El Robinson suizo/Capítulo XXXIV
Estaba ya casi encima el segundo invierno que íbamos á pasar en la isla, y no podíamos desperdiciar los momentos que restaban de buen tiempo para abastecernos de cuanto pudiera sernos útil, especialmente de granos, fruta, patatas, arroz, guayabas, bellotas, cocos, anís, yuca y piña, que era el gran regalo de los niños. Confiáronse á la tierra, como el año anterior, las semillas de Europa, creyendo que, por hallarse removida aquella, la humedad de la estacion las fecundaria más pronto.
Mi esposa hizo nuevos costales que acarreaban llenos al almacén los sufridos animales, donde se vaciaban en barriles para conservar la cosecha. El acarreo, así como la recoleccion, no dejaban de fatigarnos, pues las mieses, por haberse sembrado en épocas distintas, no estaban todas en igual grado de sazon, siendo preciso irlas eligiendo, y para remediar este, inconveniente el próximo año, pensé en hacer una labranza en regla. Al efecto contábamos con una yunta de búfalos, y aunque careciéramos de colleras y tirantes, proponíame hacerlos durante la reclusion de invierno. En una palabra, era menester hacernos labradores en forma, así como sucesivamente habíamos ejercitado los oficios de carreteros, carpinteros, canteros, albañiles, cesteros y otras profesiones á cuyo aprendizaje, la necesidad que es la mejor maestra, nos habia obligado.
La prevision que tuve no fue en vano. Aun no estaba concluida la faena proyectada cuando el horizonte se presentó cargado de oscuras y espesas nubes, precedidas de fuertes ráfagas de viento que nos obligaron á apresurar los últímos trabajos. Las tempestades se sucedian unas á otras; el huracan silbaba espantosamente, y el estampido del trueno repetia sus ecos en las quebradas de la montaña. El mar tomó tambien parte en este general desequilibrio de la naturaleza, y sus furiosas y encrespadas olas que parecian elevarse al cielo, amenazaban tragarse en sus profundos abismos cuanto se les oponia. Por espacio de veinte dias presenciámos el espectáculo más majestuoso é imponente que el hombre puede imaginar. Era un verdadero cataclismo de todos los elementos; la naturaleza entera parecia trastornada; los árboles más robustos se tronchaban con estrépito; los relámpagos y las exhalaciones eléctricas se mezclaban con el ruido del viento y de los torrentes de agua que sin cesar vomitaban las abiertas cataratas del cielo; en una palabra, era el concierto más monstruoso y sublime de las voces todas de la naturaleza, concierto inarmónico que aterraba en vez de embelesar el oído.
Al recordar los preludios del pasado invierno, ya porque la memoria no los retuviese bien, ó lo que es más cierto, porque el riesgo presente aparece siempre más terrible que el que ya ha pasado, flgurósenos que la naturaleza no habia sufrido tan violenta conmocion el año anterior. Por fin apaciguáronse un poco los vientos y se sucedió la lluvia lenta y constante que nos obligó á permanecer encerrados diez ó doce semanas en la cueva.
Los primeros momentos de nuestra reclusion fueron tristes; pero como la necesidad y extension del sufrimiento nos eran ya conocidos, acudió en nuestro auxilio la resignacion, y para matar el fastidio nos ocupámos en las disposiciones de nuestra morada subterránea.
No nos habíamos quedado en la cueva más que con la vaca por la leche, con la burra que estaba criando, y con el becerro, el búfalo y el onagro, destinados á servirnos en las excursiones á que nos obligase la necesidad. El reducido establo no nos permitió encerrar las ovejas y cabras. Estas, así como los cerdos, se quedaron en Falkenhorst con abundante pienso, lo cual no obstaba para que cualquiera de los niños, arrostrando la lluvia y el viento, tuviese precision de visitar casi diariamente á los pobres animales para darles algunos puñados de sal y ver si carecian de algo. Excuso añadir que los perros, el chacal, el mono y el águila estaban con nosotros, y su compañía, no sólo no nos causaba molestia, sino que en parte nos distraia durante las muchas y largas horas de los interminables dias que tuvímos que pasar encerrados.
En la absoluta imposibilidad en que estábamos de hacer nada al raso, se terminaron varios trabajos que no habian sido previstos, los cuales ahora se encontraban de primera necesidad. Estando ya en el caso de tomar definitiva posesion, faltaba mucho que hacer para que la morada salina correspondiese á nuestras necesidades y exigencias, que como era natural, habian de ir siempre en aumento.
