noche bajo la tienda.

A medida que nos alejábamos de Falkenhorst, las huellas de la serpiente iban desapareciendo hasta que se perdieron del todo. El silencio que por do quier reinaba no fue interrumpido en todo el camino, hasta que oímos el canto del gallo y el balido de las ovejas, que nos saludaban desde léjos. Al llegar á la granja, vióse con no poca satisfaccion que todo estaba allí en el mejor estado como si la hubiéramos dejado la víspera. Resolví, pues, pasar el resto del dia en aquel sitio delicioso, y miéntras la madre aderezaba la comida, nos dispersámos por las inmediaciones para hacer la provision de algodon que se proyectara.

Despues de comer, llegó el caso de la batida, para lo cual nos dividímos en tres cuerpos, con el encargo de explorar el terreno que respectivamente á cada uno le fuera designado. Ernesto y su madre quedaron al cuidado del bagaje y con el encargo de recoger en el arrozal inmediato las espigas maduras. Esta mision ofrecia tanto riesgo como las nuestras, y para prevenirlo y defender á quienes estaba encomendada, les dejámos á Bill como resguardo. Santiago y Federico, acompañados de Turco y del chacal, tomaron por la orilla derecha del lago, y yo seguí con Franz la izquierda con los otros dos perros daneses. Esta fue la primera vez que asocié al hijo menor á los peligros de una expedicion lejana, entregándole un retaco. Iba á mi lado con la cabeza erguida, ufano como un niño que se imagina haber ya llegado á la pubertad, no cesando de contemplar su arma, que manejaba tambien por primera vez, y así ardia en deseos de que se presentase ocasion de usarla. Fuímos costeando el lago despacio, y á competente distancia, gozando en ver los gallardos cisnes negros y otras numerosas aves acuátiles que jugueteaban en su tranquila y tersa superficie. Franz estaba sobremanera impaciente por hacer su primer ensayo y contribuir con algo útil para la comunidad, y ya se disponia á disparar á alguna de las aves cuando creímos oir, como si saliera de lo más intrincado del cañaveral, una especie de mugido sordo y prolongado. Paréme receloso; Franz hizo lo mismo, y ambos nos echámos á discurrir de dónde podria venir aquel ruido.

—Ya caigo, exclamó el niño. ¿Si será el onagrillo que nos habrá seguido hasta aquí?

—Es imposible, le respondí, porque quedó arrendado con su padre; y si fuera él, le hubiéramos visto pasar. Más bien creo que ese mugido es el de un pajarraco que se cria en las lagunas, que llaman alcaravan.

—Pero ¿cómo un pájaro puede berrear así? Si más bien parece ser un buey ó un asno.

—El alcaravan, añadí, es una como urraca, á cuya familia pertenece. Su canto le ha dado el sobrenombre de buey de las aguas ó lagunas. La voz de los animales, para que lo entiendas, no depende de su tamaño, sino de la conformacion de sus pulmones y garganta, segun se observa en el agudísimo trino del ruiseñor y del canario, que son aves bien pequeñas.

—¡Con qué gusto dispararia yo á uno de esos alcaravanes! dijo Franz. Si su carne no es buena para comer, al ménos no es un animal comun y honrará mi primer ensayo.

—Pues bien, estáte alerta, y apunta bien al que te pase por delante, respondí.

Llamé en seguida á los perros para que levantasen la caza, y en el momento oí el disparo de Franz, quien, en vez de disparar al aire, apuntó á bulto al cañaveral, y al ruido emprendieron los pájaros el vuelo, sin tocar á ninguno.

—Buenas la has hecho, le dije. ¿Así dejas escapar la caza?

—Al contrario, papá; me respondió lleno de alegria. ¡Mire V. lo que he muerto!

Acerquéme al mimbreral, y le ví salir de ellos arrastrando un animal parecido á un aguti, con cuyo nombre ya le bautizaba el novel cazador. Le examiné con atencion, y noté que se diferenciaba mucho del aguti que Federico mató el dia de nuestra llegada á la isla. Asemejábase más bien á un cochino, y al punto le califiqué por el cabiai, capibaza, cabiar, capybara, segun los naturalistas. Tenia cerca de dos piés de largo con dientes incisivos como el conejo, el hocico hendido, los piés como los acuátiles, pero sin cola.

