El Zarco/Capítulo XVIII

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El Zarco
de Ignacio Manuel Altamirano
Capítulo XVIII: Entre los bandidos

Manuela, apasionada de el Zarco y por lo mismo ciega, no había previsto enteramente la situación que le esperaba, y si la había previsto, no se había formado de ella sino una idea convencional.

Su fantasía de mujer enamorada e inexperta le representaba la existencia en que iba a entrar como una existencia de aventuras peligrosas, es verdad, pero divertidas, romancescas, originales, fuertemente atractivas para un carácter como el suyo, irregular, violento y ambicioso.

Como hasta allí, y desde que se había soltado esa nueva plaga de bandidos en la tierra caliente, al acabar la terrible guerra civil que había destrozado a la República por espacio de tres años, y que se conoce en nuestra historia con el nombre de Guerra de Reforma, no puede decirse que se hubiera perseguido de una manera formal a tales facinerosos, ocupado como estaba el gobierno nacional en luchar todavía con los restos del ejército clerical. Manuela no había visto nunca levantarse un patíbulo para uno de esos compañeros de su amante.

Al contrario, había visto a muchísimos pasearse impunemente por las poblaciones y los campos, en son de triunfo, temidos, respetados y agasajados por los ricos, por las autoridades y por toda la gente.

Si alguna persecución se les hacía, de cuando en cuando, como aquella que había fingido el feroz comandante, conocido nuestro, era más bien por fórmula, por cubrir las apariencias, pero en el fondo, las autoridades eran impotentes para combatir a tales adversarios, y todo el mundo parecía resignado a soportar tan degradante yugo.

Manuela, pues, se figuraba que aquella situación, por pasajera que fuese, aún debía durar mucho, y que el dominio de los plateados iba consolidándose en aquella comarca. Además, era ella muy joven para recordar las tremendas persecuciones y matanzas llevadas a cabo contra los bandidos de otras épocas por fuerzas organizadas por el gobierno del Estado de México y puestas a las órdenes de jefes enérgicos y terribles, como el célebre Oliveros.

Aquello había pesado en tiempos ya remotos, a pesar de que no habían transcurrido desde tales sucesos ni quince años. Por otra parte, las circunstancias eran diversas. En aquella época se trataba de perseguir a cuadrillas de salteadores vulgares, compuestas de diez, de veinte, a lo sumo de cuarenta bandidos, que se dispersaban al menor ataque y cuyo recurso constante era la fuga. Se estaba en una paz relativa, y podían las fuerzas organizadas de varios Estados concurrir a las combinaciones para atacar a una partida numerosa; las poblaciones y los hacendados ricos podían prestar sus auxilios, las escoltas recorrían constantemente los caminos, y hombres conocedores de todas las guaridas servían de guías o eran los perseguidores.

Pero ahora era diferente. Ahora el gobierno federal se hallaba demasiado preocupado con la guerra que aún sostenían las huestes de Márquez, de Zuloaga, de Mejía y de otros caudillos clericales, que aún reunían en torno suyo numerosos partidarios; la intervención extranjera era una amenaza que comenzaba a traducirse en hechos, precisamente en el tiempo en que se verificaban los sucesos que relatamos, y como era natural, la nación toda se conmovía, esperando una invasión extranjera que iba a producir una guerra sangrienta y larguísima, que, en efecto, se desencadenó un año después y que no concluyó con el triunfo de la República sino en 1867.

Todas estas consideraciones no podían venir al espíritu de la joven con la lucidez con que se presentaban a los ojos de las personas sensatas; pero ella oía hablar a las gentes serias que visitaban a doña Antonia o ésta le transmitía los rumores que circulaban, y aunque vagamente, como las gentes de la muchedumbre suelen resumir la situación pública, pero de un modo exacto, ella sacaba las consecuencias que le importaban para su vida futura.

Por lo demás, el estado que guardaban las cosas en la tierra caliente, era demasiado claro para que ella pudiera abrigar grandes temores por la vida del Zarco.

