El Robinson suizo/Capítulo XLIV

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CAPÍTULO XLIV.


La pradera.—Terror de Ernesto.—Combate con los osos.—Tierra de porcelana.—El condor.


Despues de haber descansado un rato, se puso en pié la caravana y continuó la interrumpida marcha. Desviándonos de la orilla de la laguna, seguímos costeando un arroyuelo que de aquella procedia, y que directamente guiaba á las rocas donde por primera vez descansámos. Era delicioso aquel camino comparado con el anterior. Habia árboles, verdor; en fin, la fresca vegetacion que tanto anima y caracteriza las orillas de los rios. Era un oásis en medio del desierto de hasta dos leguas de extension, al pié siempre de la cadena de montañas que constituia los límites de nuestros dominios. Su anchura sería como de media legua, regado en toda su extension por el arroyo cuyo orígen acabábamos de ver, y engrosado despues por aguas subterráneas que daban vida y fecundidad á la comarca.

A lo léjos, y por todos lados, se divisaban manadas de búfalos y antílopes que pastaban tranquilamente; pero al acercarnos y ver á los perros, que siempre iban de vanguardia, huian despavoridos escondiéndose en la espesura del monte.

Sea que la amenidad del sitio distrajese el cansancio, que el calor fuese ménos intenso, ó que el deseo de llegar pronto á un asilo seguro hiciese más llevadero el camino, lo cierto era que nadie se detenia, ni se oían quejas ni suspiros; y si bien la única conquista obtenida hasta aquel momento se reducia á unos cuantos huevos de avestruz y algunos galápagos, la culpa no era nuestra, sino de la caza, que no se habia presentado á tiro.

Media hora escasa nos faltaria para llegar á la caverna del chacal, donde pensábamos pasar el resto del dia, cuando Santiago y Federico se pararon para



Fritz se encargó del otro oso y con su arma le atravesó el corazon.


mudar de brazo la carga. Paréme como ellos; pero Ernesto continuó andando sin hacer caso de nosotros, con ánimo sin duda de anticiparse á gozar de la sombra y reposo de la gruta.

—Mucha prisa lleva el sabio para encontrar sombra, dijo Santiago riéndose al verle tan presuroso; quizá cuando lleguemos estará ya durmiendo la siesta.

No bien acabó el niño de pronunciar la última frase, cuando oímos una voz de alarma seguido de agudos aullidos de los perros y de un bramido que el eco repetia. La voz era la de Ernesto, que todo demudado y casi sin aliento llegó donde estábamos, y se echó en mis brazos diciendo:

—¡Papá! ¡papá! ¡un oso! ¡Ahí viene!

Y el pobre chico, más muerto que vivo, no pudo pronunciar más palabra. El susto y la sorpresa de la noticia me impidieron tranquilizarle y reanimar su valor, y ménos cuando de repente se apareció un disforme oso, al que seguia otro á corta distancia.

Un frio glacial cuajó de pronto la sangre en mis venas, tal fue el instantáneo terror que me sobrecogió; sin embargo, prevaleciendo el instinto de la propia conservacion:

—¡Valor, hijos mios! ¡valor y serenidad! fue lo único que pude decir; y uniendo la acción á la palabra, me eché la carabina á la cara para recibir al enemigo. Federico hizo lo mismo, y con una resolucion y sangre fria muy superiores á su edad, se colocó á mi lado. Santiago preparó igualmente su arma, si bien quedándose á retaguardia; y Ernesto, que en su aturdimiento habia arrojado la suya para huir más ligero, se desvió á mayor distancia.

