El Tempe Argentino: 28
Capítulo XXVI
[editar]
La más admirable de todas las flores, la planta singular de la familia de las ninfáseas, llamada irupé por los Guaraníes, y Victoria regia por los botánicos, es una de las maravillas del reino vegetal, que se ostenta en nuestros grandes ríos. Aunque no se la encuentra en el archipiélago del delta del Paraná, ¿cómo es posible, al describir este río, dejar en silencio tan hermosa hija de sus aguas?
Los que hayan visto las balsas o islas herbáceas que flotan en las hondas del Paraná, formadas de nenúfares, sagitarios y otras plantas acuáticas, vulgarmente llamadas camalotes, fácilmente concebirán como se extiende el irupé sobre las aguas. Figurémonos uno de esos mantos flotantes, del verdor más fresco formado de gran número de bandejas redondas, de una brazada de ancho, coronadas de enormes espigas globosas de azabache, y de magníficas flores carmesíes de alabastro, de una vara de ruedo, que esparcen un aroma delicioso.
Todo es notable y raro en esta planta fluvial: sus flores, sus frutos, su fragancia y hasta sus movimientos espontáneos que la colocan entre las plantas dotadas de sensibilidad. Los grandes discos de sus hojas natátiles, de cinco a seis pies de diámetro, lisas y verdes por encima, con un reborde vertical de dos pulgadas, se asemejan a una gran fuente, lo que ha dado origen a su nombre guaraní irupé (plato en el agua). Por debajo son rojizas, con una red de gruesas nervaduras huecas que contribuyen a mantenerlas sobre el agua, aunque aves de gran tamaño, como las garzas, se posan sobre las hojas que pueden sostener el peso de una criatura, sirviéndole de cuna flotante.
El peciolo sale del centro de la hoja. Los rizomos o tallos de la planta, siempre sumergidos, están erizados de largas espinas, y lo mismo las nervaduras de las hojas, el pedúnculo y el cáliz, que está dividido en cuatro sépalos rojos. La flor, de un pie de diámetro, se compone de más de cien pétalos, interiormente blancos, simétricamente colocados que, según se acercan al centro, van disminuyendo en tamaño y tomando un color encarnado hasta el carmín. Numerosos estambres forman en medio de la flor una bella corona amarilla y punzó.
Estas flores colosales del irupé brillan con singular hermosura a la luz del sol, esparciendo un olor suavísimo, comparable al de la flor del aire, y sobrenadan como las hojas de la planta, alargando para ello unas y otras sus pedúnculos y peciolos todo lo que es necesario para llegar al nivel del agua; y cuando esta se eleva accidentalmente, aquella prolongación continúa.
A la flor sucede un fruto esférico del tamaño de la cabeza de un niño, que se cubre de semillas o granos redondos del grueso de la pimienta, duros, lisos, negros y lustrosos, llenos de una fécula amilácea propia para el sustento del hombre; por esta razón en el país es designada la planta con el nombre de maíz de agua y sirve de alimento a los naturales. Siendo el irupé o Victoria regia planta anual que se reproduce por la simiente, sería muy fácil su multiplicación, con sólo echar sus granos en los arroyos y lagunas de fondo cenagoso; pero no prospera sino bajo un clima cálido. En Europa se ha logrado conservarla y hacerla dar flores en acuarios, a una temperatura de treinta grados.
La planta germina y crece desde los primeros días del otoño; pero permanece en el estado de inmersión hasta la primavera, cuando el calor constante de la atmósfera no puede ya dar lugar a una repentina destemplanza. Las flores retardan su aparición hasta el verano, saliendo diariamente del agua al amanecer, y desapareciendo con el astro del día, mientras que las hojas permanecen siempre sobrenadando.
La Victoria regia presenta con más propiedad que otras plantas el raro fenómeno del reposo nocturno que Linneo observó en algunos vegetales, denominándolo sueño de las plantas. Las flores del irupé, después de permanecer abiertas durante el día, según se ha dicho, hacen a la caída de la tarde sus preparativos para retirarse a su alcoba acuática. Se apimpollan poco a poco, ciérranse sus cálices, y así que se pone el sol, se sumergen y pernoctan debajo del agua hasta que vuelve la luz del día; y entonces aparecen de nuevo sobre la superficie desplegando sus capullos y difundiendo su perfume.
¡Cuan bello es! ¡Cuan majestuoso el momento en que la reina de las ondas desabrocha lentamente su corola desenvolviendo uno tras otro sus anchos pétalos oblongos, cóncavos, rosados y brillantes, y mostrando su purpúreo seno! Al contemplar meciéndose sobre las aguas a estas hermosas náyades, y verlas ocultarse en las ondas luego que por la ausencia de la luz no pueden ya lucir sus galas y atractivos, nos parecen unos seres dotados de sensibilidad e inteligencia que se complacen en la admiración y simpatía que inspira el esplendor de su belleza, y el embeleso delicioso de quien, al contemplarlas aspira el hálito balsámico que exhalan.
En torno de ellas, todo parece reunirse para añadir a los placeres de los sentidos los goces del sentimiento. Al surcar la ligera nave por entre las islas frondosas del alto Paraná sobre una agua tranquila, velada con el verde manto de los nenúfares de corolas celestes y de plata y oro, y el pomposo ropaje y las soberbias flores encarnadas del irupé, galanteadas por lindas mariposas, encantadores colibríes y un variado cortejo de aves acuáticas, ¡qué dulce serenidad penetra en el alma del viajero! La soledad y el silencio de los bosques, las maravillas de la vegetación, la animación inocente de tantos seres, todo nos produce el olvido de los cuidados y afanes mundanales; todo concurre a dilatar el corazón, a renovar el recuerdo de nuestras más tiernas afecciones, y avivar nuestra ingénita aspiración a un retiro de paz, de descanso y de contento. El hombre siempre ha pedido a la naturaleza la calma del corazón perdida; y en verdad que sólo la naturaleza ha podido siempre restituírsela.
Siglos y siglos, miles de años habían corrido sin que se hubiese presentado en aquellas soledades habitadas por el espléndido irupé, sin que se hubiera aparecido un ser que pudiese admirar y hacer conocer al mundo esta obra maravillosa del Creador; hasta que penetró allí el hombre culto, único capaz de apreciar y gozar tanta belleza. Haencke, botánico alemán, que murió en América en medio de sus doctas investigaciones, fué el primero que dio a conocer (en 1779) esta magnífica ninfeácea, denominándola euriale amazónica, en memoria del río en cuyas márgenes la descubrió. En 1831, d'Orbigny la encontró en los ríos Paraguay y Paraná... Después ha sido bautizada por el botánico inglés Lindley con el nombre de Victoria regia, en obsequio a su soberana, y últimamente el viajero alemán Schomburgh la describió preconizándola como la reina de las flores. Por cierto que no hay en todo el orbe otra planta que reúna como el irupé la hermosura a la magnificencia; la fragancia y belleza de las flores a la utilidad de los frutos, la singularidad de sus formas y la rareza de sus habitudes.