El Tempe Argentino: 45

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Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


Cuando salió a la luz el Tempe Argentino en su primera edición, el Dr. Juan María Gutiérrez tuvo a bien enviarme los hermosos versos siguientes, acompañados de estos halagüenos conceptos que agradezco cordialmente: "En prueba y en humilde recompensa del placer que me ha causado su libro, le incluyo, dedicándosela, esa composición inédita y, sin esta circunstancia, condenada a perpetuo olvido..."



El ombú[editar]

Sobre la faz severa de la extendida Pampa
Su sombra bienhechora derrama el alto ombú,
Como si fuese nube venida de los cielos
Para templar en algo los rayos de la luz.

El sólo, poderoso, puede elevar la frente,
Sin que la abrase el fuego del irritado sol,
En la estación que el potro discurre en la llanura
De libertad sediento, frenético de amor.

El sólo, hijo de América fecunda,
Aislado se presenta con ademán audaz
A desafiar el golpe del repentino rayo,
A desafiar las iras del recio vendaval.

En tanto que las hojas de su guirnalda inmensa
Apenas se conmueven sobre su altiva sien,
Apuran sus corceles los hombres del desierto,
Asilo, temblorosos, pidiéndole a su pie.

Y encuentran, cobijados del pabellón frondoso,
Abrigo contra el soplo del viento destructor,
Y en calorosa siesta la sombra regalada
Que inspira dulces sueños cargados de ilusión.

¡Oh! necio del que inculpa por indolente al gaucho
Que techo artificioso se niega a levantar;
El cielo le ha construído palacio de verdura,
Al pie de la laguna, su transparente umbral.

¿No mira cuál se mecen las redes de la hamaca
Al viento perfumado que ha calentado el sol,
Y dentro de ella un niño, desnudo y sin malicia,
Fruto de los amores que el árbol protegió?

¿En derredor no mira los potros maniatados,
Las bolas silbadoras, el lazo y el puñal?
¿La hoguera que sazona riquísimos hijares,
Y el poncho y la guitarra y el rojo chiripá?

En todos los placeres del gaucho y los dolores,
El árbol del desierto derrama protección;
Con su murmurio encubre la voz a los amantes,
O el ¡ay! del que en la liza herido sucumbió.

Por eso muchas veces se miran levantados,
Al pie del vasto tronco de un olvidado ombú,
Pidiendo llanto y preces al raudo pasajero
Los siempre abiertos brazos de la bendita cruz.