Los perros entre tanto habian ya trabado la pelea, y cuerpo á cuerpo luchaban con sus terribles adversarios. Federico y yo disparámos á un tiempo, y aunque los tiros no hirieron de muerte á ambas fieras, fueron bastante certeros para que la primera quedase con una mandíbula rota, y la segunda con tres costillas y un brazuelo ménos, lo que por de pronto impedia, al uno morder, y al otro echar la garra. Nuestros fieles compañeros seguian haciendo prodigios de valor: luchaban con inteligencia superior á su instinto, y la sangre teñia la arena. Bien hubiéramos querido disparar segunda vez, pero se hallaban tan revueltos los combatientes, que casi era seguro herir ó matar alguno de los perros. En este conflicto resolvímos avanzar, y estando ya á cuatro pasos de los osos, disparé á boca de jarro un pistoletazo á la cabeza de uno, y Federico hizo lo propio con el otro pasándole el corazon. Un imponente rugido siguióse á las detonaciones, rugido que aun nos hizo temblar, y tras una corta agonía espiraron á nuestros piés.

—¡Alabado sea Dios! exclamé al verlos caer, alzando al cielo las manos. ¡Demos gracias al Señor, que por tercera vez nos ha salvado la vida!

Mudos de espanto permanecímos sin articular palabra durante algunos segundos, contemplando el resultado de la victoria. Los perros, aunque heridos y todos cubiertos de sangre, encarnizados en su presa, seguian cebándose en ella, cuando Santiago, que si no tomara parte activa en la lucha, al ménos no habia retrocedido un paso, trajo consigo al pobre Ernesto que aun temblaba como un azogado. Luego que le ví algo más sosegado le pregunté por qué se habia separado de nosotros, y prevínele que nos refiriese su encuentro con las fieras.

—¡Ah! respondió con temblorosa voz y apuntando las lágrimas á sus ojos; ocurrióseme adelanterme, no tanto por llegar el primero á la gruta como por asustar á Santiago, escondiéndome é imitando el rugido del oso cuando estuviera cerca. Dios, sin duda, para castigar mi mal pensamiento, ha permitido que me encontrase con verdaderos osos que me causasen el daño que trataba de causar á otro. No sé cómo tuve valor y fuerzas para llegar hasta donde V. estaba. El Señor ha tenido misericordia de mí.

—Hé aquí, respondí, cómo Dios castiga á tiempo hasta los malos pensamientos; y además ¿cómo no calculaste las consecuencias que pudieran haber surgido en perjuicio de tu hermano de tan pesada broma?

No quise extender más la reprimenda porque estaba á la vista su arrepentimiento; pero sí aproveché la ocasion para dar á conocer á mis hijos el riesgo en las absurdas sorpresas, que tomadas como diversion y para reirse despues, es fácil que acarreen funestos resultados.

—Vamos, que la caza de hoy no ha sido mala, dije á los niños variando de tono; pues vale tanto como la muerte del boa. Al ménos estos osos ya no podrán acercarse á nuestra morada.

Santiago fue el primero que me preguntó cómo se explicaba la presencia de esta clase de animales en un clima tan cálido como en el que habitábamos.

—Tampoco lo comprendo, ni sabré explicártelo, respondí, á no suponer que no pertenezcan á la familia de los de Europa, ó hayan venido de la América del Norte, ó bien sean originarios de una raza particular encontrada há poco en el Tibet.

Esta grave cuestion era de corta importancia para mis jóvenes é intrépidos cazadores que, llenos de alegría por tan notable victoria, con la mayor sangre fria se paseaban al redor de los mónstruos, examinando sus heridas, sus fuertes y agudas garras, pasando los dedos por los largos y afilados colmillos, y las manos por su áspera y poblada piel negra con manchas blancas. No ménos les admiró su corpulencia, pues el mayor tendria sobre ocho piés de largo y poco ménos el otro. El resultado del exámen fue que debíamos darnos por contentos y satisfechos con haber quitado de por medio y á tan poca costa semejantes alimañas. La victoria borra el miedo por grande que haya sido.

—Y ahora ¿qué vamos á hacer con estos animales? pregunté á mis compañeros.

Siempre raro en sus cosas, optó Santiago por que de la piel de las cabezas se hicieran cascos para asustar con esa tremebunda facha á los enemigos que vinieran á ofendernos. Ménos belicoso Ernesto, propuso que las pieles se empleasen como mantas de campaña, ó como alfombras para que hiciesen ménos sensible la humedad del suelo.