Lo cierto era que los plateados dominaban en aquella comarca, que el gobierno general no podía hacerles nada, que el gobierno del Estado de México, entonces desorganizado, y en el que los gobernadores, militares o no, se sucedían con frecuencia, tampoco podía establecer nada durable; que los hacendados ricos tenían que huir a México, o que cerrar sus haciendas o someterse a la dura condición de rendir tributo a los principales cabecillas, so pena de ver incendiados sus campos, destruidas sus fábricas y muertos sus ganados y sus dependientes.

Lo cierto era que no se trataba ahora de combatir a cuadrillas de pocos y medrosos ladrones como aquellos a quienes se había perseguido en otro tiempo, sino a verdaderas legiones de quinientos, mil y dos mil hombres que podían reunirse en un momento, que tenían la mejor caballada y el mejor armamento del país, que conocían éste hasta en sus más recónditos vericuetos; que contaban en las haciendas, en las aldeas, en las poblaciones, con numerosos agentes y emisarios reclutados por el interés o por el miedo, pero que les servían fielmente, y por último, que aleccionados en la guerra que acababa de pasar, y en la que muchos de ellos habían servido tanto en un bando como en el otro, conocían lo bastante para presentar verdaderas batallas, en las que no pocas veces quedaron victoriosos.

Así, pues, Manuela, a quien el Zarco había también instruido en sus frecuentes entrevistas acerca de las ventajas con que contaban los bandidos, acababa por disipar sus dudas, sabiendo que su amante pertenecía a un ejército de hombres valerosos, resueltos y que contaban con todos los elementos para establecer en aquella desdichada tierra un dominio tan fuerte como duradero.

De modo que, por una parte, con el impulso irresistible de su pasión, y por otra, convencida por todas las razones que le daba su amante y el temor de las gentes que la habían rodeado, acabó por confiarse resueltamente en su destino, segura de que iba a ser tan feliz como en sus sueños malsanos lo había concebido.

Pero, en resumen, Manuela, que no había hecho más que pensar en los plateados desde que amaba al Zarco, no conocía realmente la vida que llevaban esos bandidos, ni aún conocía personalmente de ellos más que a su amante. Los había visto varias veces en Cuernavaca desfilar ante sus ventanas, formando escuadrones; pero la rapidez de ese desfile y la circunstancia de no haberse fijado con atención más que en el Zarco, que fue quien la cautivó desde entonces por su gallardía y su lujo, impidieron que pudiese distinguir a ningún otro de aquellos hombres.

Después, retraída en Yautepec, y encerrada justamente por el miedo que tenía doña Antonia de que fuese vista por aquellos facinerosos, Manuela no había vuelto a ver a ninguno de ellos, pues cuando habían solido entrar de día en la población, había tenido que esconderse, ya en el curato, ya en lo más oculto de las huertas, en donde la gente se preparaba escondrijos, en los que permanecían días enteros, hasta que pasaba el peligro.

Así, pues, no conocía a los bandidos más que de oídas, ya por los relatos seductores que le hacía el Zarco, entremezclados, sin embargo, de alusiones a peligros pasajeros, que, lejos de asustarla, le causaban emociones punzantes, y ya por las terribles narraciones de la gente pacífica de Yautepec, abultadas todavía más por doña Antonia, cuya imaginación había acabado por enfermarla.

De estas noticias tan contradictorias, Manuela, con una parcialidad muy natural en quien amaba a un bandido, había formádose una idea siempre favorable para éste y ventajosa para ella.

Pensaba que el terror de las gentes exageraba los crímenes de los plateados, quienes con la mira de inspirar mayor horror hacia ellos, sus enemigos los pintaban como a monstruos verdaderamente abominables y que no tenían de humano más que la figura; que la vida de crápula constante en que se les suponía encenegados cuando no andaban en asaltos y matanzas, no era más que una ficción de las gentes, aterradas o llenas de odio; que los suplicios espantosos a que condenaban a sus víctimas no eran más que ponderaciones a fin de infundir pavor y arrancar dinero más fácilmente a las familias de los plagiados.