Lo primero que se hizo fue nivelar el piso de la cueva para no tropezar á cada paso. La fuente se trasladó á la cocina, donde llenaba su objeto; se labraron bancos y mesas: en una palabra, se procuró que no faltasen las comodidades más indispensables para hacer llevadera la larga permanencia en la cueva. Todavía faltaba remediar un inconveniente, la falta de luz. Cuatro eran las aberturas que tenia la gruta, contando la puerta; una en la cocina, otra en el taller, y la restante en el dormitorio. Los demás departamentos, inclusos los de mis hijos y el fondo de la habitacion, estaban sumidos en la oscuridad más profunda, y si bien en los tabiques intermediarios existian varias ventanas con persianas ó ligeras cortinillas, la luz que entraba por la puerta y demás aberturas era tan débil, que gran parte de la habitacion quedaba sumida en la mayor oscuridad. Con otras dos ó tres ventanas grandes practicadas en las paredes de la gruta se hubiera remediado todo; pero siendo impracticable la obra ántes del buen tiempo, y como la necesidad urgia y la privacion acrecentaba el deseo, hé aquí el medio que adopté para dar luz á nuestra morada.
Entre los efectos procedentes del buque hallábase un farol que, pudiéndolo colgar del techo en el centro de la gruta, derramaria su luz por todas partes. La dificultad estribaba en poderlo suspender en aquel punto; pero la agilidad de Santiago sacóme del apuro. Un grueso bambú que sobrara de los empleados en la cañería de la fuente, y que justamente tenia la altura necesaria para el objeto, bien fijado en el suelo, sirvió de escalera á mi hijo, y trepando por él como si fuera una cucaña, pudo clavar en el centro de la bóveda una polea y pasar por ella una cuerda á la que se ató el farol para colorarlo á la altura que nos conviniera. Una vez encendido, irradiaba la suficiente claridad para alumbrarnos. Mi esposa y Franz quedaron encardados de su entretenimiento, que por el punto céntrico que ocupaba surtia el mejor efecto, reflejando sus rayos en las mil facetas cristalinas que tapizaban la gruta.
El conseguir esta gran claridad fue para todos un inmenso beneficio para activar los trabajos pendientes y los que se emprendieron de nuevo. Ernesto y Franz se ocuparon en arreglar la biblioteca y colocar ordenadamente en estantes, dispuestos al efecto, los volúmenes que se salvaron del naufragio; Santiago ayudó á su madre en el arreglo de la cocina y de su batería junto con la vajilla, y yo tomé á Federico por mi cuenta en lo relativo al taller, por ser el mayor de sus hermanos y más apto por su robustez para las pesadas fatigas que exigian sus tareas.
En ese importantísimo departamento, inmediato á la ventana coloqué un magnífico torno inglés provisto de todas sus herramientas, que habia encontrado en el camarote del capitan; verdadera alhaja que sin duda conservaria como aficionado por recreo. Cuando mozo por diversion aprendí yo á tornear, y ahora me hallaba en el caso de utilizar los escasos conocimientos que adquiriera en ese género de trabajo.
Construímos además una fragua; los yunques se fijaron entre unos tajos, y en tablas sostenidas por palomillas y llenas de agujeros se pusieron ordenadamente las herramientas pertenecientes á carpintería y herrería que se sacaron del buque. Los clavos, tornillos, espigones, tenazas, martillos, sierras y barrotes, todo ocupó su lugar conveniente clasificado en términos de encontrarse cuando se necesitaran, tomando así nuestro taller improvisado una apariencia de órden y regularidad que me enorgullecia. Entónces fue cuando me alegré infinito de la aficion que tuve en mi mocedad á toda suerte de artes mecánicas, á la cual debia la gran ventaja de conocer los útiles que poseia para valerme de ellos con alguna destreza y con utilidad positiva, pues ninguna me era desconocida.
