El amigo Manso/Capítulo XLIII
Capítulo XLIII - Doña Javiera me acometió con furor
[editar]Hízome temblar de espanto, porque su cólera era para mí hasta entonces desconocida, y siempre había yo visto en ella mucho ángel, afabilidad y suma tolerancia. Lo mismo fue entrar yo en la casa, a las seis del domingo, que corrió hacia mí con gesto amenazador, tomome de un brazo, llevome a su gabinete, cerró...
«Pero señora...».
Yo no comprendía, ni en el primer momento supe dar a sus bruscos modos la interpretación más conveniente. Creí que me quería sacar los ojos; creí después que se sacaba los suyos. Gesticulaba como actriz de la legua, y respirando con gran fatiga, no acertaba a expresarse sino con monosílabos y entrecortadas cláusulas:
«Estoy... volada... Me muero, me ahogo... Amigo Manso, ¿no sabe usted lo que me pasa?... No resisto, me muero... ¿No sabe usted?... Manuel, ¡qué pillo, qué ingrato hijo!...».
-Pero señora...
-¿Le parece a usted lo que ha hecho?... Es para matarlo... Pues se quiere casar con una maestra de escuela...
Y al decir maestra de escuela alzaba la voz con alarido de agonía, como el que recibe el golpe de gracia...
«Alguna pazpuerca muerta de hambre... ¡qué afrenta, Virgen, re-Virgen!... Parece mentira, un chico como él, tan listo, de tanto mérito... Vamos, esto es cosa de Barrabás... o castigo, castigo de Dios... Señor de Manso, ¿no se indigna usted, no salta bufando? Hombre, usted es de piedra, usted no siente... ¿Pero usted se ha hecho cargo?... ¡Una maestra de escuela!... de esas que enseñan a los mocosos el p a pa... Si le digo a usted que estoy volada... a mí me va a dar algo... no sé cómo no le hice así y le retorcí el pescuezo cuando me lo dijo... Ahí tiene usted un hombre perdido... adiós carrera, adiós porvenir... ¡Jesús, Jesús! Y usted no se sulfura, usted tan tranquilo...».
«Señora, vamos a comer. Serénese usted y después hablaremos».
El criado anunció que la comida estaba dispuesta. Antes de pasar al comedor, mi vecina me dijo del modo más solemne del mundo:
«En el señor de Manso confío. Usted es mi esperanza, mi salvación».
-Yo...
-Nada, nada. Usted es para mi hijo lo que llaman un oráculo. ¿No se dice así?
-Así se dice.
-Pues si usted no le quita de la cabeza esa gansada, perderemos las amistades.
Estaba escrito que todo lo malo y desagradable de aquellos días me pasara al tiempo de comer en mesa ajena. Y la de doña Javiera se parecía bien poco a la de doña Cándida en la riqueza de los manjares y régimen del servicio. Contraste mayor no se podía ver. La mesa de mi vecina ofrecía desmedida abundancia, variedad de manjares sabrosos y recargados, servidos en vajilla nueva y de relumbrón. Era festín más propio de gigantes glotones que de gastrónomos delicados. Y las consecuencias del berrinche no se conocían ni poco ni mucho en el apetito de la señora de Peña, a quien observé aquel día tan bien dispuesta como los demás del año a no dejarse morir de hambre. Lo poco que habló fue para incitarme a que me atracase de todo, diciéndome que no comía nada, para elogiar a su cocinera y para reprender a Manuel porque hablaba demasiado alto y nos aturdía a todos. Este entró cuando ya habíamos tomado la sopa. Venía sumamente jovial. Le conocí que había visto a su víctima; mas no pude suponer dónde ni cómo. Probablemente habría sido en la misma casa caligulense, pues no era difícil para Manuel embaucar a doña Cándida y aun prescindir completamente de ella. Durante toda la comida, doña Javiera no perdía ripio para reñir a su hijo, fulminando contra él los rayos de sus bellos ojos o los de sus frases agudas y mortificantes. A mí me traía en palmitas, quería que de todo comiese, cosa imposible, y me atendía y me obsequiaba con cariñosa finura. Cuando me despedí, después de hablar un poco sobre el consabido conflicto, le dije:
«Déjelo usted de mi cuenta... yo lo arreglaré».
Y ella: «En usted confío. Dios le bendiga por la buena obra que va a hacer... Cada vez que lo pienso... ¡Una maestra de escuela! Estoy abochornada. ¡Qué dirá la gente!... Será cosa de no poder salir a la calle».
Y cuando salí y vi a Manuel que entraba en su cuarto, le indiqué que le esperaba en mi casa. Doña Javiera salió conmigo a la escalera, y en voz bajita, con semblante esperanzado y risueño, me dijo:
«Eso es; póngale usted las peras a cuarto. Duro con él... Dígale usted que no quiero maestras ni literatas en mi casa, y que mire por su porvenir, por su carrera... Como si no tuviera hijas de marqueses para elegir... Y lo que es yo me muero si se casa con esa... A mí que no me venga con mimos, porque no le perdono...».
-Yo lo arreglaré, yo lo arreglaré.