Ella creía que el Zarco y sus compañeros eran bandidos ciertamente, es decir, hombres que habían hecho del robo una profesión especial. Ni esto le parecía tan extraordinario en aquellos tiempos de revuelta, en que varios jefes de los bandos políticos que se hacían la guerra habían apelado muchas veces a ese medio para sostenerse. Ni el plagio, que era el recurso que ponían más en práctica los plateados, le parecía tampoco una monstruosidad, puesto que, aunque inusitado antes y por consiguiente nuevo en nuestro país, había sido introducido precisamente por facciosos políticos y con pretextos políticos.

De manera que, a sus ojos, los plateados eran una especie de facciosos en guerra con la sociedad, pero por eso mismo interesantes; feroces, pero valientes; desordenados en sus costumbres, pero era natural, puesto que vivían en medio de peligros y necesitaban de violentos desahogos como compensación de sus tremendas aventuras.

Razonando así, Manuela acababa por figurarse a los bandidos como una casta de guerreros audaces y por dar al Zarco las proporciones de un héroe legendario.

Aquella misma guarida, Xochimancas, y aquellas alturas rocallosas de las montañas en que solían establecer el centro de sus operaciones, los plateados aparecían en la imaginación de la extraviada joven como esas fortalezas maravillosas de los antiguos cuentos, o por lo menos como los campamentos pintorescos de los ejércitos liberales o conservadores que se habían visto aparecer no hacía mucho, en casi todas las comarcas del país.

Todo esto había pensado Manuela en sus horas de amor y de reflexión y ya resuelta a compartir la suerte del Zarco.

Así es que la noche de la fuga, ella esperaba entrar en un mundo conocido. De pronto, la noche tempestuosa, la lluvia, la emoción consiguiente al abandono de su casa y de su pobre madre, que siempre le hizo mella, a pesar de su pasión y de su perversidad, el verse ya entregada en alma y cuerpo al Zarco todo esto le impidió comparar su situación con sus sueños anteriores y examinar a los compañeros de su amante. Por otra parte, nada había aún de extraordinario en aquellos momentos. Se escapaba de su casa con el elegido de su corazón; éste, caballero o bandido, había tenido que acompañarse de algunos amigos que afrontasen el peligro con él y que le guardasen la espalda; he ahí todo. Ella no los conocía, pero le simpatizaban ya por el solo hecho de contribuir a lo que ella juzgaba su dicha.

Cuando obligados por la tempestad, tanto ella como el Zarco y sus compañeros, se refugiaron en la cabaña del guardacampo de Atlihuayan, todos guardaron silencio y no echaron abajo sus embozos, de modo que así, en la oscuridad y sin hablar, Manuela no pudo distinguir sus fisonomías ni conocer el metal de su voz. Algunas palabras en voz baja, cruzadas con el Zarco, fueron las únicas que interrumpieron aquel silencio que exigía el lugar.

Pero cuando a las primeras luces del alba, y calmada ya la lluvia, el Zarco dio orden de montar, Manuela pudo examinar a los compañeros de su amante: embozados en sus jorongos, siempre cubiertos hasta los ojos, con sus bufandas, no dejaban ver el rostro; pero su mirada torva y feroz produjo un estremecimiento involuntario en la joven, habituada a las descripciones que se le hacían de estas figuras de facinerosos. Entonces fue cuando Manuela, en un pedazo de papel que le dio el Zarco, escribió con lápiz aquella carta dirigida a doña Antonia en que le daba parte de su fuga.

Después, echáronse a andar los prófugos con dirección a Xochimancas, encumbrando rápidamente la montaña en que vimos aparecer al Zarco la primera vez.

La comitiva continuó callada. De cuando en cuando, Manuela, que iba delante con el Zarco, escuchaba ciertas risas ahogadas de los bandidos, a las que contestaba el Zarco volviéndose y guiñando el ojo, de un modo malicioso que disgustó a la joven.

Después la cabalgata comenzó a entrar en un laberinto de veredas, unas serpenteando a través de pequeños valles encajados entre altas rocas, y otras pasando por gargantas escabrosas y abruptas apenas frecuentadas por bandidos y leñadores.