—Hé aquí, dije, lo que se llama acertar por carambola. Sin pensarlo has muerto un animal raro y curioso. Su especie es muy extraña. Comunmente se cria en la América del Sur, y pertenece á la familia de los agutis y de las pacas [1]. El bramido que yo atribuia al alcaravan nos ha inducido á error. Este animal aprovecha la noche para buscar su sustento, corre bastante y nada mejor, aguantando mucho tiempo bajo del agua. Come apoyado en las patas traseras, y su bramido tiene alguna semejanza con el rebuzno del asno. Su carne es muy sabrosa, circunstancia que celebró sobremanera Franz.

Pero el tiempo pasaba, y era menester pensar en la retirada. El novel cazador gozaba ya de antemano del triunfo que creia aguardarle al presentarse á su madre y sus hermanos con las primicias de su caza, y gozosísimo se echó á la espalda el cabiar, y seguímos la marcha. Desde luego conocí que sus escasas fuerzas no podia sobrellevar semejante carga; mas guardéme de acudir en su ayuda, deseando dejarle todo el mérito y las consecuencias del lance.

—¡A la verdad, me dijo á los pocos pasos, soy un tonto en ir cargado de esta manera! Si abriésemos este animal, sacándole las tripas, pesaria ménos y no me cansaria tanto.

—¿Por qué no lo haces? le respondí. A fe que lo que saques no se ha de comer, y á los perros les vendrá de molde.

—Pues ¡á ello! añadió el niño.

Y sin más rodeos sacó el cuchillo de monte y comenzó á abrir el cabiar. Durante la operacion, que no salió del todo mal, le dije:

—Hé aquí un ejemplo de lo efímeras que son las glorias de este mundo, y como al placer va siempre unida la amargura. Si no hubieras disfrutado del que tanto anhelabas ensayándote en la caza, seguirias ahora tan campante y descansado. Así se concibe que la pobreza tenga en sí misma un atractivo, lo mismo que la riqueza sus inconvenientes.

Supongo que se llevaria el viento mis reflexiones, pues atareado y bajo la influencia de la ilusion de la victoria, no me respondió palabra.

Concluida su tarea, seguímos andando; pero el cabiar, á pesar de lo que se le habia aligerado, aun pesaba más de lo que permitian sus débiles espaldas. Cansado y jadeante se le ocurrió una idea, la cual me participó, diciendo:

—Como es mucho peso este para mí, si V. lo permite, no seria malo que á ratos lo llevara el perro.

—Tienes razon, respondí, y has discurrido muy bien.

Así lo hizo, acomodado el cabiar sobre el lomo de uno de los alanos, quedando terminado el asunto.

Al llegar al pinar se nos ocurrió recoger unas cuantas piñas que ya estaban en sazon, y á lo léjos vímos alguno que otro mono que desapareció al aproximarnos, lo que nos dió á entender que si por el pronto el temor los habia alejado de nuestra habitacion, no por eso dejaban de rondar la comarca. En cuanto al boa, nada nos indicó que hubiera pasado por allí. Su huella quedó perdida.

Al llegar al campamento encontrámos á maese Ernesto sentado á orillas del arroyo, rodeado de un prodigioso número de ratas muertas, en cuyo exterminio se habia ocupado durante nuestra ausencia. El flemático filósofo nos refirió la historia de esta mortandad, diciendo:

