El Tempe Argentino: 40

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IV.[editar]

Domesticidad del carpincho


Desde la segunda edición del Tempe Argentino está en mi poder una interesante descripción de las habitudes de un carpincho domesticado por el canónigo D. José Sevilla Vázquez, en su antiguo curato de Bella Vista, en la provincia de Corrientes. No habiéndola podido publicar en las sucesivas, ediciones de mi libro, a causa de su mucha extensión, me he resuelto a darla hoy en extracto:


«Zarate», Diciembre 1° de 1860.
Señor D. Marcos Sastre.

"Siendo suscriptor a la Biblioteca Americana del Dr. D. A. Magariños Cervantes, leí con mucho interés el Tempe Argentino de D. Marcos Sastre, que tanto ha llamado la atención de los amantes de la literatura, y hoy he vuelto a leer con igual gusto la segunda edición, en que encuentro nuevas páginas, llenas de instrucción de elocuencia y de verdad; pero lo que más ha llenado de gozo mi alma, lo que más la ha elevado a su altura son los Consejos de oro sobre la educación. Quiera el que todo lo puede, que todos lean, estudien, aprendan y practiquen cuanto de noble, santo y bello Vd. ha proporcionado a las madres y a los preceptores. Dios quiera que las madres de los Argentinos pongan en acción los preceptos que Vd. establece para bien y provecho de ellas, de sus hijos y de la sociedad en general. Que los preceptores, verdaderos sacerdotes de la inteligencia, cumplan y observen los Consejos de oro, entonces, no hay que dudarlo, merecerán bien de la patria. La sociedad les agradecerá como agradecer y respetar deben todos a su autor.

"La descripción del delta del Paraná y Uruguay, me trajo a la memoria un dicho de M. Bompland. En 1842 me hallaba en el pueblo de San Borjas, uno de los siete de Misiones, donde Mr. Bompland poseía una quinta, jardín botánico que él cultivaba por sus propias manos. Ponderando un día lo benigno del clima de las Misiones, lo productivo de su suelo, y sus exquisitas y abundantísimas frutas, añadió dirigiéndose a mí en tono festivo: "Sr. Cura, cuando Moisés prometió a los Israelitas conducirlos a la tierra de promisión, no la conocía ni sabía en qué parte del globo estaba esa tierra; pues si así no hubiera sido, habría marchado con su pueblo, sin descanso, hasta llegar a esta verdadera tierra de promisión, donde nos hallamos."

"Entre los objetos de la historia natural que Vd. describe, ha atraído particularmente mi atención la capibara o carpincho; por haber tenido la oportunidad de observarlo muy de cerca y por mucho tiempo. "En el año 1843, siendo cura de Bella Vista, compré por un real plata un carpincho mamoncito que, a juzgar por su pequeñez, tendría quince o veinte días. Principié a alimentarlo con leche de vaca. A los cinco meses estaba muy crecido, me seguía por todas partes, me acompañaba en mis paseos al rededor del pueblo, y aun en las visitas que hacía a mis feligreses. Cuando en el tránsito encontraba verde y fresca gramilla, solía quedarse saboreando su alimento natural; mas al reparar que yo me había alejado algunas cuadras, levantaba la cabeza, hacía una o más gambetas, acompañándolas con un resoplido, cual si estuviese en el agua, y a grandes saltos llegaba y se rozaba dando vueltas sobre mis pies, de tal modo que me privaba seguir caminando. Estas gambetas, vueltas y revueltas, cesaban cuando yo, acariciándolo, le decía en alta voz: Basta. Si por mi orden, alguno de mis sirvientes le impedía salir conmigo, el carpincho obedecía y quedaba cabizbajo, espiando la ocasión oportuna para la fuga. Rara era la vez que dejaba de conseguirlo, y entonces se presentaba en las casas donde otras veces él me había acompañado.

"Todos mis feligreses, hasta los niños de la escuela, querían al carpincho; unos le daban pan, otros chipa (torta de maíz), quien dulce; y rara vez despreciaba el convite. Jamás siguió a otra persona más que a mí y a una sirvienta de color que cuidaba de su alimento.

