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El abanico por E. Blasco

De Wikisource, la biblioteca libre.
Obras Completas de Eusebio Blasco
Tomo II, Del Amor... y otros excesos.
El abanico
de Eusebio Blasco

Nota: se ha conservado la ortografía original, excepto en el caso de la preposición á.


EL ABANICO


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Apostemos...

Apostemos algo que valga poco. La buena fe de un hombre, la felicidad de una mujer, la lealtad de un amigo, la razón de un rival, el talento de un cómico... ¡Cualquier cosa! Apostemos a que se pueden escribir mil páginas acerca de un abanico.

No seré yo tan pesado...

Es decir, no seré tan ligero (porque al fin todo lo que puede decirse de un abanico es aire).

Pero, no obstante, observemos.

Observar es estudiar sin querer, y un observador es un filósofo sin saberlo él mismo.

Un abanico es, por ejemplo, una columna de aire, replegada para salir en tiempo oportuno.

En las manos de un hombre, no significa nada, pero en las manos de una mujer.... ¡ah! ¡si uno pudiera hablar claro!

Usted, ciudadano lector, tiene una novia.

Supongamos que tiene usted una novia; no hay constitución, ni ley, ni derecho de gentes que se lo prohiban.

Habla usted un día con ella, ella se enoja con usted; el color de la ira, ese color encendido y chillón, aparece en el rostro de la mujer amada, como si el corazón gritara:

—¡Que me quemo!

Se abrió el abanico: ¡Aire!

Ya tiene usted a su novia hecha un Dios Eolo.

Vea usted por dónde el abanico ha venido a ser un instrumento útil a la sociedad (reunión ó tertulia), a la indignación y a la novia.

Aquel abanico está gritándole a usted.

—¡Fuego!

Otro caso.

Usted llega cansado a casa de la mujer amada, al nido de la paloma, a la concha de la perla que usted pescó una noche Dios sabe dónde (y usted también lo sabe).

Hace un calor sofocante.

Usted pediría agua, ó se quedaría en mangas de camisa, ó... pero no, hay otra cosa mejor que todo eso, y es el abanico de la mujer amada (con perdón de usted), que viene a acariciarle a usted las barbas, y a darle vida, mientras que unos ojos negros y rasgados le están diciendo a usted en su idioma especial:

—¿Vienes cansado, Arturo? ¿Por qué andas tan de prisa? ¡Sosiégate, descansa, toma aire, bien mío! Serénate, ¡hace tanto rato que te esperaba!

Aquel abanico que acompaña las frases como la batuta de un director de orquesta, valdría cuatro ó cinco reales cuando fué comprado.

Y ahora, ¿cuánto vale?

¡Ah! ¡y qué abanicos he conocido yo, lector amigo!

Unos, sencillos, modestos, rústicos, digámos lo así, que no valían más que doce cuartos, pero que en las manos de una modista pudieron ser tasados en ocho duros.

Otros, que se agitan en las manos de la hija de tal ó cual empleado de Hacienda y que alternaban con la aguja en las tardes de primavera, para que la niña pudiera dejar por un momento la tarea y mirar por detrás de los visillos del balcón al subteniente de cazadores que estaba pegado a la esquina como un mozo de cordel.

Otros, que nacieron destinados a no abrirse jamás. Abanicos dudosos que en las manos de una mujer con mácula, enseñaban dos ó tres varillas tan solo, mientras la vista de la interesada se fijaba en estas varillas mismas, fingiendo no reparar en las varas que le ponía un diestro en amores de palco a butaca.

Otros, que, como el amor puro ó la conciencia política, vinieron a ser simplemente artículos de lujo.

Otros, que oyeron grandes secretos, que presenciaron grandes pasiones, entre el ruido de un baile, ó en el silencio del gabinete de una esposa que sabe que su marido tardará en volver a casa.

Otros, que...

¿Pero a qué enumerarlos?

¡He conocido tantos y los he visto ocupados en tan diferentes empleos!

Los hay de todas clases, de todos los géneros, desde los que encienden el fuego de las pasiones, hasta los que encienden el fuego de las chimeneas.

Y todos, todos y cada uno, colocados entre los dedos de la mujer, se convierte en arma mortífera que va recta al corazón como la espada de cierta comedia.

Regla general. En cuanto un hombre comience a apasionarse de una mujer, y esta mujer lo comprenda, y además de comprenderlo tenga un abanico y comience a abrirlo y cerrarlo y a bajar los ojos... el hombre exclamará de la manera más dolorosa posible.

—¡Estoy fresco!

Y desde aquel instante, puede pensar en el nombre que les ha de poner a sus chiquitines.

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