—Estábamos ocupados mi madre y yo en recoger las espigas de arroz más maduras, cuando á pocos pasos del arroyo descubrí una especie de dique que tenia la apariencia de una calzada construida en medio de un pantano. De un salto me planté en ella; y Knips, que tambien era uno de los recolectores, se vino tras mí, y abalanzóse á un animalito, que más listo que él, se le escabulló, desapareciendo bajo una especie de bóveda que se encontraba junto al dique. En seguida noté que los montones de tierra eran bastante altos, de manera que formaban por ambos lados de la calzada como una no interrumpida serie de pequeños edificios de igual forma y altura. Quise averiguar lo que contenian, y por la boca de una madriguera introduje la caña de bambú que llevaba, y al sacarla salió un enjambre de animales parecidos á estos, que en ménos que se dice desaparecieron como el anterior, guareciéndose en lo más espeso del arrozal. Knips corrió tras ellos como un desesperado, pero no pudo atrapar ninguno. Entónces se me ocurrió una buena idea. Vacié el saco en el que iba echando las espigas que recogia, y como si fuera una manga, lo coloqué tapando la abertura de uno de esos pequeños edificios abovedados; y dando palos de firme encima, causé tal espanto en sus moradores, que les obligué á refugiarse en el saco que até al punto con ánimo de matarlos despues. Pero cuando me disponia á ejecutarlo, de otros agujeros salió tal ejército de ratas que me arrolló, en términos que no bastaron las voces ni el palo, y no sé qué hubiese sido de mí si Bill no acudiera á auxiliarme. La perra se las compuso tan bien y se dió tan buena maña, que hizo en ellas una buena carnicería, y cooperando yo por mi parte, víme libre de sus embestidas. Las víctimas que V. ve las han hecho el palo y los dientes de Bill. El resto de la tropa se ha ocultado en sus escondrijos.

La relacion de Ernesto dispertó mi curiosidad y reconociendo aquellas huroneras, con asombro encontré trabajos semejantes á los de los castores, aunque en menor escala. Con este motivo hice notar á mi hijo la conformidad que existia entre las ratas que acababa de matar y el castor de las latitudes septentrionales, pues ambas especies tienen su membrana en las extremidades para facilitar la natacion; la cola en forma de espátula, y dos bolsitas llenas de almizcle; y así por esta semejanza se las apellida ratas-castores. Tambien las llaman ondatras, siendo este quizá el nombre que llevan en la América del Norte, su patria. Las ratas nos proporcionaron excelentes pieles [2]. Suscitóse, como era natural, la cuestion acerca del destino que se las daria, y quedó resuelto que se hiciera una alfombra para preservar los piés de la humedad durante la estacion de las lluvias, sin perjuicio de ver si más adelante nos atrevíamos á ensayar la fabricacion de sombreros.

Al desollar las ratas, operacion que hubo de hacerse incontinenti, se cuidó mucho de limpiar y lavar esmeradamente con arena y agua del mar las pieles, poniéndolas luego á secar al aire cubiertas de ceniza, segun nuestra costumbre. Las dos vejiguillas de almizcle que les encontrámos dieron pié á varias preguntas de los niños sobre el modo de recoger este aroma tan buscado y del que los europeos hacen particular aprecio. Les indiqué los otros animales que disfrutaban de igual privilegio, así como les instruí de los procedimientos que se usan para despojarles de esta produccion, y cómo los holandeses, que han llegado á domesticar algunos, especialmente los gatos de algalia, hacen un buen negocio, encerrándolos en épocas dadas en las que deponen en su excremento el contenido de sus vejigas, y luego los sueltan para repetir en su dia la misma operacion.

—El olor tan fuerte que despiden esos animales, continué, quizá tenga por objeto encontrarse mútuamente para atraer su presa y apoderarse de ella con facilidad, hipótesis que era verdadera respecto al cocodrilo, para quien el almizcle es un cebo así como para algunos pescados.

Las especies de cuadrúpedos que llaman almizcleros son numerosas, y en casi todos las glándulas que contienen la materia olorosa se encuentran cerca de la region del ano. El castor produce el castoreum, que emplea la medicina en el tratamiento de las enfermedades nerviosas. El gato ya citado de algalia posee idénticas propiedades. Pero el animal de este género más generalmente conocido es el desman almizclero, originario de Asia, que tiene el depósito del perfume debajo del ombligo.

—Ojalá encontrásemos uno de esos gatos de algalia, dijo Franz, pues haria lo que los holandeses.

—Y no te costaria gran trabajo, le repondí, encerrándole en el gallinero, porque este animal tiene mucha aficion á las aves.