La cueva fué tomando un aspecto de comodidad y órden que iba haciendo cada vez más grata su forzosa permanencia en ella hasta que el sol nos devolviese la libertad. Además del taller, teníamos pieza expresa para comedor y gabinete de estudio, donde podíamos descansar, con los goces del espíritu, de la corporal fatiga que nos causaban las tareas industriales. Entre las cajas extraidas del buque encontrámos varias que contenian gran cantidad de libros, destinados unos para uso del capitan, y otros para el de los oficiales á quienes habian pertenecido. Entre ellos se contaban obras preciosas y del mayor mérito, impresas en diferentes idiomas y que trataban de toda clase de materias, en especial sobre marina, viajes y los diferentes ramos que abraza la historia natural, y algunas de ellas con magníficas láminas que daban nuevo valor á este importante tesoro, aumentando asi los recursos para salir de muchas dudas, como nos sucedió con la célebre raíz de mono que Federico y Santiago encontraron en su excursion, y que hojeando uno de los volúmenes, vieron exactamente grabada, reconociéndola al instante por el ginsen de los chinos, tal como yo la habia calificado. Poseíamos además, y de la misma procedencia, mapas y cartas geográficas, varios instrumentos de astronomía, física experimenlal y matemáticas, y una esfera terrestre de invencion inglesa que se henchia como una máquina aerostática.
Entre las obras abundaban diccionarios y gramáticas de casi todos los idiomas, lo que constituye ordinariamente el fondo de las bibliotecas pertenecientes á grandes buques. Esta rica variedad y el afan de aprovecharnos de aquellos tesoros de ciencia inspiró el deseo á los niños y hasta á mi mismo, no sólo de cultivar las lenguas que conocíamos, sino el de aprender otros idiomas que ignorábamos. Poco ó mucho todos poseíamos el frances, idioma casi tan usado como el aleman en la Suiza; Ernesto y Federico habian comenzado en Zurich los primeros rudimentos del inglés, y como yo lo sabía regularmente, encontréme en estado de dirigir y acrecentar aquellos primeros conocimientos, tanto más necesarios, cuanto que el inglés es hoy dia el idioma general en los mares, y rara sería la embarcacion donde no se hallase entre la tripulacion ó pasajeros alguno que lo entendiese. Santiago, que aun no conocia mas lengua que la suya, optó por aprender la española y la italiana, cuya pompa y melodía se avenian con su carácter enfático. En cuanto á mí, no encontré cosa mejor que el estudio del idioma malayo, pues la inspeccion atenta de las cartas marítimas y derroteros, así como la posicion y particulares circunstancias de nuestra isla, me hacian creer y persuadirme cada vez más de que los primeros hombres á quienes, si estaba de Dios, habríamos de dirigir la palabra, pertenecerian á esa raza tan numerosa y extendida.
Quedámos pues convenidos que cultivaríamos en comun y al mismo tiempo el frances y el aleman, que yo enseñaria el inglés á mi esposa, á Franz y á Federico; y que los demás estudiarian solos el idioma que mejor les pareciese. Así era que en ocasiones nuestro gabinete de estudio se parecia á una Babel en pequeño, cuando por distraer el estudio cada cual se ponia á recitar en alta voz trozos ó extractos de sus libros favoritos. Este ejercicio, extraño y casi ridículo á primera vista, no dejaba de proporcionar una ventaja, y era provocar explicaciones de las que resultaba aprender toda la familia una palabra ó frase de un idioma que habia ignorado hasta entónces.
En estos ejercicios intelectuales Ernesto era siempre el primero y el que se llevaba la palma, superando en memoria é inteligencia, y sobre todo en perseverancia y ardor por el estudio, á sus demás hermanos. No contento con aprender el inglés, se dedicaba al propio tiempo al latin, que le era indispensable para satisfacer su pasion por la historia natural. Su afan por el estudio era tal que á veces me ví obligado á quitarle el libro de la mano, mandándole se ocupase en algun ejercicio corporal provechoso á su salud.
Nada he dicho hasta ahora de otros mil objetos ricos y de lujo que encontrámos en el buque naufragado, sin concederles grande importancia. Poseíamos por lo tanto variedad de muebles, como cómodas, consolas, sillerías, espejos, adornos para encima de las mesas, relojes y entre ellos un soberbio cronómetro de campana que daba las horas. Entre todo esto elegí lo que me pareció mejor para decorar nuestra morada, que ya iba tomando el aspecto de un palacio, como la llamaban mis hijos.
Entónces fue cuando resolvímos cambiarle el nombre. La primitiva y reducida tienda de campaña que ántes nos cobijara representaba ya un papel muy secundario para conservar el nombre de Zeltheim, y despues de muchas discusiones animadas, se adoptó el de Felsenheim (casa del peñasco).