Por fin, poco antes de mediodía se divisaron por entre una abra, formada por dos colinas montañosas, las ruinas de Xochimancas, madriguera entonces de los plateados.

De una altura que dominaba aquella hacienda arruinada se oyó un agudo silbido, al que respondió otro lanzado por el Zarco, e inmediatamente un grupo de jinetes se desprendió de entre las ruinas y a todo galope se acercó a reconocer la cabalgata del Zarco, llevando cada uno de aquellos jinetes su mosquete preparado.

El Zarco se adelantó, y rayando el caballo, habló con los del grupo, que se volvieron a toda brida a Xochimancas a dar parte.

Pocos momentos después, el Zarco dijo a Manuela, con tono amoroso:

-Ya estamos en Xochimancas, mi vida, ahí están todos los muchachos.

En efecto, por entre las viejas y derruidas paredes de las casuchas del antiguo real así como en los portales derrumbados y negruzcos de la casa de la hacienda, Manuela vio asomarse numerosas cabezas patibularias, todas cubiertas con sombreros plateados, pero no pocas con sombreros viejos de palma; aquellos hombres, por precaución, tenían todos en la mano un mosquete o una pistola.

Algunas veces, al atravesar la comitiva, gritaban malignamente:

-¡Miren al Zarco! ¡Qué maldito! ... ¡Qué buena garra se trae!

-¿Dónde te has encontrado ese buen trozo, Zarco de tal? -preguntaban otros riendo.

-Esta es para mí nomás -contestaba el Zarco en el mismo tono.

-¿Para ti nomás? ... Pos ya veremos ... -replicaban aquellos bandidos-. ¡Adiós güerita, es usted muy chula para un hombre solo!

-¡Si el Zarco tiene otras!, ¿pa' qué quiere tantas? -gritaba un mulato horroroso que tenía la cara vendada.

El Zarco, enfadado al fin, se volvió, y dijo con ceño:

-¡Se quieren callar, grandísimos! ...

Un coro de carcajadas le contestó; la comitiva apretó el paso con dirección a una capilla arruinada, que era el alojamiento del Zarco, y éste dijo a Manuela, inclinándose a ella y abrazándola por el talle:

-No les hagas caso, son muy chanceros. ¡Ya los verás qué buenos son!

Pero Manuela se sentía profundamente contrariada. Vanidosa, como era, y aunque sabiendo que se entregaba a un forajido, ella esperaba que este forajido, que ocupaba un puesto entre los suyos, semejante al que ocupa un general entre sus tropas, tuviese sus altos fueros y consideraciones. Creía que los capitanes de bandoleros eran alguna cosa tan temible que hacían temblar a los suyos con sólo una mirada, o bien que eran tan amados, que no veían en torno suyo más que frentes respetuosas y no escuchaban más que aclamaciones de entusiasmo. Y aquella recepción en el cuartel general de los plateados la había dejado helada. Más aún, se había sentido herida en su orgullo de mujer, y puede decirse en su pudor de virgen, al oír aquellas exclamaciones burlonas, aquellas chanzonetas malignas con que la habían saludado al llegar, a ella, que por lo menos esperaba ser respetada yendo al lado de uno de los jefes de aquellos hombres.

Porque, en efecto, ella no podía olvidar tan pronto, por corrompida que se hallara moralmente, y por cegada que estuviera por el amor y la codicia, que era una doncella, una hija de padres honrados, una joven que, hacía poco, estaba rodeada por el respeto y por la consideración de todos los vecinos de Yautepec. Jamás en su vida habían llegado a sus oídos expresiones tan cínicas como las que acababa de escuchar, ni las galanterías que suelen dirigirse a las jóvenes hermosas, y que alguna vez le habían arrojado a su paso tenían ese carácter de infame desvergüenza y de odiosa injuria que acababan de lanzarle al rostro en la presencia misma del que debía protegerla, de su amante. Sintió, pues, que el semblante se le encendía de cólera; pero cuando el Zarco se volvió hacia ella, risueño, para decirle: ¡No les hagas caso!, su amante le pareció, no solamente tan cínico como sus compañeros, sino cobarde y despreciable. Díjose a sí misma, y por una comparación muy natural en aquel momento, que Nicolás, el altivo herrero indio, cuyo amor había desdeñado, no habría permitido jamás que la amada de su corazón fuese ultrajada de esa manera. Por rápido que hubiera sido ese juicio, le fue totalmente desfavorable al Zarco, quien, si hubiese podido contemplar el fondo del pensamiento de Manuela, se habría estremecido viendo nacer en aquella alma, que rebosaba amor hacia él, como una flor pomposa, el gusano del desprecio.