—Más me acomodaria el desman, pues pudiéndolo domesticar, luego lo despojaria de su aroma.

—Ignoro, añadí, si todos los países serán adecuados para engendrar el amizcle, y si se ha logrado domesticar esos desmanes.

Estando en esta conversacion llegaron Federico y Santiago, que traian una gallineta silvestre y un nido de huevos. Pusímos estos en seguida á una de las gallinas que estaba clueca, y la campesina se agregó á las del corral.

Acto continuo nos reunímos al redor de un potaje de arroz que mi esposa nos presentara. El cabiar, del que tambien habia asado un trozo, pareciónos detestable, el cual se echó á los perros, que ménos delicados, lo prefirieron á las ratas, que les repugnaban á causa del acre olor á almizcle de que estaban impregnadas.

La comida fue alegre, y como habíamos recobrado nuestro buen humor, tranquilos en cierta manera por no haber encontrado el menor indicio del terrible boa, la familia menuda se desató en bromas y epigramas contra el vencedor de las ratas, como llamaban ya al pobre Ernesto por su hazaña en el arrozal.

Lo mucho que se habló en la mesa y las cuestiones que se reprodujeron sobre las dichosas ratas, sus pieles, el almizcle y otras mil cosas, no pudieron hacer olvidar el detestable sabor que en la boca nos habia dejado el cabiar.

—¡Qué lastima! dijo Ernesto suspirando. ¡Ah! ¡si tuviéramos siquiera algun postre para quitarnos el mal gusto!

Al por esta exclamacion Federico y Santiago se levantaron, yendo á registrar sus zurrones, poniendo sobre la mesa tesoros ocultos de que á nadie habian dado cuenta.

—Aquí tiene su señoría alguna cosa, dijo Santiago con aire burlon, presentando á su hermano un magnífico coco y algunas manzanas de especie desconocida, algo verdes, y cuyo perfume se parecia al de la canela.

Quedóse Ernesto como avergonzado, miéntras sus hermanos se restregaban las manos con maliciosa alegría.

—¡Bravo, muchachos, exclamé, bravo! Pero ¿qué manzanas son estas, pregunté á Santiago, las has probado acaso?

—No por cierto, respondió, porque Federico me aconsejó que aguardase á que maese Knips nos diese ántes el ejemplo por si eran venenosas.

Alabé su prudencia, y despues de examinarlas y ver el gusto con que el mono se comia una, ya no me cupo duda de lo saludable de aquel fruto, que me pareció el que produce el árbol de la canela, ó mejor dicho, un arbusto que se cria en las Antillas.

Santiago no pudo darme más explicaciones porque se estaba cayendo de sueño. Dí la señal de retirada, y todos pasámos la noche en la tienda, durmiendo tranquilamente en blandos colchones de algodon, hasta que la aurora del dia siguiente nos despertó.




  1. El cabiar ó cabiai pertenece á los mamíferos roedores. Algunos naturalistas le han colocado en el número de los puercos, no siéndolo, pues si bien tiene con esa especie ciertas analogías, son mucho más notables los caracteres en que difiere, y nunca llega á ser tan grande como un puerco, por cuanto el mayor cabiar apénas llega al tamaño de un cerdo de diez y ocho meses. Su carne, á pesar de lo que dice el autor, segun otros es crasa y tierna, aunque tiene como la nutria el gusto de un mal pescado, excepto la cabeza, que tiene regular sabor. (Nota del Trad.).
  2. El ondatra pertenece á la familia de las ratas nadadoras. La que aquí se cita es la almizclada. Tiene el pelo lustroso y suave, con un vello muy espeso debajo del primer pelo como el castor, con el cual tiene muchos puntos de contacto, tanto que varias veces han sido confundidos. Al igual de los castores, los ondatras viven en sociedad durante el invierno, en cabañas como ellos. Su olor de almizcle es tan fuerte, que llega á ser intolerable y desagrada tanto á los salvajes, que á un rio del Canadá le han llamado hediondo sólo porque en sus riberas habita gran número de estas ratas. (Nota del Trad.)