Era ya demasiado tarde para emprender nada, y cerré la discusion exhortándoles á que apresurasen los preparativos para el regreso que debia emprenderse al dia siguiente. Aprobóse el proyecto por unanimidad, ya porque despues de la brusca aparicion de las fieras nadie queria pasar la noche en aquel sitio, ya en consideracion á las grandes heridas de los perros que debian curarse pronto.

Los cadáveres de los osos se metieron en la caverna cubriéndolos con maleza para que las aves de rapiña no los devorasen, y los huevos de avestruz, cuyo peso retardaba la marcha, se enterraron en la arena hasta que hubiese ocasion de recogerlos, única manera de poderlos conservar.

La perspectiva de pasar una buena noche y la indispensable y suculenta cena dió alas á nuestros piés; y aun el sol no acababa de trasponer el horizonte cuando ya estábamos reunidos con la buena madre y Franz, que nos recibieron con las mayores demostraciones de alegría. El buen fuego y la mejor cena reanimaron nuestras fuerzas, recompensando superabundantemente los sustos y fatigas pasadas.

Como era natural, lo primero que se contó fue la gran victoria del dia; y maese Santiago, que era el que ménos á ella habia contribuido, desquitóse charlando más que siete. Los heróicos, aunque horrorosos detalles de esta aventura, á pesar de su felix éxito, no dejaron de estremecer á mi esposa, que no pudo ocultar las lágrimas que acudieron á sus ojos al pensar en el inminente riesgo en que estuviera nuestra vida; y por más que traté de tranquilizarla y distraerla encomiándola hasta las nubes la carne del oso que iba á acrecentar las provisiones de invierno, no alcancé á que la cobrase aficion, diciéndome que ántes bien la causaria repugnancia al considerar el riesgo en que nos pusieron. Sin embargo, convenímos en juntarnos todos al dia siguiente muy temprano en el campo de batalla para deliberar el mejor partido que pudiera sacarse de tan importante captura.

Mi buena esposa me contó su ocupacion y la de su hijo durante nuestra ausencia. Acompañada de este, había descubierto á orillas del arroyo una tierra fina, blanca, arcillosa y grasienta que en su sentir podria servirnos para hacer porcelana; y los dos habian recogido entre las rocas en vasijas de bambú suficiente agua para abrevar al ganado, y por último, á fuerza de constancia y paciencia habian llevado á la entrada del desfiladero los primeros materiales para la edificacion del proyectado fuerte.

La agradecí, como se merecia, sus esmerados cuidados, de los que esperaba sacar partido á debido tiempo; y para comenzar los experimentos tomé un poco de la tierra recien descubierta y que se suponia ser de porcelana, y haciendo con ella dos bolas, las coloqué en una grande hoguera que debia durar toda la noche, agregando algunos hachones para que el resplandor alejase las fieras. Los perros, cuyas heridas ya habia lavado y untado bien con manteca fresca mi esposa, echáronse junto á la hoguera. Luego entrámos en la tienda, y un sueño reparador nos cerró pronto los párpados.

Con bastante pereza nos levantámos al siguiente dia no muy temprano, pues como suele decirse las sábanas se nos habian pegado, y tuvímos que hacer un supremo esfuerzo para abandonarlas. Mi primer cuidado fue reconocer el fuego, donde encontré las dos bolas de tierra completamente vitrificadas, si bien la fusion habia sido demasiado rápida, inconveniente fácil de remediar cuando llegase el caso. Contaba ya pues con medios para hacer loza, que era lo principal. Concluidos los piadosos deberes y despues del desayuno, se uncieron las bestias al carro y tomámos el camino de la caverna, cuya entrada en breve divisámos.