La intensa palidez que sucedió al rojo de la indignación en el semblante de la joven, debió ser notable, porque el Zarco la advirtió, e inclinándose de nuevo hacia ella, le dijo con tono meloso:

-¡No te enojes, mi alma, por lo que dicen esos muchachos! Ya te he dicho que tienen modos muy diferentes de los tuyos. ¡Es claro, pues, si no somos frailes ni catrines! Nosotros tenemos nuestros dichos aparte, pero es necesario que te vayas acostumbrando, porque vas a vivir con nosotros, y ya verás que todos esos chanceros son buenos sujetos y te van a querer mucho. ¡Te lo dije, Manuelita, te dije que no extrañaras, y tú me has prometido hacerte a nuestra vida!

Este te lo dije del Zarco resonó como un latigazo en los oídos de la atolondrada joven. En efecto, comenzaba a sentir la indiscreción de su promesa y los extravíos y ceguedades de la pasión. Inclinó la cabeza y no contestó al Zarco sino con un gesto indescriptible en que se mezclaban la repugnancia y el arrepentimiento.

Entre tanto, habían llegado ya a la capilla arruinada que servía de alojamiento al Zarco, pues las habitaciones de la antigua casa de la hacienda estaban reservadas a otros jefes de aquellos bandoleros.

Aquel lugar, antes sagrado, se hallaba convertido ahora en una guarida de chacales. En la puerta, y a la sombra de algunos arbolillos que habían arraigado en las paredes llenas de grietas o entre las baldosas desunidas y cubiertas de zacate, estaban dos grupos de bandidos jugando a la baraja en torno de un sarape tendido, que servía de tapete y contenía las apuestas, los naipes y algunas botellas de aguardiente de caña y vasos. Algunos de los jugadores se hallaban sentados en cuclillas, otros con las piernas cruzadas, otros estaban tendidos boca abajo, unos tarareaban con voz aguda y nasal canciones tabernarias, todos tenían los sombreros puestos y todos estaban armados hasta los dientes. No lejos de ellos se hallaban sus caballos, atados a otros árboles, desembridados, con los cinchos de las sillas flojos y comiendo algunos manojos de zacate de maíz, y por último, trepado en una pared alta, vigilaba otro bandido, pronto a dar la señal de alarma en caso de novedad.

Así, pues, aquellos malvados, aun seguros como se sentían en semejante época, no descuidaban ninguna de las precauciones para evitar ser sorprendidos y sólo así se entregaban con tranquilidad a sus vicios o a la satisfacción de sus necesidades.

Manuela abarcó de una sola mirada aquel espectáculo, y al contemplar aquellas fisonomías de patíbulo, aquellos trajes cuajados de plata, aquellas armas y aquellas precauciones, no pudo menos de estremecerse.

-¿Quiénes son esos? -preguntó curiosa al Zarco.

-¡Ah! -contestó éste-, son mis mejores amigos, mis compañeros, los jefes ... Félix Palo Seco, Juan Linares, el Tigre, el Coyote, y ese güerito que se levanta es el principal ... es Salomé.

-¿Salomé Plasencia?

-El mismo.

En efecto, era Salomé, el capataz más famoso de aquellos malvados, una especie de Fra Diávolo de la tierra caliente, el flacucho y audaz bandolero que había logrado, merced a la situación que hemos descrito, establecer una especie de señorío feudal en toda la comarca y hacer inclinar, ante su miserable persona, las frentes más soberbias de los ricos propietarios del rumbo.