"También me acompañaba al baño, llevando sobre el lomo la ropa, sujeta por una cincha. Llegábamos al puerto, mas el carpincho no se movía de la orilla, hasta tanto que le aliviaba de su carga y entraba yo en el río. Entonces se arrojaba con estrépito y continuos resoplidos. Era cosa digna de notarse, que cuando yo zambullía, me esperaba en el mismo lugar donde yo salía, y nadando a mi lado regresaba a la orilla.

"Vd. sabe que no hay, y añadiré, ni puede haber un Correntino que no sea un gran nadador. Las bellas y generosas Correntinas también hacen de ello alarde y tanto, que he visto a muchas hijas de Goya, de Bella Vista, y de la Capital, vadear el río Paraná y regresar casi sin descansar en la orilla opuesta que pertenece al Chaco. Todos a la vez invitaban al carpincho, lo acariciaban y aún lo obligaban a nadar con ellos; pero jamás lo hizo, permaneciendo siempre a mi lado y nadando al rededor. Quedaba en el río mientras yo me vestía; mas viendo que doblaba la sábana, salía a recibir su pequeña carga, marchaba adelante y me esperaba en la puerta de mi habitación, tendido de largo a largo. Ya la sirvienta le había quitado la ropa y entonces recibía un chipá que devoraba en dos minutos.

"En un viaje que hice a la ciudad de Corrientes, me embarqué con el carpincho y lo hacía dormir en la cámara. Al segundo día de navegación, el viento contrario nos obligó a tomar puerto, y luego el patacho estuvo asegurado con un cable a un corpulento sauce, rozando su costado con la barranca, un poco más baja que el casco del buque. Salto yo sin plancha a tierra, siguiéndome el carpincho, que muy luego desaparece entre el follaje. Dos largas horas habían transcurrido; el sol se aproximaba al ocaso, y mi carpincho no volvía. Poco después un marinero, que desde lo más alto del palo mayor observaba la costa, me grita: "El carpincho se ha reunido a una piara de carpinchos." Regreso en el acto al buque, subo a la cofa o cruz del palo mayor y le llamo a gritos. El carpincho oye mi voz, la reconoce, deja la compañía de su especie, y ufano y corriendo a grandes saltos por la masiega, llega, salta sobre la cubierta, y mirando a lo alto, esperó que yo descendiera.

"Continuaré refiriendo cuanto he observado en mi carpincho doméstico, durante cuatro años, hasta dejarlo en poder del Jefe de la escuadra inglesa en el Plata, M. Hotham, quien lo condujo a Inglaterra. Entonces el carpincho era corpulento, manso cual un perro faldero, sufrido como un cordero. Este animal semi-anfibio se reduce con suma facilidad a la domesticidad, a la que se presta de suyo, sin esfuerzo de parte del hombre; come de todo, carne cocida, legumbres; gusta mucho de la mandioca y batata; pero jamás ví a mi carpincho comer carne cruda ni pescado. No era glotón; por el contrario era parco; no despreciaba jamás el dulce, y tanto era así, que recibiendo en los postres su parte, pronto la concluía, y saboreándose volvía por otra. Testigo Mr. Hotham que, enamorado y admirado de su mansedumbre y de sus cualidades, lo llamaba, y luego que estaba a su lado, le ofrecía con su propia mano, colocando sobre la palma, el dulce que el carpincho comía con pulidez.

"Los empeños de la amistad consiguieron que cediese mi carpincho, para regalárselo a Mr. Hotham. Yo mismo lo conduje a bordo, donde hallé una casita de madera, pintada al óleo, dispuesta para hospedar al carpincho, dividida en tres separaciones; una con arena, la segunda con su alfombra de triple, la tercera de dos varas y tres cuartas de largo, por dos varas de ancho, llena de agua. Por los periódicos de aquella época, supe que Mr. Hotham regresó a su patria pero nada puedo decir a Vd. sobre mi carpincho desde entonces.

"S. A. S

«José de Sevilla Vázquez.»