Al aproximarnos la vímos ocupada por una bandada de aves, que por su forma, color y otras circunstancias, al pronto nos parecieron pavos, cuando de cerca no descubrímos sino aves de rapiña que aprovechaban los restos de los osos, entrando y saliendo de la caverna en confusa algaraza, con buenos pedazos de carne en el pico. En vista de los numerosos entrantes y salientes colegí que ya eran dichosos y que el viaje iba á ser en balde, no encontrando sino la pelada osamenta de la gran caza de la víspera. Además, no sabíamos cómo penetrar en la gruta, pues por lo visto nuestra presencia no parecia inquietar á las rapaces bestias. De repente oímos un rumoroso aleteo sobre nuetras cabezas y una gran sombra negra en el suelo. Alzámos los ojos: era un pájaro disforme de prodigiosa fuerza, cuyas extendidas alas abrazaban un espacio de quince ó diez y seis piés; dirigíase á la caverna, y al descender, disparándole Federico la carabina, cayó al punto inerte á nuestros piés, herido mortalmente en el corazon, de donde la sangre salia á borbotones.

El estampido asustó á las aves que estaban dentro y fuera de la caverna, las cuales desaparecieron como el humo chillando á más no poder y dejándonos el campo libre. En seguida examinámos el mónstruo alado, y vímos que era un condor de la mayor especie [1].

Por fin entrámos en la gruta, donde encontrámos medio despedazado uno de los osos, y el otro casi vaciadas las entrañas, lo que nos ahorró parte del trabajo. Se aprovecharon las pieles de ambas fieras, desollándolas, la carne aun intacta, y el resto se echó á los perros.

Un dia entero se necesitó para preparacion de la carne de los osos. Se cortaron primero los jamones, luego las patas que, cocidas y aliñadas, segun opinion de los gastrónomos, eran un plato exquisito; en seguida se cortó el resto de la carne en grandes lonjas, ahumándolo todo á un fuego de leña verde preparado al intento. Sacáronse más de cien libras de grasa, la cual cuidadosamente se guardó en barriles de bambú. Mi esposa la apreció ante todo, porque á más de lo que podia servirla para la cocina, tampoco ignoraba que con ella se hacian tan ricas tostadas como con la manteca de vaca. Las pieles bien lavadas con agua del mar y restregadas con ceniza y arena quedaron regularmente curtidas, y aunque mis conocimientos en ese arte eran bastante medianos, no quedé descontento de mi trabajo. A lo ménos no tuve que recurrir al medio de que, segun dicen, se valen los groenlandeses para curtir las pieles, que consiste en aderezarlas con los dientes. No quedó pues de ambas fieras sino el esqueleto, cuya limpieza quedó á cargo de los perros y aves de rapiña, dejando unos y otros en breve los huesos tan mondos, que desde luego pudieran labrarse y figurar en nuestro museo: honor que sólo se dispensó á los cráneos.

Mucho sentí hallarme tan léjos del sitio donde se encontraba el ravensara, cuyas hojas y corteza comunicó tan buen olor al asado otaitiano que hizo Federico; pero entre el abundante ramaje que los niños trajeron para ahumar la carne, reparé en una especie de bejuco cuya fragancia me llemó la atencion. Examiné su fruto y ví que era pimienta de la mejor clase, descubrimiento que me colmó de alegría. Seguro de que no me equivocaba, empezámos á rebuscar, y en breve se recogieron más de cinco libras de esa especia, verdadero tesoro para nuestra cocina y mayor para la conservacion de infinitos objetos que el excesivo calor echaba á perder á pesar del esmero con que se preparaban. Las pieles, los jamones y la carne en cecina recibieron la primera aplicacion del nuevo descubrimiento. Tuve buen cuidado de arrancar algunos plantones de aquel arbusto para el huerto.

Tras los osos llegó el turno al condor. Destinada esta ave gigantesca para adorno del museo, la descarnámos, y bien salpimentada por dentro se rellenó de algodon y musgo seco, con lo cual quedó perfectamente disecada, reservando para otra ocasion darla la actitud y forma adecuadas para figurar en la seccion zoológica del gabinete de historia natural.




  1. El condor ó gran buitre de las Indias es sin disputa la mayor ave que se conoce en nuestro continente. Habia en la América Meridional y anida en las nieves perpétuas de los Andes. Vive en bandadas numerosas y remontándose á más de mil toesas. Cuanto se sabe de su historia se debe al célebre Humboldt, que lo observó en la misma cordillera de los Andes. (Nota del Trad.)