Salomé se adelantó a recibir al Zarco y a su comitiva.

-¿Qué hay, Zarco? -le dijo con voz aflautada y alargándole la mano-. ¡Caramba! -añadió mirando a Manuela-, ¡qué bonita muchacha te has sacado! -y luego, tocándose el sombrero y saludando a Manuela le dijo-: ¡Buenos días, güerita ..., bien haya la madre que la parió tan linda! ...

Los otros bandidos se habían levantado también y rodeaban a los recién llegados, saludándolos y dirigiendo requiebros a la joven. El Zarco se apeó, riendo a carcajadas, y fue a bajar a Manuela, que se hallaba aturdida y no acertaba a sonreír ni a responder a aquellos hombres. No estaba acostumbrada a semejante compañía y le era imposible imitar sus modales y su fraseología cínica y brutal.

-¡Vamos, aquí hay refresco! -dijo uno de los del grupo, trayendo un vaso de aguardiente, de ese aguardiente de caña fuerte, y mordente y desagradable que el vulgo llama chinguirito.

-No -dijo el Zarco, apartando el vaso-, esta niña no toma chinguirito, no está acostumbrada; lo que queremos es almorzar, porque hemos andado casi toda la noche y toda la mañana, y no hemos probado bocado.

-A ver, mujeres -gritó a las gentes que había dentro de la capilla, de la cual se exhalaba, juntamente con el humo de la leña, cierto olor de guisados campesinos-, hágannos de almorzar, y tomen esto -añadió alargando la maleta que contenía la ropilla de Manuela; ésta sólo conservó su saco de cuero, en que guardaba las alhajas, que nunca le parecieron más peligro que en aquel lugar.

Un grupo de mujerzuelas, desarrapadas y sucias, se apresuró a recibir aquellas cosas y los recién llegados penetraron en aquel pandemónium, en que se aglomeraban objetos abigarrados y extraños, y gentes de catadura diversa.

Por acá, y cerca de la puerta, estaba la cocina de humo, es decir, el fogón de leña en que se cocían las tortillas, y junto al cual estaba la molendera con su metate y demás accesorios. Un poco más lejos estaba otro fogón, en el que se preparaban los guisados en ollas o en cazuelas negras. Del otro lado había sillas de montar puestas en palos atravesados, mecates en que se colgaba la ropa, es decir, calzoneras, chaquetas, sarapes, túnicas viejos de percal o de lana; en un rincón se revolcaba un enfermo de fiebre con la cabeza envuelta en un pañolón desgarrado y sucio; más allá un grupo de mujeres desgreñadas remendaban ropa blanca o hacían vendas, y al último, en el fondo de la capilla, junto al altar mayor, convertido en escombro, y dividida de la nave por una cortina hecha de sábanas y de petates, se hallaba la alcoba del Zarco, que contenía un catre de campaña, colchones tirados en el suelo, algunos bancos de madera y algunos baúles de madera forrados de cuero. Tal era el mueblaje que iba a ofrecer aquel galán a la joven dama que acababa de arrebatar de su hogar tranquilo.

-Manuelita -le dijo, conduciéndola a aquel rincón-, esto, como ves, está muy feo, pero por ahora hay que conformarse, ya tendrás otra cosa mejor. Ahora voy a traerte de almorzar.

La joven se sentó en uno de aquellos bancos y allí cubierta con la cortina, sintiéndose a solas, dejó caer la cabeza entre las manos, desfallecida, abrumada; y oyendo las risotadas de los bandidos ebrios, sus blasfemias, las voces agudas de las mujeres; aspirando aquella atmósfera pesada, pestilente como la de una cárcel, no pudo menos que mesarse los cabellos desesperada, y derramando dos lágrimas que abrasaron sus mejillas como dos gotas de fuego, murmuró con voz enronquecida:

-¡Jesus! ... ¡lo que he ido a hacer!